julio 18, 2023• PorAlejandro Cifuentes
Una interpretación siempre actual y renovadora
Santo Tomás de Aquino es, sin duda, un pensador capital dentro de la historia de la humanidad. Su obra, fuente perenne e inagotable de sapiencia, lo ha llevado a ser nombrado por la Iglesia “Doctor Angélico”. Y es que la obra de santo Tomás es siempre fecunda para quien la lee. Ahora bien, su lectura no es una tarea del todo sencilla. La inmensa extensión, y la aún mayor profundidad de su obra, hacen prácticamente imposible abarcarlo todo, aun a quien dedique toda su vida a su lectura. Y en los tiempos que corren, donde además resulta casi imposible cultivar ese nivel de dedicación, se ve cada vez más difícil poder abarcar todo el pensamiento de Santo Tomás.
Sin embargo, no debemos preocuparnos demasiado por no poder hacerlo nosotros mismos, pues la obra del Aquinate ha sido largamente estudiada por muchísimos otros autores, formándose así una tradición interpretativa desde la cual podemos entrar mejor al pensamiento de Santo Tomás. Ya que, como el mismo Aquinate dice, “lo que podemos mediante los amigos, de algún modo lo podemos por nosotros mismos” (Santo Tomás, S. Th. I-II q. 5, a.5). Así que, cultivando una cierta amistad con sus intérpretes, podremos, junto con ellos, intentar comprender lo que solos no podríamos.
Una de las escuelas interpretativas más llamativas del último tiempo: la Escuela Tomista de Barcelona. Decimos “más llamativa” porque quizás no sea de las más conocidas hoy en día. Sin embargo, allí donde ha llegado, se ha asentado con gran fuerza.
Ahora bien, cuando se trata de intérpretes de Tomás de Aquino, quizás la inmensa variedad que nos presenta –que llega a rozar cierto grado de anarquía– puede abrumarnos un poco. Son tantos los intérpretes de Santo Tomás y se hallan, a veces, tan inconexos unos de otros, que puede resultarnos difícil acercarnos a uno. Muchas veces, nos acercamos al primero que tenemos a la mano y nos termina sucediendo lo que dice Gómez Dávila: “comenzamos eligiendo porque admiramos y terminamos admirando porque elegimos” (Gómez Dávila, Escolios a un texto implícito). Frente a esta situación, pues, no buscaremos aquí dar solución a ese problema, ni mucho menos buscamos pasar revista a todas las corrientes interpretativas o intentar juzgar cuál de ellas es la que lee mejor a Santo Tomás. Pero sí podemos ofrecerle al lector, en un modesto intento por encontrar tierra firme en medio de este mar de intérpretes, una breve introducción a una de las escuelas interpretativas más llamativas del último tiempo: la Escuela Tomista de Barcelona. Decimos “más llamativa” porque quizás no sea de las más conocidas hoy en día. En ese sentido, el idioma en el que han escrito sus autores –el español– ha sido una gran barrera para su difusión fuera de países hispanohablantes. Sin embargo, allí donde ha llegado, se ha asentado con gran fuerza, no solo por haber llegado en momentos siempre oportunos, sino también por la vitalidad y la profundidad de las interpretaciones que ofrece, según veremos.
Una de estas intuiciones, la más importante quizás, fue la comprensión formal del fin último del hombre como una aprehensión intelectual de Dios, pero –y he aquí su gran aporte– también comprendió que no se agotaba allí, pues necesariamente va acompañada de algo más; necesariamente va acompañada de amor.
La Escuela Tomista de Barcelona tiene su primer precedente en el sacerdote jesuita Ramón Orlandis Despuig (1873-1958). El padre Orlandis, fundador de Schola Cordis Iesu, sentó el humus espiritual sobre el cual luego habría de florecer la Escuela. Su constante estudio y comentario de Santo Tomás, acompañados de sus grandes esfuerzos por difundirlo, atrajeron a las más brillantes mentes que luego formarían parte de la Escuela y legaron ciertas intuiciones que aún laten en el corazón de la Escuela. Una de estas intuiciones, la más importante quizás, fue la comprensión formal del fin último del hombre como una aprehensión intelectual de Dios, pero –y he aquí su gran aporte– también comprendió que no se agotaba allí, pues necesariamente va acompañada de algo más; necesariamente va acompañada de amor. Dice el padre Orlandis:
Un sistema de moral tal que pusiera el bien del hombre, su bienaventuranza esencial en la adquisición y posesión intelectual de la verdad, un sistema moral que apenas tuviera en cuenta las tendencias y aspiraciones intelectuales del hombre, sistema sería este evidentemente egocéntrico, que haría aspirar al hombre como a su suprema perfección y felicidad, a la adquisición, a la posesión y al goce consiguiente de un tesoro máximo de verdad. Y por más que este tesoro máximo de Verdad fuera real y genuino, es decir, que no fuera otro que la misma Verdad increada e infinita, el sistema, por ser parcial, por detenerse a la mitad de camino, sería insostenible, porque miraría Dios solamente como bien del hombre, como mero objeto de su satisfacción intelectual. No dejaría, por lo tanto, de ser egocéntrico. Por lo que a Dios se refiere, no tendría en cuenta el mérito y el derecho de la divina Bondad a ser amada por sí misma con amor de benevolencia; y por lo que toca al hombre mismo, no tendría en cuenta la tendencia innata en su corazón a no encerrarse en sí, sino a salir de sí por la entrega misteriosa del amor; ni la persuasión universal de que la perfección y la nobleza del hombre exigen este salir de sí mismo (Ramón Orlandis, Revista Manresa N.º 50).
Esta idea del padre Orlandis, además, no solo es llamativa hoy para nosotros. Sino que hace ya casi un siglo cautivó a un joven estudiante de derecho, Jaume Bofill (1910-1965), quien abandonó las leyes y se dedicó luego a la filosofía. Bofill, que fue bendecido con un genio –y una pluma– que se ve pocas veces, llevó a cumbres insospechadas el pensamiento de Orlandis, fraguándose así ya formalmente la Escuela Tomista de Barcelona. Y aunque Bofill fue un gran tomista, no centró su estudio solo en santo Tomás. Antes bien, consideró necesario estudiar también a san Agustín, pues consideraba que frecuentemente se pasaba por alto la influencia que tuvo en Santo Tomás. Así, pues, reparando en el lado más agustiniano de Santo Tomás, y no solo en el aristotélico, Bofill logró asir de un modo más pleno el corazón del pensamiento de Santo Tomás. Y se le abrieron las puertas para comprender mejor conceptos fundamentales de la obra del Aquinate, como la dignidad ontológica de la persona o la difusividad propia del bien. Es cierto que estos elementos están a simple vista para un lector común de Santo Tomás, pero una lectura demasiado aristotélica de ellos suele conducir a una comprensión parcial e incompleta de su radical importancia. La lectura de Santo Tomás en un trasfondo agustiniano que realiza Bofill, en cambio, se presenta como una alternativa más completa, que responde mejor al pensamiento del Aquinate considerado como conjunto.
Reparando en el lado más agustiniano de Santo Tomás, y no solo en el aristotélico, Bofill logró asir de un modo más pleno el corazón del pensamiento de Santo Tomás.
A partir, entonces, de esta base, Bofill centró gran parte de su obra en la fundamentación de la metafísica, es decir, en la explicación de cómo es posible que el hombre pueda ser capaz de conocerlo todo y, más aún, al mismo Dios. Adicionalmente, publicó varios artículos en la revista Cristiandad, acerca de temas teológicos o contingentes, generalmente aplicando sus reflexiones filosóficas a problemas concretos. De entre estos artículos de Cristiandad, vale la pena mencionar, por ejemplo, uno llamado “La primacía de la contemplación”. En él, esboza una crítica al pensamiento moderno de una agudeza –y una pluma– sin igual:
El pensamiento moderno ha escapado de otra manera de la región de la pura abstracción y de los pensamientos generales. No ha seguido el camino ascendente de la contemplación, sino el descendente de la técnica. Antes que posar su corazón en los cielos, ha preferido posar bien los pies en la tierra. También la voluntad y la imaginación han sido precisas para que la inteligencia pudiera dar este paso. Pero no se trata ya, ahora, de la voluntad afectiva, sino de la voluntad efectiva: el conocimiento especulativo se valora, entonces, en función del quehacer a que en definitiva se ordene. Y paralelamente, la imaginación poética cede el paso a la imaginación matemática. Una nueva era ha comenzado, una nueva concepción del mundo y del hombre: en adelante (la comparación de expresiones es de Bergson), el homo sapiens cederá la primacía al homo faber, para quien su vocación y destino en el mundo consiste, ante todo, en asegurar la efectividad de su dominio sobre las cosas, plegándolas a sus caprichos. No las llamará, en adelante, ni las seguirá mirando amorosamente, con amor como de amistad, porque sabe que en su ser más recóndito se esconde un Dios enamorado que le acecha; las tratará en señor absoluto, y se les impone despóticamente. Ellas, desnudas y patentes a sus ojos, pierden la profundidad. del misterio y adquieren la racionalidad de la máquina. La naturaleza no es otra cosa que el taller de un artesano: hay que hacerla rendir, exprimir, hasta el máximo, sus posibilidades. El hombre busca en la naturaleza, en vez de emprender, a partir de ella, el antiguo vuelo… Entregado febrilmente a sus nuevas tareas, pronto ve el hombre como se levanta ante sí el ingente edificio de la civilización moderna. Sus triunfos le embriagan, y se adora a sí mismo en su obra. Día vendrá en que irrumpirá violentamente en su conciencia todo un río de insatisfacción, cuya existencia dentro de sí mismo no había sospechado. Había organizado su vida en el desprecio de toda intimidad, y ahora (estamos próximos a nuestros días), le asalta la angustia de la soledad y de la muerte. Perdido en el mundo, sin Dios y sin alma, cerrados para él los caminos de un destino inmortal, convertido en cosa entre las cosas, odiosamente vinculado a sus semejantes como los engranajes de un mismo mecanismo, entona ahora, en pleno desierto de arideces, el canto de su desesperación. Es, la suya, la existencia contra la que el existencialismo se debate en vano. No podía, el hombre moderno, esperar otro desenlace: organizó un mundo sin amor, y su obra se venga pagándole en la misma moneda (Jaume Bofill, La primacía de la contemplación).
Ahora bien, el más vivo interés de Bofill estaba en otra parte. En vida, Bofill publicó una sola obra, titulada “La escala de los seres o el dinamismo de la perfección”. Y en ella retoma la intuición del padre Orlandis de la que hemos hablado y la lleva a su punto culmen. Esta, que fue su tesis doctoral –honrada con Premio Extraordinario en 1949–, es una extensa fundamentación y explicación del lugar del amor en el más alto de los actos de la persona, es decir, la contemplación. Presumiblemente, este fue el motor del pensamiento de Bofill; una cuestión que, llevada a términos teológicos, redunda en la actividad propia del Espíritu Santo dentro del dinamismo de la perfección en la Santísima Trinidad.
Canals estudia sobre todo el intelecto agente, e intenta explicarlo desde la radicalidad del acto de ser.
Bofill con su obra dio comienzo, entonces, a la Escuela de Barcelona. Y le siguió Francisco Canals (1922-2009), quién, con toda probabilidad, la llevó a la cima. La obra de Canals es muchísimo más vasta que la de Bofill y la de Orlandis. Alrededor de catorce libros y más de cien artículos dispersos en múltiples revistas componen su obra. Su interés cubrió muchísimas áreas, la teología, la historia de la Iglesia, la gnoseología, la metafísica, la filosofía política, entre otras. Sin embargo, sus más grandes obras son tres. La primera de ellas es La esencia del conocimiento. Una extensa obra, que halla su antecedente en su tesis doctoral. En esta obra, Canals estudia sobre todo el intelecto agente, e intenta explicarlo desde la radicalidad del acto de ser. No es sencillo poner aquí en unas líneas la envergadura de la tesis de Canals. La rehabilitación del concepto tomista del acto de ser alcanza en Canals una cumbre perdida ya hace mucho tiempo y ofrece una lectura de Santo Tomás profundamente vívida y renovadora. Luego, el segundo libro, titulado Los siete primeros concilios, narra la historia de los primeros siete concilios ecuménicos de la Iglesia. La atención al detalle y la erudición de esta obra, la hacen uno de los mejores textos para acercarse al asunto. Sigue, además, la interpretación de Santo Tomás acerca de las herejías y sus soluciones doctrinarias, haciendo del texto aún más completo. Y viene a coronar este texto, por sobre todo lo anterior, la pasión de Canals por la materia. Quizás, el mejor ejemplo de ello sea el encomio que le dedica a san Atanasio en esta obra:
A quien, perdonen ustedes, los pedantes de todos los siglos han mirado en menos… que es menos especulativo que san Basilio de Cesarea, menos poético que san Gregorio Nacianceno, menos loador que san Juan Crisóstomo, muchísimo menos filósofo que San Agustín, menos vigoroso conceptualmente que Tertuliano o san Cipriano, menos sistemático y genial como visión teológica de conjunto que san Ireneo de Lyon, anterior a él… [Pero] tiene, como tal vez nadie en la historia de la Iglesia ha tenido, el carisma del sentido de la fe de decir las cosas siempre de modo que el pueblo cristiano oyese lo que él decía, para que en sus escritos polémicos, en sus predicciones, en sus cartas al pueblo, etc. pudiese profesar que Jesucristo, nuestro Salvador, es hijo de Dios. Y este es el padre de la fe ortodoxa de Cristo, como le llama el Oriente –heredero en muchas cosas en las que le maldijeron y le despreciaron– y un galicano cultísimo como Bossuet dice que en él todo es grande ¡Y Focio! Focio dice que quien diga que toda la sabiduría de san Basilio y de san Gregorio Nacianceno es un río que sale de la fuente de Atanasio, dirá algo acertado y verdadero, porque Atanasio es uno de los hombres en la Iglesia que ha tenido el carisma de doctor, el carisma de apóstol, ha sido el testigo heroico, insobornable, invencible, de la fe en que Jesucristo es Dios (Francisco Canals; Los siete primeros concilios).
Finalmente, y de nuevo fuera del campo de la filosofía, la última de sus grandes obras se llama San José, patriarca del pueblo de Dios, donde reivindica magistralmente la figura del padre de Cristo.
Se criaron en las enseñanzas de sus predecesores y supieron mantenerlas, atendiendo especialmente a un punto en el que Bofill insistió toda su vida: en no quedarse con los intérpretes. Sin duda que son importantes, pero, como hemos dicho, son una puerta de entrada al pensamiento de Santo Tomás, no un punto de llegada.
Tras el aporte de Bofill y Canals, la Escuela de Barcelona siguió siendo tierra fértil para el cultivo del tomismo con autores como José María Petit, Eudaldo Forment, Antonio Amado, Enrique Martínez, Francisca Tomar, Lucas Prieto y muchísimos otros, quienes se criaron en las enseñanzas de sus predecesores y supieron mantenerlas, atendiendo especialmente a un punto en el que Bofill insistió toda su vida: en no quedarse con los intérpretes. Sin duda que son importantes, pero, como hemos dicho, son una puerta de entrada al pensamiento de Santo Tomás, no un punto de llegada. Por eso, a causa de este continuo contacto con los textos mismos del Aquinate, la Escuela de Barcelona ha sido capaz de dar una interpretación renovadora y siempre actual de Santo Tomás. Y su lectura siempre debe venir acompañada de la esa fuente de vida de la que bebe, a saber, la lectura de los textos mismo de Santo Tomás.
Estudiante de filosofía, Universidad de los Andes (Chile)
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