2024 02 stotomasoxford

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Actualidad del rigor del método escolástico y de los problemas planteados por el Aquinate

Ha sido frecuente acusar a la filosofía analítica de “escolástica”. Quienes levantan tales acusaciones ―las he escuchado verbalmente muchas veces― piensan que es malo para el pensar filosófico serlo. El término trae consigo asociada la imagen de disputas irrelevantes y artificiales, centradas en cuestiones semánticas, pedantes, muy alejadas de los problemas filosóficos reales y de la búsqueda de la verdad. Cualquiera que tenga alguna familiaridad con la escolástica como fenómeno cultural, sin embargo, sabe cuán injusto es este juicio. La filosofía desarrollada en las universidades –las ‘escuelas’– en la Cristiandad desde el siglo XIII en adelante se caracterizó por un rigor y un espíritu crítico cuya motivación central era precisamente la búsqueda de la verdad. Basta abrir algún volumen de quaestiones disputatae para apreciar la vitalidad intelectual que las ha generado. Es precisamente porque se quiere conocer las cuestiones filosóficamente más relevantes que se ven desplegadas ahí la precisión conceptual, el rigor lógico en la argumentación y un auténtico empeño de ‘dialogar’ con quienes defienden un punto de vista opuesto.

La tradición filosófica analítica ha compartido estas características desde sus comienzos. Se trata de una forma de hacer filosofía hecha por filósofos profesionales universitarios ―filósofos de las ‘escuelas’― preocupados por la precisión conceptual, el rigor en la argumentación, con una alta consciencia del aparato lógico que se está utilizando y sus limitaciones, así como con una cuidada atención a los resultados de la ciencia natural. No es difícil apreciar que este espíritu es algo que tiene en común con grandes figuras del pensamiento escolástico medieval, como Santo Tomás de Aquino o el Beato Juan Duns Escoto. Existen también, sin embargo, muchas razones para pensar que se trata de filosofías opuestas en lo fundamental. Para la imagen popular, la filosofía analítica es heredera del neopositivismo lógico de los años 40 del siglo pasado. Es sabido que estos neopositivistas rechazaban toda forma de metafísica por considerarlos como un montón de enunciados sin sentido y sin posible justificación empírica. El análisis lógico-semántico de los enunciados de la ciencia natural y de la metafísica mostraría –según  los neopositivistas– que la ciencia está justificada por la experiencia y que las disputas metafísicas serían parloteos sin sentido que, por lo mismo, no admiten ninguna decisión racional. Para Santo Tomás de Aquino, en cambio, la metafísica es la disciplina teórica fundamental.

La filosofía desarrollada en las universidades –las ‘escuelas’– en la Cristiandad desde el siglo XIII en adelante se caracterizó por un rigor y un espíritu crítico cuya motivación central era precisamente la búsqueda de la verdad.

Pero esta imagen popular de la filosofía analítica es inexacta. El origen de esta tradición filosófica no está en el neopositivismo lógico, tampoco en el Tractatus logico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein, sino en el proyecto de reconstruir filosóficamente los fundamentos de la matemática de Gottlob Frege. Es Frege quien, en 1879, introduce un aparato lógico que, después de más de dos mil años, constituye un salto cualitativo respecto de la lógica de Aristóteles. Es Frege quien inaugura una forma de argumentar desde premisas de filosofía del lenguaje para sacar conclusiones ontológicas. Así, por ejemplo, Frege considera la objetividad de enunciados aritméticos como 7 + 5 = 12 para sostener que, dada la estructura semántica de este enunciado, los números que ahí ocurren deben ser objetos (Bedeutungen). Esa misma estructura semántica lo lleva a postular una diferencia ontológica radical entre objetos (Bedeutungen) y ‘conceptos’ (Begriffe; lo que hoy llamaríamos ‘propiedades’). Aunque el objetivo central de Frege tiene que ver con la dilucidación de los fundamentos de las matemáticas, encuentra que es imposible efectuar tal dilucidación sin una concepción metafísica acerca de qué es lo que hay. Para esta metafísica, se guía por lo que parece mostrar un correcto análisis del significado de nuestras expresiones ―pero, ¿acaso no vemos algo semejante en tratados aristotélicos como Categorías o en la misma Metafísica?―. Es también un filósofo realista con una profunda confianza en la razón, sin ninguna paciencia para chácharas subjetivistas.

Una forma de hacer filosofía hecha por filósofos profesionales universitarios ―filósofos de las ‘escuelas’― preocupados por la precisión conceptual, el rigor en la argumentación, con una alta consciencia del aparato lógico que se está utilizando y sus limitaciones, así como con una cuidada atención a los resultados de la ciencia natural.

Los neopositivistas posteriores creyeron ver en la forma en que Frege y Russell reconstruían las matemáticas la manera adecuada de llevar adelante el mismo programa positivista que había sido intentado el siglo XIX, pero ahora mediante una reconstrucción lógica de la ciencia natural. Los neopositivistas son quienes tenían un espíritu de desprecio de la tradición filosófica y de la historia de la filosofía. Ellos son también quienes usaban la expresión “metafísica” como un término infamante. Pero el proyecto neopositivista está ya largamente fracasado. En el intertanto, el espíritu fregeano siguió estando vivo. Especialmente en el Reino Unido, fue habitual que los cultores de la tradición heredera de Frege, Russell y Wittgenstein tuviesen conciencia histórica y combinasen el interés sistemático con una lectura cuidadosa de filósofos ‘canónicos’. Así, por ejemplo, John L. Austin impulsa en Oxford la publicación de traducciones comentadas de los textos más importantes de Aristóteles ―la célebre Clarendon Aristotle Series―. Peter F. Strawson es conocido no sólo por sus cuidados análisis, sino que también por una interpretación de la Crítica de la razón pura de Kant. Elizabeth Anscombe combina una mirada wittgensteiniana al lenguaje ordinario con un profundo conocimiento de Aristóteles. David Wiggins hace notar la influencia de Aristóteles y Leibniz en su importante contribución para una teoría contemporánea de la sustancia. No es extraño que varios importantes filósofos analíticos de esta misma generación hayan mostrado un aprecio grande por Santo Tomás de Aquino. Destacan entre ellos de un modo especial Peter T. Geach, Anthony Kenny, la misma Elizabeth Anscombe, Barry Miller y John Haldane, entre muchos otros. Una corriente paralela, fuertemente influida por las ideas de Santo Tomás de Aquino sobre ética, política y derecho, ha generado la New Natural Law Theory, que ha tenido impacto en la filosofía y teología morales, así como en Filosofía del Derecho (Jurisprudence). En parte importante, esta corriente se ha comprendido como ofreciendo una interpretación de la teoría de la ley natural en la Suma teológica de Santo Tomás de Aquino.

Un aspecto menos conocido del impacto de Santo Tomás de Aquino en la filosofía analítica contemporánea ha tenido que ver con el esfuerzo que hicieron filósofos como Peter Geach, desde la década del 50 del siglo pasado, para hacer inteligible la célebre distinción entre esencia y ser. Quizás el rasgo más característico de la metafísica de Santo Tomás ―y que lo diferencia tanto respecto de sus antecesores como respecto de sus sucesores― es la tesis de que el ser (esse) es el acto de los actos. Desde la perspectiva aristotélica, una sustancia sensible está conformada por materia, pero es en acto lo que es por su forma sustancial, que es acto de tal materia (cfr. Aristóteles; Metafísica VIII 2, 1043a 1-22). El filósofo persa Ibn Sînâ posteriormente introduciría la distinción entre la esencia de una sustancia ―esto es, lo que determina que esa sustancia sea la sustancia que es y no otra― y su existencia (cfr. Ibn Sînâ; Kitâb al-Sifâ I, 2). Para Ibn Sînâ la predicación de existencia (anniyya) a una esencia (mâhiyya) es una predicación accidental. En efecto, una esencia está conformada por ciertas propiedades que son necesarias para aquello que la posee. Por ejemplo, de acuerdo a la definición clásica, un ser humano es un animal racional. Es necesario, por lo tanto, que si algo es un ser humano sea también un animal. No es necesario, sin embargo que algún ser humano exista, pues la existencia no es una de las propiedades que determinan que algo sea un ser humano más bien que otra cosa. Santo Tomás de Aquino expande y radicaliza esta distinción. El ser (esse) no es un ‘accidente’ de una esencia, sino que se trata del constituyente más radical de todo ente (cfr., por ejemplo, Santo Tomás de Aquino; De Potentia q. 7, a. 2; Summa theologiae I, q. 3, a. 4). Un ente debe poseer alguna esencia que está especificando qué es tal ente. Esa esencia, sin embargo, sólo es la esencia de algo realmente existente porque está en acto por su esse. El ser es el acto de la esencia y, con ello, el acto de todo lo actualmente existente. Dios es un caso límite en el que la esencia y el ser coinciden porque su esencia es simplemente ser. En cualquier otra criatura, en cambio, hay una distinción entre su esencia y su ser. El ser de la criatura es algo que le adviene externamente por participación, no como algo que se siga del despliegue de su esencia. El ser de Dios, en cambio, es algo que posee por esencia y no por participación, pues Él es el ser, el ipsum esse subsistens.

No es extraño que varios importantes filósofos analíticos de esta misma generación hayan mostrado un aprecio grande por Santo Tomás de Aquino. Destacan entre ellos de un modo especial Peter T. Geach, Anthony Kenny, la misma Elizabeth Anscombe, Barry Miller y John Haldane, entre muchos otros.

En los años 50 del siglo pasado, sin embargo, esta tesis tomista resultaba difícilmente inteligible para los filósofos de la tradición analítica. Frege había sostenido que las atribuciones de existencia son atribuciones de ‘segundo nivel’ o ‘segundo orden’ (cfr. Grundlagen der arithmetik, § 52). Una propiedad de ‘primer nivel’ es una propiedad que puede poseer un objeto particular, como ser de color rojo, de forma redonda o pesar un kilogramo. Una propiedad de ‘segundo nivel’, en cambio, es una propiedad de una propiedad, no una propiedad de objetos. Para Frege esta distinción tiene una importancia crucial porque las atribuciones numéricas serían atribuciones de ‘segundo nivel’. Por ejemplo, si Pedro es un apóstol y los apóstoles son galileos, entonces se puede inferir que Pedro es galileo. Al decir que los apóstoles son galileos se está diciendo que cualquier sustancia particular que tenga la propiedad de ser un apóstol tiene también la propiedad de ser galileo. En cambio, aunque Pedro es un apóstol y los apóstoles son doce, no tendría sentido inferir que Pedro es doce. Esto sucede ―para Frege― porque cuando se dice que los apóstoles son doce no se está diciendo nada sobre las sustancias particulares que son apóstoles, sino que se está diciendo que la propiedad de ser apóstol tiene doce casos. Atribuir existencia a un concepto es un caso de este mismo fenómeno. Se trata sencillamente de negar que le sea atribuido el número 0. Frege piensa, además, que suponer que la existencia fuese una propiedad de objetos llevaría a contradicciones. De un modo general, si un objeto particular, como el gato Micifuz, posee una propiedad, como ser pendenciero, entonces se sigue que hay algo que es pendenciero (este tipo de inferencia se conoce como ‘generalización existencial’). Supóngase ahora que se va a negar la existencia de algo. Por ejemplo, Cerbero no existe. Entonces se sigue por generalización existencial que hay algo que no existe. Pero esto es contradictorio, pues se está diciendo que hay (existe) algo que no hay. Se puede apreciar aquí que, si la existencia es tal como la concibe Frege, la distinción tomista entre esse y essentia no tiene sentido.

Peter Geach, sin embargo, en la década de los 50 del siglo pasado, comenzó a poner en cuestión la perspectiva fregeana sobre las atribuciones de existencia, precisamente al considerar la concepción tomista del acto de ser. En una serie de trabajos, como el artículo “Form and Existence” (1955) o en el libro Three Philosophers: Aristotle, Aquinas, Frege (1961), escrito junto con Elizabeth Anscombe, propuso que la existencia de segundo nivel no es la única noción de ‘ser’ o ‘existencia’. Un sentido de “existencia” es aquel descrito anteriormente como la negación del número 0 y que sólo se puede atribuir inteligiblemente de otros conceptos o propiedades. Hay un segundo sentido de existencia, sin embargo, que es aquel al que se refiere Santo Tomás como ‘el acto de todos los actos’. No se trata de una propiedad más, pues una propiedad debe ser poseída o estar ejemplificada en algo cuya existencia debe estar presupuesta, mientras que el acto de ser es lo que constituye en primer lugar a aquello que, luego, podrá instanciar diferentes propiedades ordinarias. Si uno piensa en el acto de ser como una propiedad ordinaria aparecen los problemas indicados arriba, porque sólo algo que debe ser ya previamente un existente puede poseer o no una propiedad. Es muy interesante constatar cómo la insistencia de Geach en defender una noción de existencia diferente de la generalmente aceptada fue un adelanto importante de desarrollos posteriores que han transformado completamente a la filosofía analítica en los últimos cincuenta años. Se ha indicado arriba cómo la idea de la existencia ‘de segundo nivel’ era parte de una concepción general de acuerdo con la cual los nombres propios serían básicamente descripciones abreviadas. Geach fue uno de los pocos que resistieron esta idea, precisamente porque hay predicaciones de existencia de ‘primer nivel’ que corresponden a la noción de esse en Santo Tomás de Aquino.

Es claro, sin embargo, que un antecedente importante para la transformación que ha sufrido la filosofía analítica en los últimos cincuenta años ―transformación que, entre otras cosas, ha implicado volver a tomarse en serio la metafísica― ha sido la recepción productiva del pensamiento de Santo Tomás.

La tesis fregeana acerca de la naturaleza de la existencia se inscribía en una concepción general acerca de cómo debía entenderse nuestra actividad de nombrar objetos particulares. La posición generalmente aceptada hasta los años 70 del siglo pasado era que los nombres eran formas abreviadas de descripciones. Así, por ejemplo, el enunciado Cerbero no existe parece ser, a primera vista, como una atribución de la propiedad de ‘no existir’ a un objeto particular designado con el nombre propio “Cerbero”. Suponer tal cosa parecía contradictorio, como se ha visto, por lo que se sostenía que realmente el nombre “Cerbero” tiene como significado una descripción, tal como, “el perro de tres cabezas de Hades” o algo así. Decir que Cerbero no existe, por lo tanto, vendría ser decir que el concepto de ser un perro de tres cabezas de Hades no posee ningún caso. Por esta razón, postular un sentido de ‘existencia’ de primer nivel traía consigo el cuestionamiento de la forma en que muchos otros problemas habían sido tratados, en especial respecto de cómo deberían ser entendidos los nombres propios. En la década del 70 del siglo pasado, la perspectiva defendida por Geach se convirtió en la corriente principal después de las conferencias de Saul Kripke, tituladas Naming and Necessity, que inauguraron una concepción radicalmente diferente del significado de los nombres, así como una revalorización de la metafísica, tal como siempre se la concibió en la tradición filosófica occidental. En esas conferencias, Kripke defiende la idea de que hay diferencia radical entre los nombres propios y las descripciones. De acuerdo a la nueva perspectiva ―conocida como la “teoría de la referencia directa”― un enunciado como Pedro existe no puede ser comprendido como que cierto concepto, una descripción definida, tenga algún caso, pues el significado de “Pedro” no es una descripción. Estas predicaciones de existencia no pueden ser tratadas como atribuciones de ‘segundo nivel’.

Por supuesto, no puede decirse que la ‘teoría de la referencia directa’ sea una posición ‘tomista’. Sería completamente anacrónico atribuir a Santo Tomás de Aquino una posición determinada en debates de filosofía del lenguaje y de la lógica del siglo XX. Es claro, sin embargo, que un antecedente importante para la transformación que ha sufrido la filosofía analítica en los últimos cincuenta años ―transformación que, entre otras cosas, ha implicado volver a tomarse en serio la metafísica― ha sido la recepción productiva del pensamiento de Santo Tomás. En nuestros días este proceso ha continuado de diferentes modos y en diferentes áreas. Se ha indicado arriba la importancia de la New Natural Law Theory en cuestiones de ética y teoría del derecho, pero hay muchas otras. Se podría mencionar, por ejemplo, la revalorización de perspectivas hilemórficas para nuestra comprensión de los presupuestos ontológicos de la ciencia natural, o la revalorización de perspectivas tradicionales escolásticas para la comprensión de la naturaleza de la vida y de los organismos biológicos. Estas influencias son mucho mayores todavía en filosofía analítica de la religión, teología natural y teología filosófica. En la medida en que problemas acerca de la existencia y la naturaleza de Dios, así como dogmas centrales de la fe tales como la Trinidad, la Encarnación o la Transubstanciación, van adquiriendo importancia entre filósofos formados en la tradición analítica, la importancia de Santo Tomás de Aquino también va creciendo. Todo hace prever que esta tendencia no hará sino reafirmarse en el futuro. 

Autor: José Tomás Alvarado Marambio

Instituto de Filosofía, Pontificia Universidad Católica de Chile

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