julio 18, 2023• PorVicente Hargous
Hacia una restauración de la “filosofía cristiana”
Para quienes somos hijos de este tiempo ―hijos del Concilio Vaticano II― constituye una verdadera revelación leer encíclicas de los Píos del siglo XX y de León XIII. La doctrina de los últimos Pontífices ha servido para profundizar en muchos aspectos de nuestra fe, y su retórica quizás ha permitido ahondar en sus misterios con un estilo fresco y nuevo. Sin embargo, nos hace mucho bien conocer también la manera en la que la Iglesia hablaba hace un siglo, con una claridad de la que sin duda tenemos cosas que aprender. Uno de los aspectos más llamativos para los tiempos actuales es un estilo claro que llega a ser tajante, casi podríamos decir que combativo o militante, que muchas veces adoptó la Iglesia antes del Concilio Vaticano II, y la Encíclica Aeterni Patris es un ejemplo muy ilustrativo de eso. Debemos amar a nuestros enemigos, por cierto, pero eso no significa que debamos desconocer que existen verdaderas guerras intelectuales, culturales y psicológicas en la actualidad. El filósofo católico debe reconocerse como parte de un cuerpo, de un grupo que debería remar en la misma dirección, en aras de un fin más alto, y para eso no basta con la divagación personal ni con amar en abstracto a los que están lejos, sino que debemos también pensar juntos como Iglesia, persuadir a los que no se encuentran cerca de ella y, si no parecen tener remedio a nuestro alcance, tenemos el deber de refutar los errores e iluminar con la verdad… o como dijo León XIII con un tono algo más agresivo: “refutar a los herejes e instruir a los cristianos” (León XIII, Aeterni Patris), para evitar que más personas caigan en tales errores. En esta encíclica propone León XIII recordar que la filosofía debe ser vista como un arma para nuestra batalla de la defensa de la verdad y la justicia: “pertenece a las ciencias filosóficas (…) defender religiosamente las verdades enseñadas por revelación y resistir a los que se atrevan a impugnarlas” (León XIII, Aeterni Patris). La filosofía es “esclava y servidora de las doctrinas celestiales” (León XIII, ibid.). De ahí que León XIII señalara que:
Constando que las cosas conocidas por revelación gozan de una verdad indisputable, y que las que se oponen a la fe pugnan también con la recta razón, debe tener presente el filósofo católico que violará a la vez los derechos de la fe y la razón, abrazando algún principio que conoce que repugna a la doctrina revelada. (León XIII, ibid.)
Este tono combativo no pretende imponer la fe, sino hablar a los que están encargados de enseñar, para cuidar así a los pequeños ―personas menos instruidas, estudiantes de carreras lejanas a las humanidades, niños, etcétera― que están expuestos a ser seducidos por falsedades que ponen en peligro sus almas, y quizás incluso el bien común político. Con dicho diagnóstico comienza esta encíclica León XIII: “según el aviso del Apóstol, «por la filosofía y la vana falacia» (Col. II, 18) suelen ser engañadas las mentes de los fieles cristianos” (León XIII, ibid.). Pues bien, en nuestros días es mucho más necesario ser conscientes de este peligro. Teniendo esto presente, León XIII propone en este documento una restauración de la filosofía cristiana siguiendo las huellas de santo Tomás de Aquino.
Uno de los aspectos más llamativos para los tiempos actuales es un estilo claro que llega a ser tajante, casi podríamos decir que combativo o militante, que muchas veces adoptó la Iglesia antes del Concilio Vaticano II, y la Encíclica Aeterni Patris es un ejemplo muy ilustrativo de eso. Debemos amar a nuestros enemigos, por cierto, pero eso no significa que debamos desconocer que existen verdaderas guerras intelectuales, culturales y psicológicas en la actualidad.
Decía León XIII, hablando de quienes adhieren plenamente a la fe cristiana, que “ninguno [de ellos] cae en los lazos del error, ni es agitado por las olas de inciertas opiniones” (León XIII, ibid.). No obstante, el aire que respiramos hoy desde el punto de vista cultural, moral e intelectual suele ser adverso a la fe, o a veces incluso incompatible con la fe, justamente porque está lleno de ideas que, en el fondo, son errores, “vana falacia”. Un esfuerzo muy loable y titánico se ha hecho en los últimos decenios para responder a las inquietudes y anhelos del hombre contemporáneo, hablando en su lenguaje y desde filosofías modernas. Basta con echar un vistazo a la obra de Benedicto XVI), como ya habían hecho en su momento los Padres y los apologistas al aprovechar las verdades que ya reconocían los sabios paganos, “para que, en efecto, se manifieste que también la sabiduría humana y el mismo testimonio de los adversarios favorecen a la fe cristiana” (León XIII, ibid.). Esto es posible precisamente porque la fe no es irracional ni contrapuesta a la razón: “Dios no solo es veraz, sino también la misma verdad, incapaz de engañar y de engañarse” (León XIII, ibid.). La encíclica muestra la astucia con la que los Padres de la Iglesia se sirvieron de las doctrinas de los filósofos griegos, atribuyendo a la filosofía “aquello con que la fe salubérrima (…) se engendra, se nutre, se defiende, se consolida” (San Agustín, De Trinitate, XIV, c. 1, citado en León XIII, Aeterni Patris). Podría alguien decir, en consecuencia, que parece innecesario en nuestra época seguir estudiando a santo Tomás: ―¿No sería más conveniente hacerse cargo de los problemas del hombre actual y dejar de lado esos viejos y empolvados adagios en latín? ¡Hasta santo Tomás recogió la novedad que significó Aristóteles en su época!
La encíclica muestra la astucia con la que los Padres de la Iglesia se sirvieron de las doctrinas de los filósofos griegos, atribuyendo a la filosofía “aquello con que la fe salubérrima (…) se engendra, se nutre, se defiende, se consolida” (San Agustín, De Trinitate, XIV, c. 1, citado en León XIII, Aeterni Patris).
Si bien nosotros podemos y debemos, siguiendo a los Padres y a los apologistas, aprovechar lo que hay de verdad en los pensadores de nuestro tiempo ―la verdad es la verdad, venga de donde viniere―, la vida humana requiere conocimiento cierto y verdadero de las cosas, y que en la guerra intelectual de nuestra época hemos de elegir adecuadamente las armas para el combate. En ese sentido, León XIII se refiere a la necesidad de un entendimiento apoyado “en sólidos y verdaderos principios” (León XIII, ibid.). Hay mucha verdad en la filosofía del siglo XX ―¡qué duda cabe!―, y ya se ha visto la fecundidad de católicos que se entroncan en escuelas filosóficas contemporáneas: una Edith Stein siguiendo a Husserl, un Jean Grondin leyendo a Gadamer, una G.E.M. Anscombe que surge de Wittgenstein… Y es lógico que así sea, porque Cristo hace nuevas todas las cosas. Pero eso no debe hacernos olvidar las ventajas del orden propio del pensamiento tomista, la claridad de sus definiciones, la certeza de su método, la armonía que presenta con los principios de la fe, la luminosidad de su doctrina. Todo eso es, además, muy conveniente sobre todo para comenzar el cultivo filosófico. Por estos motivos, el mejor modo de educar a la inteligencia es, a juicio de dicho León XIII y de muchos otros pontífices, el seguimiento fiel de la teología escolástica (cfr. Sixto V, Triumphantis, citado en León XIII, ibid.), y “entre los Doctores escolásticos brilla grandemente Santo Tomás de Aquino, Príncipe y Maestro de todos” (León XIII, ibid.). No hay ningún autor cuyo estudio haya sido tan recomendado por los Papas.
Quizás lo que más necesitamos en esta época no es seguir a los ciegos que guían a otros ciegos ―llevándonos a los precipicios de la náusea, de la angustia o de la nada nadeante―, sino a quien nos pueda dar fundamentos sólidos, coherentes con lo que nos muestran los sentidos, con lo que nos indica el sentido común, con la sabiduría popular y lo que nos han enseñado nuestros padres y abuelos…
Quizás alguien podría pensar que la propuesta de esa encíclica fue útil para su época, pero que ya ha corrido mucha agua bajo el puente… ―Para la gente del siglo XIX eso estaba muy bien, pero ya no ¿Tiene sentido seguir leyendo los latines de un monje que vivió en un mundo tan distinto al nuestro? ¿Son suficientes los principios tomistas para enfrentar las objeciones del constructivismo en las ciencias sociales, el evolucionismo en sus diversas formas, el postmarxismo, las teorías de género, el postpositivismo o el postestructuralismo? ¿Puede responder el Aquinate a los desafíos de la técnica contemporánea, a las sugestiones del nihilismo y el relativismo, a las preguntas de generaciones enteras que han perdido totalmente el sentido de sus vidas?… ―Es verdad que cada tiempo tiene sus afanes propios, pero compartimos con Tomás una misma naturaleza humana, habitamos un mismo cosmos y fuimos creados por el mismo Dios; y es que el orden de todo lo real subsiste, precisamente porque fue hecho con miras a un fin. Por eso, tiene plena vigencia la necesidad de una restauración del tomismo, “¡id a Tomás!”, como se titula un libro de Eudaldo Forment. Quizás lo que más necesitamos en esta época no es seguir a los ciegos que guían a otros ciegos ―llevándonos a los precipicios de la náusea, de la angustia o de la nada nadeante―, sino a quien nos pueda dar fundamentos sólidos, coherentes con lo que nos muestran los sentidos, con lo que nos indica el sentido común, con la sabiduría popular y lo que nos han enseñado nuestros padres y abuelos… necesitamos algo a que aferrarnos, y ―hasta ahora― no parece haber ancla más firme, piedra más granítica, que la filosofía sugerida por León XIII en Aeterni Patris, que es la de santo Tomás de Aquino. Prueba de su solidez y seguridad doctrinal fue el uso de la Summa Theologiae en el Concilio de Trento:
La mayor gloria propia de Tomás, alabanza no participada nunca por ninguno de los Doctores católicos, consiste en que los Padres tridentinos, para establecer el orden en el mismo Concilio, quisieron que juntamente con los libros de la Escritura y los decretos de los Sumos Pontífices se viese sobre el altar la Suma de Tomás de Aquino, a la cual se pidiesen consejos, razones y oráculos (León XIII, ibid.).
León XIII expone de qué manera la misma figura de santo Tomás se relaciona con su pensamiento y su obra, alabando sus virtudes de santo, su profundidad de filósofo, su luminosidad de teólogo:
De dócil y penetrante ingenio, de memoria fácil y tenaz, de vida integérrima, amador únicamente de la verdad, riquísimo en la ciencia divina y humana, comparado al sol, animó al mundo con el calor de sus virtudes, y le iluminó con esplendor. No hay parte de la filosofía que no haya tratado aguda y a la vez sólidamente: trató de las leyes del raciocinio, de Dios y de las substancias incorpóreas, del hombre y de otras cosas sensibles, de los actos humanos y de sus principios, de tal modo, que no se echan de menos en él, ni la abundancia de cuestiones, ni la oportuna disposición de las partes, ni la firmeza de los principios o la robustez de los argumentos, ni la claridad y propiedad del lenguaje, ni cierta facilidad de explicar las cosas abstrusas (León XIII, ibid.).
La síntesis filosófica y teológica del doctor angélico reunió en un corpus coherente y unitario las doctrinas de los antiguos doctores sagrados, dándoles un renovado “orden admirable” (León XIII, ibid.), profundizando en ellas con nuevos principios. Dicho orden se explica por la estructura del razonamiento tomista. En esa línea, León XIII destaca un punto que debe llamarnos especialmente la atención: la seguridad que necesita la gente simple exige no sólo arribar a las mismas conclusiones que santo Tomás, a partir de categorías contemporáneas (utilizadas muchas veces por mero “amor a la novedad”, que no pasa de ser un ridículo complejo de inferioridad), como hacen muchas escuelas y autores (algunas de las cuales incluso se autodenominan “tomistas”). León XIII recomendaba partir de sus principios y seguir su método. No sólo conclusiones: principios y método. Es necesario asumir con claridad el realismo gnoseológico, la filosofía del ser, la teleología, los principios de la lógica… Es necesario reconocerlos como verdades, precisamente porque lo son realmente (por mucho que lo traten de negar y renegar con sus pedaleos mentales ciertos burgueses progresistas). Es necesario refutar las falacias de tanta locura que da vueltas por ahí. No podemos perder nunca de vista que existe la verdad, que debe ser proclamada, mientras que el error debe ser combatido. Es necesario comprender metafísica para dialogar con las nadas que nadean, las deconstrucciones, el antibinarismo y toda la variopinta fauna que exhibe sus diversos pelajes por los pasillos de las facultades de filosofía. Es necesario, en fin, tener un método que permita claridad para unir sin confundir y distinguir sin separar:
Aquella oportuna y enlazada coherencia de causas y de cosas entre sí, aquel orden y aquella disposición como la formación de los soldados en batalla, aquellas claras definiciones y distinciones, aquella firmeza de los argumentos y de las agudísimas disputas en que se distinguen la luz de las tinieblas, lo verdadero de lo falso, las mentiras de los herejes envueltas en muchas apariencias y falacias, que como si se les quitase el vestido aparecen manifiestas y desnudas (Sixto V, Triumphantis, citado en León XIII, ibid.).
Urge restaurar la filosofía cristiana ―término polémico, pero útil a falta de otro―, dar respuesta a los problemas actuales desde una mentalidad coherente con nuestra fe, recuperar el vocabulario perdido ―hoy más que nunca conocemos la relevancia del lenguaje para las guerras intelectuales que enfrentamos―, comprender la realidad desde un pensamiento ordenado y sistemático… y para eso el tomismo estudiado desde su misma fuente es la audaz recomendación de León XIII: no repetir como loro fórmulas vacías, sino comprender a fondo lo real como pudo hacerlo el Aquinate. ¡Cuánto bien se seguiría si desde las ciencias sociales se pensara con cabezas tomistas! ¡Cuánto ayudaría a nuestra cultura oscurecida (nieta del siglo de las luces… apagadas) la luz de los vitrales de las catedrales góticas y Universidades medievales! ¡Cuánta paz traería a nuestras sociedades divididas por odiosas luchas y oposiciones estructurales ―padres e hijos, autoridades y subordinados, hombres y mujeres, ricos y pobres― el recuerdo de que somos fruto de un acto amoroso de un Padre que es Providente y Señor de la Historia!
El tomismo como tal, entonces, no es algo obsoleto, salvo que se enquiste en mentes que repiten sin reflexionar sobre la actualidad. El camino no está hecho, pero disponemos de lo necesario para responder a los desafíos de nuestro tiempo: la novedad la daremos nosotros, al hacernos cargo de ellos con la fecundidad de la filosofía perenne.
Nos toca a nosotros elaborar las respuestas a las inquietudes del hombre del siglo XXI ―transhumanismo, nuevas tecnologías, la crisis de la democracia, la cuestión de la homosexualidad, la ética de la guerra moderna―, porque santo Tomás no se vio enfrentado a los mismos problemas que nosotros, pero sí nos legó un método y unos principios, una metafísica, una ética y una antropología. El tomismo como tal, entonces, no es algo obsoleto, salvo que se enquiste en mentes que repiten sin reflexionar sobre la actualidad. El camino no está hecho, pero disponemos de lo necesario para responder a los desafíos de nuestro tiempo: la novedad la daremos nosotros, al hacernos cargo de ellos con la fecundidad de la filosofía perenne.
Editor, Revista Suroeste
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Last modified: junio 12, 2024