marzo 4, 2024• PorPablo Verdier M.
Hacia una comprensión tomista de los afectos
Se escucha con frecuencia que los tomistas pecan de ser racionalistas, que en ellos el afán de objetividad deja a la dimensión afectiva opacada. Es cierto, y no lo afirma quien suscribe, que es un aprendiz amateur. Lo dice, entre otros, Cornelio Fabro en su Libro dell’esistenza e della liberta vagabonda: “La razón no es un sentimiento, pero hay un sentimiento de la razón y hay una razón del sentimiento. He aquí el ‘complementum animae’, he aquí el desafío de toda la filosofía occidental que es conceptualista y formulista”.
En esta brevísima reflexión, quisiera poner de manifiesto tanto la importancia de lo afectivo como su compatibilidad y complementum de la razón, tomando precisamente a los principios tomistas por fundamento.
“Todo agente obra por un fin”. Esta fórmula clásica del pensamiento aristotélico-tomista fácilmente comprobable por cualquiera, encierra un contenido acerca del cual vale la pena ensayar unos breves comentarios.
El fin al que apunta o se ordena el agente, o más sencillamente, el objeto al que se orienta el sujeto al actuar, ha de ser, para ese sujeto, algo bueno. Nadie se dirige o intenta algo si es que no lo considera, de algún modo, bueno para sí. Dicho esto, se desprende que el fin de una acción es, en la perspectiva interior del sujeto, un bien. Dicho de otro modo, el bien tiene razón de fin.
El objeto entra […] en el horizonte existencial del sujeto por la vía de la resonancia amorosa en alguno de sus apetitos.
Una vez claro que bien y fin son, de alguna manera, intercambiables, nos preguntamos cómo es que el bien ejerce su influjo para transformarse en fin de una acción. La respuesta clásica es que el bien opera por atracción, suscitando complacencia en el sujeto. Todos sentimos el atractivo de aquello que nos agrada. El movimiento de atracción nace de la complacencia en el objeto; la atracción es un movimiento afectivo que puede ser sensible si el bien es sensible y despierta al apetito sensible, o espiritual si el bien es espiritual y despierta al apetito espiritual o voluntad. Este primer movimiento del apetito ―sea sensible o espiritual― es el amor al bien en cuestión, es la dimensión afectiva del amor, es el amor afectivo con que resuena el objeto en el sujeto, haciendo que el objeto se presente como más o menos importante, relevante o significativo a sus ojos. El objeto entra así en el horizonte existencial del sujeto por la vía de la resonancia amorosa en alguno de sus apetitos. Sin esa resonancia, la cosa vista o considerada, es para el sujeto, irrelevante, no le despertará interés alguno.
Tenemos, pues, que el contenido de una acción —y por extensión, el de un plan, proyecto, sueño, o como quiera que se le llame— es el de un amor afectivo que principia y cimienta aquel plan. Sin ese afecto, nada se iniciaría. Retomando la fórmula con que iniciamos estas reflexiones, no diremos ya que “todo agente obra por un fin”, sino que “todo agente obra por un amor”, y nos atreveríamos a aclarar que por “amor” hemos de entender “amor afectivo” y, al menos inicialmente, afecto sentido. Cuando ese amor inicial, amor inaugural, es consentido por el sujeto se transforma en el principio y fundamento de todo lo que le siga. Es ese amor el que, en última instancia, respalda y sostiene todas las acciones realizadas por el sujeto en orden a secundar aquel amor.
Esta es la importancia del afecto: es el momento interior en el que se personalizan las acciones, los sueños, los proyectos, las ideas. Las acciones serían así, no solo mías porque las realizo libremente, sino que pasarían a ser importantes para mí puesto que resuenan afectivamente. Desconocer el afecto que nos mueve, es desconocerse a sí mismo, ya que no sabríamos por qué hacemos lo que hacemos. Se da entre el afecto y el efecto (o conducta), una relación hilemórfica; al modo de la materia y la forma. Una conducta sin amor, es vacía, hueca, sin sentido ni importancia personal; un afecto que no se despliega se ahoga y extingue. De este modo, una conducta íntegramente personal, se constituye por un amor afectivo a un objeto, y el consentimiento y los medios para la consecución de ese amor.
Desconocer el afecto que nos mueve, es desconocerse a sí mismo, ya que no sabríamos por qué hacemos lo que hacemos.
Es esta composición de afecto y efecto lo que quisiéramos destacar. Ciertamente, podríamos considerar una infinitud de cosas: la rectitud del amor, la rectitud de los medios, qué hacer cuando no sentimos el afecto, y tantas otras importantes preguntas; pero lo que aquí nos interesa es subrayar cómo se estructura la conducta personal. ¡Cuántas veces hemos escuchado que “el amor es una decisión”! Sin duda lo es, pero una decisión acerca de un objeto que me ha afectado, que se me ha presentado por su resonancia afectiva como importante para mí, un objeto que me interpela afectivamente suscitando su atractivo.
La omisión de la consideración de dicha resonancia, hace de la decisión algo ajeno al sujeto: quien así decida, se transformará en un autómata de amores ajenos, autómata que tarde o temprano se sentirá ajeno y extraño a su propia vida. Necesitamos, pues, inauguralmente sentir aquello en lo que nos vamos a embarcar, aquello acerca de lo cual hemos de decidir.
Esta unidad antropológica entre afecto y efecto, entre corazón y conducta ha sido destacada innumerables veces, en diversos niveles. Así, por ejemplo, el Papa Francisco lo proponía a sacerdotes y religiosos cuando les alentaba a volver al “amor primero” para renovar su impulso vocacional (Audiencia, 30/01/2015), san Agustín lo señalaba cuando afirmaba:
Si algunos tienen a gala no verse exaltados o excitados, ni dominados o doblegados por sentimiento alguno, en lugar de obtener la serenidad verdadera, pierden toda la humanidad. Porque no se es recto por ser duro, ni se alcanza un estado de ánimo perfecto por ser insensible (De civitate Dei, IX, 6).
Toda dicotomía o incluso toda integración extrínseca entre razón y afecto, corre el riesgo de dañar al sujeto. Está tan enfermo un hombre sin afectos como un hombre sin razón. Ambos, razón y afectos, pertenecen a la dotación natural con la que cuenta el hombre para vivir íntegramente.
¡Cuántas veces hemos escuchado que “el amor es una decisión”! Sin duda lo es, pero una decisión acerca de un objeto que me ha afectado, que se me ha presentado por su resonancia afectiva como importante para mí, un objeto que me interpela afectivamente suscitando su atractivo.
Concluyamos pues que la contraposición entre amor afectivo y amor efectivo es antropológicamente errada. Uno y otro amor se reclaman mutuamente para constituir una acción antropológicamente íntegra; toda vez que razón y afecto se distancian y excluyen, lo único que se logra es que ambos enfermen.
Médico-psiquiatra, Escuela de Psicología,
Universidad Finis Terrae (Chile)
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Last modified: junio 19, 2024