agosto 11, 2023• PorRaúl Madrid
Jean Valjean y la belleza de lo concreto
Casi al principio de Los Miserables ―la extraordinaria novela de Víctor Hugo―, Jean Valjean es descubierto y arrestado por el robo de unos candelabros de plata en casa del obispo Bienvenu, que le había alojado la noche anterior. Ante su sorpresa, el religioso ordena su liberación, pues ―argumenta ante la policía― él mismo se los ha regalado durante el breve hospedaje. Valjean es liberado por los gendarmes.
El prófugo huye sin poder olvidar las palabras del religioso: “me habéis prometido convertiros en un hombre honesto. Yo libero tu alma del espíritu de perversidad, y la consagro a Dios”. Valjean quiere resistir la acción divina, pero los dichos del obispo se presentan sin cesar en su memoria, cercándolo. Continúa Víctor Hugo: “sentía que el perdón de aquel sacerdote era el mayor asalto y el ataque más formidable que hasta entonces le hubiera sacudido”, pero no conseguía escapar; “el presidiario había sido cegado por la virtud”. Y entonces, viene un párrafo magistral, que da cuenta con calidad literaria de un fenómeno prodigioso del alma humana:
Se contempló, cara a cara, y al mismo tiempo a través de esta alucinación, veía una luz que tomó en principio por una antorcha. Examinando con más atención, reconoció que tenía forma humana y que aquella antorcha era el obispo. Su conciencia comparó sucesivamente a estos dos hombres colocados frente a ella, el obispo y Jean Valjean. No había sido necesario más que el primero para vencer al segundo. Por uno de esos efectos singulares que son propios de esta clase de éxtasis, a medida que se prolongaba la ilusión crecía el obispo y resplandecía más ante sus ojos, mientras que Jean Valjean se empequeñecía y se borraba. Después de algunos instantes, sólo quedó de él una sombra. De repente, desapareció. Sólo había quedado el obispo.
La pluma del gran novelista reconoce de este modo la muerte del hombre viejo, y el surgimiento del hombre nuevo; esa peculiar taumaturgia moral que acontece raras veces en la vida, pero que representa el principio de la progresión del alma en el camino de la unión con Dios, de la contemplación infusa y la posesión de los dones del Espíritu Santo.
El sustento teológico de la conversión que acabamos de exponer, sin embargo, escapa al espacio de estas páginas. La vocación de este escrito es más humilde que la contemplación del misterio, quiere adentrarse en las condiciones humanas, los supuestos de hecho para recibir este conocimiento superior, o quizás en la profundidad misma del conocimiento. Apunta a poner de manifiesto ese estado del alma que no se conforma con la exterioridad o las apariencias, sino que pretende aislar las cosas de lo accidental y sin importancia, llegar con precisión hasta el fondo de la realidad alcanzando ese claro metafísico que los escolásticos llamaban “esencia”. De entre todas las esencias del mundo, la más próxima a anunciar el misterio de la vida superior es la esencia del hombre, criatura extraña cuyo exotismo consiste no sólo en deambular entre dos universos (el del cuerpo, lo sensible, y el del espíritu, lo inteligible), sino también unirlos con naturalidad.
El conocimiento humano real ―existencial― no puede ser ni puramente sensible ni puramente intelectual, sino más bien una combinación de los dos en una experiencia unitaria de la conciencia.
Antes de volver al ejemplo de Jean Valjean conviene referirse a una pequeña objeción que surge a propósito del conocimiento humano: nuestra inteligencia procede a través de conceptos abstractos y universales, pero las cosas de las que provienen tales conceptos son concretas y singulares. Como la noción universal apunta a la esencia de cada cosa, resulta que solo ellas (las esencias) pueden ser conocidas intelectualmente, y no los singulares, que se despliegan en un campo existencial ajeno a nuestro entendimiento discursivo. Pero entonces, ¿cómo expresamos intelectualmente lo singular? Hay una manera, y se llama conocimiento por connaturalidad. Opera mediante la incorporación del objeto al propio yo, en virtud de la adaptación del apetito a la singularidad de aquel, es decir, a través de la inclinación afectiva del sujeto (cuando algo te interesa, te acercas a ello en concreto). Esto alerta sobre el hecho de que la racionalidad es insuficiente para conocer toda la realidad; solo muestra un aspecto de ella, pero lo que se presenta de modo existencial no puede ser contenido por completo en una abstracción. Esto no opera así en Dios. Como el intelecto divino es perfecto, al pensar una esencia con voluntad creadora la pone al ser fuera de la nada de modo inmediato. Así, el intelecto de Dios puede pensar lo singular en la plenitud de su carácter existencial, hasta el punto de que ese pensamiento crea lo pensado.
Ahora bien, si el hombre no puede pensar lo singular, y sólo lo percibe con los sentidos, es razonable concluir que el conocimiento humano real ―existencial― no puede ser ni puramente sensible ni puramente intelectual, sino más bien una combinación de los dos en una experiencia unitaria de la conciencia, que expresa la transitividad y unidad entre el cuerpo y el espíritu.
Con este antecedente, volvamos a Jean Valjean. Este se siente tocado en lo más hondo de su constitución moral por la actitud inesperada y generosa de Monseñor Bienvenu. Sus palabras, sin embargo, además de salvadoras, son firmes, impresionantes sin duda para un hombre que acaba de huir de la prisión, y se le comunica de improviso que se le ha liberado también del “espíritu de perversidad”. Si dejamos de lado cualquier tipo de intervención divina, sería interesante saber qué ha ocurrido en el espíritu del prófugo Jean Valjean para que la figura del clérigo reemplace en su corazón a la del rufián huraño y violento.
Así como los talentos en el orden corpóreo se diversifican por razón de la materia, así también las capacidades intelectuales y morales son distintas en cada alma particular y concreta. Lo anterior consta en el mundo cotidiano sin gran dificultad. El pequeño Albert Schweitzer sufría de angustia, en su Alsacia natal, cuando sus compañeros de juego se apostaban entre los arbustos para competir sobre quién derribaba con mayor puntería los gorriones entre las hojas de los árboles. Los otros chicos disfrutaban al calor de la competencia en la precisión del ojo y de la mano; él, en cambio, se fijaba en el organismo vital del ave, en el daño que una pedrada causaría en esa estructura bien dispuesta de huesos y carne y plumas, cuyo resultado final era la vida, que se extendía en delicados y graciosos movimientos, tan precisos quizás como los necesarios para abatirla.
¿Por qué ocurren estas diferencias en la mirada en personas aparentemente iguales? En el alma del joven Schweitzer, así como en la de Jean Valjean, se advierte una misteriosa capacidad: la de apreciar un matiz de la realidad que para los otros no era evidente, o si lo era pasaba rápidamente a segundo plano, como si algo en la estructura de la conciencia no fuera capaz de detenerse en ello. ¿Por qué causa Leonardo da Vinci veía errores donde los otros sólo advertían milagros, o el joven Voltaire lloraba leyendo las penurias de la historia europea, mientras sus camaradas de clase se entretenían correteando por el patio?
Es evidente que no podemos explicar la interioridad del espíritu humano. Hacerlo sería semejante a tener la capacidad de reproducirlo. Es más: casi toda la realidad nos resulta de algún modo misteriosa, y de ella sólo podemos entresacar un poco de la arenisca que cubre la superficie (“fragmentos de verdad”, los llama Santo Tomás). Esa ardua labor de conocimiento es la que justifica la existencia del pensamiento humano y de sus instituciones, como las universidades. Lo que en ellos se obtiene es verdadero, sin duda, pero representa una ínfima parte de la realidad por conocer, y no toda ella cabe en el molde de un concepto.
El lógos es imprescindible para el arte, es un supuesto de ella, así como la acción del intelecto práctico sería imposible sin la presencia previa del intelecto especulativo.
Desde esta perspectiva, cabría pensar que el despliegue del alma humana alcanza mayor entidad y eminencia en la labor del arte que a través del pensamiento meramente conceptual. El valor metafísico de un adjetivo, o de un color o un sonido aplicado en el lugar preciso puede ser mayor que el de un substantivo, en el sentido general del término. Me refiero a la capacidad de expresar lo singular, en unión con lo que se adelantaba antes respecto al conocimiento de las cosas concretas. Porque los adjetivos y los sonidos y los colores traducen de modo corpóreo, instituido, permanente, el sentimiento de un espíritu singular en relación con el mundo, aquí y ahora y de manera más intensa que la simple abstracción de esencias, que se empobrece justamente por su carácter general. Esto no quiere decir que los adjetivos (y su rango de homólogos que antes hemos mencionado) sean independientes de los conceptos; al contrario: el lógos es imprescindible para el arte, es un supuesto de ella, así como la acción del intelecto práctico sería imposible sin la presencia previa del intelecto especulativo. El punto es que, supuesto el entendimiento teórico, el arte expresa mejor lo singular en el alma. Del mismo modo hay que concluir que existen temperamentos capaces de percibir mejor los adjetivos, es decir, de acercarse a la realidad de un modo cuidadoso, que les deja en condición de advertir los matices, las oscilaciones, los reenvíos estéticos y humanos del mundo con mayor profundidad, rapidez y completitud que sus semejantes. Muchos de estos hombres se convierten con el tiempo en grandes luminarias en sus respectivos campos de acción, pero muchos otros llevan una vida privada en la que desarrollan tranquila y silenciosamente la habilidad de descubrir esa belleza cuya tarea es, en el decir de Dostoievsky, salvar al mundo. Llamaré “sensibilidad” a este talento gratuito que acompaña a ciertas almas, demostrando que, al menos en esto, la naturaleza es esencialmente aristocrática. La pregunta fundamental que surge en este punto es si esta sensibilidad es privativa de los poseedores naturales de ella, o puede ser comunicada hasta cierto punto, al resto de los seres humanos, como una especie de “nuevo” Prometeo en la repartición del fuego divino.
Desde esta perspectiva, cabría pensar que el despliegue del alma humana alcanza mayor entidad y eminencia en la labor del arte que a través del pensamiento meramente conceptual.
Pienso que, en sentido fuerte, esta capacidad no puede ser transferida ni transmitida. Llamo “sentido fuerte” a la capacidad creadora de obras bellas excelentes, como la música de Bach o las obras de Shakespeare. Nunca olvidé un incidente que leí en la biografía de un gran pianista. Durante su clase de música en el colegio, el futuro intérprete escuchaba a su profesora, día tras día, tocar una pieza al piano. Una mañana en que sus compañeros ya se habían retirado, el niño se acercó a ella y le preguntó, con toda ingenuidad, por qué la interpretaba de un modo tan mustio, tan plano, y, sentándose al piano iluminó la composición de un modo totalmente nuevo. Cuando terminó de hacerlo, según él mismo narra, la profesora estaba a su lado y le acarició el cabello con gran melancolía. Pero la clase siguiente, la interpretó como de costumbre. En otros términos: hay algo de mágico en la creación artística superior ―al igual que en la creación intelectual superior, que es igualmente artística―; algo que no se puede adquirir mediante la enseñanza destinada a compartir el modo de apreciar la belleza. No es factible enseñar a escribir como Thomas Mann, pero sí se puede enseñar a alguien a escribir bien, incluso muy bien. Esto equivale a sostener que puede formarse la sensibilidad de otro, para hacerle capaz de admirar la belleza de la creación divina y humana, y también para expresar su propia individualidad existencial del mejor modo posible.
Puede formarse la sensibilidad de otro, para hacerle capaz de admirar la belleza de la creación divina y humana, y también para expresar su propia individualidad existencial del mejor modo posible.
Lógicamente, esta educación supone el concepto. Sin la abstracción no hay educación formal posible. Pero, por sobre los conceptos se encuentra la configuración de las sensaciones. Esta es la educación propiamente humana. La historia nos muestra cuán peligrosos son los hombres que viven exclusivamente en los conceptos, como Monsieur Javert, el policía en la novela de Víctor Hugo que persigue implacablemente a Jean Valjean, incapaz de comprender el sentido de su conversión. ¡Cuántos hombres inteligentes no son capaces de apreciar los sentimientos de amor o de amistad! ¡Cuántos grandes cerebros carecen de una aproximación cuidadosa o respetuosa al ser humano! La capacidad de apreciar una sinfonía no se obtiene exclusivamente de la explicación técnico-musical de por qué el orden de los sonidos es más grandioso cuando produce la armonía en su conjunto, sino más bien de la experiencia vital de la armonía. Esta es la educación que “salvará al mundo” en el sentido del autor de Crimen y castigo: la capacidad de experimentar la armonía, de emocionarse con ella y de aspirar a reproducirla en los más variados órdenes.
Esta es la educación que “salvará al mundo” en el sentido del autor de Crimen y castigo: la capacidad de experimentar la armonía, de emocionarse con ella y de aspirar a reproducirla en los más variados órdenes.
Así, la formación de la capacidad espiritual de apreciar o conocer la realidad en su singularidad ―la educación de la sensibilidad― representa una forma muy alta de desarrollo del espíritu humano, y a ella se debería aspirar como fin totalizador del proceso formativo en virtud de la realización existencial que conlleva. Todo esto, sin siquiera entrar al valor moral de la sensibilidad, que puede quedar para otra ocasión.
Profesor en Facultades de Derecho y Filosofía, Pontificia Universidad Católica de Chile
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Last modified: junio 12, 2024