
mayo 5, 2025• byRaúl Madrid
Una respuesta para la crisis radical de nuestro tiempo
Este año 2025 se cumple el octavo centenario del natalicio de Santo Tomás de Aquino. En 2023 se cumplió el aniversario número setecientos de su canonización, y en 2024 se recordó el aniversario número setecientos cincuenta de su muerte. Han sido pues tres años de celebraciones que han derivado en una gran cantidad de escritos, laudatorios y científicos, en torno a su persona, obra y su pensamiento.
La tradición lo considera una de las cúspides intelectuales de Occidente. Ciertamente la Iglesia Católica lo tiene entre sus pensadores más importantes, pues ha reconocido de forma sostenida la importancia doctoral de Santo Tomás de Aquino a lo largo de los siglos. El papa San Pío V lo proclamó Doctor de la Iglesia en 1567, otorgándole el título de Doctor Angélico por la profundidad y pureza de su pensamiento. En 1879 León XIII propuso la filosofía tomista como la base de la enseñanza católica y del pensamiento cristiano, afirmando que Santo Tomás es “el principal guía de la razón y la fe”, y que su pensamiento representa la unión armoniosa entre la fe y la razón (León XIII; Aeterni Patris). Pío XI lo llama “príncipe de todos los teólogos y filósofos.” (Pío XI; Studiorum Ducem), y sostiene que su obra es “el sistema más sólido y seguro para enseñar la doctrina cristiana”, insistiendo en que su pensamiento sigue siendo válido para la Iglesia. Por su parte Juan Pablo II lo considera un modelo de integración entre la fe y la razón (Juan Pablo II; Fides et Ratio), y lo considera “un punto de referencia estable” en la teología y filosofía cristiana. Benedicto XVI, en varias catequesis, lo definió como “un maestro insuperable” en la comprensión de la fe. Incluso existe una circular de 1586 de los jesuitas en que se dice que es necesario seguir ordinariamente las opiniones del Aquinate, las cuales no debían ser abandonadas sino hasta después de una larga examinación, y por razones serias.
Santo Tomás influyó en el Concilio de Trento (siglo XVI), donde sus obras, especialmente la Suma Teológica, fueron colocadas sobre el altar junto con la Biblia durante las sesiones. Su pensamiento fue determinante en la formulación de la doctrina sobre la gracia, los sacramentos y la Eucaristía. Durante el Concilio Vaticano II (1962-1965) se recomendó que el pensamiento de Santo Tomás fuera la base de la formación filosófica y teológica en seminarios y universidades católicas.
En el mundo intelectual y académico ocurre otro tanto. Santo Tomás ha sido objeto de admiración y alabanza entre sus cercanos como Gilson (Une philosophie chrétienne au sens plein du mot, sans cesser d’être une philosophie au sens plein du mot [1]), Maritain, Pieper, Millán Puelles, Laurenti (“la filosofía de Santo Tomás es el punto culminante de una lenta y laboriosa ascensión del pensamiento humano”), pero también por parte de aquellos que no han suscrito sus puntos de partida (Leibniz, Hume, Kant, Heidegger, Russell, Sartre, entre otros).
Santo Tomás influyó en el Concilio de Trento (siglo XVI), donde sus obras, especialmente la Suma Teológica, fueron colocadas sobre el altar junto con la Biblia durante las sesiones.
Se han escrito, pues, ríos de tinta sobre el Doctor Angélico desde su muerte, y especialmente estos últimos dos años. ¿Qué más se podría agregar sobre él? ¿Qué otro beneficio podría venir de su pensamiento?
Me parece que Santo Tomás (y cualquier autor) puede ser leído de dos modos: de manera vertical o concéntrica, para hallar la enorme e inagotable riqueza y significado de sus ideas. Esto equivale a llevar la mente hacia la obra del Aquinate. Pero existe también una segunda forma de acercarse a él, que podríamos llamar “horizontal” o “excéntrica”, para dirigir una mirada “tomista” hacia los acontecimientos y fenómenos que nos rodean. En este segundo caso, se trataría de llevar a Santo Tomás hacia los problemas cotidianos de nuestro tiempo. Una distinción metodológica como la mencionada, al igual que toda distinción, puede resultar un tanto artificial, pero ayuda encaminar la diferencia de análisis. Si tuviéramos que preguntarnos, a propósito de los ochocientos años de su natalicio, cuál es el aporte que se podría extraer de la inmensa obra de Santo Tomás para iluminar nuestro propio tiempo, la cuestión no sería tan sencilla. Ni tan pacífica.
Si esta pregunta me fuera formulada a mí, creo que obraría del siguiente modo. En primer lugar, intentaría identificar cuál es la quintaesencia de la contribución de Santo Tomás al pensamiento occidental. Después, en un segundo momento, me preguntaría por aquello cuya carencia resulta más dramática y apremiante en la sociedad contemporánea. Por supuesto, ambas cuestiones admiten un sinnúmero de respuestas correctas, o al menos sustentables. Como esta nota no es un artículo científico, sino una intuición sobre la importancia de la recuperación actual de su pensamiento, me atrevo a intentar una respuesta plausible pero sin mayores justificaciones textuales.
Estoy convencido de que uno de los efectos más trascendentes de la obra del Doctor Angélico fue proporcionar los instrumentos intelectuales para pensar un fundamento sólido de la realidad. La metafísica aristotélica había resuelto la aporía de Heráclito y Parménides a través de la noción de “sustancia”: gracias a este concepto de la realidad como algo concreto e individual el ser no resultaba diluido en el puro cambio, ni se veía obligado a localizarse fuera del mundo. La noción de sustancia tenía la plasticidad suficiente para administrar tanto el movimiento como el reposo. Esta genial intuición filosófica de Aristóteles permitió centrar lo real en el mundo sensible. Santo Tomás sin embargo advirtió en el ente finito una estructura más íntima, la de esencia y existencia. La sustancia existe (está fuera de la nada) y lo hace de algún modo (tiene una esencia). Pero resulta que la existencia de cada cosa real se da por participación en la existencia de un existente perfecto e inmutable (Dios), que sí está fuera del mundo, y que es causa de toda propiedad de los seres finitos. Con esta conclusión, el Aquinate propone la fundamentación más fuerte que puede darse de toda existencia y de todo modo de ser, la cual además tiene la virtud de ordenar el gran escenario del mundo según las potencias de cada criatura. Santo Tomás deja tras sí un mundo fundado en roca, jerárquico y con una sólida columna vertebral metafísica, pero a la vez con la ductilidad propia de la razón práctica y del arte.
Si tuviéramos que preguntarnos, a propósito de los ochocientos años de su natalicio, cuál es el aporte que se podría extraer de la inmensa obra de Santo Tomás para iluminar nuestro propio tiempo, la cuestión no sería tan sencilla. Ni tan pacífica.
Retomando la otra hebra de este tejido, me parece que las carencias más urgentes de nuestro tiempo también están ligadas al fundamento. O más bien a la falta de él. Los postestructuralistas declararon al terminar la Segunda Guerra Mundial la muerte (clausura) de la metafísica, y por lo tanto del significado final de cada cosa. Desde entonces, nos hemos visto sumidos en un acelerado proceso de desestructuración de la realidad, que termina en la reducción y negación de todo fundamento invariable y permanente. Esto no solo es una conclusión metafísica, se puede advertir en todos los ámbitos de la vida humana hasta rozar las cosas más cotidianas. Charles Taylor ha explorado de modo brillante las consecuencias del individualismo en el espíritu humano, que desemboca en un relativismo acomodaticio: una cultura de la autorrealización que hace perder de vista los grandes fines metafísicos del hombre.
Pero hay una razón sobreañadida por la que hoy se requiere de Santo Tomás de una manera todavía más acuciante. La irrupción de las tecnologías digitales y de la información parecen darle la razón en el plano empírico a la tesis postmoderna de la disolución del fundamento. Realidades virtuales, el metaverso, los deepfakes, por causa de los cuales se hace progresivamente imposible distinguir entre el original y la copia, una inteligencia artificial que aspira a reproducir el desempeño de la inteligencia humana, pero sin significados. Todo lleva a pensar que nos movemos en un horizonte de símbolos que no pueden o no tienen cómo fundarse. No es de extrañar que existan hoy en día por todos sitios crisis de salud mental, en un mundo donde todo lo permanente y sólido ha sido reemplazado por sucedáneos esencialmente contingentes, contradictorios. El alma del mundo colapsa sin nada que pueda ser reconocido.
Santo Tomás deja tras sí un mundo fundado en roca, jerárquico y con una sólida columna vertebral metafísica, pero a la vez con la ductilidad propia de la razón práctica y del arte.
En este escenario, urge una recuperación del sentido de la vida, una redefinición de los ámbitos tecnológicos para hacerlos compatibles con la realidad espiritual del ser humano. Urge también proponer las tesis que habiliten al modelo antropológico para hacerse cargo de los desafíos de nuestro tiempo sin traicionar su propia esencia. Es imprescindible proceder a una rehabilitación filosófica y cultural del fundamento. Lo digo entonces de un modo más claro, para no extenderme indebidamente: necesitamos hoy más que nunca contemplar los principios esenciales del tomismo, porque la crisis radical de nuestro tiempo es la crisis del origen, y es en su filosofía donde están los argumentos para defender el fundamento en un mundo como el que nos ha tocado vivir.
Profesor en Facultades de Derecho y Filosofía, Pontificia Universidad Católica de Chile
Notas
[1] “Una filosofía cristiana en el pleno sentido de la palabra, sin dejar de ser una filosofía en el pleno sentido de la palabra”.
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Last modified: mayo 15, 2025