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La vigencia del llamado de Gabriela Mistral a un cristianismo con sentido social

Corría 1925, año convulso, cuando se publicó en Chile un texto de Gabriela Mistral sobre cristianismo y sentido social. Señalaba ahí el “divorcio absoluto” que veía entre “las masas populares y la religión”. Veía con pesadumbre los efectos de la revolución rusa y su rechazo por lo religioso. Cosa “jacobina” aquella de confundir religión con superstición, que era como confundir a “marionetas con la tragedia griega”. Pero con la misma pesadumbre veía también al cristianismo latinoamericano, que “se divorció de la cuestión social”, indiferente.

Cien años después, un transeúnte cualquiera pasa por Barrio Lastarria, llega a la otrora icónica Iglesia de la Veracruz y la encuentra igualmente icónica, pero no ya como un atractivo patrimonial sino como un resabio triste que apenas sobrevivió al vandalismo y las llamas del estallido social de 2019. Devenida en museo, bien acondicionada para que el transeúnte no se espante, la iglesia ahora es un recordatorio de que en el estallido de 2019 también hubo un sentimiento anticristiano, antirreligioso, o mejor, jacobino, que actuó contra los lugares de culto que tenían que ser custodiados a veces día y noche.

El estallido tuvo a lo menos dos niveles: el de los que podían tener todo tipo de intencionalidades, preferentemente políticas, para realizar desmanes; y el de la población que se identificaba con las demandas que decían representar.

Aunque 1925 y 2019 son contextos diferentes, no parece que ocurra lo mismo con los ánimos. Nadie podría negar que después de las palabras de la poeta, muchos cristianos buscaron ofrecer respuestas a los problemas sociales del país, cosa que en todo caso venía pasando desde fines del siglo XIX. ¿Por qué, entonces, el ataque a un ícono cristiano? Puede esto asociarse a los diversos casos de abuso, qué duda cabe. Pero no sería apropiado desconocer que también existen en Chile fuerzas anárquicas o de extrema izquierda cuyo móvil no se limita a este tipo de contingencias sino a un rechazo fundamental de lo religioso como símbolo de poder.

No obstante, la cuestión no se limita a la violencia contra lo religioso, sino también a la pasividad respecto a esa violencia. Por esos días, había dos grandes posiciones: una a favor de las acciones destructivas y otra en contra. No obstante, entre quienes observaban a ambos grupos bien definidos, se produjo una afinidad con las acciones violentas no por su violencia, sino porque estas reclamaban actuar en nombre de una variedad de demandas. Es por estas demandas que mucha población pacífica llegó a la aceptación —más o menos conforme según el caso— si es que no a la validación de la violencia. Eran los que miraban por la televisión o salían a protestar sin destrozar, los que viven las inclemencias y precariedades de los servicios estatales, deseando que las cosas mejoren.

En medio de todo esto, encontramos a la Veracruz, testimonio de que la validación o aceptación de la violencia también se hizo sentir respecto a los símbolos religiosos.

Visto así, el estallido tuvo a lo menos dos niveles: el de los que podían tener todo tipo de intencionalidades, preferentemente políticas, para realizar desmanes; y el de la población que se identificaba con las demandas que decían representar. De tal suerte, en ese rango intermedio que había entre los encapuchados y la oposición férrea, hubo un conjunto de la sociedad que miraba más bien desde lo cotidiano, no desde la política en sentido partidista. El foco sobre la cuestión de la violencia, en ambos casos, podía terminar en desplazar a un segundo plano la razón por la cual esa violencia recibía más apoyo del que debería en una democracia y, en medio de todo esto, encontramos a la Veracruz, testimonio de que la validación o aceptación de la violencia también se hizo sentir respecto a los símbolos religiosos.

Así como es cierto que el reconocimiento de diversas desigualdades o injusticias no implica el aceptar el uso de la violencia para combatirlas, igualmente lo es que el limitar el estallido solo a las acciones violentas empaña la vista de los aspectos que hicieron que fuera respaldado por población no violenta. Mistral, cristiana, decía que con o sin “nosotros”, las reformas vendrían de todos modos, y el resultado podía ser la “democracia jacobina”. Ante ese escenario, su propuesta era tan sencilla como fundamental: que los cristianos tomasen parte en la cuestión social.

Ante ese escenario, su propuesta era tan sencilla como fundamental: que los cristianos tomasen parte en la cuestión social.

Su posición no era —ni es— fácil: en una polaridad tan clara como la que describía, pedía no ceder ni al jacobinismo ni a la indiferencia. En 2019 se vieron ambas en general y en el terreno político: cristianos que cedieron al jacobinismo y otros que se mantuvieron en la indiferencia. Los unos validando o aceptando la violencia y los otros ignorando que hay problemas sociales que requieren atención. A 80 años de su Nobel, cabe recordar el lado cristiano de la poeta nacional y su preocupación por los problemas sociales.

Pese a que la sociedad chilena parece moverse hacia una mayor secularización, queda la pregunta sobre si los cristianos tienen todavía algo que decir. Cierto es que la Veracruz puede verse como un testimonio de la violencia de octubre de 2019, pero también —por qué no— como uno de problemas profundos de la vida común que llaman a la acción cristiana. Pero esa acción ha de ocurrir no tanto porque quiera evitar otros episodios semejantes simplemente, sino sobre todo porque cree sin temores en el valor perenne de su mensaje. Ese llamado a un “cristianismo con sentido social” del que habló Mistral sigue resonando cien años después.

Autor: Luis Aránguiz

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