2025 08 19 sentido solidaridad 1

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Apuntes desde una perspectiva antropológica.

Vivimos en una sociedad que mide el valor de las cosas y, en muchas ocasiones, también el de las personas, según su utilidad. En ese contexto, palabras como “solidaridad” o “gratitud” parecen haber perdido densidad, quedando relegadas a un discurso simplemente decorativo.

Pero lo cierto es que estas palabras nombran realidades profundamente humanas. Vivir la solidaridad no es un ideal externo que debamos incorporar por obligación; es, en realidad, una forma de responder a lo que somos.

Desde una perspectiva antropológica, el ser humano no se reduce a un individuo aislado que actúa por interés. Es una persona: un ser dotado de razón, libertad y apertura al otro. Esta apertura no es un añadido: forma parte de su estructura más radical. A diferencia de los otros seres vivientes; el ser humano, por su manera intensa de existir, tiene una capacidad única para salir de sí mismo en busca del otro.

Su inmensa riqueza interior no lo encierra, sino que, paradójicamente, lo impulsa a salir de sí: su inmanencia lo abre a la trascendencia. Así, la vida humana se caracteriza por la orientación radical al otro, que no niega su mismidad, sino que la realiza plenamente. Esa trascendencia se expresa en el amor, la amistad, el cuidado y seguramente también a través de la solidaridad.

La solidaridad nos saca del hermetismo del yo y nos lanza hacia el otro como un igual, digno de ser acogido gratuitamente. Al no buscar utilidad ni retribución, la solidaridad encarna un tipo de relación que reconoce con mucha claridad al otro como un fin en sí mismo, no como un medio.

Su inmensa riqueza interior no lo encierra, sino que, paradójicamente, lo impulsa a salir de sí: su inmanencia lo abre a la trascendencia.

Pero ¿cómo se vive la solidaridad de forma auténtica? La solidaridad verdadera requiere no solo reconocer al otro como un igual, sino que, además, exige responder a ese reconocimiento con compromiso. Por ello, vivir la solidaridad, entonces, no es una obligación externa, sino una respuesta fiel a lo que somos y a lo que aspiramos ser.

La solidaridad está estrechamente vinculada con la gratuidad. En una cultura donde todo tiende a convertirse en mercancía o en medio para algo más, la gratuidad es una provocación. La gratuidad nos recuerda que hay gestos que no pueden comprarse ni exigirse; son regalos. En este intercambio libre y recíproco, donde el valor no está en el objeto dado, sino en el vínculo que se crea, se manifiesta una dinámica profundamente humana: la de la trascendencia compartida.

Por eso, donde hay gratuidad auténtica, la gratitud florece como respuesta natural, como eco espiritual del don recibido y como fundamento silencioso de una sociabilidad que no se construye sobre contratos, sino sobre el encuentro.

La solidaridad encarna un tipo de relación que reconoce con mucha claridad al otro como un fin en sí mismo.

De hecho, sin gratuidad no hay justicia auténtica, porque incluso los sistemas más equitativos necesitan personas que no actúen solo por interés o por mandato. La sociedad civil, más que ningún otro ámbito, es el espacio natural para cultivar esa lógica del don.

No se trata de renunciar a la eficiencia o al orden institucional, sino de recordar que la vida humana solo florece cuando se reconoce que muchas de sus dimensiones más valiosas no tienen precio.

Por ello, los primeros pasos hacia una sociedad más humana no estriban en exigir, sino en agradecer; no radican en acumular, sino en ofrecer, ni se apoyan en rendir más, sino en servir mejor; intercambiando la polaridad de nuestro tiempo, dejando de tomar como punto de partida lo que podemos sacar del otro, para iniciar desde lo que estamos dispuestos a regalar de nosotros mismos.

Autor: Mtr. Alonso Begazo Cáceres

Profesor del Departamento de Derecho y Ciencia Política
de la Universidad Católica San Pablo

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