julio 19, 2023• PorAntonio Amado
Metafísica y persona en santo Tomás de Aquino
Uno de los grandes temas de la metafísica es la distinción entre naturaleza y persona. Voy a intentar plantear distintas ideas. Espero que esas ideas al final puedan alcanzar una cierta unidad, es decir, que se comprenda algo unitario entre todas las cosas que voy a decir. Y si no se llega a comprender algo unitario… servirá de ejemplo del estado mental del hombre contemporáneo.
El papa Juan Pablo II ―en una catequesis del 13 de abril del año 1988―, a propósito de las definiciones cristológicas de los concilios, se pregunta por su pertinencia en la Iglesia de hoy. El papa explica que, al usar los términos “persona” y “naturaleza” para explicar el misterio trinitario y el misterio de Cristo como Dios y hombre ―pensando especialmente en el Concilio de Calcedonia―, lo que hicieron los padres conciliares fue hablar según el lenguaje corriente de la época. Es decir, que no usaron esos términos según el sentido de una determinada escuela filosófica, sino según el modo común de concebir: “era la expresión natural del modo común de conocer y razonar, anterior a la conceptualización de cualquier escuela filosófica o teológica” (Juan Pablo II; Audiencia general del 13 de abril de 1988). Esto es importante. Al leer las formulaciones dogmáticas se intenta subsumir lo que está en las definiciones bajo una determinada escuela filosófica, y esto hace que uno se pierda la substancia de lo que se quiso definir según la fe común de la Iglesia.
Por otra parte, la encíclica Fides et ratio distingue entre sistema filosófico y pensar filosófico. San Juan Pablo II dice que todo sistema filosófico debe estar al servicio del pensar filosófico. En esta misma encíclica se dice que todo hombre es, en cierto modo, filósofo. También dice que todo hombre se hace cierto tipo de preguntas, y que todo ser humano tiene cierta comprensión sapiencial acerca de muchas cosas. Pues bien, el diálogo entre la fe y la sabiduría humana es posible precisamente tomando como punto de partida las preguntas que todos los seres humanos son capaces de preguntar, sus reflexiones comunes. En relación con eso se puede establecer en primerísimo lugar un diálogo entre fe y razón.
El pensar filosófico eleva al orden del pensar lo que en principio puede ser comprendido por todos los hombres. Y esto es fundamental, porque si no fuera así no sería posible elaborar una formulación dogmática para la fe común del Pueblo de Dios.
El pensar filosófico ―que es pensar y es filosófico― eleva al orden del pensar lo que en principio podría ser conocido por todos los seres humanos. Luego, por supuesto, está la tarea del filósofo “de profesión” ―término que quizás no suena muy bonito, pero no hay nada que hacer―, que tiene que ser capaz de justificar las distintas afirmaciones, enlazarlas coherentemente, dando razón de ellas, mostrar de qué manera no se contradicen… Pero es más importante el pensar filosófico que el sistema filosófico. Podría el filósofo “de profesión” armar un sistema muy bonito, pero seguirá siendo un simple servicio al pensar del hombre común que discurre sobre las preguntas de siempre.
El pensar filosófico eleva al orden del pensar lo que en principio puede ser comprendido por todos los hombres. Y esto es fundamental, porque si no fuera así no sería posible elaborar una formulación dogmática para la fe común del Pueblo de Dios. Cuando decimos que Jesucristo es una sola persona y que Jesucristo tiene dos naturalezas, pareciera que estamos despistando a todo el mundo, porque esto no sería universalmente comunicable. Al hacer la formulación dogmática pareciera que estaríamos diciendo algo muy complicado, algo accesible sólo a los expertos… pero no sería un intento de comunicar a todos algo fundamental, de comunicar al hombre común la fe que nos ha sido revelada.
Para ocuparnos del tema de la distinción entre persona y naturaleza debemos movernos en la frecuencia del hombre común, del pensar filosófico accesible a cualquiera. Por eso espero ―bueno, no es que realmente lo espere― decir algo no muy simplón… pero si fuese demasiado simplón lo podemos complicar entrando en la frecuencia de los sistemas filosóficos ―más cómoda para el filósofo “de profesión”― y todos felices. Pero con eso quizás no estaríamos comprendiendo realmente lo que se quiere decir con la formulación del dogma.
En el Apocalipsis ―y esto va a parecer muy teológico, pero no importa― hay un texto bastante bello: “al vencedor le daré un piedrecita blanca y, escrito en esa piedra, un nombre nuevo, que nadie conoce sino el que lo recibe” (Apoc. II, 17). Esta piedrecita blanca tiene que ver con la sal que le ponen a los niños cuando se bautizan, y el pasaje se relaciona también con la costumbre de muchos adultos que cuando se bautizaban cambiaban de nombre. Lo mismo pasa a veces hoy en la confirmación: en algunos lugares es costumbre cambiar de nombre o agregar otro nombre (así uno arregla un poco lo que…). Un nombre nuevo.
Pensemos un poco más sobre esto. Cada uno de nosotros tiene un nombre. El nombre que uno tiene ―Pablo, Andrés, Francisco, etcétera― sirve para identificarse. El nombre sirve para que me reconozcan, para que a este singular que soy yo le digan con este nombre: “él se llama Francisco”. Pero lo significado por ese nombre ―lo que realmente contiene ese nombre― no es lo que yo soy, ni es quién yo soy. Porque no somos cosas. Por ejemplo, la palabra árbol en su intención significativa expresa lo que esto es: “esto es un árbol”. Pero la palabra Antonio, en cambio, en su intención significativa, no puede expresar quién soy yo. No basta con mi nombre para que me conozcan en plenitud: mi nombre lo puede saber un funcionario del Registro Civil que no me conoce.
Un nombre nuevo: un nombre que sea capaz de expresar la riqueza, la singularidad de mi ser.
Cuando se habla de un nombre nuevo debemos pensar en la idea de un nombre que pudiera decir quién soy yo: no meramente lo que soy, no una mera forma de referirse a mí, sino un conocimiento acabado de quién soy, mi identidad. Un nombre nuevo: un nombre que sea capaz de expresar la riqueza, la singularidad de mi ser. Pero a la vez se refiere a un nombre que no sea un “nombre común” singularizado, porque en ese caso podríamos referirnos a cosas comunes pero singularizadas en la persona, como si dijera que yo soy un tipo pelado [1], gordito, con barba y cosas por el estilo, que me singularizan, cosas que me determinan de alguna manera… Todas esas cosas son términos de significación universal que si las decimos podemos pensar en alguien: se va singularizando la descripción hasta que al final soy yo, no queda otra. Pero todas esas cosas no son lo singularísimo que me hace ser quien soy (aunque describan cómo soy). Cuando el texto del Apocalipsis habla de un nombre nuevo no se refiere a eso, sino a un nombre que exprese quién soy yo.
El que podamos tener trato amistoso, el que podamos abrir en una conversación aquello que irrepetiblemente está dentro de cada uno de nosotros, parece que es una riqueza en nuestro ser, y no un mero añadido.
Se trata de un tema interesante, difícil. Un nombre que exprese una ratio ―un elemento esencial―, pero que al mismo tiempo pueda decir quién soy yo. Alguien podría decir:
―Eso que usted esencialmente es, esa ratio, es algo común, comunísimo, a todos, a usted y a mí… usted es un ser humano: eso es lo esencial que uno es. Lo otro que usted dice ―eso singular y no común― es como accidental, precisamente porque cae fuera de lo que es esencial a todos los seres humanos.
El problema es que es un poco extraño decir que eso que soy yo, el quién soy, es algo accidental. Porque pareciera que el quién soy yo es algo muy especial, valiosísimo. Parece que no es lo mismo que el hecho de ser un tipo pelado, gordito y con barba. No parece que sea una gran conquista de la cultura humana poder decir que todos somos esencialísimamente seres humanos, si esa singularidad mía ―absolutamente irrepetible― fuese una mera accidentalidad de eso común. Pues pareciera que el quién somos y el que se nos trate según quién somos ―y no según lo que somos― es algo importante. El que podamos tener trato amistoso, el que podamos abrir en una conversación aquello que irrepetiblemente está dentro de cada uno de nosotros, parece que es una riqueza en nuestro ser, y no un mero añadido, una pieza que accidentalmente se superpone sobre lo común que tenemos todos los seres humanos. Esa riqueza, esa singularidad que es tan importante es el “nombre nuevo”.
En la Suma Teológica ―un texto todavía más extraño que el del Apocalipsis, pero veremos si esto cuaja― santo Tomás trata el problema de si son lo mismo la “naturaleza” y el “supuesto”, lo esencial y lo singular. En la primera parte, cuestión 3, artículo 3, trata distintos términos ―cuya ubicación en el sistema filosófico no es lo que nos concierne aquí―, y entre otros toca estos. Argumenta en la segunda objeción que en todos los seres que son materiales ―y el conocimiento humano comienza por lo material, pues conocemos de lo compuesto a lo simple― es imposible que sea lo mismo la “naturaleza” que el “supuesto”, pero en los seres inmateriales ambas cosas serían lo mismo. Santo Tomás explica esto con un modo de proceder escalonado: si yo pudiera decir qué es este ángel, el nombre que designa lo que es sería el mismo que el que se usa para señalar el supuesto singular, el quién es este ángel. Pongamos un ejemplo: si un ángel se llama Miguel, el nombre “Miguel” sería al mismo tiempo lo que es Miguel, la migueleidad, y su identidad singularísima. No deja de ser entretenido pensar que para santo Tomás ―lo dice con fundamento bíblico― hay miríadas y miríadas de seres angélicos, y al mismo tiempo, por el hecho de ser substancias espirituales, cada uno de ellos tiene que ser único en su orden, en su especie. Al no haber materia, no puede haber muchos de la misma índole, luego, tienen que ser graduados… pero lo que es fascinante es que si uno se pone a pensar en qué distingue a un ángel de otro, salvo el que uno es más perfecto que el otro, no tenemos ni la más remota idea. Estamos cerrados sobre esa posibilidad. Intenten poner dos nombres que según su intención significativa expresen dos seres de índole espiritual que sean distintos… a ver cómo lo logran. Esto es muy interesante. Uno podría decir los nombres de “Miguel” y “Rafael”, pero con eso no hemos alcanzado lo que el nombre significa, como si sabiendo el significado del nombre pudiéramos conocer dos grados de la escala de perfección angélica. Supongamos ―y con eso estamos concediendo mucho― que supiéramos un nombre que expresara la naturaleza de un ser angélico; bueno, según santo Tomás, ese nombre, al mismo que decir la naturaleza del ser ―su índole― diría quién es él.
En la cuestión 3 art. 3 de la Suma Teológica el Aquinate se pregunta si Dios se identifica con su naturaleza. Siguiendo el método propio de argumentar de la Suma, esgrime ciertos argumentos en contra de la tesis según la cual sería lo mismo. En la segunda objeción, argumenta diciendo que “todo efecto se asemeja a su causa, porque todo agente obra algo semejante a sí mismo, pero en las cosas creadas no es lo mismo el supuesto que su naturaleza, y por eso no es lo mismo un hombre que su humanidad; por lo tanto, Dios no es su deidad”. Nótese que no habla de las cosas materiales, sino de las cosas creadas (es decir, incluyendo a los ángeles). Santo Tomás se hace cargo de este argumento con estas palabras:
A lo segundo respondo diciendo que los efectos de Dios lo imitan no perfectamente, sino en cuanto pueden hacerlo, y pertenece al defecto de la imitación que aquello que es simple y uno no se puede representar sino por muchas cosas. Y así sucede en lo que es compuesto, de lo que se sigue que en las cosas creadas no es lo mismo el supuesto que su naturaleza.
Esto es algo muy interesante: tenemos que seguir profundizando en esta idea. Supongamos que tenemos un nombre con el que podemos decir lo que es este ser espiritual, un nombre que nos diga su ratio. Pongamos un ejemplo: como ustedes saben, para que haya cosas blancas debe haber extensión, cosas extensas, porque si no sería lo mismo la blancura y esto blanco. Si hay extensión, puede haber muchas cosas blancas, que serán blancas por la blancura; pero si la blancura no es recibida por cosas extensas, sería lo mismo la blancura y esto blanco. Pues bien, si no hay extensión, lo mismo sería Migueleidad y Miguel. Pero con el punto de la persona el tema es más interesante todavía: sólo en Dios se identifica la naturaleza y el supuesto. Al hablar de lo que es compuesto y lo que es simple, dice santo Tomás que en los seres inmateriales (también en los creados) se identifica “naturaleza” y “supuesto”, lo común y lo singular, pero en esta parte dice que sólo en Dios se identifican… ¿cómo conciliamos estas cosas?
Para entenderlo, volvamos al ejemplo de los ángeles. Un ángel superior, según santo Tomás, puede alcanzar la razón de un ángel inferior. Supongamos, a Gabriel superior a Rafael: en ese caso, Gabriel puede captar perfectamente la ratio de Rafael. La pregunta es, entonces, cuando Gabriel comprende perfectamente la ratio de lo que es Rafael, ¿ya comprende quién es Rafael? ¿Es lo mismo lo que es Rafael que quién es Rafael? ¿Ya comprende la singularidad íntima, irrepetible y personal, de Rafael? En un sentido, podría uno pensar que sí, porque en los seres inmateriales se identifica la naturaleza y el supuesto. conoce a Rafael. En otro sentido, ¿acaso Gabriel ya comprendió a Rafael en toda su singularidad única a irrepetible? ¿por el hecho de comprender su ratio, ya lo comprendió todo?… este es el tema. Estos ejemplos, un poco forzados, sirven para ejercitar la mente y entrar en el problema. Yo estoy lleno (además de problemas, que son múltiples) de añadidos, de accidentalidades, y no sólo soy una naturaleza… Cuando un entendimiento limitado pero superior, el de un ángel, me conoce a mí, conoce toda mi naturaleza y mis accidentalidades… Al conocer esto, ¿ya alcanza quién soy yo, o hay un núcleo más íntimo que no puede alcanzar? Esta es la pregunta. Si yo, con mi entendimiento limitado, pudiera alcanzar, de alguna manera sorprendente y misteriosa, la razón de Miguel, la Migueleidad, ¿significaría que conozco a Miguel como persona, en su núcleo más íntimo e irrepetible? Si es verdad que en toda substancia inmaterial se identifican naturaleza y supuesto, la respuesta debería ser un sí: bastaría con conocer la ratio de una criatura inmaterial para conocer su singularidad, única y personal… a no ser que haya otra posibilidad, que es la que nos interesa tratar ahora.
En la cuestión 29 de la Suma Teológica, en el artículo 1, santo Tomás trata de reflexionar sobre si es correcta la definición de “persona” formulada por Boecio: “substancia individual de naturaleza racional”… Perdón por la digresión, pero cada vez que escucho esta definición se me vienen a la cabeza los alumnos de Derecho de mi universidad, paseando por los pasillos. Ustedes saben que en la carrera de Derecho parece que la gente aprende las cosas paseando y repitiendo… no pensando. Qué bueno que por lo menos repiten esta definición, así se preserva la cultura humana. Pero volvamos a santo Tomás: en ese artículo considera la definición, analiza sus elementos para ver si es adecuada o no. Y allí dice que “aunque lo universal y lo particular se encuentra en todos los géneros, de un modo especial el individuo se encuentra en el género de la substancia”. Esto se entiende con el ejemplo de lo blanco, que se da en cosas blancas concretas: esto que es blanco. Pues bien, de modo especial, lo particular, lo individual, se encuentra en el género de la substancia ¿Por qué? porque si no hay una cosa concreta blanca, una substancia blanca, no estaría esta blancura. La substancia se individúa por sí misma, pero los accidentes (como la blancura) se individúan por la substancia. Según este esquema, el individuo del que se predica el universal “hombre” (la humanidad, la naturaleza humana) se individúa (este hombre) por aquello que da razón de que pueda darse lo común individualizado, y esto es la materia. A este individuo en el género de la substancia se le pone el nombre de hipóstasis. Lo universal, lo común a los seres humanos, es la naturaleza humana, el universal hombre, que se llama ousía; pero lo singular, lo individual de un ser humano concreto, este hombre, lo llamamos hipóstasis. Pero la cuestión no termina aquí.
Las substancias racionales tienen dominio de sus actos: per se agunt. Se trata de actos que ponen ellos. Como diría Leonardo Polo, el ser libre “es el que se posee en el origen”.
Sigue diciendo santo Tomás ―y esto es muy bonito― lo siguiente:
de un modo más especial y perfecto (quodam specialiori et perfectiori modo) se encuentra lo particular y lo individual en las substancias racionales, porque son dueñas de sus actos, y no sólo son movidas, sino que actúan por sí mismas (per se agunt), y las acciones están en los singulares.
Vamos a este modo “más especial y perfecto”. ¿Qué significa? Se refiere, entre otras cosas, a que esa razón de singularidad no es igual a la otra. La primera se refiere solamente a la individuación de lo que es común. Es más: en el orden de lo inteligible es superior la ratio común que lo singular, y por eso no existe ciencia de los singulares. Lo singular singularizado por la materia está penetrado de accidentalidad en razón de la materia, y por eso escapa a la posibilidad de alcanzar razones esenciales, sobre las que versa la ciencia. Pero aquí ―cuando hablamos de la persona― no hablamos de la individuación de lo que es común, sino de algo “más especial y perfecto”. ¿Dónde radica esa perfección?
Las substancias racionales tienen dominio de sus actos: per se agunt. Se trata de actos que ponen ellos. Como diría Leonardo Polo, el ser libre “es el que se posee en el origen”. Eso quiere decir que es capaz de realizar un tipo de acto que no viene precedido, es capaz de originar un tipo de acto cuya actualidad no se debe a una cosa previa. El ser libre actúa per se ―per se agunt―, por sí mismo, él pone el acto. Y las acciones están en los singulares. Si es capaz de originar un acto del que no podemos dar razón desde lo universal, desde su especie, es que es singular de un modo más perfecto. Es un acto individual más perfecto. Se trata de una singularidad especial, que no es lo común individualizado, sino una singularidad de otro orden, de otra esfera distinta. No es singular porque se individúa lo común, porque es algo más especial.
Parece que no es posible para una criatura alcanzar ese núcleo, el más íntimo del ser personal, que origina las acciones libres, acciones totalmente singulares, impredecibles, irrepetibles. Parece que no sería posible para otros conocer eso que pongo yo, sólo por tener una ratio de mí… aunque es posible que la psicología lo pretenda.
Volvamos a nuestros ángeles, Gabriel y Rafael. Si Gabriel, que es superior, comprende perfectamente a Rafael porque tiene la razón de Rafael, y el nombre de Rafael pudiera significar todo lo que realmente es Rafael, y además por ser inmaterial Rafael ―el supuesto― es lo mismo que rafaeleidad ―la naturaleza―, en un sentido podríamos decir que Gabriel entiende quién es Rafael. Pero en ese sentido, tendría uno que decir que también tendría que alcanzar Gabriel este núcleo por el cual Rafael es capaz de originar este tipo de actos de los cuales él es dueño… y eso parece más complicado. Parece que no es posible para una criatura alcanzar ese núcleo, el más íntimo del ser personal, que origina las acciones libres, acciones totalmente singulares, impredecibles, irrepetibles. Parece que no sería posible para otros conocer eso que pongo yo, sólo por tener una ratio de mí… aunque es posible que la psicología lo pretenda. Sobre todo algunos distinguidos psicoanalistas que piensan que por alguna suerte de introspección de no sé qué tipo conoceríamos los factores biográficos y fisiológicos que, si los conociéramos de manera exhaustiva, podríamos llegar a conocer a la persona en su singularidad y sus acciones. Si reducimos al señor que va a una consulta psicológica a esos factores, lo que ese señor elige ya no sería una elección, sino una simple determinación… Pero si es verdad que es dueño de sus actos, ¿será posible que una criatura ―aunque sea inteligentísima y superior― pueda alcanzar ese origen? A mi me parece que no. Por eso comenzamos con la frase del Apocalipsis: “un nombre nuevo”.
Un “nombre nuevo” será aquél en el que se nos dirá quién somos. En este mundo todos estamos destinados a conocernos, y en el contexto de esa destinación nos vemos a nosotros mismos a través de nuestras acciones, y nos sorprendemos de nosotros mismos: ¡un “nombre nuevo”!
Pero hay también una dimensión metafísica en el asunto. En la cuestión 30 de la primera parte de la Suma Teológica, en el artículo 4, Santo Tomás se pregunta si el nombre “persona” puede ser común a las tres Personas divinas. ¿Decimos que Dios es persona o es mejor decir que Dios son tres personas?… típico problema, ¿no? Porque aun si decimos que Dios son tres personas, la palabra “persona” ha de ser común a las tres. En este texto, muy importante, santo Tomás dice más o menos lo siguiente: la palabra “hombre” ―la índole humana, lo humano― es un nombre común (es decir, no se trata de un nombre propio) que expresa aquello que es común en todos nosotros, que por eso somos hombres. Cada uno de nosotros tiene aquello por lo que es un ser humano. A aquello por lo que se es un ser humano ―lo constitutivo de un ser humano― y que está individualizado en cada uno de nosotros, le ponemos un nombre. Este nombre apunta aquella ratio que es común a cada uno de nosotros, aunque está singularizada. “Hombre” es un nombre común que expresa aquello que es común ex parte naturae, por parte de la naturaleza. Para hablar de alguien yo podría entonces ―en vez de decir “hombre”― hablar de “este hombre”, “algún hombre”, y al hacer eso yo singularizo lo que es común. Santo Tomás dice que cuando digo “este hombre” o “algún hombre” estoy expresando lo singular por parte de la naturaleza. En el fondo, estoy individualizando lo común. Sin embargo, dice santo Tomás, “el nombre de persona no fue impuesto para significar esto”. ¿A qué se refiere entonces la palabra “persona”?
Para nuestro modo de entender, según cómo hablamos normalmente, cada uno de nosotros es persona, luego uno podría pensar que la palabra “persona” es lo mismo que “hombre singular”. Pero santo Tomás dice que el nombre de “persona” no fue impuesto para significar lo singular por parte de la naturaleza, sino que fue impuesto para significar al que subsiste en tal naturaleza. Esto es fundamental. Si yo tengo un cuchillo de hierro lo puedo llamar correctamente “un hierro” o “un cuchillo”, pero las dos palabras expresan algo distinto. Ahora bien, cuando digo “este hombre” me estoy refiriendo a un hombre singular, y ese hombre singular es persona ¡Claro que coinciden! ¡Como el hierro y el cuchillo! Pero “persona” y “este hombre” expresan algo distinto. Cuando hablo de “este hombre” quiero decir singular respecto de este hombre, mientras que cuando digo “persona” me refiero a algo más. En cambio, cuando digo “persona” no estoy diciendo “singular respecto a ser hombre”, singular respecto a la naturaleza humana, sino que quiero decir “subsistente” en tal naturaleza. Y eso es distinto… y muy importante.
Pero volvamos a lo anterior: cuestión 29 de la Suma Teológica. “De un modo más especial y perfecto se encuentra lo singular en las substancias racionales” ¿Por qué? “Porque son dueñas de sus actos”. Desde el punto de vista metafísico necesitamos una cosa: conceptualizar bajo qué ratio puedo dar yo razón de aquella dignidad que tiene este ser, para poder decir que es capaz de un acto del que tiene dominio y que no puede reducirse a lo que es común singularizado por la materia. Porque si se reduce a lo que es común singularizado por la materia no habría libertad: el acto de este caballo o el de esa oveja también son singulares, pero no son actos de los que tienen dominio… ¡Y claro que sus actos son singulares! Pero no es un acto que lo pongan ellos, no tienen dominio sobre él, porque es el acto de la especie singularizado. Pero este acto que nos da razón de que de un modo más perfecto se encuentre lo singular en las substancias racionales porque tienen dominio de su acto, no se reduce a lo que es de la índole común.
Es un nombre con el que se quiere significar que lo que tenemos en común no es una mera comunidad de esencia, sino que lo que tenemos en común es precisamente el “no tener en común”.
Entonces tenemos que pensar: ¿cómo es posible conceptualizar ese núcleo singularísimo que es origen de nuestros actos? En otras palabras, debemos conceptualizar de algún modo lo que pueda ser la noción que me refiera a este ser, de tal modo que pueda decir lo que es, pero de manera tal que se exprese su capacidad de originar este tipo de actos que no se reducen a la naturaleza común. Así surge el nombre de “persona”. Así como el nombre “hombre” expresa lo común a los que estamos aquí, porque todos tenemos la índole de esa naturaleza ―aunque cada uno la tenga individualizada por una materia―, el nombre “persona” es un nombre común, pero que no expresa lo que tenemos en común. Esto es fundamental: siendo un nombre común, no expresa una mera índole común a cada uno de nosotros, ni siquiera en cuanto esa índole común se halla singularizada en cada uno de nosotros. No es igual: es un nombre como el nombre “hipóstasis”. Es un nombre con el que se quiere significar que lo que tenemos en común no es una mera comunidad de esencia, sino que lo que tenemos en común es precisamente el “no tener en común”. Lo que tenemos en común es el hecho de la irrepetibilidad de cada uno de nosotros. Todos somos seres humanos, substancias racionales. Pero con el término persona estamos conceptualizando una noción que nos permite apuntar, no al hecho de que cada uno de nosotros sea substancia racional, sino que asumiendo que somos substancias racionales estamos dotados de una existencia incomunicable, que es aquella única e irrepetible en cada uno de nosotros, y que da razón de que podamos realizar un tipo de actos, que son irreductibles a lo que tenemos en común en cuanto substancias racionales.
Más allá de si nos situamos o no en el tomismo, de lo que se trata es de nombrar esta singularidad que no es la individuación de lo común por parte de la naturaleza. Santo Tomás dice que el nombre persona no fue impuesto para significar el individuo por parte de la naturaleza, sino al ser que subsiste en tal naturaleza.
Santo Tomás dice que cuando algo se coloca en un determinado género, se coloca siempre por parte de la esencia, lo cual es muy importante, porque el ser no es un género: es diverso en los diversos. Cuando yo digo “esto es un árbol”, expreso lo que es; si digo “es un hombre” lo puedo colocar en el género substancia. Pero si digo “él es una persona”, no aludo al género substancia. Por supuesto que a esta persona que es un hombre, en cuanto es hombre lo puedo ubicar en el género de substancia, pero bajo la noción de persona estoy considerando no meramente que es de una índole, sino que existe siendo de tal índole. Precisamente porque estoy incorporando ese ser ―y no sólo el tener una índole―, el existir en tal naturaleza, bajo esa noción no lo puedo colocar en el género substancia. El ente no se coloca en ningún género: el ente trasciende los géneros. Si a esto lo llamo árbol, en cuanto árbol lo coloco en el género substancia. Atendiendo a lo que el árbol es lo conceptualizo bajo la razón de ente. ¿Qué es lo que se denomina ente? Se denomina ente a la substancia desde su acto que es el ser (cfr. Santo Tomás; “Suma Contra Gentiles”, II, 54). Si tengo un árbol, en cuanto que es un árbol lo coloco en el género substancia, pero si quiero denominar al árbol desde la actualidad del esse, debo considerarlo como un árbol actualmente existente, conceptualizado bajo la razón de ente… y bajo la noción de ente no lo puedo colocar en un género, porque la noción de ente trasciende los géneros. Al ser de naturaleza racional nombrado desde la actualidad de su ser ―no nombrado desde la índole de ser substancia racional―, se lo denomina persona. Bajo esa denominación no cae bajo un género, porque si cayera bajo un género todo lo que se da en ese ser tendría que estar bajo la razón del género, y tendría también que reducirse cada uno de sus actos originales, libres, de los que es dueño, a eso que es común en el género… y por tanto, no podría dar razón de eso que es “más especial y perfecto”.
Cuando se piensa en lo que es persona, estamos apuntando a esa riqueza, a eso misterioso: un nombre nuevo.
Cuando santo Tomás, en la cuestión 29, artículo 3, hace este razonamiento, lo que está haciendo es decir que la persona es singular no en el orden de individualizar lo común, sino de otro orden ¿Cómo es posible que este ser que posee tal naturaleza racional sea capaz de originar un tipo de actos de los que es dueño? ¿cómo es posible? Es posible porque por su ser, por la perfección de su ser, tiene algo que trasciende a todo lo que pertenece a su índole específica. Es porque trasciende su propio género, es capaz de originar algo desde la actualidad de su ser, algo que no está contenido en lo que podemos conceptualizar bajo la humanidad abstracta, una razón común. Cuando se piensa en lo que es persona, estamos apuntando a esa riqueza, a eso misterioso: un nombre nuevo. La gran dignidad que tenemos, esa gran dignidad del ser personal, es esa irrepetibilidad de cada uno de nosotros, que no es la mera singularidad de la materia ―como la de nuestras huellas dactilares o el material genético―, sino una originalidad única, un núcleo del que surgen los actos que pongo yo mismo.
Claro que, al plantearlo así, uno podría quizás tener la tentación de disminuir un poco lo que forma parte de nuestra naturaleza, como si nuestra naturaleza fuera de suyo lo limitante. Pero no hay que olvidar que sólo en Dios son lo mismo el supuesto y la naturaleza, Dios y la deidad. Nosotros no conocemos la esencia de Dios, pero si pudiéramos ver la esencia de Dios veríamos a Dios, pero al mismo tiempo a tres personas que se identifican con su esencia. Nosotros no tenemos ni siquiera la más remota posibilidad en este mundo de ver aquella ratio esencialísima. De hecho, no tenemos la posibilidad de ver en este mundo esa ratio esencialísima en nadie. A partir de lo que las personas en sus actos libres van manifestando, y a partir del diálogo, de la comunicación de su intimidad, podemos acceder poco a poco a ese núcleo de la persona, porque ella nos lo revela a partir de las cosas que elige, de las confidencias que nos hace, de las palabras que elige, etcétera. Pero no tenemos la posibilidad de esa palabra en la cual alcanzamos como la ratio esencialísima, quién es él singularísimamente, y que no es lo común singularizado. Pero cuando lleguemos a la visión definitiva, tendremos el “nombre nuevo”, en ese nombre nuevo veremos que esta ratio singularísima, no deja de ser una ratio, porque lo esencialísimo en nosotros, es también el ser quienes somos desde la actualidad del ser. Pero solo en la visión de Dios podremos ver la ratio esencialísima en que consiste el ser de cada uno de nosotros… y esto queda reservado a otro momento. Pero aquí podemos por lo menos alcanzar que, no sabiendo qué es eso, podemos saber, sin embargo, que tenemos ―cada uno― la riqueza de la dignidad del ser personal, porque estamos constituídos desde aquel ser que nos permite subsistir en la naturaleza racional, y gracias al cual cada uno de nosotros tiene algo incomunicable, que no se reduce a lo que es común por parte de la naturaleza,y que da razón de lo que es original en cada uno de nosotros, haciéndonos capaces de hacer actos racionales, no precedidos, en los cuales nos poseemos, y en los que manifestamos esta interioridad.
Profesor de Metafísica, Universidad de los Andes (Chile)
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* Este texto, que publicamos con permiso del profesor Amado, fue pronunciado el 7 de mayo 2019 como una conferencia en el marco de las jornadas de filosofía de la Universidad Eclesiástica San Dámaso “El hombre: horizonte entre el tiempo y la eternidad”. Se presentó con el título “El hombre: persona y naturaleza”. La conferencia se encuentra disponible en línea en https://www.youtube.com/watch?v=RWJTuZTldfk (consultado el 13 de julio de 2023).
Notas
[1] Coloq. Chile: “calvo”.
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Last modified: junio 12, 2024