
diciembre 6, 2023• PorVicente Hargous
Escritorio del Editor
“No se te ha dado autoridad, Senescal de Gondor,
para ordenar la hora de tu muerte”, respondió Gandalf.
“Y sólo los reyes paganos,
bajo el dominio del Poder Oscuro,
hicieron así,
matándose a sí mismos en orgullo y desesperación,
asesinando a sus parientes para aliviar su propia muerte’.
(J.R.R. Tolkien, El señor de los anillos)
Las banderas negras de la cultura de la muerte marchan al compás del tambor de orcos y trolls de Mordor. El mundo vio conmocionado el dolorosísimo caso de Indi Gregory, niña inglesa de apenas ocho meses que fue desconectada por orden judicial con el fin de causarle la muerte, contra la voluntad expresa de sus padres y usando el concepto de “interés superior del niño” (ya se ve que, sin la decisión de sus padres, tal concepto da para cualquier cosa), y aun cuando ―como ya había ocurrido en los casos de Charlie Gard, Alfie Evans, Isaiah Haastrup y Archie Battersbee― se le concedió la nacionalidad italiana por el gobierno del Bel Paese, presidido por Giorgia Meloni. Vemos también en muchas de nuestras naciones hispanas levantarse la bandera de quienes piden a gritos la legitimación de la eutanasia. En España el debate volvió a la arena pública por el caso de Belén, quien padeciendo de esclerosis múltiple había solicitado la eutanasia, que buscó ser detenida por su madre con la ayuda de Abogados Cristianos; y aunque Belén se arrepintió de su decisión y sigue con vida, la discusión ya quedó instalada. En Ecuador se ha difundido el caso de Paola Roldán, cuya demanda ante la Corte Constitucional fue admitida a trámite, siendo que en dicho país no existe un “derecho a la muerte” ni ninguna garantía constitucional que esté siendo vulnerada, como han señalado desde la ONG Dignidad y Derecho, que presentó un Amicus Curiae en la causa y expresó sus argumentos de forma oral en la audiencia. México no se queda atrás, pues durante el mes de octubre se presentó una iniciativa para legalizar la eutanasia, y el 21 del mismo mes ―ya se ve que las fuerzas de Mordor no dan puntada sin hilo― se estrenó la película “Dulce Muerte”. En Chile la discusión lleva ya unos años, con un proyecto de ley liderado por Vlado Mirosevic, y aunque el tema carece del impulso que tienen otras iniciativas, se planteó el debate luego de que el activista Luis Larraín la solicitara.
La discusión sobre la eutanasia suele caer en aristas sentimentales, pseudoargumentos que, más que precisar la especificación de lo que se hace y su legitimidad, asumen como cierta la premisa según la cual el ser humano es dueño absoluto de su propio destino: señor de la vida y de la muerte, conocedor del bien y del mal. Ante la desesperación, se opta por lo fácil, lo cómodo, evitar el dolor y pretender ser dueño de la propia vida (como si fuese un objeto distinto del yo que vive, cuya dignidad es intrínseca). Se trata de un debate en el que inevitablemente debemos asumir ciertas premisas sobre la vida, la muerte, la trascendencia y Dios.
Esa soberbia radical, ese individualismo que llega al absurdo de negar que todo es recibido, esa actitud de quien se cree rey siendo mero mayordomo, de quien niega que le debe algo a los demás, es lo que subyace a la cultura de la muerte.
Tolkien, con la delicadeza que lo caracteriza, insinúa magistralmente en su obra maestra estas verdades: nos cuenta que, durante el asedio a Minas Tirith, Denethor, hijo de Ecthelion, decide quemar vivo a su hijo Faramir, y a sí mismo con él. Frente a esto, Pippin corre a pedir ayuda a Gandalf: “El señor [Denethor] está fuera de sí […], temo que se mate a sí mismo y que mate también a Faramir […]”. Se dirigieron a las tumbas de Rath Dínen, donde el Senescal había preparado una pira para él y Faramir. Una vez allí, Gandalf interroga a Denethor:
―“¿Qué es esto, mi señor?”, dijo el mago, “las casas de los muertos no son lugares para los vivos. ¿Y por qué los hombres luchan aquí en los recintos sagrados, cuando hay suficiente guerra a las puertas? ¿O es que nuestro enemigo ha llegado incluso a Rath Dínen?”.
Ante la interpelación de Mithrandir, aquel Mayordomo de Palacio, henchido en la soberbia de quien se cree rey sin serlo, respondió con severidad: “¿Desde cuándo el Señor de Gondor responde ante ti? ¿O no puedo dar órdenes a mis propios sirvientes?”. Normalmente quienes defienden la eutanasia evaden las preguntas: “no me preguntes por mis deberes” ―deber de estar presente en el asedio a la ciudad―, “no te debo nada y no responderé”. No responden, porque ese es el mito de la autonomía de quien cree que se da el sentido a sí mismo, el mito del individualismo liberal, del individuo atomizado que no le debe nada a nadie.
El haber sido arrojados a la existencia, como condición humana, es en realidad una muestra de que la vida es un don recibido.
Esa soberbia radical, ese individualismo que llega al absurdo de negar que todo es recibido, esa actitud de quien se cree rey siendo mero mayordomo, de quien niega que le debe algo a los demás, es lo que subyace a la cultura de la muerte. Pero junto con ella, la desesperación: “No volverá a despertar”, dijo Denethor, “la batalla es en vano ¿por qué querríamos vivir más? ¿por qué no ir a la muerte uno al lado del otro?”. ¡Porque no somos dueños de nosotros mismos! Gandalf se lo recuerda con dureza:
―“No se te ha dado autoridad, Senescal de Gondor, para ordenar la hora de tu muerte, y sólo los reyes paganos, bajo el dominio del Poder Oscuro, hicieron así, matándose a sí mismos en orgullo y desesperación, asesinando a sus parientes para aliviar su propia muerte”.
Orgullo y desesperación. Autonomía y una compasión mal entendida. Todo lo que implica en el fondo una vida carente de sentido… y frente a esa nada, se busca imprimir con la propia voluntad ese sentido a la vida. Control de lo incontrolable. Es un manoseo de lo más sagrado, porque el liberal no concibe nada sagrado sino su propia voluntad ―“seréis como dioses”―, y con ello, se niega que todo es gracia, que todo es recepción, que no nos hemos dado el ser a nosotros mismos. Pero a la vez, se descubre que ese control es insuficiente, y entonces Denethor cree encontrarse vagando en la nada:
―“[Faramir] Yace dentro ―dijo Denethor―, ardiendo, ardiendo ya. Ellos han prendido fuego en su carne. Pero pronto todo arderá. El Oeste ha fracasado. Todo se quemará en un gran incendio, y todo terminará. ¡Cenizas! ¡Ceniza y humo que se lleva el viento!”
Caminamos irreversiblemente hacia-la-muerte, pero somos más que ceniza y humo que se lleva el viento, porque subyace a nuestra conciencia un anhelo de infinitud y absoluto: somos un ser-para-lo-infinito. Este fin y aquella dirección no han sido autoimpuestos, sino que vienen dados desde que se nos arroja a la existencia. No tenemos, por tanto, más que dos opciones para encarar la vida: reafirmar ese sentido que somos, o negarlo para buscar el control absoluto, como único sentido que tendría el vivir.
El haber sido arrojados a la existencia, como condición humana, es en realidad una muestra de que la vida es un don recibido. La vida no es sólo biología que está-ahí, no es sólo materia en el tiempo, sino que es un ser para algo más, una existencia dotada de sentido, dirigida hacia el absoluto (aunque a la vez sepamos que de hecho vamos a morir). Este fin que no nos hemos dado, en esta vida que no nos hemos dado, muestra algo de lo que somos… tener una finalidad recibida solamente tiene sentido en la medida en que exista Alguien que ha dirigido de esta manera nuestro ser al configurar nuestra naturaleza. Y de alguna manera, aunque esto no responda las preguntas de fondo, esa intuición debería también iluminar la discusión de si queremos creernos dueños de nuestro mundo, o si preferimos aceptar con alegría que la vida es un regalo… y que se ordena a una Vida mucho mayor, que tampoco nos daremos a nosotros mismos.
Editor Revista Suroeste
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