julio 18, 2023• PorCarlos A. Casanova
Santo Tomás de Aquino y los clásicos
Pronto se cumplirán 700 años de la canonización de santo Tomás de Aquino [1]. Es una hermosa fecha para celebrar. La historia es la obra de esos extraños seres mortales que llevan en sí la imagen y semejanza de Dios. Y ha sido escindida en dos partes por ese otro infinitamente más admirable ser que fue al mismo tiempo el Único Dios y un hombre mortal (ahora es inmortal). Pero la Providencia ha puesto en ella unas lámparas que arrojan luz para que podamos comprender su significado. No tienen valor por sí mismas (excepto como ejemplos de una vida entregada a la verdad, a diferencia del Verbo Encarnado), sino por aquello que esclarecen [2]. Las principales de esas lámparas, además de los hagiógrafos y profetas, son los clásicos griegos y los Padres y Doctores de la Iglesia. La importancia de santo Tomás de Aquino se encuentra precisamente en haber reunido, asimilado, potenciado y proyectado con sencillez esa luz que nos revela la hermosura desbordante de la realidad.
La obra de Sócrates, Platón y Aristóteles es la apertura natural de la razón humana al ser, que alcanza una formulación diáfana de la ética, de la teología y, en general, de la filosofía. Pero esa “apertura natural”, contrastada con el resto de la historia humana, aparece como un verdadero milagro de la Providencia. Para poder establecerla, Sócrates tuvo que morir condenado injustamente, pero tras un proceso regular por un tribunal competente: estas circunstancias llevaron a que juzgara injusto huir cuando tuvo la oportunidad, y pusiera así el fundamento para la aventura filosófica ateniense del siglo IV a. C. De este milagro surgió, con fundamento en las investigaciones anteriores de los filósofos griegos, una sólida y nítida comprensión de las realidades espirituales. En la Sagrada Escritura se nos revelan realidades espirituales, pero aun en los escritos más antiguos contenidos en ella no hay una comprensión tan diáfana de lo que significa un ser “espiritual”. Aparece después, en los libros revelados tras el contacto de los hebreos con la filosofía griega.
La obra de Sócrates, Platón y Aristóteles es la apertura natural de la razón humana al ser, que alcanza una formulación diáfana de la ética, de la teología y, en general, de la filosofía. Pero esa “apertura natural”, contrastada con el resto de la historia humana, aparece como un verdadero milagro de la Providencia.
Así es, la filosofía griega entró en contacto con la Revelación ya en algunos de los libros del Antiguo Testamento, en la especulación de los sabios judíos alejandrinos (sobre todo de Filón) y, muy particularmente, en el Nuevo Testamento. Todos los libros neo-testamentarios están empapados de ella, pero sobre todo el Evangelio de san Juan, Romanos 1, 18-20 y 2, 14-15, y Hebreos. Los Padres griegos y latinos pronto comprendieron el poder iluminador de la filosofía clásica, y la usaron para penetrar en los misterios revelados, sin dejarse seducir ni por un racionalismo de bajo vuelo, que negara cuanto excede en Dios a la humana comprensión; ni por un fideísmo o un chauvinismo hebraísta que se cerrara a la hermosa armonía que existe en lo profundo entre la Verdad revelada y la razón natural. En Occidente el más grande de los Padres fue san Agustín (junto a san Jerónimo), y él intentó ya una síntesis teológica que usó las herramientas proporcionadas por los neo-platónicos.
Así es, la filosofía griega entró en contacto con la Revelación ya en algunos de los libros del Antiguo Testamento, en la especulación de los sabios judíos alejandrinos (sobre todo de Filón) y, muy particularmente, en el Nuevo Testamento.
Cuando en los siglos XII y XIII irrumpió la entera obra de Aristóteles en la Cristiandad Latina, la tradición agustinista pudo haber entrado en crisis a causa de los nuevos métodos y estilos aristotélicos, muy desarrollados por el mundo musulmán y por los bizantinos. Pero surgieron entonces, providencialmente, dos figuras que realizaron la necesaria síntesis: san Alberto Magno, y su discípulo, santo Tomás de Aquino (En verdad, muchos otros recibieron los nuevos métodos y los incorporaron a la universidad de manera exitosa, inventando la física experimental, a partir de un desarrollo de las concepciones médicas de Avicena. Pienso, sobre todo, en Roberto Grossetesta. Pero no realizó él la necesaria síntesis teológica).
Santo Tomás es un Doctor en Sagrada Escritura, armado con la profundidad de la teología agustinista, que se abre a todas las ciencias y a todas las autoridades disponibles en su tiempo y que asimila a Aristóteles y los aristotélicos con una profundidad y una sencillez asombrosas. Al leer su obra uno siente el mismo gozo del descubrimiento que se siente al leer a Platón y Aristóteles. No se encuentra uno con la artificialidad de los autores neoplatónicos (incluido Plotino), que están exponiendo una doctrina recibida (originalmente la del apóstata Ammonio), sino con un intelecto que gozosamente formula lo que ve, bien sea en sus principios propios, o bien sea en los principios revelados. Es, por eso, un intelecto que se abre a la verdad dondequiera que se encuentre. Esta característica de la tarea tomista lo convierte en un admirador y óptimo receptor de los clásicos.
Desde luego, la estructura de la teología natural o metafísica tomista es esencialmente aristotélica. Es un ascenso desde lo sensible hacia lo inteligible, que distingue entre las nociones trascendentales que son comunes a los seres espirituales y a los seres materiales, tanto de las nociones unívocas que tomamos de los seres materiales y no pueden trasladarse a los espirituales como de las nociones que acuñamos para expresar la realidad del alma intelectiva por medio de analogías y metáforas tomadas de lo sensible. Comprende plenamente que esas nociones trascendentales se transmiten a lo sensible por medio de la causalidad eficiente y final, no por medio de la “participación” platónica. Acepta la doctrina del intelecto agente como explicación del salto desde la experiencia sensible a la inteligible. Recibe la distinción entre intelecto y boúlesis (voluntad) y la estructura básica de los sentidos internos y las pasiones. Distingue nítidamente entre sabiduría y prudencia, y postula que la virtud es la esencia de la felicidad, pero que un mínimo de buena fortuna es una condición de la misma. Percibe la arquitectura del edificio de las ciencias y las mutuas conexiones entre la teología, la física y la matemática, con sus diversas supra y subalternaciones. En todo esto santo Tomás es un cabal aristotélico.
Desde luego, la estructura de la teología natural o metafísica tomista es esencialmente aristotélica.
No tuvo, en cambio, acceso directo a muchas de las obras de Platón. Pero sí que tuvo acceso a algunas de ellas y también acceso indirecto a todo su pensamiento. Uno descubre, por eso, un profundo respeto y una llana apertura al Viejo maestro. No debemos olvidar ni que Aristóteles se formó al lado de Platón, ni que en sus obras tempranas habla de “nosotros, los platónicos”. Sin duda Aristóteles fue siempre un platónico, aun cuando en su madurez se separara más y más de la Academia, ya no dirigida por su maestro. Este trazo de Aristóteles se manifiesta con mucha agudeza en muchos de los temas centrales de la filosofía. Así, por ejemplo, en el libro alfa élatton (capítulo 1) y en el libro Lambda (capítulo 7) de la Metafísica nos habla el Estagirita de los grados de perfección, y de la identidad entre la perfección pura en su grado sumo y la causa última de esa perfección en todos los que la tienen. En su ética es verdad que corrige a Platón, pero también es verdad que acepta lo más fundamental de su enseñanza: la esencia de la felicidad es la vida virtuosa. Y es en la Academia donde Aristóteles recibe la riqueza de las ciencias que comenzaban a desarrollarse en Grecia: la astronomía, la óptica y la música con sus teorías físico-geométricas, el entero quadrivium, la dialéctica, la retórica.
No debemos olvidar ni que Aristóteles se formó al lado de Platón, ni que en sus obras tempranas habla de “nosotros, los platónicos”. Sin duda Aristóteles fue siempre un platónico, aun cuando en su madurez se separara más y más de la Academia, ya no dirigida por su maestro.
Santo Tomás percibe, por supuesto, la afinidad entre Platón y Aristóteles y, aunque sigue a menudo a la mente más analítica del discípulo, no es raro que dé la razón al maestro en algunos puntos de no poca importancia. Pongamos algunos ejemplos, sin ánimo de ser exhaustivos: la concepción sobre el número de las substancias separadas y sobre su actividad; el uso de la palabra “participación” para expresar la comunicación de las perfecciones desde la suma perfección; la concepción y los argumentos sobre la inmortalidad del alma y su conocimiento tras la muerte.
Es indudable que la concepción tomista sobre la naturaleza de las substancias separadas es más aristotélica que platónica. Sin embargo, en un par de puntos santo Tomás sigue explícitamente a Platón, antes que a Aristóteles, y así lo dice en el De substantiis separatis:
Esta posición aristotélica [… que las substancias separadas obran sólo a través de los cuerpos celestes] parece menos satisfactoria que la posición de Platón [concerniente al número y la actividad de las substancias separadas, pues habría algunas que podrían actuar directamente sobre los hombres]. En primer lugar [respecto de la actividad], porque hay muchas cosas que se perciben por el sentido y que no se pueden explicar con las enseñanzas procedentes de Aristóteles. Así lo que vemos que ocurre a los hombres oprimidos por los demonios, y entre las obras de los magos algunas no parecen posibles sino por medio de una substancia intelectual. […] Manifiestamente hay en los tales [hombres oprimidos por demonios] algunas obras que de ningún modo pueden reducirse a causa corporal, como que personas en trance hablen de ciencias que ignoran […] y quienes apenas han salido de la villa en que nacieron, hablan con elegancia lenguas vulgares extranjeras. También se dice que entre las obras de los magos, se forman ciertas imágenes, dan respuestas [sobre cosas ocultas] y se mueven, todas cosas que de ningún modo pueden realizarse con causas corporales [como exigirían los aristotélicos.] En segundo lugar, porque parece inconveniente constreñir el número de las substancias separadas según el número de las substancias corporales [como hacía Aristóteles en el capítulo 8 del libro Lambda de la Metafísica]. Pues no existen las realidades supremas entre los seres a causa de las inferiores, sino más bien al revés (De substantiis separatis, cap. 2) [3].
Nuevamente, aunque es indudable que la metafísica tomista es fundamentalmente aristotélica en su estructura, más que platónica, santo Tomás usa la palabra “participación” para significar la transmisión de actos que Aristóteles explicaría sólo como comunicación de una perfección por medio de la causalidad agente. De esta manera puede santo Tomás resaltar el parentesco íntimo entre las dos perspectivas metafísicas, y acercar más las enseñanzas agustinistas y neo-platónicas a los textos aristotélicos. O quizá sencillamente el Aquinate entendía el asunto y no veía problema o confusión posible por el uso de la palabra alternativa.
En los pasajes en que santo Tomás argumenta en favor de la inmortalidad del alma, los argumentos que usa son básicamente platónicos. La Suma contra los gentiles, II, capítulos, recuerda vivamente los razonamientos de Fedón y de República X. Voy a dar sólo un par de ejemplos:
[…] Nada se corrompe por aquello en que consiste su perfección, pues estos cambios son contrarios, es decir, la perfección y la corrupción. Pero la perfección del alma consiste en una cierta separación del cuerpo. Pues el alma se perfecciona por la ciencia y la virtud, pero según la ciencia tanto más se perfecciona cuanto considera realidades más espirituales; y la perfección de la virtud consiste en que el hombre no siga las pasiones del cuerpo, sino que las modere y refrene según la razón. Luego, la corrupción del alma no consiste en que se separe del cuerpo (Contra Gentiles, lib. 2 cap. 79 n. 3).
[…] Lo que específicamente perfecciona al hombre según el alma es algo incorruptible. Pues la operación propia del hombre, en cuanto tal, es entender. Por ella difiere de los brutos, las plantas y los inanimados. Pero el entender tiene como objeto los universales e incorruptibles en cuanto tales. Conviene que las perfecciones sean proporcionadas a los perfectibles [esto es, a los que reciben esas perfecciones]. Luego, el alma humana es incorruptible (Contra Gentiles, lib. 2 cap 79 n.5.).
Aristóteles nos dijo que no podía probar filosóficamente lo que ocurre tras la muerte, pues en esta vida el alma necesita de la fantasía para conocer intelectualmente, y la fantasía tiene órgano corpóreo (en el cerebro, añadió santo Tomás). Sin embargo, sí que podía probar que el alma no muere con el cuerpo. Por ello la filosofía lo dejaba en la incertidumbre y se veía precisado a recurrir al mito. Platón, en cambio, dio argumentos sobre el destino del alma tras la muerte. En verdad no eran demostrativos, pero sí que eran fuertes y de conveniencia. El cristianismo nos muestra la razonabilidad de ambos filósofos. Santo Tomás da cierta razón a Aristóteles al comentar I Corintios 15, donde san Pablo dice que si no hay resurrección de los muertos, los que murieron en Cristo han sido destruidos. ¿Cómo se entiende esto, si el alma es inmortal? Lo que ocurre, dice el Aquinate, es que es difícil aceptar que una realidad como el alma humana, que naturalmente está unida al cuerpo, viva por toda la eternidad (tras la muerte) en un estado no natural y, en cambio, viva por breve tiempo (en esta vida) en su estado natural. La resurrección de los muertos resuelve este enigma. Pero, resuelto el enigma, santo Tomás puede proceder a argumentar con mayor confianza que Platón acerca de lo que ocurre tras el velo de la muerte.
Pero todo esto lo reducirá santo Tomás a unidad armónica en el contexto de la Revelación, cuyo contenido recibe de la Biblia y de los Padres. Siempre será él un “doctor en sacrapagina”. Mas aun en esto, en cierto modo, no hace sino continuar la enseñanza clásica.
La recepción de estos clásicos pre-cristianos está enriquecida en la obra del Aquinate con todas las nuevas intuiciones metafísicas y todos los nuevos descubrimientos científicos, pero, sobre todo, con la luz de la Fe y la enseñanza de la Revelación. De Plotino tomará la idea de que el alma está toda en todas las partes del cuerpo; de Boecio, las claras nociones de eternidad y de persona; de Dionisio la hermosa formulación de la unidad y armonía de los grados de perfección en el cosmos y la comprensión de la persona como el único bien digno de ser amado por sí mismo, con amor de amistad, etc. Pero todo esto lo reducirá santo Tomás a unidad armónica en el contexto de la Revelación, cuyo contenido recibe de la Biblia y de los Padres. Siempre será él un “doctor en sacra pagina”. Mas aun en esto, en cierto modo, no hace sino continuar la enseñanza clásica, pues Platón escribió agudamente:
Acerca de esos temas [la muerte y la inmortalidad] hay que lograr una de estas cosas: o aprender de otro cómo son, o descubrirlos, o, si eso resulta imposible, tomando la explicación mejor y más difícil de refutar de entre las humanas, embarcarse en ella como sobre una balsa para surcar navegando la existencia, si es que uno no puede hacer la travesía de manera más estable y menos arriesgada sobre un vehículo más seguro, o con una revelación divina (Fedón 85c-d, Gredos, 1988).
Platón y Aristóteles no conocieron esa revelación, pero los sabios griegos de Roma y Bizancio sí que la conocieron y realizaron este sueño platónico, erigiéndose como Padres y Doctores de la Iglesia. En ellos, la sabiduría que viene de lo alto encontró el lenguaje adecuado para expresarse y para mostrar su conformidad a la razón natural y, simultáneamente, su enorme potencia para trascenderla. Santo Tomás siguió los pasos de todos ellos.
Profesor del Hamilton Center, Universidad de Florida
Notas
[1] En el mismo inicio de este breve artículo me gustaría referir al lector a la obra magistral del p. Leo Elders, Santo Tomás de Aquino y sus predecesores (CET-RIL, Santiago, 2014).
[2] La humildad de estas lámparas es lo que permite que de ellas emane una luz pura. Hegel y otros gnósticos (como Walter Kasper) se ven a sí mismos como “genios” que cambian la estructura ontológica del “Proceso” Dios-hombre-mundo. El contraste es muy notable.
[3] En las citas de santo Tomás sigo siempre la edición de Enrique Alarcón en el Corpus thomisticum (Universidad de Navarra, Pamplona, 2000).
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Last modified: febrero 16, 2024