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Juan Enrique Concha en la historia del catolicismo social en Chile

Llama la atención la ausencia casi total de figuras políticas relevantes que encarnen hoy [1] en Chile en particular y en todo nuestro continente en general la promoción fiel de la doctrina social de la Iglesia. En Chile pareciera haberse debilitado en las últimas décadas y, vemos, en cambio, una mayor presencia del discurso libertario en sectores de derecha y del de una nueva izquierda que ya no habla a los más vulnerables. Por eso, vale la pena difundir ideas que, de otro modo, por callarse pasarán al olvido.

¿Por qué podría hoy interesarnos la Memoria de un alumno de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica de Chile fechada en 1899, recientemente reeditada por Idea País y Editorial Katankura? ¿Qué podría decirnos un texto referido a problemas sociales de hace más de un siglo? En realidad, la Memoria nos habla de los problemas sociales del mundo contemporáneo, que parecieran, por desgracia varios de ellos aún pendientes de resolver y, por ello, siguen tan vigentes como entonces

Juan Enrique Concha es una de las figuras destacadas de la historia del catolicismo social en Chile. Continuó el testimonio de Abdón Cifuentes, el tribuno Conservador, gran organizador del laicado católico durante la segunda mitad del siglo XIX, y defensor de las libertades de asociación y de enseñanza curiosamente ante el liberalismo y el radicalismo, por lo general muy anticlericales en su época. Aquel catolicismo social recibió la influencia de católicos europeos, como los ultramontanos Louis Veuillot y Donoso Cortés, también del catolicismo más liberal de Ozanam y Montalembert, De clérigos como Lacordaire, Ketteler y Kolping, por mencionar los más relevantes. En Chile fueron los obispos que reorganizaron la Iglesia durante mediados del siglo XIX, quienes lo difundieron, los mismos que también contaron con el apoyo del Partido Conservador, tras la “cuestión del sacristán” [2]. Me refiero a la tríada compuesta por Mons. Rafael Valentín Valdivieso, Arzobispo de Santiago y los más tarde también obispos Joaquín Larraín Gandarillas y José Hipólito Salas. Desde sus diócesis de Santiago y Concepción, desde las páginas de La Revista Católica, durante el Concilio Vaticano I (1869-1870), y desde las aulas del Seminario y de la recién fundada Universidad Católica, fueron estos prelados con la autoridad de sus cargos, y su acendrado catolicismo los referentes también de un pensamiento católico social para el clero y los laicos chilenos. Los presbíteros Ramón Ángel Jara y Blas Cañas y laicos como Manuel José Irarrázaval, Domingo Fernández Concha y José Domingo Cañas, entre otros, respondieron además del mencionado Abdón Cifuentes, a inquietudes del movimiento católico social en la segunda mitad del siglo XIX.

Juan Enrique Concha vino a dar cuenta de una nueva generación de social cristianos, la de su maestro Francisco de Borja Echeverría, la de los consecutivos arzobispos que sucedieron a Valdivieso en la capital, como Mariano Casanova y Juan Ignacio González Eyzaguirre. En esta generación compartió con el presbítero y luego obispo y rector de la Universidad Católica Carlos Casanueva. Fue la generación de sacerdotes llamados a poner en práctica la Rerum novarum (1891), como los jesuitas Fernando Vives y luego Jorge Fernández Pradel, Vives fue el trascendente iniciador de los Círculos de Estudios con destacados discípulos y ambos, fueron muy influyentes en san Alberto Hurtado. Cabría mencionar en la generación de Juan Enrique Concha, el apostolado sencillo, no por ello menos profundo, tanto en lo espiritual como en lo social, de José María Caro, primer Cardenal chileno. También cabría mencionar, aunque más jóvenes, a los sacerdotes Julio Restat, organizador de la Asociación Nacional de Estudiantes Católicos (ANEC) y Oscar Larson, de la Acción Católica, ambos a su vez conectaron también con la siguiente generación, la de los años 30. Entre las lecturas que la generación de Juan Enrique Concha trae desde Europa se transita desde los católico sociales franceses como Federico Le Play, Alberto de Mun, René de La Tour du Pin y Leon Harmel a otros que recogen la experiencia también de Alemania y Bélgica como el obispo Ketteler, el cardenal Mercier y el dominico Rutten, este último ya en el siglo XX. 

¿Por qué podría hoy interesarnos la Memoria de un alumno de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica de Chile fechada en 1899, recientemente reeditada por Idea País y Editorial Katankura? [3] ¿Qué podría decirnos un texto referido a problemas sociales de hace más de un siglo? En realidad, la Memoria nos habla de los problemas sociales del mundo contemporáneo, que parecieran, por desgracia varios de ellos aún pendientes de resolver y, por ello, siguen tan vigentes como entonces. Escrita en plena belle epoque, su autor fue Juan Enrique Concha Subercaseaux, hijo de Melchor de Concha y Toro y Emiliana Subercaseaux Vicuña. Su familia por vía paterna entroncaba con la nobleza hispano criolla que ostentó el marquesado de Casa Concha, y con el presidente de la Primera Junta de Gobierno de Chile, Mateo de Toro-Zambrano y Ureta, conde de la Conquista; por línea materna, entre sus ancestros se contaba Francisco Ramón Vicuña Larraín, quien fuera brevemente Director Supremo de Chile en 1825 y Presidente de dicha República en 1829. La genealogía aquí resulta de interés. El autor, que tituló su Memoria, Cuestiones obreras, era miembro de una familia de la aristocracia chilena en el tránsito del siglo XIX al XX. Su padre, don Melchor, fue diputado, senador y Ministro de Hacienda y como político transitó desde el conservantismo hacia un liberalismo moderado. Sin embargo, no fue en la política donde verdaderamente destacó, sino como empresario minero y emprendedor viñatero, lo primero le permitió consolidar una de las grandes fortunas chilenas de su tiempo, y en la actividad agrícola, echó las raíces de la que hoy es la prestigiosa Viña Concha y Toro. 

La vida de Juan Enrique Concha transcurrió marcada por la publicación durante su juventud de la trascendente encíclica Rerum novarum, sobre la cuestión obrera. Corría 1891, nuestro autor tenía 18 años y el documento eclesial de León XIII era el primero que trataba de manera específica las carencias sociales a las que se veía enfrentada la clase obrera. Dio cuenta de una cuestión, es decir, un problema social que tenía su origen en la desaparición de los gremios y el desarraigo de los nuevos sectores obreros. Ante ello, denunció el colectivismo socialista y el individualismo liberal, alentando en la sociedad el derecho de asociación y la cooperación entre los trabajadores.

Juan Enrique es el hijo menor de esta destacada familia, nació en Santiago en 1873 y su infancia y primera juventud transcurrió nada menos que en Francia. De regreso con sus padres en Chile, en 1889, terminó sus estudios secundarios en el Colegio San Ignacio para luego estudiar Derecho en la Universidad Católica, obteniendo el título de abogado en 1899, cumpliendo el requisito para titularse mediante su memoria Cuestiones obreras. Pareciera que por época y entorno familiar Juan Enrique sería un joven de la llamada belle epoque, en aquellas décadas caracterizadas por la soberbia social de unos pocos ante la aparición, para muchos invisible, del proletariado obrero. Una atmósfera liberal y positivista donde el régimen político parlamentario parecía responder con sus negociaciones al “vamos bien, mañana mejor”. Sería entonces, Juan Enrique uno de aquellos Transplantados, que en 1904 Alberto Blest Gana describiera en su novela representando a esa aristocracia criolla que, instalados en el idílico París, soñaban y casi pensaban en francés, desarraigados de sus orígenes y haciendo realidad el sueño de moda del fin de siglo. Ya el título de Cuestiones obreras nos advierte que hay excepciones, el joven Juan Enrique Concha no se dejó obnubilar por la frivolidad de la ciudad luz, pareciera, por el contrario, que la experiencia europea lo alerta y estimula a prestar atención a los movimientos sociales de su época

Una figura providencial en el joven estudiante para conducir su atención a los problemas sociales fue Francisco de Borja Echeverría Valdés, su profesor de Economía Política en la Universidad Católica. Echeverría, abogado, político, y quien cumplió diversas misiones diplomáticas en el exterior, había estudiado en Francia desde donde trajo a Chile las ideas social cristianas de Federico Le Play. Las difundió desde la cátedra de Economía Política, que creó en 1891, en Derecho de la Universidad Católica. Una de estas ideas era la necesaria transmisión de la responsabilidad social que le correspondía desempeñar a los sectores de las clases altas en beneficio de toda la sociedad.

La última década del siglo XIX, encontró a nuestro personaje terminando sus estudios en el Colegio San Ignacio y cursando la carrera de Derecho en la Universidad Católica, son los años decisivos en su formación, en los cuales no dejó de realizar varios viajes a Europa. Una figura providencial en el joven estudiante para conducir su atención a los problemas sociales fue Francisco de Borja Echeverría Valdés, su profesor de Economía Política en la Universidad Católica. Echeverría, abogado, político, y quien cumplió diversas misiones diplomáticas en el exterior, había estudiado en Francia desde donde trajo a Chile las ideas social cristianas de Federico Le Play. Las difundió desde la cátedra de Economía Política, que creó en 1891, en Derecho de la Universidad Católica. Una de estas ideas era la necesaria transmisión de la responsabilidad social que le correspondía desempeñar a los sectores de las clases altas en beneficio de toda la sociedad. El año de iniciación de la cátedra sería significativo, se reabría la universidad después de la revolución [4] y aparecía la encíclica Rerum novarum, de León XIII. Las enseñanzas de Francisco de Borja Echeverría dejaron una huella profunda de vocación e inquietud social en varios de sus alumnos, difundiendo lo que hoy conocemos como doctrina social de la Iglesia. Entre ellos, Juan Enrique Concha y Carlos Casanueva, este último sería su ayudante y relevo en la cátedra de Economía Política y más tarde obispo y rector de la misma Universidad. La docencia universitaria de Echeverría se vio acompañada de una emprendedora acción en beneficio de los sectores más desfavorecidos de la sociedad. Teoría y práctica se fundieron así en su persona, consolidando su influencia en numerosos discípulos. En 1889, tradujo un Manual de Patronatos, que impulsó entre otros la fundación del Patronato Santa Filomena, en el que nos detendremos más adelante. Igualmente participó activamente como miembro y dirigente de las Conferencias de San Vicente de Paul, entidad pionera del catolicismo social del siglo XIX, que desde su fundación en 1833 por Federico Ozanam en París, se había extendido rápidamente a muchos países. A Chile llegaron con el presbítero Joaquín Larraín Gandarillas a mediados del siglo XIX. Echeverría fue presidente de las Conferencias en Chile desde 1888 hasta su muerte en 1904, dinamizando las actividades de la entidad benefactora, y junto a las tradicionales visitas a familias desvalidas, creó talleres para la formación técnica y moral de los jóvenes. Buscó involucrar a estudiantes de los últimos años de colegios católicos de élite a la acción social cristiana. Juan Enrique Concha participó activamente de estas y otras iniciativas de las Conferencias de San Vicente de Paul.

La vida de Juan Enrique Concha transcurrió marcada por la publicación durante su juventud de la trascendente encíclica Rerum novarum, sobre la cuestión obrera. Corría 1891, nuestro autor tenía 18 años y el documento eclesial de León XIII era el primero que trataba de manera específica las carencias sociales a las que se veía enfrentada la clase obrera. Dio cuenta de una cuestión, es decir, un problema social que tenía su origen en la desaparición de los gremios y el desarraigo de los nuevos sectores obreros. Ante ello, denunció el colectivismo socialista y el individualismo liberal, alentando en la sociedad el derecho de asociación y la cooperación entre los trabajadores. Se le considera, desde entonces, el texto referencial de la doctrina social de la Iglesia. 

Los años en los que le correspondió actuar a Juan Enrique Concha son principalmente los del período parlamentario (1891-1925) y durante los cuales, como político, alcalde, diputado y senador, dio cuenta de la aparición de la problemática obrera y de la desamparada situación social y legal en la que este naciente sector se encontraba. Sus inquietudes socialcristianas comenzaron a manifestarse al colaborar el mismo año de 1891 en la creación de la Fundación León XIII, destinada a generar uno de los proyectos de viviendas sociales más ambiciosos y trascendentes de la época. Su padre, don Melchor, fue el principal financista de esta loable iniciativa, pero fallecía al año siguiente. Fue su hijo Juan Enrique quien, desde entonces, tomó las riendas de la Fundación. Ese año adquirían un sitio en el hoy barrio Bellavista a los pies del cerro San Cristóbal. Se iniciaba la construcción de dignas y sólidas viviendas que buscaban favorecer un modelo de vida armónico que implicara no sólo la casa, sino la búsqueda de una atmósfera sana y ordenada donde obreros católicos, a través de su propio esfuerzo de ahorro, pudiesen mediante un arriendo ajustado a sus realidades, y luego de una década, verse beneficiados con la propiedad definitiva del inmueble. En 1894, se entregaron las primeras 27 casas y en 1896 otra docena. El testamento de don Manuel José Irarrázaval, uno de los líderes del partido Conservador, permitió el financiamiento de otras más. La población León XIII, sigue hoy en pie, y desde 1997 está declarada Zona Típica por el Consejo de Monumentos Nacionales. 

En su Memoria buscó modificaciones legales que estimularan y no coartaran los aportes de privados a proyectos de carácter social, evitando así “incurrir en el Socialismo de Estado”. En los tiempos de hoy, pareciera la jerarquía de la Iglesia haber descuidado el estímulo a este tipo de fundaciones y donaciones, quizás con un cierto complejo de que la tilden de paternalista, lo que favorece que los laicos que más pueden, relajen u olviden sus deberes sociales hacia los más necesitados

En Cuestiones obreras, ya anotaba su autor una optimista confianza hacia las Fundaciones para ir resolviendo el problema habitacional. No obstante, no hay duda de que el número de viviendas que podían construir era mínimo, considerando cuantos en realidad eran los que las necesitaban, pero la iniciativa daba cuenta de que el aporte de privados y el involucrar a los beneficiados mediante su ahorro, constituyó una experiencia que estimó exitosa. Buena parte del texto el autor se lo dedica a precisar, justamente, los beneficios que conllevan las Fundaciones y a la necesidad de facilitar su creación y acción a través de una modificación del Código Civil. Definió la Fundación como “una donación particular, privada, destinada a servir perpetuamente el bien público”, originada en la libertad de donar y “en el deber de asistencia que tienen los ricos para con los pobres”. Sus beneficios, su importancia social, la radicó en que por una parte “con la Fundación se apaciguan mucho los odios de clases” y, por la otra “gracias a ella se pueden ejecutar grandes obras que de otro modo difícilmente se realizarían”. En su Memoria buscó modificaciones legales que estimularan y no coartaran los aportes de privados a proyectos de carácter social, evitando así “incurrir en el Socialismo de Estado”. En los tiempos de hoy, pareciera la jerarquía de la Iglesia haber descuidado el estímulo a este tipo de fundaciones y donaciones, quizás con un cierto complejo de que la tilden de paternalista, lo que favorece que los laicos que más pueden, relajen u olviden sus deberes sociales hacia los más necesitados.

Fue clarividente el autor cuando advierte que los conflictos sociales que se estarían incubando en el país, y que ocurrían en Europa, no tardarían en llegar a Chile. Las causas que favorecerían el problema obrero, para nuestro autor habría que encontrarlas no primeramente en las ideas de Marx o en el socialismo, sino en las injustas condiciones de los obreros producto del olvido de la clase dirigente de sus deberes sociales. Para Juan Enrique Concha fue bajo el alero de la teoría liberal individualista y utilitaria del trabajo, la que lo consideraba como una mera mercancía, donde se gestarían las causas de aquél olvido y omisión. El estudiante siguió a su maestro Francisco de Borja Echeverría, estimando que la Economía Política que postulaba el liberalismo utilitarista consideraba el trabajo humano como algo “puramente material”, desconociendo así la dimensión moral que la doctrina católica otorga a la Economía. Por ello, frente a aquella concepción liberal utilitaria del trabajo, resueltamente señaló: “es necesario reaccionar, primero porque la doctrina es inmoral, anti-cristiana y segundo porque ha producido malos resultados”. Siguiendo las enseñanzas de Le Play en asuntos de economía, hay que dejar atrás el laissez faire, y por ello lo citaba afirmando que “la libertad no basta”. La tarea, el desafío consistiría en hacer leyes que procuren “mejorar la situación jurídica de los pobres y junto con ello aliviar su condición social”. Afirmar todo lo anterior, en pleno período parlamentario era ir contra corriente, y el joven estudiante de derecho tenía perfecta conciencia de ello. Su preocupación por la situación de los niños y las mujeres en el ámbito laboral, así como su proyecto de indemnización por accidentes laborales, presentes ya en su Memoria, nos permiten calibrar no sólo su audaz iniciativa en materia de legislación social, sino también su contacto con las ideas de Albert de Mun, otra de las figuras del catolicismo social europeo. 

Me parece relevante destacar que las inquietudes sociales que Juan Enrique Concha nos presentaba en su Memoria no fueron sólo ideas de juventud, fueron en realidad una constante que lo acompañaron como laico católico durante su amplia trayectoria pública. Fue regidor y alcalde de Santiago y, desde 1906, diputado. En 1919 llegó al Senado, siendo reelecto no alcanzó a cumplir su período por la disolución del Congreso, decretada en 1924 por la Junta del general Luis Altamirano. Juan Enrique Concha promovió constantes iniciativas de leyes sociales, incluso un proyecto de legislación laboral, que como otros, se fue diluyendo en el Congreso producto de la inacción legislativa del parlamentarismo de la época. Algunas de sus iniciativas fueron de las que se tramitaron velozmente aquella semana tras el golpe de 1924.

Como miembro del Partido Conservador, agrupación católica confesional -como lo indicaba el siglo XIX- fue parte de su Junta Ejecutiva, y buscó también desde allí que los principios de la doctrina social de la Iglesia se vieran reflejados con mayor énfasis en las políticas del centenario partido. Es en lo que insistió ante sus correligionarios en la Convención Conservadora de 1918, no siempre encontrando los apoyos que esperaba.

 De las obras de beneficencia y acción social de mayor significación en el tránsito del siglo XIX al XX destacaron los Patronatos. El Papa León XIII, en la trascendente encíclica Rerum novarum, los alentó como instituciones que permitieran atender a los necesitados y acercar a las clases sociales. Siguiendo iniciativas europeas, se fundó poco antes, en 1890, el Patronato Santa Filomena, sería el primero de ellos en Chile. Gestado por Francisco de Borja Echeverría desde las activas Conferencias de San Vicente de Paul, entre sus fundadores encontramos a José Domingo Cañas, Carlos Casanueva y el propio Juan Enrique Concha. Primeramente, la nueva institución buscó acercar a laicos, principalmente a jóvenes católicos de colegios como los Sagrados Corazones y San Ignacio, para llevar a cabo labores sociales concretas que permitiesen crear una organizada red de apoyo religioso, educativo y material hacia familias y jóvenes de sectores obreros. El Patronato Santa Filomena recogió su nombre del testamento del fraile franciscano Fray Andresito, oriundo de las islas Canarias, cuya labor espiritual y social a mediados del siglo XIX es hasta hoy expresión perdurable de piedad popular, reflejo de una fuerte huella espiritual que dejó en el sector de La Chimba, en la ribera norte del río Mapocho. En ese mismo sector fue donde concentró su acción el Patronato Santa Filomena, y por ello de éste recogieron su nombre las calles y el barrio. Juan Enrique Concha se involucró desde sus inicios, entonces como ex alumno del colegio San Ignacio, como universitario y recién titulado abogado, en realidad, como laico católico. Se le reconoce, además de ser uno de los fundadores del Patronato, como uno de sus principales sostenedores. A su donación se debe la construcción de la Capilla del Patronato, hoy Iglesia Parroquial Santa Filomena, terminada en estilo neogótico en 1894 y hoy Monumento Nacional. La institución creció y consolidó su acción. También la recreación y el deporte acompañaron la enseñanza y la transmisión de la fe católica, buscando un ambiente edificante de crecimiento para la juventud de sectores obreros. Carlos Casanueva fue su capellán durante décadas, cuidando la formación espiritual. El centro de acción educativa del Patronato fue la Escuela N° 42, en la calle Santa Filomena, reconocida como Escuela Pública en 1908, y que, desde 1948, traspasó su administración a sacerdotes italianos de la Congregación de San José, dando paso al actual Liceo Leonardo Murialdo.

 La promisoria actividad del Patronato Santa Filomena alentó a comienzos del siglo XX, la creación de otras instituciones similares en el país, como los de San Alfonso, León XIII, San José, San Isidro, San Rafael y el de Nuestra Señora de Andacollo, entre otros, que fueron también vía de acción social para laicos católicos en afán de aliviar los efectos de la cuestión social en los sectores más desfavorecidos. Algo debilitados por el tiempo y dejados de lado por su carácter paternalista, estas instituciones decayeron ante los nuevos vientos y desafíos sociales que se presentaron tras la I Guerra Mundial. La Iglesia respondía a ellos con nuevas organizaciones como las que dieron vida a la Acción Católica. 

Actividad sin duda trascendente de Juan Enrique Concha fue también su labor académica, al fundar la Cátedra de Economía Social en la Universidad Católica, permitió difundir la doctrina social de la Iglesia entre estudiantes de todas sus carreras, extendiendo así la tarea de su maestro Echeverría. 

Al comenzar 1931, tras una operación quirúrgica, falleció Juan Enrique Concha Subercaseaux, aquel año se cumplía el 40 aniversario de la Rerum novarum. No alcanzó a leer nuestro autor la encíclica Quadragesimo anno, que Pío XI publicó aquel año para conmemorar y reactualizar el texto de León XIII. La atmósfera socio-política era distinta ante la problemática situación del periodo entre guerras. La nueva encíclica, sería ya el texto de referencia para otra generación de jóvenes social cristianos. 

La coherencia de un laico católico de hace un siglo sigue siendo ejemplo para quienes en nuestros días se dedican al mundo público. Urge tener personas con esa capacidad de iniciativa, con esa pujanza y con esa inspiración fiel a las enseñanzas de la Iglesia. Por eso, quizás hoy, cuando el liberalismo pareciera en crisis, como lo estuvo en tiempos de Juan Enrique Concha, sigue más vigente que nunca su reflexión sobre la cuestión social.

Autor: Gonzalo Larios

Historiador, profesor Universidad San Sebastián (Chile)

Notas

1. Este trabajo es la presentación del libro “Cuestiones obreras”, de Juan Enrique Concha, editado por Idea País y por Editorial Katankura, con ligeras modificaciones para ser publicado como una reflexión en Suroeste.

2. Se conoce con el nombre de “la cuestión del sacristán” una polémica ocurrida en Chile el año 1856 a propósito del despido del sacristán de la Catedral de Santiago, Pedro Santelices. Para los efectos de este artículo, importa señalar que dicho evento eclesial trascendió al ámbito político chileno, dividiendo a los conservadores en dos partidos (el Nacional Montt-varista y el Partido Conservador).

3. “Cuestiones Obreras”, fue publicada en el Anuario de la Universidad Católica, tomo II, 1898-1899, pp. 186 a 267.

4. Mediante la revolución de 1891 (también conocida como guerra civil de 1891), en la que se suicidó el Presidente Balmaceda, se dio inicio al período que la historiografía designa con el nombre de “parlamentarismo”.

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