marzo 6, 2024• PorJorge Martínez Barrera
¿Hay realmente un pensamiento político tomista?
Es posible que no haya un interés sistemático de Santo Tomás por la política
El hecho de disponer de unas pocas líneas para referirnos a la filosofía política de Santo Tomás podría ser considerado una broma. A nadie escapa que la producción intelectual del Aquinate es realmente inmensa y, por lo tanto, unas pocas páginas estarían bien para dar noticia de algunos de sus principales datos biográficos. Así, apenas se podría decir que nació probablemente en 1225 cerca de Nápoles, que era hombre de una gran corpulencia y tenía la fuerza de un par de gorilas, que ingresó a la recientemente creada orden dominicana, y que fue uno de los profesores más célebres de la Universidad de París, en una época de profundas turbulencias originadas, igual que hoy, por algunos profesores de filosofía que practicaban la demagogia académica. Murió en estado de santidad en el año 1274, antes de cumplir los 50 años. Su tumba está en Toulouse y ha sido declarado Doctor común de la Iglesia.
Ahora bien, con la mano en el corazón uno puede preguntarse si las páginas restantes no sobrarán para presentar la filosofía política de Santo Tomás. Digo esto porque, después de unos cuantos años de frecuentar los textos de su monumental obra, creo que voy llegando a la convicción de que no hay tal cosa como filosofía política en Santo Tomás (ruego al lector tomista reprimir momentáneamente sus deseos de interrumpir la lectura aquí, con la promesa de aclarar esto más abajo).
Lo que desde fines del siglo XIX y mediados del XX nos ha llegado bajo esa etiqueta, es más bien la construcción de una supuesta filosofía política elaborada según el ideario del constructor, con elementos tomados de aquí y de allá. Santo Tomás ha servido como ideólogo de la democracia y la monarquía, de los derechos humanos y las dictaduras, de la doctrina social de la Iglesia y de la economía liberal. Esta prodigiosa alquimia ha sido conseguida mediante la selección, copiado y pegado de partes de su obra hasta conformar un resultado frankensteiniano en el que resulta bastante difícil reconocer al Santo Tomás original. Pero la verdad es que no contamos con ninguna obra donde el Aquinate se haya ocupado explícitamente de política.
Permítame ahora el lector hablar mal de algo sin dar nombres, que es como deben hablar los caballeros (sigo en esto el ejemplo del propio Santo Tomás, siempre y cuando no se trate de Averroes, a quién sí menciona y se permite burlarse de su nombre, que encuentra muy próximo al término latino “aberratio”). Me refiero a lo siguiente: muchos trabajos sobre ese pensamiento político al que suele atribuirse pretensiones de sistematicidad toman como uno de sus puntos de partida una obrita de poco vuelo, mal escrita, inconclusa, y de cuya autenticidad se dudaba hasta no hace mucho. Me refiero al De regno, o Tratado sobre el reino. Déjenme aventurar que este tratadito podría ser considerado como uno de los últimos exponentes tardomedievales de un género literario llamado “Espejo de príncipes”. Se trata de breves escritos parenéticos, es decir, exhortatorios a la decencia, dirigidos a los poderosos, quienes, por esa condición, se sentían legitimados para el ejercicio de una variopinta serie de calaveradas. En fin, todo muy bien, pero pretender que en el De regno esté ese supuesto “pensamiento político” de Santo Tomás suena, cuando menos, algo exagerado.
Lo que desde fines del siglo XIX y mediados del XX nos ha llegado bajo esa etiqueta, es más bien la construcción de una supuesta filosofía política elaborada según el ideario del constructor, con elementos tomados de aquí y de allá.
Y en cuanto al otro escrito tomasiano que suele ser reverenciado por quienes defienden la idea de un interés sistemático del Aquinate por los asuntos políticos, las cosas no mejoran. No temo exagerar si digo que lo mejor del Comentario de Santo Tomás a la Política de Aristóteles ―que es el otro escrito― está en las dos páginas del prólogo. El resto es mejor olvidarlo si uno realmente desea hallar ahí algún dato importante sobre su pensamiento político, en caso de que éste haya existido como centro temático de sus preocupaciones intelectuales. Por otra parte, ni ese comentario, ni ninguno sobre las obras aristotélicas, estaba destinado a la publicación, sino que se trataba de material pedagógico elegido para exponer a sus alumnos una parte del pensamiento aristotélico. Esto no se hacía con el objeto de saber lo que Aristóteles pensaba sobre tal o cual cosa, sino con el de aprovechar los conocimientos de un autor hasta el momento vampirizado por los musulmanes, y ver en qué medida las cosas que él decía contribuían a una mejor intelección del asunto estudiado. Precisamente, el averroísmo latino, verdadero enemigo de Santo Tomás, comenzaba con una moda intelectual destinada a un colosal éxito por lo menos hasta Husserl: la idea de que la Filosofía es esencialmente el estudio del “pensamiento de”. Pues bien, el Comentario a la Política de Aristóteles también está inconcluso, como el De regno. Se podría objetar que con estos criterios, tampoco hay una Metafísica en Santo Tomás, puesto que no escribió ninguna obra con ese título (Aristóteles tampoco). Pero trataré de aclarar las cosas hacia el final.
Se trata de breves escritos parenéticos, es decir, exhortatorios a la decencia, dirigidos a los poderosos, quienes, por esa condición, se sentían legitimados para el ejercicio de una variopinta serie de calaveradas. En fin, todo muy bien, pero pretender que en el De regno esté ese supuesto “pensamiento político” de Santo Tomás suena, cuando menos, algo exagerado.
¿No estaremos mirando la política clásica con los ojos de la moderna?
Si ya el lector tomista ha conseguido dominar su mal humor ante la anterior afirmación de que “no hay tal cosa como filosofía política en Santo Tomás”, le propongo una tesis que le resultará menos repulsiva: la política, tal como la conocemos hoy, está monopolizada por la figura gigantesca de una institución desconocida en tiempos de Aristóteles y de Santo Tomás: el Estado.
A comienzos del siglo XX la Política se entiende de acuerdo con los criterios legados a la posteridad por el primer filósofo político moderno (por lo menos es así como modestamente se describe a sí mismo): Thomas Hobbes. Éste, en el fondo, no hace más que dar forma de tratado sistemático a algunas ideas esbozadas en El defensor de la paz, de Marsilio de Padua, y en El Príncipe y los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, ambos de Maquiavelo. La política emprende con el escritor florentino el camino de una completa reconfiguración epistemológica, de cuyo ordenamiento sistemático se encargará Thomas Hobbes. No es que Maquiavelo sea inmune a la grandeza de la otra concepción de la política, la clásica, pero cree darse cuenta de que es un ideal demasiado alejado y de nula utilidad para disciplinar a ese canalla congénito que es el hombre. La política no es otra cosa que ejercicio de poder, y de un poder destinado a la salvación de una nueva institución: el Estado. Desde Maquiavelo hasta nuestros días hemos vivido convencidos de que la política es eso, es decir, algo que tiene que ver con el poder, y específicamente con el poder del Estado. Maquiavelo no es, estrictamente hablando, el ideólogo de la separación entre ética y política. Lo que sucede más bien es que la aparición del Estado exige la reformulación del sistema de la moralidad (comentario al margen: es una gran ingenuidad suponer que una vacuna de moral clásica pueda ser eficaz en un contexto donde la política se ha estatalizado). Maquiavelo propone por eso una refundación de la virtud, y ella no puede entenderse sino como “amor a la patria”, lo cual significa: amor al Estado. El anacronismo de Maquiavelo ―consciente o no, poco importa― consiste en confundir esa virtud con el amor a la patria de los tiempos republicanos de Roma. Y esto, para no mencionar el significado del término “patria”, que no significa lo mismo en los romanos, en los escritos de Santo Tomás y en los de Maquiavelo.
El enemigo común contra el cual apuntan sus cañonazos, tanto Maquiavelo como Hobbes, es la Iglesia Romana.[1] Pues bien, este modo de entender la política es lo que hemos estado aceptando inadvertidamente, y con ella se han abordado los escritos de Santo Tomás, lo cual constituye, por lo menos desde el punto de vista metodológico, un grave error. Así, nos apuramos en hallar en la obra del Aquinate los pasajes que puedan justificar nuestro lenguaje del Estado, la democracia, la separación de poderes, la economía política, los derechos humanos y, en fin, toda una serie de preocupaciones surgidas de la nueva comprensión de la política. Ninguno de estos asuntos es tratado por Santo Tomás, no sólo por una razón cronológica, que esa sería la explicación más periférica, sino sobre todo porque la ocasión misma de esos temas es la reconversión epistemológica de la política. [2]
Nos apuramos en hallar en la obra del Aquinate los pasajes que puedan justificar nuestro lenguaje del Estado, la democracia, la separación de poderes, la economía política, los derechos humanos y, en fin, toda una serie de preocupaciones surgidas de la nueva comprensión de la política.
No podemos hacer de cuenta que no existe la institución jurídica del Estado o que su génesis intelectual no proviene de escritos que combaten la doctrina moral tradicionalmente enseñada por la Iglesia. Es más, la aparición de la filosofía política es paralela a la consolidación del Estado. Hobbes se autodeclara “el primer filósofo político”. Y tiene razón, pues la política clásica es, en el fondo, un canto a la vida contemplativa. Por eso Hobbes, en su radical ruptura con lo clásico, no tiene ningún problema en emitir juicios como éstos, por ejemplo, que se leen en el cap. XLVI del Leviatán:
(…) creo que pocas cosas pueden decirse más absurdamente en filosofía natural que lo actualmente llamado metafísica aristotélica, ni cosa más repugnante al gobierno que lo dicho por Aristóteles en su Política, ni más ignorantemente que una gran parte de sus Éticas. [3]
El gran asunto de la filosofía política clásica, paradójicamente, no son las cosas políticas, como sí lo es en la modernidad, cuando aparece la figura cuasi profesional del “filósofo político” con Hobbes como padre fundador. El gran asunto de la filosofía política clásica, en cambio, es la respuesta a la pregunta acerca de cómo debemos convivir de manera de honrar lo mejor que hay en nosotros. Por eso andamos algo extraviados si pretendemos hallar en Santo Tomás una doctrina que respalde nuestra concepción de la política, la cual es completamente tributaria de la figura del Estado. Pero, atención, tampoco se trata de caer en el extremo opuesto de suponer que la política es para el Aquinate un desierto total, simplemente porque aquella vieja pregunta ya no tiene sentido en el espacio público confiscado por el Estado.
Andamos algo extraviados si pretendemos hallar en Santo Tomás una doctrina que respalde nuestra concepción de la política, la cual es completamente tributaria de la figura del Estado.
Estos pródromos pueden complementarse con otro del mismo tenor: ¿debemos considerar al Aquinate como un aristotélico cristianamente correcto? Es probablemente Jacques Maritain el autor que más ha influido en un modo de ver las cosas que ha impedido la verdadera comprensión del estatuto de la política en Tomás de Aquino. Posiblemente esta construcción teórica haya constituido un buen auxilio para el sustento ideológico del movimiento demócrata cristiano, pero en todo caso sería algo complicado hacer de Santo Tomás el padre fundador de esa corriente de opinión. Si hubiéramos de extremar las cosas, uno podría decir del Aquinate que es un monárquico católico (y esto aún con mucho cuidado). Pero un demócrata cristiano, ciertamente no.
Es probablemente Jacques Maritain el autor que más ha influido en un modo de ver las cosas que ha impedido la verdadera comprensión del estatuto de la política en Tomás de Aquino.
Un presupuesto metodológico y la presencia de Aristóteles
Así entonces, ya tendríamos una primera conclusión, que podríamos llamar el “presupuesto metodológico” para el análisis de la política en Tomás de Aquino. Este se concreta en un par de normas muy sencillas y complementarias: a) la primera nos prescribe preguntarnos en primer lugar qué entendemos por “política” cuando hablamos de “filosofía política” según Tomás de Aquino, o por lo menos investigar si no estaremos extrapolando una comprensión de la política que es ajena a la mente de Tomás; b) la segunda regla, complementaria de la anterior, nos prescribe extremar las precauciones a la hora de calcular el verdadero impacto de Aristóteles en el Aquinate.
Una vez aclarados los aspectos metodológicos, podemos pasar ahora al segundo momento, ontológico esta vez, de preguntarnos qué cosa es la política para nuestro autor y de qué se ocupa ella en realidad.
Para empezar a darnos una idea, no podemos dejar de admitir que Aristóteles está presente en lo que Santo Tomás piensa acerca de la política.
¿Qué es lo que atrae a Santo Tomás en esa filosofía de las cosas humanas de Aristóteles? Pues, lo que el mismo Aristóteles anuncia al comienzo mismo de la Ética Nicomáquea, es decir, el hecho de que la política se ocupa del fin de la vida humana, del sentido de la existencia. Todo cuanto hacemos, lo hacemos por alguna razón que funciona como motor o motivo de nuestras decisiones. Ahora bien, existe en nuestra vida una razón última que da sentido a todo lo demás. Por supuesto que esto puede discutirse, pero la posición de Aristóteles es que, lo queramos o no, esa razón última o primera está ahí independientemente de nuestra voluntad; incluso es posible que en la más trivial de nuestras acciones estemos persiguiendo algo más que un objetivo inmediato. La idea esbozada en los dos primeros capítulos de la Ética Nicomáquea es, sí, la del ordenamiento finalístico de cuanto existe, pero además la de que éste está quebrado en su intimidad por la búsqueda de un fin que no se agota en la sola plenitud de la cosa donde ese fin inhiere. Es entonces de la mayor urgencia conocer cuál pueda ser ese objetivo final, pues el conocimiento efectivo del mismo puede permitir ajustar mejor el rumbo de nuestra vida.
Quisiera insistir en este punto del quiebre finalístico, es decir, la intuición de que el fin de todas las cosas, si bien está en ellas, no se identifica con ellas. Todo, incluido el hombre, contiene un fin, pero éste no se identifica con la cosa misma. Pues bien, el tipo de conocimiento que se ocupa directamente de ese sentido final de los asuntos humanos es el saber político. Obviamente, ese fin de nuestros actos tiene que ser lo suficientemente “final” como para agotar todas nuestras expectativas. ¿Cuál puede ser? ¿Qué carácter debe tener este bien de manera que sea capaz de contentar todos nuestros deseos? Porque de eso se trata, de estar contentos, en el sentido de “contenidos”. Y aquí aparece una de las tantas dimensiones insospechadas de la política aristotélica: su carácter terapéutico. La política es, efectivamente, una terapia del deseo, en la medida en que ayuda a identificar el objeto último del mismo y se ocupa de señalar las acciones conducentes a ese fin. Y esto es también la verdad práctica, es decir, el conocimiento de lo que debemos querer obrar o no obrar. O sea que la verdad no sólo nos hace libres, sino que también nos cura, nos sana. Pues bien, la Política se ocupa de esto, o debiera hacerlo por lo menos, según Aristóteles. Quisiera insistir en un asunto que me parece de capital importancia y por cierto algo paradójico: esa dimensión terapéutica de la política depende de la medida en que seamos capaces de advertir el carácter “descentrado” del fin último. O por decirlo en términos más actuales, de la salida de sí del sujeto. Creo que todavía no hemos investigado la posibilidad de una antropología que se haga cargo de la muerte postmoderna del sujeto.
El tipo de conocimiento que se ocupa directamente de ese sentido final de los asuntos humanos es el saber político. Obviamente, ese fin de nuestros actos tiene que ser lo suficientemente “final” como para agotar todas nuestras expectativas. ¿Cuál puede ser? ¿Qué carácter debe tener este bien de manera que sea capaz de contentar todos nuestros deseos?
Para retomar nuestro tema, digamos que contamos con un nombre para el fin último de la vida, un nombre que, por cierto, nos informa solamente acerca del carácter de final que tiene ese motivo supremo de nuestros actos. Me refiero al término de “felicidad”. Pues bien, el Aquinate no puede dejar de sentirse profundamente atraído por este aspecto desconocido hasta entonces de la política. Y todavía más, cuando Aristóteles se permite afirmar ante su alumnado de hombres políticos, pues muy probablemente a ellos están dirigidas estas lecciones dispersas de antropología filosófica que se han reunido bajo el nombre de Ética Nicomáquea [4], cuando Aristóteles se permite afirmar ante los políticos ―digo― que el fin último de la vida no es político, sino contemplativo, pues el fin de la política le parece un tanto superficial [5], podemos imaginar sin dificultad la satisfacción de Santo Tomás. Es un modo de ver la Política verdaderamente novedoso.
En una palabra, en lo referido al esquema global de la Política, la perspectiva aristotélica pudo parecer sorprendente a Santo Tomás. Sin embargo, al entrar en detalle, las cosas comienzan a complicarse un poco, como trataré de mostrar. La dificultad no está en la teoría del quiebre finalístico según la cual el verdadero fin de cuanto existe, y de manera especial en los asuntos humanos, no puede identificarse con la “soberanía del sujeto”. Tanto en la antigüedad como en la Edad Media, existe la intuición de que el verdadero “yo” tiene poco que ver con la interioridad subjetiva y personal. Esto no es muy fácil de ver, pero es relativamente sencillo de entender. Consiste en lo que podríamos llamar la teoría antropológica del sujeto (estoy tentado de emplear el término “substancia humana”, o sea, “persona”) como continente. El hombre contiene, en lo más íntimo de sí, algo misterioso, una chispa de algo divino cuyo origen nadie conoce, “que entra por la puerta”, dice enigmáticamente Aristóteles (Gen. an. II, 736b 27-30). En la Ética Nicomáquea leemos:
No hemos de tener, como algunos nos aconsejan, pensamientos humanos porque somos hombres, ni mortales porque somos mortales; sino, en la medida de lo posible inmortalizarnos y hacer todo lo que está a nuestro alcance por vivir de acuerdo con lo más excelente que hay en nosotros (…). ( Ética Nicomaquea, 1177 b 32-35).
Una vida auténticamente humana es una vida “descentrada”, podríamos decir, pues el hombre no es la mejor de las cosas que hay en el universo. Y puede decirse que en general el descentramiento teleológico es la clave hermenéutica de la teoría de la finalidad aristotélica. Hay que vivir de acuerdo con eso divino que hay en nosotros, y que está al mismo tiempo separado y unido a nuestra interioridad.
En una palabra, en lo referido al esquema global de la Política, la perspectiva aristotélica pudo parecer sorprendente a Santo Tomás. Sin embargo, al entrar en detalle, las cosas comienzan a complicarse un poco.
Segunda conclusión (recuerde el lector que la primera es la del presupuesto metodológico): hay acuerdo entre Aristóteles y Santo Tomás en cuanto al asunto de la Política. Ella se ocupa primordialmente de la mejor vida posible, de la vida buena. Y ésta no es otra que la vida contemplativa, en la cual está la verdadera felicidad. Buscamos políticamente fines ultrapolíticos.
Hay que vivir de acuerdo con eso divino que hay en nosotros, y que está al mismo tiempo separado y unido a nuestra interioridad.
La vida contemplativa como fin último de la vida política está de hecho precedida por un detallado cuadro de virtudes del carácter, por lo menos para Aristóteles. Y no hay duda de que para el Aquinate esto no ofrece mayores dificultades. Sin embargo, la conexión entre las virtudes éticas y la contemplación no resulta muy clara en el texto aristotélico de la Ética Nicomáquea, y esa falta de precisión ha llevado a explicar de diversas maneras el porqué de este aparente prerrequisito moral de la vida contemplativa. Sin embargo, en el detalle mismo de ese espléndido cuadro del hombre virtuoso señalado por Aristóteles, se ve con toda nitidez que las virtudes tienen sentido en tanto son políticamente relevantes. El bien de la comunidad política gobierna la esfera de la moralidad; la salvación de la pólis da sentido a las virtudes tomadas cada una particularmente. Una virtud del carácter no tendría sentido si se la separara de su articulación esencial con la esfera de lo político. Incluso más, todo el esquema pedagógico moral esbozado por Aristóteles en la Política, está centrado en la formación de hombres que habrán de ser, ante todo, ciudadanos de la pólis. En suma, la virtud moral, si bien parece ser un prolegómeno de la vida contemplativa, toma todo su sentido de su posibilidad de expresión política. Algo que se cultive en el silencio y en la intimidad no podría ser considerado una virtud. Pero, ¿no colisiona esto con la idea cristiana de “virtud”? Veamos.
Algunos roces con el ideal aristotélico y la justicia “política”
Llegados a este punto, cabe señalar un asunto de importancia capital, pues el esquema de virtudes del cristianismo, ya desde sus orígenes, es muy diferente. Todo cuanto deba legitimarse políticamente resulta sospechoso para los primeros cristianos. Cuando Tertuliano, en el parág. 38 de su Apologeticus, dice que no hay nada más ajeno para los cristianos que la cosa pública, sintetiza una intuición esencial del cristianismo, de cuyo apartamiento nacieron varias herejías. [6] Virtudes como la paciencia, la humildad, la obediencia, el amor fraterno hacia el prójimo (y no a una vaporosa “humanidad”), son virtudes cuyo cultivo colabora de manera decisiva en la santidad de la vida, y su articulación con la vida público-política sonaría más a estafa preelectoral que a otra cosa. La virtud cristiana prohíbe que una de nuestras manos sepa lo que hace la otra. Un griego no puede ser humilde; un cristiano no puede no serlo. El concepto mismo de teología moral sería una contradicción en los términos, de acuerdo con el concepto aristotélico de lo divino. Platón busca denodadamente influir sobre el tirano de Siracusa y elabora la teoría del filósofo-rey. Aristóteles recoge más de 150 constituciones para descubrir una apropiada para Atenas; escribe las Éticas y la Política, y con riesgo de su vida, trata de enseñar algo al macedonio Alejandro. A gusto o a disgusto, ambos filósofos, Platón y Aristóteles, entienden que los vincula un compromiso irrenunciable con los asuntos de la pólis. Santo Tomás en cambio huye de esas cosas; no le interesan demasiado. Si bien para el Estagirita y el de Aquino la felicidad mayor de una vida inmersa en el tiempo no se agota en las cosas políticas, para Aristóteles la instancia última de compleción de lo humano es la pólis. La vita contemplativa tiene sentido en tanto está inmersa en la pólis, no puede ir más allá ni más acá de ella. El ejercicio aristotélico de la contemplación está vedado para aquellos que no son ciudadanos, pero para ser ciudadano es preciso satisfacer una serie de requisitos difícilmente aceptables en ámbito cristiano: tener bastante dinero, no ser esclavo, campesino ni comerciante, provenir de buena familia, etc. Pues bien, buena parte de esos requisitos se anuncian ya en la Política, más o menos a la altura donde Santo Tomás interrumpe su comentario.
A gusto o a disgusto, ambos filósofos, Platón y Aristóteles, entienden que los vincula un compromiso irrenunciable con los asuntos de la pólis. Santo Tomás en cambio huye de esas cosas; no le interesan demasiado.
La virtud moral más importante para Aristóteles es la justicia; a ella dedica incluso una alabanza poética al comienzo del libro central de la Ética Nicomaquea. Para Santo Tomás la virtud moral más importante es también la justicia y a ella dedica la cuestión más extensa de la Suma de Teología. Tanto uno como otro se preocupan por recordar el estatuto ético de la justicia, probablemente contra una posible disolución jurídica de la misma. Aristóteles aparentemente carga las tintas contra cierto legalismo sofístico en la concepción de la justicia, recordando que existen cosas justas por naturaleza. Santo Tomás, a su vez, toma el derecho romano como punto de partida de su análisis y desde ahí profundiza en la referencia moral del concepto de “derecho” (ius), abusando un poquito de ciertas etimologías. Es muy importante advertir la preeminencia del concepto de “ius”, de la “ipsa res iusta” como el objeto de la ciencia del derecho, porque esto tiene directa vinculación con la antropología “descentrada” a la cual me referí antes. En la época del sujeto esto ya no tendrá mayor sentido, pues la instancia última de legitimación de lo justo radica en la voluntad pura del sujeto y no en la voluntad calificada de la persona. Llamo “voluntad calificada de la persona” a la disposición habitual a poner seguridades personales y grupales bajo la norma del bien común, el cual, quisiera subrayar, es un bien de la persona y no de una difusa “comunidad política”. El bien común es un bien ético personal y actúa como factor rectificador de la voluntad, obligándola a romper sus tendencias centrípetas. Por eso lo justo es la norma de la virtud de la justicia, la cual es definida con toda coherencia por la antropología descentrada de Aristóteles como un bien del otro.
Sin embargo, lo que a Aristóteles primordialmente le importa es lo mismo que ha investigado con las demás virtudes y que seguirá investigando hasta el final de la Ética Nicomáquea, es decir, de qué manera esta virtud alcanza su perfección política. Según él mismo declara, “lo que buscamos no es sólo la justicia sin más, sino la justicia política”. [7] Y eso justo natural, que para Santo Tomás está jerárquicamente por encima del ius positivum, y que pareciera estar más allá de lo político, para Aristóteles no es sino parte de lo justo político, tal como lo afirman las primeras líneas del capítulo 7 del Libro V de la Ética Nicomáquea: “Lo justo político puede ser natural o positivo (nomikón)”. La culminación de este Libro V es el análisis del modo como la justicia puede hacerse presente en la aplicación de las normas jurídicas a casos excepcionales. Aquí la justicia brilla en su perfección moral. En síntesis, lo político, siempre lo político, es el nicho ecológico de la más importante de las virtudes morales.
Para Santo Tomás, en cambio, si bien no deja de referirse al contexto político de la justicia, esas referencias no son prioritarias, sino que obedecen a una inspiración distinta. Un punto notable que marca con bastante nitidez el distanciamiento respecto de Aristóteles es que esas alusiones a lo político se hacen la mayor parte de las veces bajo la invocación del concepto de bien común, o sea, de un concepto inexplorado por Aristóteles. A estas alturas ya debiera quedarnos claro que el concepto de pólis aristotélico puede prestarse a dos lecturas: o bien se trata de un macro sujeto que reasume en una unidad superior la unidad perdida por el descentramiento teleológico individual, o bien, como lo interpreta Santo Tomás, la pólis es un paso hacia el bien común. Desde el punto de vista de la fidelidad a Aristóteles, creo que la interpretación de Tomás de Aquino es errónea, y que tal vez nos asistan mayores razones para considerar a la primera opción como la más conforme al texto del Estagirita, tal como se encargan de recordarle los maestros averroístas de la Facultad de Artes de la Universidad de París. Ahora, si lo vemos desde el punto de vista de lo que entiende Santo Tomás por filosofía, entonces él está en lo cierto.
En síntesis, lo político, siempre lo político, es el nicho ecológico de la más importante de las virtudes morales.
La culminación del “Tratado de la Justicia” en la Suma de Teología no es el bien común político, sino la virtud de religión. A pesar de ser ella una parte potencial de la justicia, la religión es para Santo Tomás la más importante de las virtudes morales. La religión no es una virtud teologal ni intelectual, sino moral. Y no solamente eso, sino que además es ella la encargada de dar sentido al resto de las virtudes: la religión ordena al hombre a Dios de manera directa, pero también esa ordenación exige ciertos actos referidos al prójimo (Sum. Theol. IIa-IIae, q. 81, a. 1, ad 1). Esos actos no son otros que los actos de todas las virtudes.
La culminación del “Tratado de la Justicia” en la Suma de Teología no es el bien común político, sino la virtud de religión.
Por último, cabe recordar que la ciencia moral desarrollada por Santo Tomás es parte de un estudio mucho más vasto que no es la plenitud de la pólis, sino el estudio de Dios como comienzo y fin de la creación. Toda la Segunda Parte de la Suma de Teología, en consecuencia, trata de la moralidad como el movimiento de la criatura racional hacia Dios (… de motu rationalis creaturae in Deum…, Sum. Theol. I, q.2, prol.), y no como la instauración de la buena sociedad. Esto último es un efecto colateral deseable, pero no es lo único ni lo más importante.
Nos acercamos a la conclusión: el puesto de la Política para Santo Tomás
Así entonces, el propio Santo Tomás se encarga de especificar nuestra tercera y última conclusión con toda la claridad necesaria. Esta conclusión surge después de haber recorrido lo metodológico (1ª conclusión) y lo ontológico (2ª conclusión):
El hombre no se ordena a la comunidad política con todo su ser y con todas sus cosas; por eso no es necesario que cualquier acto suyo sea meritorio o demeritorio respecto de la comunidad política. Más bien, todo lo que el hombre es y todo lo que puede o tiene, debe ordenarse a Dios, y por eso todo acto bueno o malo del hombre, en cuanto procede de su razón, es meritorio o reprobable ante Dios (Sum. Theol., Ia-IIae, q.21, a.4, ad 3).
Notemos el empleo tomasiano del adverbio “todo”. No dice que haya una esfera de actos donde esa ordenación no se dé, digamos, un ámbito como el público-político configurado por acciones que podrían prescindir de su ordenación a Dios, y otro ámbito de acciones ética y hasta religiosamente importantes, pero sólo significativas para los creyentes. Ésta es la respuesta a una objeción “laica” que plantea justamente eso, que hay actos que no necesariamente son meritorios respecto de Dios. Todos los actos lo son, y esto no es una cuestión de fe, sino de recta intelección de la acción humana.
Así entonces, no se puede negar la presencia de ciertas constantes arquitectónicas comunes en Aristóteles y Tomás de Aquino respecto del saber político. Pero desde el momento en que la perspectiva teleológica de la existencia se sitúa en un plano completamente diferente, es lógico pensar que todo el resto debe reacomodarse en función de esa nueva instancia finalística. Y a ella están todos llamados, griegos y bárbaros. “Ninguno de los filósofos de antes de la venida de Cristo, a pesar de todos los esfuerzos, pudo saber tanto acerca de Dios y de lo necesario para la vida eterna cuanto después de la venida de Cristo sabe cualquier viejecita mediante la fe”, dice Santo Tomás en el cuarto parágrafo del Prólogo de su Comentario al Símbolo de los Apóstoles.
Es muy probable que, al momento de profundizar en las exigencias prácticas concretas de la vida política, el Aquinate haya descubierto que la lógica inherente a la misma exige una ética difícilmente conciliable con las prescripciones de la vida cristiana.
“Ninguno de los filósofos de antes de la venida de Cristo, a pesar de todos los esfuerzos, pudo saber tanto acerca de Dios y de lo necesario para la vida eterna cuanto después de la venida de Cristo sabe cualquier viejecita mediante la fe”, dice Santo Tomás en el cuarto parágrafo del Prólogo de su Comentario al Símbolo de los Apóstoles.
Aristóteles probablemente tiene razón cuando habla, por ejemplo, de la limitación del número de ciudadanos y los medios por los cuales la misma es alcanzable, por ejemplo el aborto, el infanticidio y el abandono de los niños que “sobran”. El Estagirita quizás está en lo cierto, por otra parte, cuando razona que si la naturaleza es la instancia última de legitimación de todo, entonces ella es un modelo a imitar, y por lo tanto, si la ciudad es natural, ella no puede incluir a los niños defectuosos, los cuales pueden ser eliminados. Y también la tiene cuando alaba las ventajas del disfrute de una sexualidad orientada exclusivamente al fin terapéutico del alivio de tensiones, pues es necesario que los viejos de la ciudad estén contentos. Y así podríamos multiplicar los ejemplos. Es muy revelador estudiar en qué sentido entienden respectivamente Aristóteles y Tomás de Aquino el carácter normativo de la naturaleza. El concepto definitivo de naturaleza es otro de los tantos que separan al Estagirita de Santo Tomás.
En suma, el sentido de la vida moral, para Aristóteles, es la perfección de la comunidad política. Estas son las cosas que probablemente llevaron a Santo Tomás a interrumpir la redacción de sus tratados “políticos”. Y con razón, porque lo único que cuenta para un cristiano, en el fondo, es la amistad con Dios. Y meterse en política exige muchas veces, como ha señalado amargamente Max Weber, pactar con los demonios.
Académico Universidad Gabriela Mistral
Notas
[1] Una parte fundamental del Leviatán es la titulada “Sobre el reino de las tinieblas”, dedicada, precisamente, a la desarticulación de la teología católica. La estrategia argumental de Hobbes es más profunda que la de Maquiavelo: es preciso descalificar a la Iglesia Romana no tanto por sus malos ministros, sino sobre todo por las cosas en las que ella pretende creer y hacer creer. Hobbes se concentra con especial virulencia en el dogma de la Eucaristía, sin dejar de pasar minuciosa revista a todos los sacramentos. Ahora, pregúntese el lector qué tiene que hacer un tratado de teología anticatólica en el primer gran tratado de Teoría del Estado y ya estará Ud. en camino de una muy interesante respuesta.
[2] Tomemos el ejemplo de los derechos humanos. Si vamos a entenderlos como unas salvaguardas éticas contra los abusos del Estado, es obvio que no vamos a encontrar en Santo Tomás un material apropiado para sustentarlos. En sus tiempos no existía el Estado ni el derecho era entendido como una barrera protectora.
[3] En esta afirmación, como en muchas otras, Hobbes no tiene pruritos en plagiar descaradamente a otros autores, pero en fin, el pensador de Malmesbury tampoco tenía obligación de presentar informes académicos ni de encender sahumerios en el altar de las evaluaciones de sus pares y estudiantes. Si lo que dice Hobbes no es un plagio velado del De divinatione, 2, 58 de Cicerón (“No se puede decir nada tan absurdo que no haya sido dicho antes por algún filósofo”), entonces ya no sabemos qué es un plagio.[4]Suscribo la tesis de R. Bodéüs en Le philosophe et la cité. París, 1982.
[5] Ética Nicomaquea, I, 5, 1095b 24.
[6]“Pero nosotros «los cristianos» indiferentes a cualquier ambición de poder y de gloria, no tenemos ninguna necesidad de constituirnos en agrupaciones. No hay nada más extraño para nosotros que la cosa pública desde el momento en que reconocemos una sola cosa pública, el mundo, que es común a todos”.
[7] Ética Nicomaquea, V, 6, 1134a 25-26.
#750AñosSantoTomás #EspecialTomismo #FallecimientoSantoTomás Aquino Aristóteles ciceron escolástica Ética Filosofía política Monarquía santo Tomás de Aquino Tomás de Aquino tomismo
Last modified: diciembre 11, 2024