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Vera Brittain (2019): “Testamento de juventud”

Qué interesante tiene que ser una autobiografía y qué bien tiene que estar escrita para que 846 páginas te dejen con ganas de más. En Testamento de juventud (editada por primera vez en castellano en 2019 por Errata Naturae & Periférica), Vera Brittain, escritora y pacifista británica cuya experiencia en la Primera Guerra Mundial marcó profundamente su existencia y su obra, narra su vida desde antes de ir a estudiar a Oxford (en los meses previos al estallido de la Gran Guerra) hasta 1925. La guerra, los estudios, la juventud robada, el amor, la amistad, la mujer, la religión, su labor de enfermera voluntaria, la vuelta a Oxford, el pacifismo, sus primeros trabajos… Brittain va entretejiendo todo esto con la habilidad de los buenos escritores.

“¿Y si escribiera una autobiografía? ¿Se puede hacer un libro a partir de la propia esencia?”, escribe Vera Brittain a su novio en 1915. La respuesta es sí, al menos su autobiografía lo consigue: capta, encapsula e irradia la esencia de esta mujer fascinante. A estas preguntas le sigue una afirmación que, vista en perspectiva, resulta también profética: “Tal vez sí, en el caso de que una se encontrara con su don despojado de todo cuanto hacía que valiera la pena, y no quedase nada”.

Un precioso legado en el que somos testigos privilegiados de grandes acontecimientos: y no solo los históricos que marcaron la primera mitad del siglo XX, sino también las intrahistorias, lo que sucede en las vidas de personas que, aunque anónimas, hacen avanzar el mundo. 

Decía Edith Stein: “Seguramente, los acontecimientos decisivos de la historia del mundo fueron esencialmente influenciados por almas sobre las cuales nada dicen los libros de historia. Y cuáles sean las almas a las que hemos de agradecer los acontecimientos decisivos de nuestra vida personal, es algo que solo sabremos el día en que todo lo oculto será revelado”. En este sentido, las páginas de Testamento de juventud constituyen un precioso legado en el que somos testigos privilegiados de grandes acontecimientos: y no solo los históricos que marcaron la primera mitad del siglo XX, sino también las intrahistorias, lo que sucede en las vidas de personas que, aunque anónimas, hacen avanzar el mundo.

En concreto, Vera Brittain abre su interior con una honestidad admirable. El lector la acompaña en su proceso de madurez de aquellos intensos años, y es fácil quererla, comprenderla, dialogar con la Vera reivindicativa y apasionada que pelea por su puesto en la Universidad de Oxford, con la Vera enamorada a la que la jerarquía de prioridades se le ha tambaleado, con la Vera sufriendo un duelo inimaginable tras haber perdido a sus seres más queridos en la guerra… “Me siento como si alguien hubiera desenterrado mi corazón para ver cómo crece”, menciona en un momento de su obra. Y el lector se queda con la sensación de que más bien es la propia autora la que ha llevado a cabo ese desenterramiento, y tiene así el privilegio de verla crecer e, incluso, de algún modo, de crecer con ella.

El dominio narrativo de Vera Brittain es sobresaliente. Cómo entreteje los sucesos, las reflexiones, los hechos históricos, las descripciones —tan visuales que te introducen de lleno en las escenas—, el manejo de los tiempos y de los momentos de tensión en la narración, la introspección psicológica de las distintas personas que se mueven por el relato… Uno a veces se pregunta si está más bien frente a una novela épica.

Vera era una mujer inteligentísima, que accedió a los estudios universitarios cuando mandar a una chica a estudiar parecía más un gasto que otra cosa (y, de hecho, aunque las mujeres podían estudiar ya en Oxford, no pudieron graduarse hasta 1920), y consiguió entrar en el Somerville College con una beca. Su mirada inquieta y su mente brillante se revelan en cómo se va comprendiendo a sí misma en unos años tan convulsos y cómo va encajando todo lo sucedido: estalla la guerra; su hermano, su novio y sus mejores amigos se alistan para luchar; poco después, ella se presenta como enfermera voluntaria (pasando por diferentes hospitales y funciones, en su pueblo, luego en Londres, y también en Francia y en Malta). Cuando termina el conflicto, se pregunta si tiene sentido volver a los estudios, cosa que finalmente hace, pero el encaje de los que han vuelto del frente (tanto los que sirvieron luchando como los que lo hicieron en los hospitales) no resulta nada fácil en una sociedad que parece querer pasar página rápido y no pensar.

Brittain desarrolló durante años un activismo pacifista. Y en esto, como en todo en lo que se involucraba, no compraba “packs ideológicos”.

En este punto se muestra también su mirada penetrante sobre la realidad y la historia y el impacto de los acontecimientos: “Tengo la convicción de que la guerra marcará un antes y un después en la Historia mundial”, escribe en una carta en 1917. Y en sus reflexiones posteriores (pero anteriores a 1933, cuando se publicó el libro por primera vez en su idioma), habla sobre la amenaza de que el conflicto mundial se vuelva a repetir, pero mucho peor.

Brittain desarrolló durante años un activismo pacifista. Y en esto, como en todo en lo que se involucraba, no compraba “packs ideológicos”. Ante un panfleto pacifista que afirmaba, con frase grandilocuente que “la guerra crea más criminales que héroes”, ella contestaba: “Si esto fuera cierto, el objetivo del pacifista estaría, creo, mucho más cerca de cumplirse de lo que está. Al repasar los procesos psicológicos de quienes éramos muy jóvenes hace dieciséis años, aprecio que esa tarea —nuestra tarea— se ve complicada por el hecho de que la guerra, mientras dura, genera mucho más heroísmo que embrutecimiento”.

Ella, reivindicativa con los derechos de las mujeres, tampoco asumía sin filtrar discursos ajenos en este campo. Criticó a las mujeres que pensaban que “su mejor baza era seguir el modelo de sus predecesores masculinos, y por lo tanto repetir algunos de los errores más antiguos de los hombres y reproducir sus valores menos equilibrados” y también desaprobó que algunos medios publicaran artículos sobre igualdad salarial, matrimonio y carrera profesional como conceptos excluyentes.

Y, aunque en diversos momentos de su biografía comenta que no tenía intenciones de casarse ni de tener hijos, en las últimas páginas podemos leer: “Es más urgente que nunca para las mujeres demostrar que la vida se enriquecía, mental y espiritualmente, pero también física y socialmente, con el matrimonio y los hijos; que estas experiencias otorgaban a la mujer que las aceptaba más y no menos capacidad para tomarle el pulso al mundo, para evaluar sus tendencias, para desempeñar un papel definitivo, obstinado y activo a la hora de promover los fines constructivos de una civilización política. Sabía que demostrarlo no resultaría fácil”. Y en la batalla por hacer patente que todas estas facetas de la mujer podían integrarse, Brittain no excluía a los varones: “…demostraría que, por muy cerril que fuera un problema doméstico, podía encontrarse una solución duradera si hombres y mujeres la buscaban juntos”.

Muchas de sus ideas y de sus primeras ambiciones se van matizando al conocer y empezar a amar a Roland, uno de los grandes amigos de su hermano Edward (“tenía diecinueve años pero aparentaba veinticuatro, y actuaba con la seguridad de un hombre de treinta”), por el que al principio sintió una fascinación intelectual que pronto derivó en una atracción que abarcaba a Roland por completo.

La noche en que se declararon su amor, ella escribió en su diario que “con mucho gusto renunciaría a todas las vivencias y esperanzas de mis años de ambición, no, por primera vez, por asombrar al mundo entero con una hazaña brillante, sino a cambio de saber mío un hijo de Roland”. Y, más adelante, ya prometida con Roland pero separados por la guerra (él en el frente, ella de enfermera voluntaria), tras un párrafo en el que deja claro que su ambición y todos los proyectos que le bullían por dentro habían acallado desde siempre su instinto maternal, cuenta que, “en aquellas noches tranquilas de trabajo nocturno […] llegué casi a rezar medio dormida […] ‘¡Ay, Dios […] permite que nos casemos y que yo tenga un hijo, algo que sea de Roland, algo suyo, para recordarlo si algún día falta. […] ¡Permite que tenga un hijo, Dios mío!’”.

En la batalla por hacer patente que todas estas facetas de la mujer podían integrarse, Brittain no excluía a los varones.

El amor cambia la mirada y la vivencia. El amor pide más y Vera, con su asombrosa inteligencia, con su mente burbujeante, lo percibe con una intuición que se abre paso rompiendo todas sus primeras convicciones. “Qué agradable cuando sólo tenía que preocuparme por mí, y por nadie más. He perdido para siempre la paz interior; ya nunca la recuperaré del todo”, escribía en su diario, completamente enamorada de Roland. Y ese pensamiento tiene su complemento perfecto con lo que escribe cuando su novio le dice, en una carta —la correspondencia entre ambos que va jalonando las primeras partes del libro es un tesoro de una intensidad y una humanidad exquisitas— que tal vez habría sido mejor para ella no haberle conocido hasta después de que pasara todo: “¡No haberlo conocido hasta después! Qué pobre y absurda habría sido la vida si Roland no se hubiese encontrado en su núcleo, llenando todo el horizonte, dando un fin y una justificación al abandono de la belleza y el conocimiento, y alternativa a unas horas tristes de monotonía asediada por el sufrimiento”. Para Vera, hasta zurcir calcetines (su primer encargo al presentarse como voluntaria) cobraba una importancia colosal porque esa pequeña tarea le acercaba, de algún modo, a él.

Aunque la veamos rezar y asistir a servicios religiosos, incluso visitando alguna iglesia católica, su relación con Dios y la religión parece fluctuar. Se define a sí misma como agnóstica, pero la inquietud de su corazón aquí también se muestra muchas veces en búsqueda. Un día reza, “no porque creyera que fuera a servir de algo, sino por no dejar sin explorar ni una sola posibilidad”; otro día juzga oportuno participar en un servicio religioso porque “creía que debía dar gracias a cualquier Dios que pudiera existir por el regalo supremo de Roland y el amor que tan rápidamente había florecido entre nosotros”… Ante la guerra, la muerte, el dolor y el sufrimiento, la cuestión sobre Dios es inevitable: ¿dónde está? ¿Existe? Y, si existe, ¿por qué no hace nada? Brittain la responde de modos diversos también. En algunos momentos afirma rotunda que “la muerte es el fin”, pero, en otros: “Las personas que amamos nos parecen demasiado buenas para este mundo, y las perdemos… Seguro, seguro que tiene que haber un lugar donde la dulce intimidad aquí iniciada pueda continuar, y los corazones rotos por esta guerra se curen”.

Testamento de juventud es la biografía de los primeros años de Vera Brittain, pero es el retrato también de toda una generación que vio su juventud truncada por el primer conflicto mundial. “Querido Edward, ¿volveremos a ser jóvenes algún día, tú y yo? No parece muy probable… Los mejores años ya han pasado, y hemos perdido demasiado como para dejar de ser viejos, automáticamente, cuando termine la guerra, si es que termina”, escribe a su hermano.

Su visión, a pesar de tanto sufrimiento, es esperanzada: “Quizá, después de todo, lo mejor que podíamos hacer los que quedábamos era negarnos a olvidar, y enseñar a nuestros descendientes que recordábamos con la esperanza de que ellos, cuando les llegara el momento, tuvieran más poder para cambiar el estado del mundo que nuestra generación arruinada y destrozada. Si tan sólo la nobleza que nosotros habíamos orientado a la destrucción pudiese de algún modo ser empleada por ellos en la creación, si el valor que nosotros habíamos consagrado a la guerra podían ellos emplearlo en pro de la paz, el futuro podría conocer la redención del ser humano, en lugar de un mayor descenso hacia el caos”.

Autor: Lucía Martínez Alcalde

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Testamento de juventud

Vera Brittain

Errata Naturae & Periférica

2019

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