octubre 10, 2023• PorMariano Bártoli
El concilio frente al pensamiento moderno
No es nada probable que en el corto o mediano plazo vaya a ser convocado un concilio ecuménico por el Papa Francisco, ni mucho menos por sus posibles sucesores. De manera que, difícilmente, pueda ser interesante volver sobre una conferencia realizada el 20 de noviembre de 1961, unas semanas antes del inicio del Concilio Vaticano II, en la que se reflexionaba precisamente sobre el Concilio y la relación con ese momento y situación cultural particular.
Era algo más que se escondía detrás de ese texto, que el cardenal Frings sí sabía y que se vio en la obligación de revelar al Papa: el autor no había sido él, sino el joven profesor Joseph Ratzinger, futuro Papa Benedicto XVI.
Sin embargo, no todo es lo que parece. En primer lugar, porque el conferenciante era el anciano arzobispo de Colonia, el cardenal Joseph Frings, que la hacía a petición del cardenal Giusseppe Siri, arzobispo de Génova. Esto la hacía muy atractiva por la personalidad del expositor y la relevancia del que lo convocaba y, ciertamente, resultó ser, para ese momento, muy reveladora, tanto que el mismo Papa Juan XXIII, en una audiencia posterior, abrazó al cardenal Frings diciéndole: “Precisamente, éstas eran mis intenciones al convocar el concilio”.
En segundo lugar, lo que hace interesante y especial esta conferencia (y que el Papa no sabía) era algo más que se escondía detrás de ese texto, que el cardenal Frings sí sabía y que se vio en la obligación de revelar al Papa: el autor no había sido él, sino el joven profesor Joseph Ratzinger, futuro Papa Benedicto XVI. La profundidad de su pluma no solo ha sido merecedora de los elogios del Papa, sino que ha conseguido una reflexión que, aún hoy, más de 60 años después, sigue siendo de especial provecho y de una impresionante actualidad.
El texto expone las transformaciones profundas que habían ocurrido después del Concilio Vaticano I (1869-1870) y que exigían convocar un nuevo concilio, en una época que presentaba unas características muy especiales, las cuales obligaban a los Padres del Concilio a ser especialmente prudentes de manera que, aun con el auxilio del Espíritu Santo, fuesen capaces de iluminar de forma clara a todos los fieles que vivían en ese particular momento de la historia. Dicho de otro modo, la Iglesia, como madre y maestra, debía comprender y escudriñar adecuadamente las principales certezas de ese tiempo cultural para poder realizar su misión dando gloria a Dios y procurando el mayor provecho para las almas. El profesor Ratzinger hace, en este sentido, un aporte especialísimo al desentrañar las claves intelectuales de la realidad cultural de esa época.
1.- Unidad del género humano
En primerísimo lugar, ya en el comienzo de la década de los 60 constata, el futuro Benedicto XVI, que el mundo se había hecho pequeño, se habían acortado las distancias, y apareció en la humanidad una novedosa unidad. Una experiencia que se tenía de algún modo desde el descubrimiento de América, pero que con el desarrollo tan profundo de la técnica alcanzó una proporción hasta ese momento impensable. El mundo se había estrechado haciendo que las culturas particulares se vean ocultadas de manera creciente por una unidad cultural superior que traspasaba las fronteras y que hasta incluso había constituido un lenguaje intelectual unitario.
Esto es de una importancia trascendental porque, por una parte, supone nuevas posibilidades para la Iglesia que se hace plenamente “católica” (universal) facilitando la unificación de la humanidad y superando una cierta identificación entre cultura europea y cristianismo que no siempre resultó beneficiosa para la misma Iglesia. La unidad del género humano, gracias a la técnica, es vista por Ratzinger como una oportunidad para que aparezca fortalecida la conciencia de la cristiandad, de los valores propiamente cristianos, que desligados de una cultura concreta puede favorecer más enérgicamente a las culturas particulares respetando sus propias singularidades. En el siglo de un catolicismo que se hace verdaderamente global y así verdaderamente católico, dice el joven profesor alemán, “deberá asumir que no todas las leyes podrán ser igualmente válidas en cada país, que ante todo la liturgia debe ser un espejo de la unidad, así como una expresión adecuada de las respectivas peculiaridades espirituales, si es que pretende guiar a los hombres a un verdadero culto espiritual de Dios”. Esto ha sido cultivado intensamente por el Concilio Vaticano II y ha supuesto un camino que ha dado enormes frutos a la Iglesia Universal y sigue dando.
Esa unidad de la que hablaba Ratzinger, desde luego, se ha acentuado exponencialmente y ha superado con creces lo que él mismo podía haber imaginado producto del desarrollo de las tecnologías y de las comunicaciones. El mundo se ha hecho aún más pequeño hasta el punto de poder tenerlo, no solo en casa gracias a la radio y a la televisión, como se afirmaba en la conferencia, sino en una mano, gracias a las posibilidades que brinda un teléfono móvil. Todo se ha vuelto más cercano. Si en los 60 se podía desayunar en Alemania y comer en Egipto para una reunión de trabajo, en la actualidad no es necesario moverse del asiento para asistir y realizar esa misma reunión. Sin embargo, esa cercanía, esa unidad no ha significado un verdadero perfeccionamiento humano, no ha supuesto necesariamente una mejora cultural y humana de los que viven en la actualidad, lo cual plantea enormes dificultades y desafíos. Esa nueva realidad es vista con gran preocupación por el mismo Ratzinger, pero ya como Papa, en la encíclica Caritas in Veritate. En ella, preocupado por el mismo tema que le inquietaba entonces, afirmaba: “La sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos”. Esta realidad también debe ser asumida y enfrentada por la misma Iglesia que naturalmente busca hacer más humana (y más cristiana) la existencia.
2.- El relativismo
En parte, derivado de lo anterior, una segunda característica de la sociedad intelectual de los años 60 que advierte Ratzinger es el relativismo. Un relativismo que en cierto sentido aparece como “positivo”, entendido como la no absolutización de realidades relativas, porque permite reconocer la diversidad de todas las culturas y adoptar una postura discreta recíproca, de fraternidad, que no haga aparecer una cultura por sobre otra, y así generar formas de comprensión entre los hombres y ayudar a abrir fronteras que solían estar cerradas. Esto ha dado enormes frutos a partir del Concilio, no solo en términos de la llamada inculturación, sino en todo el movimiento de acercamiento y unidad de los cristianos. Una reflexión que, como la anterior, ha sido profundizada en su magisterio posterior y que, en la actualidad, ha insistido especialmente el Papa Francisco, pero que ya en aquel momento, el joven Ratzinger, veía como necesaria y conveniente.
Pero, sobre todo, denuncia ya en aquella época con dureza el relativismo “negativo”, aquel, como afirma él mismo, que “suprime todo lo absoluto y deja exclusivamente cosas relativas”, negando de ese modo, no solo la verdad, sino que la misma fe. Un defensor de la fe cristiana como él no podía aceptar esa realidad intelectual y la enfrenta y la denuncia con firmeza.
Este relativismo es el que luego ha condenado como Papa desde el mismo momento de asumir el pontificado en la Misa pro eligendo Pontifice donde afirma que “mientras que el relativismo, es decir, dejarse “llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina”, parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos”. Ha sido un ejemplo en el combate contra esta exaltación de lo relativo que afecta todos los ámbitos de la vida humana, desde el religioso, pasando por el psicológico, afectivo, educativo, hasta el social y cultural.
3.- La fe en la ciencia
De la mano del progreso de la técnica, Ratizinger afirma que “una de las consecuencias más sorprendentes que resultaron de la marcha triunfal de la técnica es lo que podría llamarse fe o creencia de las masas en la ciencia”. Más que en el siglo de las Luces, más que en la Modernidad, aparece en los tiempos del concilio una verdadera adoración de la ciencia, de la que se espera lo mismo que antaño se esperaba de la religión. Esto que aparecía, ad portas del Concilio, como preocupante, no obstante, frente a la mirada del futuro Benedicto XVI, aparece también como un motor y un incentivo para la religión que debe realizar un esfuerzo por presentarse como aquello que verdaderamente da sentido al ser humano.
En esa línea no duda en afirmar que “la religión tomará en muchos aspectos otra forma, será más escasa en contenido y en forma, pero quizás más profunda”. Esto es realmente interesante, porque es lo que apareció de modo claro en el Concilio Vaticano II, en forma de cambio en el modo de acercarse la Iglesia al mundo, pero no en un cambio de doctrina y enseñanza, que se volvía en cambio más fiel a la profundidad del cristianismo de los primeros tiempos. La doctrina parece intentar volverse más cercana a lo esencial y esto es un proceso que, si bien se inicia en el Concilio, va progresivamente acentuándose en los pontificados posteriores. Y es que la ciencia no ha de ser vista como un mal, ni como una rival de la religión, porque está afincada en la verdad de Dios que no puede contradecirse. Si es verdadera ciencia, tiene su fundamento último en Dios y contribuye al bien del hombre, pudiendo incluso ordenarse a profundizar en la religiosidad humana. En este sentido, contar con una religiosidad más profunda es desde luego una mejora.
En la actualidad, fenómenos como el transhumanismo nos hacen descubrir que esa fe en la ciencia sigue aún más arraigada y es más beligerante, adquiriendo incluso cierto carácter de absoluto, con lo que estas palabras de Ratzinger cobran nueva fuerza. La pretensión de que el hombre mejore y se desarrolle es profundamente humana y cristiana, pero aspirar a transformarlo al punto de que no sea quien es porque renuncia a la carne, es perder el sentido de la misma vida humana. Frente a esta cierta fe ciega en la ciencia es necesario recuperar la mirada de Ratzigner que nos proponía una religión más profunda unida a una ciencia que no lo sea menos.
4.- Las ideologías
Finalmente, aparece la presencia amenazante, como lo habían sido desde el siglo XIX, de las ideologías. Es la gran característica del ambiente intelectual y cultural del siglo XX. En primer lugar y de forma obvia, se presenta la tarea de oponer la fe a las ideologías como la verdadera respuesta ante la búsqueda de sentido del hombre. Pero quizás puede añadirse algo más. Incluso cuando el hombre se equivoque, lo hace siempre porque le atrae un bien, que falsamente prefiere a bienes superiores, y que a pesar de todo es un bien. De esta forma en los caminos errados del tiempo debe haber valores visibles que atraigan a los hombres y la tarea de la Iglesia será volver a sacar a la luz esos valores y ponerlos en el lugar que les corresponde. Esta denuncia de las ideologías que, en parte se vio asumida en la Constitución pastoral Gaudium et Spes, se vuelve más actual que nunca, debido a que la fuerza y la presencia de la ideología sigue siendo una praxis revolucionaria que pretende cambiar al hombre y la sociedad y esto afecta al deseo de que la fe se haga presente en la vida humana. En la actualidad es la ideología de género la gran amenaza contra la Humanidad y de modo especial contra la familia cristiana, de allí que tanto en aquel momento como ahora, es necesario oponer la realidad a la ideología, la realidad del ser humano, del mundo y de Dios a las elucubraciones de una razón desligada de la naturaleza.
La fuerza y la presencia de la ideología sigue siendo una praxis revolucionaria que pretende cambiar al hombre y la sociedad y esto afecta al deseo de que la fe se haga presente en la vida humana.
Pero junto con la ideología, ya en la década de los 60, Ratzinger vislumbró un mal que hoy ocupa el corazón de la vida posmoderna, sobre todo, en Europa y América: nos referimos a la sociedad del bienestar: el bienestar puede ciertamente sustituir con fuerza el anhelo de sentido en el hombre al ir temporalmente tras el logro de la comodidad. Tal es la fuerza de esta realidad que, de algún modo, ha hecho que el deseo de conseguir un mundo mejor se haya convertido en el deseo de que la vida sea más fácil y cómoda. No obstante, ya nos advertía Ratzinger que, si bien el bienestar resulta prometedor y gozoso en un primer momento, a largo plazo, termina asfixiando a la persona, porque no es más que una falsa apariencia de felicidad. El ser humano no está hecho solo para «estar bien», sino para ser bueno y feliz y esto, supone muchas veces, estar incómodo, sacrificarse, olvidarse de sí mismo.
“El amor sigue siendo el gran milagro que desafía todo cálculo, la culpa sigue siendo la oscura posibilidad que ninguna estadística puede agotar, y en el fondo del corazón humano hay una soledad que apela a lo infinito y que, en definitiva, no se puede silenciar con nada más porque sigue siendo válido que “Sólo Dios basta”
El hombre está sujeto a un totalitarismo que no es el de la fuerza y la prepotencia de aquellos del siglo XX, sino de uno que es consumista, hedonista y que se sirve en bandeja de deleites y facilidades. Esto ha sido a todas luces una verdadera profecía, más de 30 años antes de que se extendiera esta sociedad consumista en la que nos ha tocado vivir.
Conclusión
Pueden ser más o pueden ser menos, pero lo cierto es que estas características que predominaban en la sociedad de mediados del siglo XX y que llevan a convocar un concilio en la Iglesia, aparecen igualmente presentes en la actualidad, pero radicalizadas. Esto, si bien no significa que deba convocarse un concilio, sí que nos advierte que es necesario estar atento a lo que verdaderamente requiere el hombre para superar estas amenazas y disponerse a recibir el mensaje salvífico. Y en este sentido, vale la pena poner la atención en lo que el joven Ratzinger enseñaba sobre el hombre en aquella conferencia elogiada por Juan XXIII, como dijimos. Decía Ratzinger: “El amor sigue siendo el gran milagro que desafía todo cálculo, la culpa sigue siendo la oscura posibilidad que ninguna estadística puede agotar, y en el fondo del corazón humano hay una soledad que apela a lo infinito y que, en definitiva, no se puede silenciar con nada más porque sigue siendo válido que “Sólo Dios basta”, únicamente lo infinito es suficiente para el hombre, cuya medida no puede ser menos que lo infinito”. Es ese deseo de infinito el que solo puede llenar un Dios que se ha dado al hombre y lo ha amado hasta el extremo, dando hasta la última gota de su sangre en la cruz. Volver a un Dios que es amor es, ayer y hoy, el antídoto contra las dificultades del mundo presente. No por nada su primera encíclica como Papa fue Deus Caritas est.
Profesor de Filosofía en la Universidad Aabat Oliba-Ceu (España)
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Last modified: octubre 20, 2023