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Reno, R.R. (2020): «El retorno de los dioses fuertes. Nacionalismo, populismo y el futuro de Occidente», Homo Legens, Madrid.

El libro El retorno de los dioses. Nacionalismo, populismo y el futuro de Occidente, de R.R. Reno (traducido del original en inglés, que fue publicado en 2019)  es un ensayo sobre el derrotero político-cultural que el mundo occidental ha seguido durante el siglo XX y lo que va del XXI.

La tesis central del ensayo es que Occidente estaría viendo en este momento algunos síntomas que permitirían anunciar el fin del siglo XX, en el cual Occidente, en su dimensión política y cultural, estaría atascado hasta hoy, por temor al fascismo y a los totalitarismos en general. Producto de ese temor, Occidente se habría embarcado, sobre todo luego de la última guerra mundial, en una política persistente de debilitar todos los “dioses fuertes”, porque estos habrían sido la causa de las dos desastrosas guerras mundiales y, sobre todo, de los totalitarismos. Los dioses fuertes son los bienes, ideas, principios, religiones y, en general, todo aquello que genera amores fuertes por parte de los hombres: “Los dioses fuertes son el objeto del amor y la devoción del hombre, la fuente de las pasiones que aglutinan a las sociedades”. El advenimiento de los populismos, con sus llamados a rescatar y defender las identidades nacionales, regulando y restringiendo, entre otras cosas, la inmigración, sería un síntoma de que los amores fuertes del ser humano no pueden ser ahogados para siempre y que, para bien o para mal, renacen.

Los dioses fuertes son los bienes, ideas, principios, religiones y, en general, todo aquello que genera amores fuertes por parte de los hombres: “Los dioses fuertes son el objeto del amor y la devoción del hombre, la fuente de las pasiones que aglutinan a las sociedades”.

En la Introducción, Reno resume sus tesis, que luego intentará explicar en los capítulos siguientes. La cultura occidental del período de posguerras se ha caracterizado por un consenso que ha marcado una atmósfera de opinión en la que los dioses fuertes no tienen cabida. El antifascismo y el antitotalitarismo de la posguerra se fundan en la convicción de que los amores fuertes, ligados siempre a verdades fuertes, conducen tarde o temprano a la opresión y a la supresión de las libertades. Por el contrario, los amores débiles serían garantía  de libertad y prosperidad. Por ello, la política y la cultura de la posguerra se caracterizaría por la promoción del debilitamiento de todos los dioses fuertes. El multiculturalismo, la diversidad sin límites, la ausencia de autoridad, la valoración de la trasgresión que desplaza o elimina barreras morales y estéticas, y, finalmente, la todopoderosa “corrección política” serán factores muy apreciados por esa cultura de posguerra, porque aportan decisivamente al debilitamiento de cualquier tipo de dios fuerte.

Sin embargo, añade Reno, esta estrategia antitotalitaria y antifascista ha conducido a las sociedades occidentales contemporáneas a que no puedan enfrentar los nuevos problemas que tienen en su horizonte inmediato, pues su compromiso con una apertura debilitante de los amores fuertes y comunes que aúnan a una sociedad –que constituyen un “nosotros”–, ha hecho imposible identificar el bien común que da sentido a la existencia misma de una comunidad. Por eso, “la vida cívica se desintegra en una lucha entre intereses privados, y en esta lucha son los ricos y poderosos los que prevalecen. En el siglo XXI, la oligarquía y la existencia de una élite que no responde ante nadie son una amenaza para el futuro de la democracia liberal mucho más grave que el retorno de Hitler”. La crisis contemporánea, en definitiva, no tiene que ver con un defecto originario de la modernidad, del capitalismo o de la ciencia y tecnología modernas, sino que es causada por el consenso de postguerra con su estrategia de debilitamiento.

El capítulo I, titulado El consenso de la posguerra, explica con mayor detenimiento cuáles son los principales aspectos de ese consenso.

La posguerra marca el punto de inicio de la aplicación de las ideas popperianas acerca de la sociedad abierta. Según Popper, las sociedades cerradas, sujetas a un autoridad clara, reprimen la libertad en aras de una seguridad originada en la obediencia. La sociedad cerrada, por esto, según reconoce el mismo autor, puede ser atractiva, pero es peligrosa porque trae aparejada la lealtad a verdades más altas a las cuales no quedaría sino asentir. Las sociedades cerradas afirmarían su existencia en verdades esenciales y metafísicas. Pero eso conduciría al autoritarismo y al orden jerárquico de dominio y sumisión. Contra los fundamentos sociales metafísicos, Popper –en explicación de Reno– propone un nominalismo metodológico que restrinja las afirmaciones de verdad y que, así, impida las fundamentaciones sociales religiosas, culturales y morales que fueron parte de la tradición occidental. A Popper se unirá una pléyade de pensadores más o menos liberales que empujarán hacia una comprensión de la sociedad en la que no haya verdades a las que asentir o bienes esenciales que perseguir, sino sentidos y autorrealizaciones poco definidas. La libertad pasa a ser entendida como una autonomía respecto de fines que se deben perseguir como sociedad. Será el individuo el que determine sus propios fines. La confluencia de distintos pensadores que adherían consciente o inconscientemente a esta idea de una sociedad abierta fue creando un ambiente intelectual que fue implacable con cualquier discrepancia. Se podía sostener cualquier idea siempre que no fuera contraria al debilitamiento de los dioses fuertes. La sociedad abierta liberal “exige el rechazo de todo argumento o medida política que se fundamente en unos principios. Defender la autenticidad en la vida personal exige rechazar la autoridad de las normas morales tradicionales”. Frenkel-Brunswik, Adorno y Horkheimer más algunos otros condujeron una investigación cuya conclusión fue que el problema tras los totalitarismos es la “personalidad autoritaria”. El fascista potencial en los EE.UU., donde se desarrolló la investigación, era el criado en una familia jerárquica con reglas claras y estrictas, en la cual adquiría prejuicios y rigideces  que se reflejaban en una “concepción dicotómica de los roles sexuales y los valores morales”. Otro autor importante en esta “cultura del debilitamiento”, según Reno, fue Hayek, quien desarrolló su idea de una sociedad que es el resultado de un orden espontáneo de voluntades individuales que concurren libremente a un mercado no solo de bienes económicos, sino también morales. Solo ésta es una sociedad libre, pues es la única que establece condiciones en las que los individuos renuncian al monopolio de valores y fines morales y los reducen y restringen a un mundo privado. La sociedad libre exige que no exista un fin o bien común. Pretender que la sociedad deba regirse por un fin común corresponde exactamente con el aniquilamiento de la libertad individual consistente, básicamente, en la capacidad individual de autodefinir los fines de la vida.

La sociedad abierta liberal “exige el rechazo de todo argumento o medida política que se fundamente en unos principios.

En el capítulo II, de título Las terapias del desencantamiento, el autor recorre distintas estrategias a las que se recurrió para instalar los “dioses débiles” en lugar de los “fuertes”. Durante la guerra, cuenta Reno, se creó en Harvard un comité de profesores que debía establecer objetivos para la educación general propia de una sociedad libre. El comité, aunque todavía valorando la enseñanza de la tradición cultural occidental, introducía, sin embargo, elementos que reducían la autoridad de esa tradición. Estos fueron, por ejemplo, el cambio de la noción de “verdad” por la mucho más vaga y menos comprometedora de “sentido”; o la de “convicción” por la de “juicio crítico”. Se introdujo la crítica de los textos como un medio que, finalmente, no apuntó tanto a su comprensión, sino a difundir una mirada escéptica respecto de lo que la tradición podía enseñar. De hecho, con el correr del tiempo, ese respeto por la tradición que aún estaba presente en la propuesta de los profesores de Harvard, terminó por desaparecer, pues se siguió el camino de minar la importancia de toda tradición. Popper, a propósito de su crítica demoledora de Platón, señaló que la sociedad libre requería terminar con el trato deferente a los autores clásicos. Nuevamente la libertad está entendida de un modo que es incompatible con la autoridad. Se hacía necesario entonces, erradicar esta última. Weber, antes que Popper, había hablado de la necesidad de terminar con las cosmovisiones de fundamento metafísico y religioso. Freud también se sumó a los llamados a terminar con una moral demasiado represiva. Corrido el tiempo, un informe del año 2007, también de Harvard, dejaba completamente atrás la autoridad de la tradición y señalaba: “El fin de una educación liberal es desasentar premisas, disolver familiaridades, revelar lo que ocurre bajo el velo de las apariencias, desorientar a los jóvenes”. En definitiva, se trata de conducir a los jóvenes a desencantarse de cualquier verdad que pueda ser causa de amores fuertes. El camino más seguro para eso fue minar la posibilidad misma de la verdad.

Otra estrategia de desencantamiento fue la de reducir la vida de las personas a sus pequeños mundos en los cuales no tienen cabida los grandes bienes y los grandes amores. Camus –dice Reno– avanzó por la vía de quitar toda trascendencia a la vida cotidiana. Remontar la vida hacia verdades altas trascendentes significa para Camus traicionar la humanidad que cotidianamente se desarrolla en las “tierras bajas”. El mundo de los individuos es el pequeño mundo cotidiano carente de sentido. Pretender llenarlo de sentido refiriéndolo a verdades más altas es el camino al totalitarismo causado por “monstruos morales” a los que hay que servir.  Desde otra vereda muy distinta, quien cooperó a la reducción del mundo de las personas fue, en EE.UU., Milton Friedman. El hombre libre es el que no tiene obligaciones con su nación, sino el que sirve sus propios intereses. No debe haber lugar para bienes comunes, sino un mercado en el que puedan concurrir los intereses individuales propios de los mundos pequeños. Es lo mismo que propone Rawls, aunque lo dice de otra manera. Los valores que componen las “concepciones comprensivas” deben quedar fuera de la vida pública. Se trata de que la vida pública se constituya de una manera en que todos puedan convivir sin importar sus creencias y los fines de sus vidas.

Quien cierre el círculo del desencantamiento será Derrida y su método deconstructivo, que consiste básicamente en develar los fundamentos metafísicos que dan estabilidad o certeza a una verdad o argumentación para luego desmontarlos y derruirlos.

El capitulo III, El debilitamiento como destino, es una extensión del anterior, pero ahora Reno muestra cómo algunos autores quieren dar fundamento teológico o filosófico a una evolución de la humanidad que conduce inevitablemente al debilitamiento de todas las verdades metafísicas. Se hacen presentes en la argumentación de Reno, entre otros, Vattimo y los teólogos de la muerte de Dios.

El IV capítulo tiene el muy significativo título de La sociedad sin hogar. En él, Reno argumenta para mostrar cómo la sociedad abierta o el corazón de su cultura que es el “aperturismo” nos deja sin hogar, en el sentido de que corta todas las tradiciones que de una u otra forma constituyen la patria en la que se desenvuelven las vidas reales de las personas. La consolidación de ese aperturismo y, por lo tanto, la vía para evitar el regreso de cualquier forma tradicional ha sido la de meter en el amplio saco del “fascismo” todo aquello que sea contrario a él. El aperturismo que toca primeramente religiones y bienes morales, alcanza también a la economía y la vida política, porque ambas devienen globalistas, con mercados y fronteras abiertas, de manera que las personas concretas dejan de ser objeto de la solidaridad y la lealtad de sus “compatriotas”, que en realidad, ya no lo son más. Podría decirse que el amor fuerte por personas concretas se ve reemplazado por el amor débil a la humanidad abstracta.

Sin embargo, añade Reno, este aperturismo ha producido la reacción populista. El populismo sería una reacción al abandono en el que la gente se siente como producto de las políticas aperturistas. El populismo rechaza el consenso de posguerra, porque en su afán de debilitar los llamados dioses fuertes, causa inseguridad y malestar, porque desaparece del horizonte de la vida de “los ciudadanos de a pie” la solidaridad y lealtad que permiten enfrentar los avatares de una vida común. Por ello, el populismo cataliza la indignación con las élites del establishment, pues no solo se les atribuye ser la causa de la incertidumbre vital, sino que además se percibe que ellas no son tocadas por dicho malestar.

Reno advierte que “el amor siempre es excéntrico. Nos empuja a salir de nosotros mismos, rompiendo las barreras de una existencia egocéntrica. El amor busca unirse con aquello que es amado, y reposar en aquello que es amado. Este desbordamiento del yo convierte al amor en el motor de la solidaridad.

El V y último capítulo lleva el mismo título que el libro: El retorno de los dioses fuertes. Reno advierte que “el amor siempre es excéntrico. Nos empuja a salir de nosotros mismos, rompiendo las barreras de una existencia egocéntrica. El amor busca unirse con aquello que es amado, y reposar en aquello que es amado. Este desbordamiento del yo convierte al amor en el motor de la solidaridad. Los dioses fuertes de la vida pública no son más que los objetos de nuestros amores compartidos. Son todo aquello que excita en nosotros el ardor de desposar nuestros destinos con aquello que amamos. Estamos hechos para el amor. No queremos reposar en nuestros egos solitarios ni en nuestros “pequeños mundos”. Deseamos vivir hombro con hombro con nuestro prójimo, al servicio de unos amores compartidos. Así que no, no estamos mejor servidos ni más seguros con la crítica incesante, el orden espontáneo del mercado, la gestión tecnocrática de las utilidades y las restantes terapias de debilitamiento”.  La sociedad abierta deviene el enemigo de los amores compartidos y de las convicciones más profundas y lucha contra el retorno de los “dioses fuertes”, “lo cual significa que lucha contra el amor y la solidaridad”. Pero como no se puede vivir así, porque es vivir inhumanamente, el desamor de la sociedad abierta está alimentando los populismos.

El desamor ha llevado también al debilitamiento de la política, pues esta se funda en la solidaridad. Para evitar los amores fuertes que pudiesen conducir al totalitarismo, la estrategia aperturista ha transformado el debate racional en torno a las mejores leyes posibles en conflictos entre el bien absoluto y el mal absoluto. Por eso, no es raro que mientras el matrimonio se desmorona, el aperturismo se preocupa de los transgéneros; o que mientras hay severos problemas de sobredosis (de personas amadas), se promueven leyes que legalizan la marihuana; o que mientras crecen las tasas de suicidios, se promueven las leyes de suicidio asistido; o que mientras se despoja a los barrios de sus instituciones comunitarias, se ataca las instituciones religiosas por no sumarse a la revolución sexual. Es el desamor y la ausencia de solidaridad que se instala impidiendo la existencia del “nosotros” que constituye la vida política, al cual se añade, además, la condena de cualquier actitud que suponga apego o amores fuertes a bienes que dan un sentido robusto a la vida humana.

Pero, afirma Reno, los dioses fuertes son inevitables y el aperturismo o el multiculturalismo termina espoleándolos en lugar de evitarlos. El antídoto al desencantamiento que produce el desamor es la participación política, que conduce del yo egocéntrico al yo excéntrico, es decir, al yo que es capaz de salir de su mundo pequeño para preocuparse solidariamente por el de los demás, por los bienes comunes desde los que se constituye el “nosotros”. Esos bienes comunes tienen que ver no solo con la vida política, sino también con la familiar y religiosa. De hecho la promoción de las comunidades familiares y religiosas evita que todo pase por las decisiones políticas y, así, también dificulta el tránsito al totalitarismo. En definitiva hay que encauzar la fuerza que siempre trae de regreso a los dioses fuertes, a la familia, a la religión y a la vida política común y solidaria. Reno termina con una exhortación, ya en el Epílogo del libro, a no ser “pusilánimes al encarar el siglo XXI, que por fin despunta” y a no dejar que el pesimismo paralice la reparación del hogar y del legado recibido, que es una misión religiosa, cultural y política.

El trabajo de Reno, como se ve, es un ensayo de análisis de la realidad política-cultural del último siglo occidental. Él afirma que el núcleo de la cultura contemporánea está impregnado de individualismo y desamor que impide una vida solidaria y de un carácter opuesto a toda autoridad y tradición. Es difícil, si no imposible, no compartir en sus líneas gruesas el diagnóstico de Reno. Efectivamente, más allá de las afirmaciones de filósofos y pensadores, es indudable que en las multitudes se ha hecho carne el principio de que la libertad supone la capacidad de determinar autónomamente los fines para los cuales cada cual quiere vivir. Ser libre es dar el sentido que se desea a la vida propia sin interferencias “externas” de ningún tipo. El principio de daño afirmado por Mill parece ser el fundamental para regir las relaciones interpersonales. Esa manera de concebir la libertad, que está en el núcleo esencial del liberalismo clásico, más allá de las diferencias que de hecho existen entre diversos autores, hoy no es solo parte de teorías políticas, sino que se ha hecho carne en el ambiente cultural occidental y en muchos individuos que, aún sin considerarse a sí mismos liberales, han bebido de ese ambiente. Por supuesto, si por un lado hay manifestaciones extremas de este rechazo a aceptar fines que no dependen de la propia voluntad, como es el caso de las teorías de género en las que no se aceptan siquiera fines relacionados con la biología, al otro lado hay multitudes que siguen llevando adelante vidas que asumen deberes relativos a fines puestos o por la naturaleza o por el bien común social. Pero hoy, estos segundos, o tienen dificultades para ser consistentes en su modo de vivir o, al menos, deben, muchas veces, explicarlo como si fuera necesario justificarlo debido, en el mejor de los casos, a su rareza y, en el mejor, a su carácter retrógrado, fascista y antilibertario.

Un elemento muy importante y coherente con la libertad entendida como ausencia de fines o bienes que no provienen de la propia aceptación, y que Reno muy acertadamente destaca, es la marcada oposición a la autoridad y a la tradición. Respecto de la oposición a la autoridad, probablemente haya que explicar algo más de lo que hace Reno. La oposición a la autoridad no es a cualquiera si ella es asimilada al poder. No es demasiado osado decir que no se aprecian momentos en la historia de la humanidad anteriores al actual en los que algunos hayan llegado a poseer tanto poder y tan concentrado. Probablemente baste mirar los Estados actuales, cuyo poder sobre sus ciudadanos ni los monarcas absolutistas de los siglos XVII y XVIII se soñaron. Es el Estado el que da existencia jurídica a las personas, les otorga su identidad –por supuesto con un número como signo más importante que el nombre–, las casa, les determina de modo importante cómo han de educarse, les exige impuestos que son francas exacciones y puede seguirlas en muchos de los detalles de su vida como sus viajes y sus compras y hasta sus llamados telefónicos que, además, puede intervenir. A este tipo de poder, curiosamente, no hay gran oposición. En cambio, si la autoridad se entiende como el poder fundado en el conocimiento de la naturaleza humana para dirigir la vida común en orden a los fines que de ella brotan, entonces, la oposición ha llegado a ser muchas veces radical. Las leyes no deben procurar bienes morales universales. Menos ha de promover bienes religiosos mediante los cuales los hombres se ordenan explícitamente a un Ser, Dios, superior a ellos. Se pone en duda o se obstaculiza el ejercicio de la patria potestad de los padres sobre sus hijos. Se quita la autoridad a los profesores y aún a las fuerzas policiales cuya misión es imponer orden en los espacios públicos. Esta oposición a la autoridad es muy coherente con la aversión a la tradición. La tradición, tal como se había asumido en el occidente cristiano, era la herencia viva proveniente de los antepasados que configuraba con sus acciones el modo de ser histórico de una sociedad y sus miembros. La lengua, el significado de los acontecimientos históricos, las leyes, la literatura y las artes plásticas, la cultura, la filosofía, el humor van configurando un modo particular de ser –un ethos– particular en el que se desenvuelve la naturaleza universal humana. Las personas humanas no son posibles de entender sin referencia a ese ethos histórico propio de la sociedad en que desenvuelven su vida, porque los bienes universales humanos son reales en su concreción particular. Por eso, si hay algo radicalmente opuesto al verdadero bien humano, es su concepción abstracta y separada de sus realizaciones particulares. Desconocer la tradición es una exigencia que brota de la intención de imponer un modelo abstracto de hombre y sociedad, tan bien encarnado en el que promueven en su momento los revolucionarios franceses a partir de 1789 o en el hombre nuevo del comunismo soviético o en el homo economicus del economicismo mercadista. La tradición impone deberes para con un ethos vivo común que corresponde al bien real de una comunidad y, al mismo tiempo, de quienes pertenecen a ella. Es decir, impone fines heredados ante los cuales los individuos no son autónomos. Por eso, la tradición se torna inaceptable. No es raro que los últimos años las revueltas sociales hayan incluido el abatimiento y la destrucción de estatuas y monumentos de personas que en tiempos pasados contribuyeron de modo importante a formar la tradición que ahora aparece como un lastre contrario a una libertad individual.

Lo que muestra Reno corresponde, aunque él no lo hace en esos términos, a la instauración de la revolución permanente, aunque se trate de una soft revolution. No se trata de una revolución contra el poder constituido, sino de otra que desde el poder intenta desmontar una a una las piedras del edificio natural y tradicional de la cultura cristiana occidental.

A ratos pareciera que Reno traza las pinceladas del cuadro que pinta con una brocha demasiado gruesa. Eso se nota en la indistinción de las diversas corrientes liberales. Sin embargo, es cierto que esas corrientes, en su bajada a la cultura ambiental en la que se mueve el hombre de la calle, no arrastran matices, sino, precisamente, líneas gruesas, y ellas tienen que ver, efectivamente, con un individualismo que no es propio solo del liberalismo libertario al estilo del de Nozick.

Donde sí parece haber una brocha gruesa excesiva es en la atribución como causa del proceso de debilitamiento al consenso de posguerra. Es indudable que las guerras marcan un hito en el ambiente cultural y en el estado psicológico y moral del hombre occidental, pero no es difícil encontrar antecedentes del debilitamiento muy anteriores las guerras. El proceso estaba en marcha al menos desde el siglo XVIII, aunque habría que remontarlo, sin lugar a dudas, al quiebre de la unidad religiosa en el siglo XVI. Ya Nietzsche, en la segunda mitad del siglo XIX diagnosticaba el debilitamiento si no la franca pérdida del sentido de la vida por parte del hombre moderno. De hecho, es difícil explicar las guerras mundiales, especialmente la segunda, si no es como parte de un proceso ya desencadenado en el que se enfrentan el totalitarismo nazi y una ideología aperturista, en el sentido que la describe Reno, que ya está constituida. No se puede discutir que esta ideología aperturista cobra inusitada fuerza luego de las guerras, pero eso no significa que no existiera un cierto consenso previo en torno a ella. Probablemente, la fuerza que cobra en la posguerra es la que permitió llegar a tener la hegemonía de la que hoy goza –que le permite practicar sin vergüenza la franca “cancelación” de quienes se le oponen– pero no creo que pueda ser explicada sin recurrir a ciertos procesos de debilitamiento que le son anteriores. Por ejemplo, como sugiere Fabro, es difícil explicar el ateísmo e irreligiosidad del mundo contemporáneo sin atender al ensimismamiento de la subjetividad que tiene su primer hito importante en Descartes.

El llamado final de Reno a no desfallecer ante lo que parece una avalancha imposible de evitar me parece que no tiene muchas posibilidades de éxito, no porque este no pueda darse, sino porque pareciera quedar cimentado en unos pies de barro: la participación política en la que Reno funda la posibilidad del renacimiento del yo excéntrico es la propia de la concepción política moderna, que obedece en sus principios, precisamente, a lo que Reno pretende dejar atrás. En otras palabras, si es cierto que la solución a los problemas tiene que ver impulsar la participación, hay que detenerse también en la índole que ella tenga. Para que la participación política promueva realmente la resurrección de ciertos amores fuertes se requiere una modificación profunda del orden y las instituciones, de manera que estas dejen de ser las propias de una política basada en individuos –en un hombre-número– y pasen, por el contrario, a permitir la constitución de la comunidad política desde las realidades y comunidades particulares y concretas en las que las personas participan en su vida cotidiana. Se trata de rearticular la vida política de manera que las decisiones relativas al todo social involucren, por un lado, a las comunidades particulares y, por otro, dispongan para éstas un modo de hacer las cosas en que no quede fuera la preocupación por el bien común. El modo de participación que permite la excentricidad del yo, me parece, no es cualquiera y, desde luego, no el de las democracias modernas cuyo foco está en los bienes y libertades de un hombre abstracto. Pero, me parece, Reno no lo ve, probablemente porque no llega a tener una actitud crítica hacia los fundamentos modernos del orden político de los EE.UU.. Como suele suceder en el mundo conservador de los EE.UU., los principios básicos del orden político de la Unión, presentes ya en los padres fundadores, son motivo de un orgullo que impide la crítica.

En cualquier caso, “El retorno de los dioses fuertes” es un libro que no dejará indiferente a nadie y que sin lugar a dudas ayudará a reflexionar sobre los increíbles derroteros por las que está transitando el mundo occidental. Esta reflexión, antes incluso de pensar en salidas prácticas a los problemas existentes, es del todo necesaria y, aún, un deber moral. Y Reno nos mueve a cumplir ese deber, por lo que no queda sino agradecerle.

el retorno a los dioses fuertes 2

El retorno de los dioses fuertes

Autor: R.R. Reno

Editorial: Homo Legens

2020

 

Autor: José Luis Widow Lira

Decano Filosofía Universidad de los Andes

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