2024 04 castano

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Del normativismo al constitucionalismo: aporías y problemas

A manera de introducción

Esta nota no tiene más pretensión que la de hacer un breve recorrido doctrinal por el derrotero del Estado de derecho occidental contemporáneo en los últimos cien años, recalando en particular en las cuestiones que suscitan sus fundamentos axionormativos; más concretamente, en el acuciante problema del ejercicio injusto del poder político. El factum de su flagrante relativismo ético-jurídico, día a día más ostensible, dará aquí ocasión para aducir una serie de juicios y diagnósticos sobre el régimen vigente hoy entre nosotros, en lo que fue el solar de la Cristiandad.

Los primeros análisis provienen de la edad de oro de la teoría del Estado y de la constitución contemporáneas, representada por Carl Schmitt y por aquél a quien Schmitt mismo llamó ―cincuenta años después― “la mejor cabeza de Alemania”: Hermann Heller. Se trata, en ambos ilustres casos, de enjuiciamientos críticos. Los últimos análisis, por el contrario, provienen de destacados juristas de nuestros propios días; todos ellos, además, miembros de los tribunales supremos de sus respectivas patrias. Y todos ellos ―como es hoy habitual― sosteniendo con aprobación los fundamentos de un régimen cuyas coordenadas esenciales ya casi no son cuestionadas por la academia.

¿Qué quedará en el cedazo tras este breve recorrido? En primer lugar, la constatación de que tanto las valoraciones negativas cuanto las positivas de esta dimensión axial del régimen demoliberal se hallan contestes en señalar su relativismo constitutivo. En segundo lugar, que el giro constitucionalista del sistema no ha subsanado ―ni podía subsanar― las consecuencias de ese relativismo en el plano de la legitimidad de ejercicio del poder político; en otros términos, en la obligación que le cabe a la potestad del Estado como custodia de la justicia y de los verdaderos derechos, y como guía hacia el bien común político.

¿Puede la mayoría ser injusta con una minoría?

En su obra Legalidad y legitimidad (1932), Carl Schmitt constata que el Estado liberal ha superado (rectius, pretende haber superado) el problema de la tiranía de ejercicio. En efecto, el poder legal permanece indiferente y ajeno frente a todo valor material de justicia: a lo que es realmente justo, más allá de las formalidades.  La ausencia de contenido de la mera estadística vacía de fundamento racional a la ley; su neutralidad es, en realidad, neutralidad e indiferencia frente a lo justo y a lo injusto (objetivos). Schmitt muestra que el sistema veta la posibilidad de considerar injusta la decisión de la mayoría de los representantes: lo injusto queda excluido del concepto mismo de la ley (“formal”). En tanto emane del parlamento de acuerdo con el procedimiento constitucionalmente previsto, la ley será justa y constituirá derecho, cualquiera sea su contenido.

El vaciamiento formal-funcionalístico de la ley operado por el Estado liberal ni soluciona el siempre vigente problema del ejercicio tiránico del poder, ni supera la eventualidad del derecho de resistencia a la tiranía (que no dejará de ser tiranía por ser “legal”).

La doctrina clásica ha distinguido entre el tyrannus ab exercitio y el tyrannus absque titulo, recuerda Schmitt. El primero ha llegado al poder de acuerdo con los canales legalmente vigentes, pero hace mal uso de su derecho de imperio, es decir, ejerce el poder con injusticia. Pues bien, señala nuestro autor, si se parte de la premisa de la neutralidad frente a todo valor y todo contenido material de la decisión ―como lo hace el concepto funcionalista de legalidad liberal― ya no es posible imputar ejercicio injusto del poder a quien lo ejerce con títulos constitucionales. Es así como al poder legal, que por fundarse en la mayoría ya no puede ser tachado de ilegítimo por el origen, tampoco podrá nunca imputársele ilegitimidad de ejercicio, toda vez que no existe el mal ejercicio del poder detentado por los representantes de la mayoría. El poder del Estado sustentado en el 51% de los votos es de suyo legítimo, y todas sus decisiones son justas por el hecho de ser legales. Con ello desaparece la posibilidad misma de referirse al poder legal del Estado democrático-representativo como “injusto”, y el tirano deja de ser tal mediante el artilugio lingüístico de ya no llamarlo más “tirano”. Ahora bien, objeta Schmitt, el vaciamiento formal-funcionalístico de la ley operado por el Estado liberal ni soluciona el siempre vigente problema del ejercicio tiránico del poder, ni supera la eventualidad del derecho de resistencia a la tiranía (que no dejará de ser tiranía por ser “legal”) (cfr. Schmitt, C.; Legalität und Legitimität).

Surge así del análisis de Schmitt que la neutralidad axiológica del legislador liberal, para quien “ley es la decisión momentánea de una mayoría momentánea”, se halla detrás de su pretensión de disolver el problema teorético y práctico del ejercicio injusto del poder. Pues ninguna decisión es injusta si se ha atenido a un determinado procedimiento formal. Hay aquí, como resulta evidente, una toma de posición agnóstica y relativista. Decía por ello el autor en El defensor de la constitución:

“[…] la neutralidad política interior (innerpolitische Neutralität) del Estado aparece primero en la conciencia histórica, concretamente, como neutralidad del Estado con respecto a las religiones y confesiones […] En última instancia este principio debe conducir a una neutralidad general respecto de todas las concepciones y problemas posibles, y a una equiparación absoluta, según la cual, por ejemplo, el hombre de ideas religiosas no ha de gozar de protección mayor que el ateo, ni el animado de sentimientos nacionalistas que el enemigo o el detractor de la nación. De ahí resulta, además, la absoluta libertad de todo tipo de propaganda: de la religiosa como de la antirreligiosa, de la nacional como de la antinacional; absoluta ‘deferencia’ a quien ‘piensa de otro modo’, aun cuando se mofe de las costumbres y la moral, o socave la forma del Estado y sea un agitador al servicio de un Estado extranjero”(Der Hüter der Verfassung, Tübingen, J. C. B. Mohr, 1931, pp. 111-112) [1].

Agrega Schmitt respecto del recurso a las mayorías agravadas para ocuparse de cuestiones de gravedad institucional (así, respecto de la “parte dogmática” de la constitución): una cualificación legislativa de naturaleza cuantitativa (quantitative Erschwerung) puede constituir un medio técnico de restricción, mas nunca implicará un principio universal (allgemeines) de justicia y de racionalidad. En la figura del propio autor:

“Sería sobre todo una peculiar manera de ‘justicia’ explicar una mayoría como tanto mejor y más justa cuanto más opresiva sea, y afirmar abstractamente que el hecho de que 98 personas maltrataran a 2 no sería ni por asomo tan injusto como que 51 maltrataran a 49. Aquí la matemática pura se transforma en pura inhumanidad” (Legalität und Legitimität, Berlín, Duncker & Humblot, 1988, pp. 32-33 y 42-43).

No se puede, exclamaba asimismo este autor hace 90 años, poner solemnemente el matrimonio, la religión y la propiedad privada bajo el amparo de la constitución y prever en la misma constitución cuáles son los procedimientos legales para vulnerarlos. Tampoco es lícito rechazar un radicalismo cultural contrario a la fe y al mismo tiempo ofrecerle la siempre abierta alternativa de la igualdad de oportunidades, con la cual ese radicalismo podría alcanzar el poder e imponer su ideología a la sociedad. Y es una excusa “miserable e inmoral”, condena Schmitt, decir que la eliminación del matrimonio y de las Iglesias es ciertamente legal, pero que es de esperar que las mayorías no resuelvan nunca la abolición legal del matrimonio ni la implantación de un Estado laicista o ateo.

En última instancia, el principio mediato y basal que sostiene tal pretensión de disolver el problema teorético y práctico del ejercicio injusto del poder es el de que la mayoría ―mejor dicho: los titulares del poder por ella investidos― no reconoce límite axionormativo alguno. Esto supone el tránsito a la “teología política”, dirá Schmitt, ya que tal pretensión se apoya en la atribución de caracteres divinos a la mayoría que vota: “la creencia de que todo el poder emana del pueblo recibe un significado similar al de la creencia de que todo el poder de la autoridad procede de Dios” (Schmitt, C.; Die geistesgechichtliche Lage des heutigen Parlamentarismus) [2].

La mayoría ―mejor dicho: los titulares del poder por ella investidos― no reconoce límite axionormativo alguno.

El otro gran teórico del Estado de la época contemporánea, Hermann Heller, viene a coincidir ―también críticamente― con el quicio de las conclusiones de Schmitt. La creencia en la legalidad se traduce, en su forma más corriente, en la docilidad a aceptar como legítimo todo precepto jurídico “formalmente correcto”, establecido “según la forma procedimental ordinaria” (en palabras de Kelsen); tal temperamento es teoréticamente falso y además comporta en sí mismo una involuntaria constatación de la “degeneración (Degeneration)” de la conciencia jurídica:

Con el principio de división de poderes, polémicamente esgrimido contra el absolutismo monárquico, se creyó poder asegurar la legitimidad a través de la legalidad, en la medida en que los representantes del pueblo establecerían la ley que debería ser observada por los demás órganos del poder. Ahora bien, ese principio de organización no basta para garantizar la juridicidad sino en la medida en que se suponga, fundando los actos del órgano democrático legislativo, la acción de una razón práctica que determina para sí misma su propia rectitud. Pero la realidad es que la división en órganos no es sino un mero principio de organización del poder, que nada dice acerca de la justicia del Derecho positivo, si no es merced a una predestinación metafísica que lleve a ello ―y en la que nadie cree― (Heller, H.; Staatslehre).

Demás está decir que en torno de este problema se juega una cuestión de consecuencias potencialmente dramáticas ―o trágicas― para el hombre: “La antítesis de legalidad y legitimidad [es] la forma de aparición actual del problema de la obediencia y de la resistencia [a la tiranía] bajo el punto de vista del concepto de Derecho” (Schmitt, C.; Glossarium. Aufzeichnungen der Jahre 1947-1951).

Demás está decir que en torno de este problema se juega una cuestión de consecuencias potencialmente dramáticas ―o trágicas― para el hombre.

Relativismo, dogmas y paradojas de mayorías cambiantes

Un reconocido teórico del Estado ideológicamente adscripto al régimen hoy vigente y ex miembro del Tribunal Constitucional alemán, Ernst-Wolfgang Böckenförde (✝2019), viene a dar la razón a Schmitt y a Heller. El autor (conocido por su militancia católico-liberal) sostiene que la voluntad de Dios no tiene validez política y jurídica por sí misma, sino en la medida en que el pueblo la acepte. La democracia vigente, “que tiene sus raíces y sus componentes básicos en el individualismo liberal”, supone un tránsito de “la libertad como autonomía individual a la libertad como participación democrática, hasta arribar a la conformación del poder democrático en la libertad de autonomía colectiva”. Esta autonomía no se subordina a ningún principio normativo que limite sus decisiones. En palabras del autor, no está ligada por exigencias imprescriptibles de derechos fundamentales; antes bien,

estos derechos no prefiguran el contenido de las decisiones que surgen del ejercicio del poder democrático, sino que sólo aseguran la posibilidad de renovar tales contenidos o de mantener los existentes. De este modo, y por lo que se refiere a los contenidos, la democracia es formal y abierta: en la forma del dominio democrático los contenidos responden en cada caso a lo que los ciudadanos (libres) o sus representantes deciden incorporar, y que se mantendrá mientras siga habiendo consenso al respecto. 

Es que la democracia vigente, explica Böckenförde, “va unida al relativismo”. Sólo exige resguardar la posibilidad de alternancia en el poder (la “gleiche Chance”, igualdad formal de oportunidades, duramente cuestionada por Schmitt en Legalität und Legitimität), es decir, no crear obstáculos legales que impidan que una minoría pueda llegar al poder, al transformarse en mayoría. Pero ninguna posición es impugnable de suyo, ninguna decisión está vetada de antemano a la voluntad de la autonomía colectiva; toda posición mayoritaria puede imponer sus criterios legalmente (y legítimamente, porque es mayoría) en la sociedad. Sólo se le exige, reitera el autor, que respete la igualdad de oportunidades, i.e., la posibilidad de alternancia dentro del sistema. Ejemplo de ello, para Böckenförde, lo ofrece la prohibición en Alemania del partido comunista. El fundamento constitucional para invalidar su acción no vino dado por el contenido de sus ideas, ni por ponderación alguna sobre su error o el disvalor o nocividad de la doctrina marxista-leninista, sino porque el comunismo asigna a sus posiciones la categoría de una verdad objetiva y absoluta (Cfr. Böckenförde, E.-W.; “La democracia como principio constitucional”) [3].

La voluntad del pueblo elevada al rango de la voluntad de Dios (“soberanía del pueblo”) no es la única identificación ideológica que sustenta al sistema democrático-constitucional del Estado de Derecho liberal. Hay otras. Ante todo, la concurrente identificación entre lo cuantitativo (el real o presunto consenso) y lo cualitativo (la justicia de la norma).

Pero la voluntad del pueblo elevada al rango de la voluntad de Dios (“soberanía del pueblo”) no es la única identificación ideológica que sustenta al sistema democrático-constitucional del Estado de Derecho liberal. Hay otras. Ante todo, la concurrente identificación entre lo cuantitativo (el real o presunto consenso) y lo cualitativo (la justicia de la norma). Y luego aparece como crucial la identificación propia del argumento jacobino ―el cual es operativo desde siempre en el sistema: “el antiguo argumento jacobino (das alte jakobinische Argument)”, lo llama Schmitt (Schmitt, C.; Die geistesgechichtliche Lage des heutigen Parlamentarismus). Según dicha falsa igualación, la minoría en el mando identifica su propia voluntad con la del pueblo y se sirve de su poder para educar a éste de modo de que piense correctamente: es el “educar al soberano” del liberal argentino Sarmiento. Sólo así ―nótese― han podido pretender legitimarse democráticamente el conjunto de leyes secularistas y laicistas impuestas por minorías masónicas sobre pueblos de aplastante mayoría cristiana, en Europa y América, entre fines del s. XIX y comienzos del XX.

Sólo así ―nótese― han podido pretender legitimarse democráticamente el conjunto de leyes secularistas y laicistas impuestas por minorías masónicas sobre pueblos de aplastante mayoría cristiana, en Europa y América, entre fines del s. XIX y comienzos del XX.

“Estado constitucional”: una falsa superación del problema

A la acusación de que el Estado liberal puede incurrir en tiranía de ejercicio de la mayoría legislativa el distinguido constitucionalista y ex miembro del Tribunal Constitucional español Manuel Aragón le ha respondido que en la postguerra el funcionamiento de los tribunales constitucionales habría logrado superar tal defecto del sistema; de modo que esta crítica no alcanzaría ya, en este punto, al Estado liberal de nuestros días (cfr. Aragón, M.; “Estudio Preliminar” en Schmitt, C.; “Sobre el parlamentarismo”) [4]. Es un hecho que actualmente se insiste en la idea de que el Estado “constitucional” resulta una superación cualitativa del Estado “legal” del positivismo clásico. Resulta típica al respecto la afirmación de un “cambio de paradigma” jurídico-político por parte de un jurista práctico como Leslie Van Rompaey, ex ministro de la Suprema Corte de la R. O. del Uruguay (Van Rompaey, L.; “El rol del juez del s. XXI”) [5]. Esta cuestión se vincula directamente con el postulado de que los tribunales constitucionales alcanzan a erigirse en efectiva garantía de auténticos “derechos fundamentales” (el sucedáneo de los derechos subjetivos naturales de la tradición clásica y cristiana).

Sin embargo, a tal pretensión debe responderse que, sin dejar de ser cierto que el sistema político-jurídico ha tomado distancia del positivismo normativista clásico del Estado liberal legislativo, con todo las instancias jurisdiccionales supremas interpretan hoy la constitución y las leyes a partir de valores o principios, los cuales, en no pocos casos, aparecen impregnados de ideologías de fondo relativista. Se trata de otra forma de positivismo: el “positivismo cultural”, en la lograda expresión del destacado filósofo y ex juez de la Corte Constitucional italiana Gustavo Zagrebelsky (Gascón Abellán, M.; “El derecho constitucional del pluralismo. Conversaciones con el Prof. Gustavo Zagrebelsky”).

Será ilustrativo recalar brevemente en este autor, que ―sin ánimo crítico alguno― ha delineado este contexto histórico-espiritual, así como el modo en que se interpreta y define bajo este nuevo paradigma el contenido de los derechos humanos, lo justo político y el secularismo frente a la religión católica. El citado Zagrebelsky observa que, frente a las hodiernas coaliciones legislativas, efímeras, cambiantes, de intereses heterogéneos, que operan por el do ut des ―y que se prestan a sacrificar incluso los derechos más intangibles para conseguir acuerdos políticos coyunturales―, el eje de consenso del Estado liberal deja de ser la ley para pasar a ser los principios constitucionales (cfr. Zagrebelsky, G.; Il Diritto mitte. Legge, diritti, giustizia). Mientras las reglas dicen cómo se debe actuar, los principios proporcionan criterios de interpretación y permiten una toma de posición ante situaciones concretas. Los principios constitucionales se comportan (a la manera del derecho natural) como criterio de validez del derecho legal ―y sirven como pauta de interpretación del contenido de los derechos humanos―. Pero su naturaleza es diversa de la del derecho natural. En efecto, los principios, que informan la constitución, son expresión de consensos transaccionales; y la constitución misma no es sino expresión del orden histórico-cultural de una sociedad secularizada y pluralista: ella es creación política y derecho positivo. Por lo demás, su dependencia de las vigencias culturales contingentes y cambiantes permitirá que la constitución mute sin necesidad de alterar la literalidad del texto constitucional. Y la naturaleza de tales principios constitucionales condicionará decisivamente la noción de derechos fundamentales.

Las instancias jurisdiccionales supremas interpretan hoy la constitución y las leyes a partir de valores o principios, los cuales, en no pocos casos, aparecen impregnados de ideologías de fondo relativista.

Si el constitucionalismo histórico proclama ciertos derechos originarios y protegidos frente a las leyes, el fin de la Segunda Guerra mundial presentó la oportunidad para dar a esos derechos un basamento más sólido que el provisto por la mera ley ordinaria. Ahora bien, afirma Zagrebelsky, tal fundamentación no podrá nunca descansar en un derecho natural como el tomista, con su afirmación de los per se mala y de un núcleo universal y objetivo de bienes (y, correspondientemente, de derechos humanos y de obligaciones para el Estado y su poder). En efecto, argumenta Zagrebelsky, aunque las nociones de dignidad humana y persona ―recogidos por muchas constituciones― provengan del acervo cristiano-católico, los derechos no podrían predeterminarse, en la medida en que ello chocaría con el principio de la democracia ―sustentado en la regla de cambiantes mayorías y legitimado por el relativismo―. Así pues, los derechos fundamentales serán constitucionalizados, pero su contenido quedará necesariamente afectado por la mutabilidad y sustraído por principio a leyes universales que prescriben ciertos bienes determinados y proscriben ciertos males determinados. La ausencia de una verdad ético-jurídica objetiva que imponga límites a la voluntad del cuerpo político es consubstancial a la noción moderna de derechos, aclara nuestro autor. Tales derechos, en el paradigma del Estado constitucional (como contradistinto del Estado legal) del constitucionalismo serán el resultado de la toma de posición operada desde los principios, los cuales, por su propia naturaleza indeterminada, comprometerán la certeza y la previsibilidad de las decisiones judiciales ―así como podrán favorecer “la posición engagée de los jueces”, reconoce Zagrebelsky (cfr. Zagrebelsky, G.; Il Diritto mitte. Legge, diritti, giustizia).

En efecto, argumenta Zagrebelsky, aunque las nociones de dignidad humana y persona ―recogidos por muchas constituciones― provengan del acervo cristiano-católico, los derechos no podrían predeterminarse, en la medida en que ello chocaría con el principio de la democracia ―sustentado en la regla de cambiantes mayorías y legitimado por el relativismo―.

Por todo lo expuesto, no ha de sorprender que los tribunales constitucionales y las cortes supremas de justicia decidan a veces lo justo y lo injusto en materias gravísimas a partir de los valores que se consideran ínsitos en la constitución (como, por ejemplo, el valor primario del “pluralismo” esgrimido en clave agnóstico-nominalista); o a partir de los principios (ya últimamente, perspectivas) que animarían la “conciencia jurídica de la comunidad”, y de la que el juez sería intérprete autorizado (Cfr. Rubio Llorente, F. ; “La forma del poder. Estudios sobre la constitución”). Luego, con tales fundamentos axionormativos, los tribunales supremos, lejos de conjurar el peligro del positivismo relativista señalado por Schmitt y Heller en el Estado liberal legislativo, por momentos no hacen sino extremar sus aristas hasta el límite mismo de lo irracional ―sólo que en el seno de una forma política distinta en lo accidental; y que, por lo tanto, no contradice las bases últimas del sistema―. Este poder absolutizado se desentiende de los referentes reales más radicales del mundo jurídico, aquéllos atinentes a las dimensiones nucleares de la vida personal (pues hoy, en efecto: qué es un hombre, qué una mujer, qué una familia, qué un ser humano); y hasta hace añorar la determinación de las prescripciones del superado legalismo normativista. Fallos de los tribunales supremos de nuestros días, como el del Tribunal Constitucional español de noviembre de 2012, convalidando la ley de “matrimonio” homosexual; o el fallo “FAL”, de la Corte Suprema argentina, imponiendo el aborto por la vía administrativa contra las normas ordinarias y la constitución vigentes [6], no hacen sino confirmar nuestra respuesta sobre el fondo de la cuestión. Así como dar razón del título de la presente nota: “del relativismo a más relativismo”.

Autor: Sergio Raúl Castaño

Notas

[1] Poco más adelante agrega el autor: “Este tipo de «Estado neutral» es el stato neutrale ed agnóstico relativista, que ya no hace distinciones, un Estado sin contenido o limitado a un contenido mínimo […]. Ese Estado puede llegar a ser, aun así, político –porque, al menos como posibilidad, conoce un enemigo: aquél que no cree en esa clase de neutralidad espiritual” (id., ibid.).

[2] Por su parte, el teórico del Estado español Jesús Fueyo aprecia así esta reducción: “el punto de vista democrático [rousseauniano] disolvió la legitimidad en legalidad, con lo cual sólo consiguió una versión menos aparatosa, pero más técnica y efectiva que la «canonización de lo existente» hegeliana” (Fueyo, J.; “Legitimidad, validez y eficacia”).

[3] En el mismo sentido se manifiesta el autor en Die verfassunggebende Gewalt des Volkes. Ein Grenzbegriff des Verfassungsrechts, Würzburg, Vorträge zur Rechtsphilosophie, 1986, pp. 28-31. Sobre lo últimamente dicho, recuérdese la sentencia de Schmitt: este sistema conoce un enemigo, aquél que no cree en esa clase de neutralidad.

[4] Cfr. Manuel Aragón, “Estudio Preliminar” a Carl Schmitt, Sobre el parlamentarismo, trad. Th. Nelsson y R. Grueso de, Madrid, Tecnos, 1996, pp. XXI-XXVIII.

[5] Debo este texto a mi amigo el Prof. Mariano Brito, ilustre y recordado académico y hombre público oriental.

[6] Sobre ese fallo de 2012 de la Corte Suprema de Justicia, que adelantó 8 años la vigencia positiva del aborto en Argentina, vide Hernández, H.; “«No matarás». El fallo «FAL» y el exterminio”.

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