Nov cambiar de opinion 1

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Coherencia y verdad

“Amigo soy de Platón, pero más amigo lo soy de la verdad”, reza la conocida sentencia atribuida por la tradición a Aristóteles. Podría alguien leerla en la línea de la severidad moral, como una cierta justificación de una actitud algo intransigente, como si se quisiera decir que se está dispuesto a sostener una posición contra cualquiera sin importar las consecuencias ni parar mientes en circunstancia alguna. Como si se quisiera expresar: “lo que pienso es lo que pienso, y si a Platón no le gusta, pues peor para Platón…”. También sería posible esta otra lectura: “Con Platón estoy de acuerdo en casi todo, pero hay cosas en que no puede uno pasar el límite, y si lo llego a tener que contradecir, lo tendré que hacer”. O quizás se puede ver del siguiente modo: “Amigo soy de Platón, pero tal como él mismo sostiene, se debe tener mayor lealtad con la verdad que con los amigos”. O yendo un poco más allá: “fue Platón, mi maestro, quien me enseñó que las cosas son verdad simplemente porque se las llega a comprender tal como son, y no porque sea el maestro quien las diga”. Pero también se puede  interpretar de la siguiente manera: “Efectivamente, yo en este punto opinaba tal cual como mi amigo Platón, pero ahora me dí cuenta de que el asunto es de este otro modo… y es muy probable que, como tu, que ahora me preguntas, muchos otros se extrañen también y puedan pensar que algo tiene que haber pasado que explique por qué de un momento a otro cambié de opinión”.

Con esto, lo que se quiere expresar es que, a veces, cambiar de opinión es noble, es virtuoso porque significa rendir lealtad a la verdad. No obstante, actualmente,  la actitud más común ante el hecho de que alguien cambió de opinión respecto de algún asunto importante, suele ser el pensar que “debe haber gato encerrado” o, en su defecto, que “le tiene que haber pasado algo”.

Ambos lados del espectro político critican la frivolidad de los gobernantes que se mueven como veletas, buscando estar allí donde calienta el sol. En Chile, toda la derecha se lo dijo a Piñera en su momento (y algo no muy diferente ocurrió con Macri y Duque), y hoy pareciera que todos critican a Boric su blandura. La opinión pública juzga que son inconsecuentes y los castiga por eso.

Es frecuente oír, por contraste, que se alabe al hombre consecuente. Es esperable si se considera lo que esta actitud tiene de loable, porque supone un grado de fortaleza. Permanecer firme en las propias convicciones puede requerir vencer el temor al rechazo social, a consecuencias económicas, y en ocasiones, a la muerte. Pero en general, la actitud consecuente es neutral frente al contenido de las afirmaciones sostenidas. En otras palabras, es posible ser consecuente respecto de cualquier cosa: con la verdad, con la virtud, con nuestras convicciones y costumbres, con la palabra empeñada, o con la fe. Pero también contra la mentira, el vicio, la injusticia y el error. Puede consistir tanto en un acto heroico como en un acto de soberbia.

Si el ser consecuente, entonces, no es necesariamente un valor o una virtud, tampoco puede ser en sí mismo condenable el acto de cambiar de opinión. Puede incluso convertirse en algo así como un arte, que en ningún caso coincidirá con la mera veleidad o con la superficialidad, actitudes que más precisamente revelan una ausencia de convicciones. Y así quizás cabría mejor reservar la idea de “inconsecuencia” a aquel que, en algún determinado orden de cosas, no logra por debilidad sostener en sus actos las convicciones en las que honestamente cree. Del que se dice que “predica, pero no practica”, puede tratarse tanto de un inconsecuente o “incontinente” como de alguien superficial y sin convicciones. Pero todos estos ejemplos son únicamente de orden práctico, y cabe todavía un tipo de convicción diferente, respecto de las ideas. En estos casos, que en un sentido amplio de la palabra pueden llamarse “teóricos”, ¿qué significaría exactamente ser “consecuente” y en qué consistirá el “cambiar de opinión”?

En verdad, de gran provecho será para el hombre aquel momento en que, habiendo ya vencido toda resistencia de su espíritu, brote desde su interior una aptitud, o una inclinación incluso, para cambiar de opinión, y radicalmente en muchos casos. En la medida en que lo permitimos, es la misma realidad la que se encarga de hacernos matizar o derechamente modificar en su núcleo nuestros pareceres y convicciones profundas, que se habían sostenido por largo tiempo.

Pero esta inclinación, por conveniente que sea a la naturaleza humana, no se realiza plenamente en cada cual, y mucho menos en la generalidad de las personas, como lo atestigua la experiencia. La obcecación y el orgullo nos mantendrán de modo pétreo e irreflexivo en lo que ya pensamos, sin que podamos aumentar nuestra penetración en la realidad ni afinar nuestro discernimiento. Quedamos así encasillados en la comprensión de alguna arista determinada de la cuestión quizás verdadera, pero incompleta. En cambio, una mirada dócil y humilde ante la realidad facilitará el que se nos asiente en la conciencia el hecho de que un gran número de temas ―por no decir todos los relevantes― no se agotan de modo conclusivo tan fácilmente. Alguien así dispuesto, más temprano que tarde, hará suyo el propósito de intentar al menos abarcar siempre la realidad del modo más global y sintético posible. Cuando esta actitud llega a mantenerse habitual y decididamente, es a lo que en cierto modo la tradición ha llamado siempre sabiduría. Pues sabio, como se ha escrito en algún lado, “es aquel a quien las cosas le parecen lo que son”.

Mantenerse en el error y afirmarlo sin suficiente pudor ni distancia de sí mismo siempre tendrá algo de ridículo.

Una mente que puja por constituirse de esta manera difícilmente dejará nunca de buscar e interesarse por la realidad, o por la verdad de las cosas, que es lo mismo. Y como es imposible que se tenga por sabio, no hallará demasiados problemas en el transcurso de su vida en “contradecirse a sí mismo” cuando la ocasión lo amerite. Y difícilmente, además, llegará a sentirse humillado a la hora de dar pie atrás públicamente de sus anteriores convicciones, genuina y largamente sostenidas.

Clara y pacíficamente, y alegre incluso, la realidad se nos hace cercana y familiar y, debido a ello, se nos abre. Aquella chispa nos ha encendido la mente y clarificado la mirada, y ahora todo comienza a quedar en su sitio.

Por el contrario, mantenerse en el error y afirmarlo sin suficiente pudor ni distancia de sí mismo siempre tendrá algo de ridículo. Esto se nos hace patente precisamente en el momento en que nuestra mente, casi siempre de modo súbito, al modo de una chispa o de un rayo, capta alguna realidad de modo más integral y armónico. Es cierto que respecto de cuestiones importantes se pueden extraer inéditas conclusiones tras un prolongado proceso de reflexión; pero el hecho mismo de caer en la cuenta, de vislumbrar una nueva verdad de manera probablemente más definitiva, ha supuesto el arribo de nuestra inteligencia a un concepto inédito de ver las cosas. Gracias a él, quedamos dispuestos a reconocer y declarar libre y espontáneamente que, al margen de cualquier consideración y de todas las posibles consecuencias, que tal realidad es así como ahora la veo. Y ahora, como resultado de lo anterior, clara y pacíficamente, y alegre incluso, la realidad se nos hace cercana y familiar y, debido a ello, se nos abre. Aquella chispa nos ha encendido la mente y clarificado la mirada, y ahora todo comienza a quedar en su sitio.

Pero todo esto requiere que a esa chispa se la haya dejado actuar, y no que por una decisión más o menos consciente se la haya ignorado y apagado. Y renegando continuamente de ellas, se acabará impidiendo que surja siquiera su posibilidad. Si la verdad es, según la clásica definición, “la adecuación entre el intelecto y la realidad”, esta chispa hace a la mente volverse dócil y, de modo fulminante, suscita una visión unitaria de las cosas, que le permitirá “encajarse”, adecuarse a ella.

No obstante, esta chispa tiene de algún modo “un precio”, pues ha llegado a invalidar todos los juicios, acciones y disposiciones fundadas en la antigua convicción. En otras palabras, nos delata, nos deja expuestos. De aquí procede aquel mayor o menor ridículo en que quedamos ante otros y ante nuestros propios ojos: “¡me equivoqué!”. Y dependiendo, además, del nivel de inflexibilidad o superficialidad con el que antes sostuvimos nuestros juicios, mayor será el ridículo. Y, por el contrario, de haberlas afirmado con cierta humildad, y suficiente pudor y distancia de sí mismo, poco o ningún bochorno sufrirá nuestro espíritu ante el vuelco de sus convicciones.

En suma, quien no logre aún habituarse a moderar, matizar, relativizar o derechamente cambiar sus visiones sobre las cosas, y en especial en asuntos relevantes de la existencia, diríase que, rehuyendo de su verdadera vocación, su inteligencia está ocupado más bien en la empresa de tener la razón. Así, sus “victorias” serán parciales, limitadas y truncas. Será el precio de desoír y desdeñar la acción de la chispa o destello interior que se nos ha originado (¿regalado?) en nuestro espíritu, y que no por fugaz es menos patente. Pero dado que la verdad es inagotable, el que decida por el contrario dirigir  a su inteligencia a su más noble uso, que es el más exigente de todos, estará recorriendo una senda quizás más larga y difícil, pero llena de sorpresas, y espiritualmente más fecunda. 

Autor: Pablo Follegati

Profesor del Instituto de Filosofía, Universidad San Sebastián

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