Dic cementerio 1

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¿Muerte dulce o dulzura después de vivir bien?

El Gobierno de Chile, encabezado por Gabriel Boric, una vez más ha demostrado que sus prioridades se encuentran en las demandas del progresismo: este año ha renovado varias veces las urgencias legislativas al proyecto de ley de eutanasia, que actualmente se encuentra en estado de “discusión inmediata”. Asimismo, a comienzos de octubre, una comisión de la Cámara de Representantes de Colombia aprobó en primera instancia un proyecto de ley para regular el acceso al denominado “derecho fundamental a la muerte digna”. Durante el mismo mes, la Cámara de Diputados de Uruguay dio su visto bueno a un proyecto de ley de “despenalización de la eutanasia”. Es casi como si los países de la región se hubieran puesto de acuerdo para avanzar juntos en el camino de la cultura de la muerte y el descarte.

Los cristianos sabemos que la auténtica buena muerte no tiene que ver con las circunstancias externas en que ella ocurre, ni con la soledad o el sufrimiento padecidos, sino que “la buena muerte es una experiencia de la misericordia de Dios, que se hace cercana a nosotros también en ese último momento de nuestra vida” (Papa Francisco; Catequesis dada durante la audiencia general del 9 de febrero de 2022).

En los debates sobre la eutanasia, sus proponentes suelen apelar a la compasión, a un sentido humanitario, a la idea de que toda persona tiene “derecho” a una “muerte digna” o a una “buena muerte”. El mismo concepto utilizado para describir este supuesto final feliz, eutanasia, significa etimológicamente “muerte dulce” (Diccionario de la Real Academia Española; voz “eutanasia”) o “buena muerte”. Frente a esta postura, los cristianos sabemos que la auténtica buena muerte no tiene que ver con las circunstancias externas en que ella ocurre, ni con la soledad o el sufrimiento padecidos, sino que “la buena muerte es una experiencia de la misericordia de Dios, que se hace cercana a nosotros también en ese último momento de nuestra vida” (Papa Francisco; Catequesis dada durante la audiencia general del 9 de febrero de 2022).

En medio de este contexto regional adverso, la Iglesia –a través de su calendario litúrgico– pone ante nuestros ojos algunas realidades esperanzadoras que nos ayudan a dar sentido a esa verdadera “buena muerte”. Casi al final del tiempo ordinario celebramos la solemnidad de Todos los Santos, fecha en que elevamos la mirada a esa Iglesia triunfante y hacemos fiesta por esas almas que han alcanzado el gozo eterno en el seno de la Trinidad, con el anhelo de poder algún día nosotros participar de esa vida celestial. Por otra parte, el 2 de noviembre conmemoramos a los fieles difuntos, recordando en la oración a todos aquellos que nos han precedido y que ahora forman parte de la Iglesia purgante. También esa fecha es motivo de esperanza, pues se trata de los que, si bien están en un estado de purificación, han muerto en la gracia y amistad de Dios, razón por la cual “están seguros de su eterna salvación” (CCE, 1030). El Adviento, en que hoy nos encontramos, refuerza esta conciencia, pues la espera del nacimiento de Cristo evoca también su segunda venida, en la que vendrá a restablecer el orden de la justicia allí donde haya sido transgredido, “sacará las lágrimas de nuestros ojos, y no habrá más muerte ni tristeza ni llanto ni dolor” (Ap. 21, 4).

En esta desesperación, se corre el riesgo de distraerse de lo importante y de centrarse en las circunstancias que rodearán la muerte, llegando incluso a querer planificarla para que sea “digna” o “dulce”.

A la luz de estas fechas litúrgicas, la buena muerte tiene que ver con lo que está más allá de esta vida. Si nos quedamos solo con la oscuridad de la muerte, con esa inexorable llegada de lo desconocido, entonces es muy fácil desesperar. Y, en esta desesperación, se corre el riesgo de distraerse de lo importante y de centrarse en las circunstancias que rodearán la muerte, llegando incluso a querer planificarla para que sea “digna” o “dulce”. Sin embargo, a quienes ponemos nuestras esperanzas en Cristo, la luz de la fe nos permite vislumbrar lo que está al otro lado y “atravesar con confianza [esa] puerta oscura” (Benedicto XVI; Carta del Papa acerca del informe sobre los abusos en la Arquidiócesis de Múnich y Freising, 6-II-2022). Así, podemos esperar como lo hacía santa Teresita de Lisieux unos meses antes de su nacimiento a la eternidad:

No es «la muerte» quien vendrá a buscarme, será Dios. La muerte no es un fantasma ni un espectro horrible, como se la representa en las estampas. En el catecismo se dice que «la muerte es la separación del alma y el cuerpo», ¡no es más que eso! (Teresita de Lisieux; Últimas Conversaciones, el “Cuaderno amarillo de la Madre Inés”, 1 de mayo de 1897).

¡Qué receta más bella y sencilla!. Para llegar a esa buena muerte que todos anhelamos, hemos de seguir el ejemplo del justo.

La buena muerte, entonces, tiene lugar cuando aquel que se encuentra en esos últimos momentos de la peregrinación en esta tierra se dispone interiormente hacia ese encuentro eterno con la misericordia de Dios. Por eso el gran tomista del siglo XX, el P. Réginald Garrigou-Lagrange, O.P., al tratar el tema de la buena muerte, se refiere precisamente al don de la perseverancia final, esto es, al don divino de morir en estado de gracia (cfr. Garrigou-Lagrange, R.; La vida eterna y la profundidad del alma). Al ser un don, la perseverancia final no es algo que pueda ser alcanzado con nuestros méritos; “puede, sin embargo, ser obtenido con nuestras súplicas” (ibid.). Asimismo, es posible también prepararse cristianamente para el momento final. ¿Cómo hacerlo?

El justo espera la muerte y se prepara para ella con vigilancia, sobre todo con un temor respetuoso; doliéndose de las culpas cometidas y meditando sobre las expiaciones futuras. Tiene una fe viva en la vida eterna, finalidad suprema de su gran viaje (…) Es conveniente, por fin, que al aproximarse el fin, ofrezca a menudo el justo el sacrificio de su vida en unión del Sacrificio de la Misa. (Ibid.)

¡Qué receta más bella y sencilla!. Para llegar a esa buena muerte que todos anhelamos, hemos de seguir el ejemplo del justo, sea el del Antiguo Testamento que vivió para agradar a Dios y fue arrebatado hacia el cielo (Sab. 4, 11-14), sea el del Nuevo Testamento, san José, quien guió, protegió y sustentó a la Sagrada Familia de Nazaret. Este último es, por cierto, el patrono de la buena muerte (Papa Francisco; op. cit.), de manera que imitarlo a él, quien nunca apartó la vista de Nuestro Señor Jesucristo y de su Santa Madre, es, sin duda, camino seguro para dirigirnos a ese encuentro con Dios al final de la vida terrenal.

Ante la “buena muerte” que propone el mundo, los cristianos predicamos la buena muerte del Evangelio: aquella que nos lleva a aquel lugar que Jesucristo nos ha preparado para que donde esté Él, estemos también nosotros (Jn. 14, 3). Siendo, pues, lo esencial el lugar al que llegaremos al otro lado de la puerta oscura, podemos ofrecer siempre los sacrificios de la vida a Dios y rezar con las palabras de san Pío X:

Mi Señor Dios, sea cual fuere el género de muerte que queráis reservarme, lo acepto desde ahora de todo corazón; lo acepto de vuestras manos con todas sus angustias, sus penas y sus dolores. (Citado en Garrigou-Lagrange; op. cit.)

Benjamín Gutiérrez

Integrante del Área Judicial de la ONG Comunidad y Justicia (Chile).

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