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Liberalismo: ¿uno o muchos? ¿Son compatibles con el catolicismo?

El debate que está teniendo lugar en Chile para la redacción de una eventual nueva Constitución ha servido como botón de muestra de una disputa teórica de larga data, que es la cuestión del liberalismo. Vemos a una izquierda que ―aunque generalmente no se sienta cómoda con el nombre de “liberal”― para defender el aborto, la eutanasia y la destrucción de la familia introduce “lógicas mercantilistas” (Astaburuaga, R.; “Eutanasia y la Convención”) y se alza como el paladín del principio de la autonomía ―progresismo que a fin de cuentas es liberalismo―, y a una derecha que grita hasta el cansancio la consigna de ‘viva Chile libre’ en defensa de ‘las ideas de la libertad’, sin reconocer a cabalidad las consecuencias sociales del capitalismo y, en general, los fundamentos ideológicos del llamado ‘neoliberalismo’. A uno y otro lado impera el individuo omnipotente, el individuo por antonomasia del que hablaba Nicanor Parra. 

Los católicos nos encontramos en esta encrucijada cultural de nuestra era. Todos se sienten compelidos a optar por uno u otro lado, cayendo en la dialéctica revolucionaria que toca todo a nuestro alrededor desde hace décadas.

Incluso la farándula eclesiástica está contaminada por este fenómeno; “podríamos pensar en algo así como en la antítesis que se ha formado en la mente de algunos entre el Dios de Pío XII y el de Juan XXIII” (Canals, F.; “Monismo y pluralismo en la vida social”). Algunos católicos apoyan el progresismo moral, otros el capitalismo puro. Unos y otros sacan descaradamente páginas de la Escritura y del Magisterio, y son pocos los que se mantienen firmes en la fidelidad íntegra al mensaje cristiano, incluyendo sus dimensiones económicas y sociales.

Por un lado, los católicos progresistas (que a fin de cuentas son liberales) esconden la Humanae Vitae y afirman que la moral antigua quedó en desuso, que debemos estar al día, cerrar los ojos al crimen del aborto en nombre de la misericorditis, acoger a las “minorías sexuales”… En el fondo, sin decirlo con claridad, quieren que la Iglesia acepte de una vez por todas la moral de mayo de 1968. Ahora bien, quizás en estos casos el error es especialmente evidente, pues la Iglesia ha señalado que “esos valores no son negociables” (Benedicto XVI, Sacramentum Caritatis): “el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas” (ibid.). Algunos simplemente optan por no seguir el Magisterio sin complicaciones. Por eso, la tentación de buscar la ambigüedad que permita conciliar el propio capricho con el Magisterio se encuentra quizás con más frecuencia en los católicos que se sienten más afines a la derecha.

Muchos católicos, que pueden o no llamarse “conservadores”, caen con facilidad en ideologías que apoyan el liberalismo económico. Los católicos liberales que caen en la idolatría del mercado se tapan los oídos cuando la Iglesia grita con la voz de los pobres, o bien afirman que la doctrina social de la Iglesia es “opcional”, o niegan una y otra vez ―contra el texto expreso de todas las encíclicas sociales clásicas― el derecho de la Iglesia de pronunciarse sobre asuntos económicos y políticos, o afirman que la doctrina de la Iglesia cambió, basándose en textos ambiguos de los últimos años.

Por supuesto, el caso chileno no es un fenómeno aislado: en todo nuestro continente vemos el resurgir de círculos políticos e intelectuales que han sido etiquetados (o incluso autodenominados) como “nueva derecha” (vid. AA.VV.; Nueva Derecha. Una alternativa en curso, Andrés Barrientos ed.), los que, sin embargo, no parecen superar la vieja fórmula importada de Estados Unidos que mezcla conservadurismo moral y liberalismo económico. La estrategia de “libertarios, conservadores y patriotas: ¡unidos venceremos!” ya ha sido experimentada en el pasado para combatir el marxismo, pero el resultado siempre ha acabado perjudicando a la larga a quienes creen en una visión cristiana del mundo. El problema es que esa mezcla no deja de ser, precisamente, parte de lo que Patrick Deneen llamó el “proyecto liberal” (Deneen, P.; ¿Por qué ha fracasado el liberalismo?). Son desarrollos lógicos del proyecto de lo que ideológicamente podemos llamar modernidad.

La principal crítica al libro de Deneen ha sido precisamente esa: pareciera que incluye dentro de una categoría omnicomprensiva todos los liberalismos, sin matices. Siempre que se critica alguna propuesta o tesis con el argumento de ser ‘demasiado liberal’ surge la réplica al uso (especialmente en los católicos capitalistas): “¿a qué tipo de liberalismo te refieres?”… Sin embargo, incluso quienes matizan al respecto, mencionando distintas corrientes liberales ―Cristóbal Bellolio dice que “el liberalismo es una familia intelectualmente diversa” y Kukathas se refería a él como un “archipiélago”―, son claros en señalar una matriz común, “una cierta unidad”.

Por ende, no parece existir conflicto al respecto. Hay acuerdo en que existen elementos comunes al liberalismo, un tronco común, pero a la vez todos reconocemos que existen muchísimas diferencias, muchas ramas que no son iguales entre sí, y que a veces se encuentran con árboles de otros troncos. Vemos que las izquierdas progresistas y las derechas liberales de nuestra región se oponen, pese a que llegan a sus conclusiones a partir de premisas muy parecidas (o incluso idénticas).

Así, en Chile hay libertarios en el Partido Republicano, que se oponen al Frente Amplio, donde hasta hace poco estaba el Partido Liberal… Pero pese a esas oposiciones, se usa un nombre común (y en ese sentido, la crítica de Deneen será válida en la medida que sea dirigida al tronco, a la matriz común). ¿Cuál es, entonces, esa matriz común? ¿Qué justifica una misma etiqueta para ideas tan disímiles?

El proyecto moderno ―la modernidad en sentido axiológico, y no cronológico― se funda sobre el principio de la “libertad” individual, la libertad negativa, “la independencia total respecto de los fines que trascienden esa individualidad” (Widow, J. A.; La libertad y sus servidumbres). Los liberales en cualquiera de sus formas, en palabras de Kukathas, creen que “la esfera política tiene prioridad sobre la esfera moral” (Kukathas, Ch.; El archipiélago liberal). Creer en las ideas de la libertad es, en definitiva, creer en “la soberanía absoluta del individuo” (Sardá y Salvany, F.; El liberalismo es pecado). Al no existir un orden según ciertos fines que dirijan la libertad ―la libertad positiva de los clásicos, el sentido, la dirección al bien―, se acaba por negar cualquier principio que vaya más allá de la libertad misma; en ese sentido, Widow incluso llega a afirmar que “en el liberalismo hay una confesión tácita de ateísmo” (Widow, J. A.; op. cit.), y Sardá y Salvany con algo más de crudeza lo llamaba “ateísmo social” (Sardá y Salvany, F.; op. cit.).

El liberal percibe toda convicción firme de otros como una forma de imposición y toda finalidad como un vínculo extrínseco. Y de hecho, no es raro encontrarse con quienes parten por suscribir principios del liberalismo económico y acaban por no querer “imponer sus propias creencias morales”, asumiendo premisas relativistas o, en el mejor de los casos, escépticas.

La idea según la cual la libertad individual es un principio absoluto implica que en todo liberalismo hay una cuota de voluntarismo, de primacía de la voluntad sobre la inteligencia, lo que lo lleva a un estrecho vínculo con el positivismo jurídico o, al menos, con lo que Schmitt llamaba decisionismo (cfr. Schmitt, C.; Sobre los tres modos de pensar la ciencia jurídica). De dicha primacía surge la idea de la prioridad de una cierta espontaneidad individual por sobre toda configuración ordenada y, por ende, del bien individual, que es entendido como contrapuesto al bien común (sin que exista integración de aquél en éste). El liberalismo percibe como imposición violenta la primacía del bien común.

Ciertamente ―al igual que en el uso de la palabra “liberal”― se podrían hacer muchos matices en cada autor. Así, hay quienes etiquetan a Francisco Suárez como voluntarista, siendo que entre él y un Ockham hay mucha distancia. De la misma manera, se podría decir que en determinados autores liberales existen elementos que podrían rescatarse. Por supuesto que puede haber elementos de verdad, así como existen elementos de verdad en Marx, pero tratar de defender un liberalismo moderado, un “liberalismo bien entendido” ―y algo análogo me parece que se podría decir respecto de un “feminismo bien entendido”―, sería como defender un “marxismo bien entendido” por reconocer ciertos males sociales del capitalismo, o un “arrianismo bien entendido”, por reconocer la Humanidad Santísima de Cristo. El problema es que en toda ideología hay elementos de verdad que la hacen inteligible (y por ende creíble), aunque con mezcla de error. Y es que la alternativa al capitalismo no es necesariamente el comunismo puro, ni el fundamentalismo religioso la única opción frente al liberalismo moral laicista.

Como con todas las ideologías, el gran problema es que los católicos no podemos proponer, como la propia Iglesia no ha hecho, nuestra propia utopía. La doctrina social de la Iglesia no es liberalismo económico ni colectivismo marxista, pero tampoco es un promedio entre uno y otro. “Las coordenadas dentro de las cuales debe desenvolverse la existencia humana son normas morales, de las cuales no se infiere la conducta al modo de una deducción matemática, sino al modo propio de las virtudes, principalmente la justicia y la prudencia” (Widow, J. A.; El hombre, animal político. Orden social, principios e ideologías). La realidad es compleja: podemos conocer con claridad los principios, pero la comprensión de lo real no es la propia del pensar calculante: exige conocimiento especulativo y también de la singularidad. Pero lo que sí es claro es que, más allá de las etiquetas, no podemos considerarnos parte del tronco común del pensamiento liberal ―cuya matriz es ideológica y atea― aunque nuestras ramas se encuentren accidentalmente con las de dicho árbol. Al igual que lo que ocurre con el marxismo (o, por mencionar otro tema candente, con el feminismo), el liberalismo no es nuestro tronco, y siendo así, no vemos por qué habría que usar la etiqueta.

Autor: Vicente Hargous

Investigador de la ONG
Comunidad y Justicia

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