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Sobre Charlie Kirk y el lugar de la fe en la esfera pública

Mucha agua ha corrido bajo el puente desde el dramático asesinato de Charlie Kirk el pasado 10 de septiembre. A esta altura, es difícil agregar algo que no haya sido dicho ya: la cultura de la cancelación, la violencia política y las universidades como espacio para la búsqueda de la verdad, son todas aristas que han sido exploradas en variadas columnas y comentarios. De todo lo pronunciado, sin duda lo más notable fue la intervención de Erika Kirk en el funeral de su marido. Y es que el perdón cristiano, que ella le concede al asesino, tiene una fuerza capaz de mover montañas y de despertar hasta en el más escéptico de los hombres una luz de esperanza.

Con todo, creo que aún es posible decir una cosa o dos.

Toda persona que ha defendido una posición contraria al aborto, la eutanasia o la agenda transgénero en un debate, de seguro ha experimentado una sensación de frustración, propia de quien busca salvar los muebles cuando sabe que lo que enfrenta es un terremoto. Los muebles rotos —para seguir con nuestra tosca analogía— son esas discusiones legislativas que usualmente terminan mal, sin importar cuanto esfuerzo hayamos hecho por secularizar nuestros argumentos y hacerlos comprensibles al público general. Las argumentaciones rivales, nos diría MacIntyre, no responden a desacuerdos puntuales ni accidentales; si escarbamos con paciencia, lo que encontramos son premisas conceptuales inconmensurables, fruto de un verdadero terremoto antropológico, metafísico y cultural (MacIntyre, A; Tras la Virtud).

Charlie Kirk, sin ser un académico ni un intelectual —su terreno era más bien el del activismo político— parecía entender bastante bien que detrás de las posturas en favor del aborto o de las cirugías de cambio de sexo, se esconde una idolatría no siempre conciente al dogma liberal de la autonomía individual. De allí que sus intervenciones estuvieron marcadas no solo por la difusión de argumentos para enfrentar cada uno de estos debates morales, como si de episodios aislados se tratase, sino fundamentalmente por la oferta de un horizonte de sentido —una visión antropológica— capaz de superar íntegramente a la alternativa progresista–liberal. Destaca en esa línea una frase, bien relevada por la Heritage Foundation en su honor, en la que el fundador de Turning Point USA desafía a los jóvenes a una vida comprometida, hidalga y profundamente cristiana:

“Cásate. Ten hijos. Construye un legado. Transmite tus valores. Persigue lo eterno. Busca la verdadera alegría”.

Charlie Kirk parecía entender bastante bien que detrás de las posturas en favor del aborto o de las cirugías de cambio de sexo, se esconde una idolatría no siempre conciente al dogma liberal de la autonomía individual.

Me parece que aquí hay algo particularmente profundo. Primero, porque evita dar motivos para la acción en ese desvirtuado lenguaje de los derechos absolutos que ronda hoy en día, que confunde la categoría de derecho con la de interés, y que tiene a nuestros jóvenes imbuidos de victimismo y frustración. Pero también, insisto, porque señala un camino que excede en alcance al del rechazo a ciertas causas progresistas. Hay un atractivo en la propuesta integral, que reconoce en la bienaventuranza EL faro orientador, y en la familia el barco capaz de llevar a puerto el alma de todo aquel que se reconoce como pecador.

¿Hay espacio para algo así en la esfera pública?

El centrismo militante, siempre predispuesto a ponerse a sí mismo en el pedestal de la imparcialidad, insiste en identificar esta alternativa como equivalente a la del progresismo. Carlos Peña, y también algunas voces del mundo Evópoli, han llegado a decir que así como hay un wokismo de izquierda, también habría un wokismo de derecha.

Sin embargo, basta con recordar a Chesterton para caer en cuenta que la denuncia de un supuesto identitarismo de raigambre cristiana, no es más que la reiteración de ese “absurdo principio moderno de tomar a todo hombre listo que no puede tomar una decisión como un juez imparcial, y tomar a todo hombre listo que puede tomar una decisión como un fanático servil” (Chesterton, G.K.; All Things Considered). Quien se jacta de su imparcialidad, no sólo esconde detrás de ella sus propias premisas respecto de lo que significa una vida virtuosa; también equipara, a la vez que relativiza, el potencial de verdad que se halla en los argumentos de su contraparte.

En el centrismo limitante han llegado a decir que así como hay un wokismo de izquierda, también habría un wokismo de derecha.

El cristianismo —y aquí no digo nada muy novedoso— ha reconocido desde sus orígenes la posibilidad de buscar la verdad tanto por la vía de la fe como de la razón. “Las exigencias de la Ley están grabadas en sus corazones” nos decía San Pablo en su epístola a los romanos, queriendo transmitir con ello que la ley eterna de Dios también tiene participación en la criatura racional. Visto en esta clave, el wokismo aparece como una rebelión más contra ese orden natural. El filósofo tomista Edward Feser ha escrito un brillante artículo en el que da cuenta del resurgimiento de este tipo de ideologías que, con distinta apariencia, comparten

“la convicción de que el orden de cosas existente es malo hasta la médula; una gnosis reveladora que descubre esta supuesta verdad y los medios radicales para remediarla; y una división maniquea de la humanidad entre los buenos e iluminados, que aceptan esta gnosis, y los malvados, que se resisten a ella” (Feser, E; Wokism is the New Face of An Old Heresy, And It Can Be Defeated Again).

De todas ellas, señala Feser, la que más destaca por su parecido con el progresismo es el catarismo, una herejía nacida en el siglo XII y que consideraba el orden natural creado por Dios como intrínsecamente perverso. Rebelarse contra él requeriría, entre otras cosas, acabar con la institución del matrimonio y dejar de tener hijos, pues se trata de bienes que impiden la liberación humana de las ataduras de la ley eterna. ¡Vaya que suena conocido!

Charlie Kirk, con todos sus imperfecciones (nadie está exento de ellas), invitó a hacer frente al victimismo que se toma las universidades y que daña el carácter de nuestros jóvenes —como múltiples estudios lo demuestran—, ofreciendo no atajos ni vías a medias tintas, sino una auténtica aventura en busca del bien.

Los únicos amarres que parecen relevantes a esta altura son los que se auto imponen los mismos creyentes, los cuales, influenciados por la retórica de la imparcialidad, confunden el debido respeto que merece la opinión ajena con una falta de voluntad para evidenciar los méritos de su propia posición. Sócrates, en su diálogo con Calicles, se preguntaba con una franqueza un tanto mal vista en el mundo contemporáneo, si acaso el rol de todo orador —hoy, una persona pública— no es “encaminar mediante sus discursos a sus conciudadanos hacia la virtud” (Platón; Gorgias). Charlie Kirk, con todos sus imperfecciones (nadie está exento de ellas), invitó a hacer frente al victimismo que se toma las universidades y que daña el carácter de nuestros jóvenes —como múltiples estudios lo demuestran—, ofreciendo no atajos ni vías a medias tintas, sino una auténtica aventura en busca del bien.

La fortaleza que ha mostrado Erika Kirk para continuar con el trabajo de su marido, es un llamado de atención para todos quienes alguna vez hemos antepuesto excusas para no exponer nuestra fe en la esfera pública. Ya lo advertía una ficticia versión del Rey Balduino IV de Jerusalén, en la película Kingdom of Heaven (2005):

“Un rey puede mover a un hombre, un padre puede reclamar a un hijo, pero recuerda que aunque los que te muevan sean reyes o poderosos, tu alma solo está en tus manos. Cuando estés ante Dios, no podrás decir: “Pero me dijeron que hiciera esto”. O que, “La virtud no era conveniente en ese momento”. Esto no será suficiente. Recuerda eso.”

Autor: José Ignacio Palma

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