
abril 22, 2025• byAgustín Larson
Papa Francisco – In memoriam
Murió Francisco. Se apagó una voz que no necesitaba alzarse para conmover. Un pastor que devolvió al rebaño la esperanza y le recordó que era amado infinitamente. Murió, sí, pero no sin antes culminar un largo testimonio: el de una vida gastada en anunciar la ternura de Dios, que quedó en evidencia durante esta Semana Santa y la bendición que dió a Roma y al mundo el día antes de su muerte.
Pienso ahora en aquel miércoles santo en que lo vi por última vez. Era Roma, era abril, era primavera y él estaba en silla de ruedas. Tenía el cuerpo cansado, pero los ojos encendidos y la sonrisa disponible. Pasó junto a mí, muy cerca, y extendió la mano ―esa mano temblorosa― sobre un grupo de niños y de madres. No dijo nada. Sólo bendijo. Pero en ese gesto frágil había una fuerza que no venía de él. Era la fuerza de quien ya no se apoya en sí mismo. La fuerza de quien lo deja todo por un Amor. Así fueron sus últimos días en la Tierra: enfermo, cansado, pero siempre dando su bendición, siempre gastándose gustosamente por su Iglesia.
Y sí, su cuerpo ya no tenía fuerzas, pero su alma seguía enseñando, y se hacía imposible no recordar aquellas catequesis sobre la vejez que regaló hacia el final de su pontificado. Nos mostró que la fragilidad y el dolor, cuando pasan por el corazón de Cristo, son fecundos. Que el ocaso de la vida no es silencio, sino un tipo nuevo de alabanza. “La vejez ―decía― no es una condena, sino una bendición. Es la estación del desprendimiento y de la generosidad” (Catequesis sobre la vejez, 23 de febrero de 2022). Y en estos últimos días hizo vida sus palabras.
En ese gesto frágil había una fuerza que no venía de él. Era la fuerza de quien ya no se apoya en sí mismo. La fuerza de quien lo deja todo por un Amor.
Cuando fue electo, muchos creyeron que Francisco sería un Papa de ruptura. En muchos sentidos lo fue, y es que acaba un pontificado marcado por diversas y no escasas polémicas tanto en cuestiones magisteriales como de gobierno, que, pienso, es conveniente abordar en una ocasión distinta. Pero fue también muy tradicional, si el lector me permite esta expresión. No porque citara a santo Tomás, sino porque volvió al principio: al Evangelio vivo, a la misericordia propia del corazón de Dios, al kerygma como centro. Francisco fue un Papa que centró su pontificado no en grandes discusiones doctrinales ―a veces necesarias, casi siempre ruidosas―, sino en la evangelización, en la misión, para recordarnos que lo cristiano no comienza en el deber, sino en el vivir en el asombro y el amor.
En su primera gran exhortación, Evangelii Gaudium (2013), nos despertó del letargo con una llamada sin ambages: “Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso” (EG, 3). No hablaba desde una estrategia pastoral, sino desde el convencimiento profundo de que la verdadera alegría nace de sabernos amados por un Padre misericordioso, y que sin esa alegría no se puede ser cristiano ni anunciar el Evangelio. Por eso clamó, después de recordarnos la alegría cristiana, inmediatamente por una “Iglesia en salida”, inundada de misericordia, capaz de ir en busca de quienes no llaman a la puerta, pero esperan ser encontrados.
En Laudato si’ (2015) nos hizo mirar el mundo como sagrado, pues es creación de Dios y antesala del Cielo; no un recurso, ni siquiera una belleza utilizable, sino un don que revela la gratuidad de Dios. “Todo está conectado”, decía (LS, 91), y con ello no proponía una ética ecológica a la orden del día ni un panteísmo, sino una espiritualidad de comunión y de profunda inspiración bíblica. La Tierra no es sólo la casa común, es don que Dios da al hombre ut operaretur et custodiret illum, para que lo trabaje y lo cuide. Y restaurar esta visión exige más que leyes, acuerdos o tratados de organismos internacionales: exige conversión.
Nos recordó que la verdad sin caridad no puede ser llamada verdad cristiana.
Amoris Laetitia (2016) fue su documento más polémico. Se leyó ―con fundamentos en la tradición doctrinal― como claudicación o, al menos, como peligrosa ambigüedad. Fue, a mi juicio, una apuesta arriesgada por la comprensión evangélica, poco prudente en las formas, que podrían haber sido más claras. Es una de las cuestiones que el Espíritu Santo se encargará de ordenar. Sobre la exhortación apostólica, se puede destacar que Francisco no rebajó el ideal del matrimonio cristiano: lo elevó al recordarnos que no es, estrictamente hablando, una estructura jurídica, sino un camino de santidad, esto es, ocasión diaria de encuentro con Dios y de participación en su Amor. Y pidió a la Iglesia mirar con compasión a quienes viven en la fragilidad, sin negar la verdad. “Comprender las situaciones excepcionales nunca implica esconder la luz del ideal” (AL, 307). Porque el amor ―decía― se teje en lo concreto, no en los tratados. Así, como en tantas otras ocasiones, nos recordó que la verdad sin caridad no puede ser llamada verdad cristiana.
Luego vino Fratelli tutti (2020), escrita entre las ruinas de la pandemia, cuando el mundo parecía haber olvidado el rostro del otro. Francisco propuso la fraternidad como revolución silenciosa. Invitó a mirar al distinto como hermano, al enemigo como posibilidad de reconciliación, al herido como el centro de todo esfuerzo. “La vida no es tiempo que pasa, sino tiempo de encuentro” (FT, 66). Y en ese encuentro nos jugamos el destino de la humanidad.
No se puede entender a Francisco sin sus catequesis. Enseñó a discernir como quien enseña a respirar. Repetía incansablemente: “Discernir es más que elegir; es escuchar el susurro del Espíritu”. No era un método psicológico, sino una actitud teológica. En un mundo de juicios rápidos y prejuicios, Francisco nos pidió pausa, silencio, escucha. Redescubrió que la conciencia no es tribunal, sino lugar de amistad con Dios. “El discernimiento es una forma de lucha espiritual”, decía (Catequesis sobre el discernimiento, 19 de octubre de 2022), y es también la única manera de no convertir la fe en ideología.
A los jóvenes nos habló con ternura desafiante. Nos dijo que hagamos lío, que dejemos la comodidad, el balconeo, y que salgamos, que nos atrevamos a soñar con los sueños de Dios y que no olvidemos que Dios sigue llamando para llevar su mensaje y su abrazo a todas las almas. En Christus Vivit (2019) nos recordó que la juventud no es una etapa que pasa, sino una forma de vivir en apertura, en salida. Nos pidió que no seamos turistas de la vida, sino peregrinos protagonistas. “No dejen que les roben la esperanza”, decía. Y le escuchábamos, porque sabíamos que nos hablaba alguien que no tenía miedo de ser débil, ni de amar, y que lo había dejado todo por el Señor y su Evangelio, con la convicción de que “al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos”, pues Dios nunca se deja ganar en generosidad.
La última vez que el mundo le vio estaba en silla de ruedas, en una ventana, débil, respirando con dificultad, levantando apenas el brazo para bendecir Urbi et Orbi. No dijo nada nuevo. Sólo bendijo brevemente, como aquel miércoles santo en que lo vi.
Francisco no fue un mero reformador. Fue, sobre todo, un testigo. Su verdadero legado no será una estructura ni una doctrina nueva ―más allá de las diversas reformas, intervenciones, innovaciones y simplificaciones que encontramos a lo largo de su pontificado, muchas de ellas aún en curso y no exentas de polémicas―, sino una dirección, una forma de estar. Su modo fue el del Evangelio: con sed de llegar a muchos, incisivo, irreductible, cercano. Lo podemos ver en su forma de vestir, de hablar e incluso lo veremos en su funeral, que preparó y reformuló.
La última vez que el mundo le vio estaba en silla de ruedas, en una ventana, débil, respirando con dificultad, levantando apenas el brazo para bendecir Urbi et Orbi. No dijo nada nuevo. Sólo bendijo brevemente, como aquel miércoles santo en que lo vi. Como si su vida entera se resumiera en eso: un hombre débil, humilde, que bendice. Un hombre ―con sus propias debilidades y miserias― que se dejó hacer instrumento en manos de Dios.
Gracias, Santo Padre, por habernos mostrado a Cristo sin aditivos ni adornos. Por haber elegido siempre el lugar más bajo y escondido. Por haber confiado más en la gracia que en las estrategias. Por haber amado más a la oveja perdida que a la opinión pública. Por haber creído, contra todo cinismo, que la ternura todavía puede transformar el mundo. Por enseñarnos que el verdadero poder es servir, que la verdadera tradición es el amor y la sed de almas, que la verdadera Iglesia es la que calma las heridas, sacia la sed y da esperanza a un mundo en penumbras.
Descansa en paz, Papa de la misericordia. Tu pueblo reza para que oigas de la boca de Nuestro Señor ―como aquel administrador que nos muestra Mateo evangelista― “siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor” (Mt. 25, 14-30).
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Last modified: abril 29, 2025