marzo 7, 2023• PorRosa María Puelma
Una pregunta más allá de los pañuelos verdes y morados
Esta mañana nuestra ciudad amaneció con un aire distinto. Ayer en la noche las veredas fueron transformadas en galerías verdes y moradas. Las calles tristes y grises del centro de Santiago están hoy bordadas de variopintos carteles, adornos y pinturas. Las que anoche tapizaron la ciudad, hoy se han levantado con una ilusión especial. Han llegado a sus trabajos o a la universidad sintiendo una cierta apertura de alma para con las mujeres que ven cada día, en las que hoy detienen sus ojos, apreciando una profunda hermandad: “¡ella también es mujer!”. Hoy toman conciencia de que hay algo que las une: todas han sido parte de una misma vivencia, todas y cada una han experimentado el mismo sufrimiento de vivir bajo el “yugo patriarcal”. Hoy son todas hermanas, hoy las calles son seguras, porque “solo estamos nosotras”. Esta especialísima ocasión amerita abrir las grandes alamedas, salir a las grandes avenidas, habitarlas aunque sea por una tarde, y disfrutarlas, porque en la hermandad se ha disipado todo miedo.
Las calles ya están listas para recibir a las mujeres. Solo falta su entrada triunfal. Solo falta que el cuerpo sea libre en su desnudez colorida; mostrándose ya sin pudores, victorioso. A la vista de todo esto pareciera que hoy, 8 de marzo, las mujeres somos al fin, libres. Al menos hoy, ya no existen las cadenas del miedo; y si es que tenemos miedo, contamos con millones de hermanas. Hoy, el mundo es feminista. Hoy, el mundo es un mundo nuevo.
Pareciera que lo que une a las mujeres que hoy marchan en la Alameda no es el hecho de ser mujeres, sino algo ajeno a esa realidad: ideologías que han elevado el ser mujer como máxima categoría de dialéctica política, pero que, al hacerlo, han vaciado de contenido el concepto de mujer
Este relato que acabamos de retratar es una realidad que solo algunas van a vivir hoy. Muchas nos asomaremos a las calles viendo a lo lejos a nuestras compañeras, amigas y familiares marchando, y pensaremos “¿por qué no me siento parte de esto?”. Existe algo en el día de hoy que a muchas no acaba de hacernos sentido, que no nos identifica, que no responde a quiénes somos.
Esto tiene una razón de ser. Pareciera que lo que une a las mujeres que hoy marchan en la Alameda no es el hecho de ser mujeres, sino algo ajeno a esa realidad: ideologías que han elevado el ser mujer como máxima categoría de dialéctica política, pero que, al hacerlo, han vaciado de contenido el concepto de mujer. Han abrazado (v.gr. Butler, J.; “El género en disputa”) la idea de Michel Foucault de que los sistemas jurídicos de poder producen a los sujetos a los que más tarde representan (cfr. Foucault, M.; “La verdad y las formas jurídicas”). El feminismo contemporáneo no defiende a la mujer como un sujeto preexistente al movimiento, sino que crea la categoría de mujer, no en torno a un contenido sustancial, sino en contraposición a una categoría antagónica (hombre-patriarcado-heteronorma). La categoría del sexo (y por lo tanto, la categoría de “mujer”), no tiene un significado ontológico propio, sino tan solo “es la categoría política que crea a la sociedad como heterosexual” (cfr. Wittig, M.; “El pensamiento heterosexual y otros ensayos”). Es por esto que estrictamente hablando no puede decirse que para los feminismos contemporáneos existan las “mujeres”: “Una mujer no puede ser; es algo que ni siquiera pertenece al orden del ser. De allí que una práctica feminista sólo pueda ser negativa, en contra de lo que existe para poder decir «no es eso» y «tampoco es eso»” (Kristeva, J.; Woman Can Never Be Defined).
Así, si el ser mujer no corresponde al orden del ser, ¿qué es la mujer? Nada; o todo: todo lo que pueda ser víctima de un ente difuso e indeterminado que llaman “patriarcado”. Es por eso que Judith Butler se pregunta si acaso “¿comparten las «mujeres» algún elemento que sea anterior a su opresión, o bien las «mujeres» comparten un vínculo únicamente como resultado de su opresión?” (Butler, J.; “El género en disputa”).
De este modo, muchas advertimos la paradoja de que los movimientos feministas luchan por la mujer (o al menos contra “el patriarcado”), y al mismo tiempo no saben en qué es lo que consiste el ser mujer (al menos no de manera sustantiva, y no por contraposición). Si bien no toda mujer que se llama a sí misma «feminista» comparte la noción de que la mujer es meramente una categoría de dialéctica política y que en realidad ser mujer no significa nada determinante, sí es un denominador común de los feminismos contemporáneos. Existe una raíz ideológica común a todos los feminismos. Son los feminismos, y no necesariamente las feministas (aunque sí la mayoría), los que adolecen del problema de la indeterminación de la identidad femenina. Decían los romanos que toda definición es peligrosa (Digesto 50. 17. 202) y, en el caso de los feminismos, el peligro es sumo: ¿para qué limitar la extensión del movimiento feminista delimitando qué es en lo que consiste ser mujer? ¿para qué imponerles a las mujeres una visión de mujer?
Para estas ideologías el ser mujer no significa nada… y muchas sabemos, quizás, muy en el fondo de nuestra intimidad, que el ser mujer sí significa algo, y algo muy importante
Pues bien, esto es, precisamente, lo que deja a muchas mujeres vacías. El feminismo se presenta a sí mismo ante la mujer actual como una cosmovisión omnicomprensiva bajo cuya luz la mujer puede encontrar respuesta y explicación a todas las circunstancias de su vida. Además, entrega a la vida un sentido, una misión, una razón por la que luchar. Vale la pena existir, porque cada mujer tiene un rol en esta lucha. Como si fuera poco, el feminismo ofrece además un sentido de pertenencia que tiene difícil equiparación en una sociedad individualista como la nuestra, congregando a las mujeres en unión fraterna (o “sorora”). En ese sentido, es tentador para una mujer de nuestros días ponerse la etiqueta de “feminista” (aunque no compartan el trasfondo ideológico común a los distintos feminismos). Pero los feminismos ofrecen mucho y entregan poco. Ilusionan con sus promesas, pero no dan una respuesta que pueda satisfacer el corazón de la mujer, pues, para estas ideologías el ser mujer no significa nada… y muchas sabemos, quizás, muy en el fondo de nuestra intimidad, que el ser mujer sí significa algo, y algo muy importante.
Por eso, hay que reconocer que las ideologías feministas, al menos en este sentido, nos han hecho un enorme daño a las mujeres: nos han robado el conocimiento de quiénes somos, en cuanto miembros del sexo femenino. Han hecho política identitaria mientras despojaban de todo contenido nuestra propia identidad. Y es que queda en evidencia que estas ideologías desconocen la realidad psicológica y espiritual de que solo seremos felices si vivimos al máximo quiénes somos: parafraseando a Jaime Eyzaguirre, solo en la fidelidad a nuestro propio ser cuajará la esperanza y la paz, pero para eso debemos descubrir qué significa ser quiénes somos y vivirlo en plenitud.
He aquí la importancia de preguntarse hoy en día qué es lo que significa ser mujer: la respuesta tiene un papel crucial en nuestra vida, empapándola de sentido, dirección y misión. En efecto, si es que el ser mujer significa algo, y yo soy mujer, la única manera de ser fiel a mí misma y realizarme es abrazar esa parte de mí y todo lo que significa.
Para muchas de nosotras el tesoro de nuestra feminidad es un misterio escondido dentro nuestro, como un “jardín cerrado” (Cantares 4,12)
Sin embargo, en medio de la vida contemporánea, darle respuesta a esta pregunta tan importante no es una tarea fácil, ya que muchas veces “el ruido moderno ensordece el alma» (Gómez Dávila, N.; «Escolios a un texto implícito.») . A diferencia de nuestras antecesoras, para las cuales muchas veces el contenido de la feminidad brillaba a plena luz del día, nosotras nos encontramos en la desventaja de vivir en una sociedad en la que el sentido de la feminidad se halla oculto. Para muchas de nosotras el tesoro de nuestra feminidad es un misterio escondido dentro nuestro, como un “jardín cerrado” (Cantares 4,12). Es por esto que, como muchas veces la respuesta no se encuentra tan fácilmente, muchas mujeres hoy tratamos de hallar nuestra realización personal en una imitación triste de lo que es el varón. Triste, porque esta imitación muchas veces impide que la mujer florezca como solo lo puede hacer cuando es fiel a sí misma. En ese sentido, la famosa consigna de Simone de Beauvoir de que “no se nace mujer”, sino que “se llega a serlo”, puede tener un dejo de sentido en la actualidad: gracias a los feminismos cada vez se nos es más arduo el vivir nuestra feminidad.
La tarea de preguntarnos qué es ser mujer y embarcarnos en el viaje de vivir en plenitud lo que eso significa es una misión desafiante, pero preciosa: “una mujer completa, ¿quién la encontrará? Es preciosa, como perla es su valor” (Prov. 31, 10). Poco a poco iremos viendo los frutos de vivir la vida de la manera en la que solo una mujer puede vivirla: y de amar como solo una mujer puede amar. Nos daremos cuenta que en eso que nos hace únicas encontraremos nuestra fortaleza.
El ejemplo de Éowyn del Señor de los Anillos nos puede ayudar a ilustrar esta fortaleza oculta de la feminidad. Durante la batalla de los Campos de Pelennor, J.R.R. Tolkien nos presenta la escena donde el Rey Brujo de Angmar, señor de los Nazgül, se aproxima al cuerpo del rey Théoden. Inesperadamente, el ser hambriento es detenido por la voz de Éowyn, que le ordena dejarlo en paz. La bestia, con autoridad, la amenaza con penas mucho peores que la muerte: sentenciando que le devorarán la carne y le desnudarán la mente ante el diabólico Ojo sin Párpado. La amenaza era suficiente para asustar a cualquiera, y sin embargo, la mujer no se inmutó siquiera. Éowyn tiene claro su objetivo, y le responde al Rey Brujo: “haz lo que quieras, mas yo lo impediré si está en mis manos”. Se suele decir popularmente que se debe temer “al hombre con una gran idea, y a la mujer con un gran amor”. Éowyn ni siquiera tiene certeza si tiene los medios para impedir que el demonio se acerque al rey. Pero eso no la hace titubear, su amor por aquel al que quiere proteger es más grande que cualquier consideración.
El monstruo, burlón, obviamente ridiculizó el atrevimiento de la soldado diciéndole que “ningún hombre viviente puede impedirle nada”. “Es que no soy ningún hombre viviente!” —exclamó Éowyn, riendo— “Lo que ven tus ojos es mujer. Soy Éowyn hija de Eomund. Pretendes impedir que me acerque a mi señor y pariente. ¡Vete de aquí si no eres una criatura inmortal! Porque vivo o espectro oscuro, te traspasaré a con mi espada si lo tocas.”
¡Insólito! ¡Inaudito! La mujer se ríe del demonio, porque ¿qué es para ella la amenaza si sabe que vencerá? ¿Cuál es el secreto de la victoria de Éowyn? Desnudar su naturaleza. Para vencer, es inútil intentar mantener su disfraz de varón. Este es el momento de la gloria de Éowyn: el momento en el que se muestre mujer —con todo lo que ello implica—, ante ella misma, y ante el mundo.
Como Éowyn, la mujer, solo en su femineidad logra vencer al mal en todas sus formas y conquistar su libertad. En la medida en la que ella vive esa realidad plenamente, consigue tronchar las cadenas de la esclavitud del “qué dirán” del mundo, y del mal. En efecto: es cuando la mujer se reconoce como mujer, cuando comienza su verdadera liberación. De esta manera, finalmente, Éowyn hirió en golpe certero y mortal a la Sombra, ganando la victoria, no sólo para sí misma, sino para todo su pueblo. En su feminidad, la guerrera encontró un vigoroso amor por su monarca… y en ese amor encontró las fuerzas para luchar y triunfar.
En efecto, cuando comenzamos a vivir procurando ser fieles a nuestra identidad femenina, tal como Éowyn, encontramos en nuestro interior una casi inconmensurable capacidad de amar. Descubrimos que somos capaces de amar de un modo especial: de la manera en la que solo una mujer lo puede hacer. Se abrirá ante nuestros ojos la realidad de que como mujeres tenemos un modo de amar que nos es propio — y que debemos hacer propio—: un modo de amar que nos enseña a entregarnos por completo y sin reservas, pero porque antes hemos aprendido a recibir y acoger. Tenemos una capacidad especial de amar el bien, acoger la verdad y a partir de eso, crear belleza. Este es el misterio del más grande milagro que existe en esta tierra, un milagro que sucede dentro de nuestro cuerpo: nuestra apertura de recibir la virilidad del varón se vuelve en apertura a abrazar y nutrir una nueva vida humana que comienza en nuestras entrañas. Es precisamente esa apertura a acoger, a hacer propio lo que nos es entregado por el otro, la que alimenta nuestra capacidad de entregarnos en un amor tan grande y desinteresado como el de Éowyn. En cierto sentido, lo que entregamos a los demás cuando los amamos es lo que ya hemos recibido en nosotras, pero enriquecido con nuestro ser. Al haber acogido tan profundamente aquello que nos fue dado —al haberlo hecho propio—, tenemos la capacidad de elevarlo, de llevarlo a toda su potencialidad: de una casa hacemos un hogar, de una semilla un niño. Este concepto de que el hombre es el que fecunda y la mujer la que da vida fue plasmada bellamente por Víctor Hugo en los siguientes versos:
El hombre es cerebro,
La mujer es corazón.
El cerebro fabrica la luz,
El corazón produce el amor
La luz fecunda,
El Amor resucita. (Hugo, V.; “Varón y Mujer”)
Es esa armonía entre la acogida y la entrega propia del amor femenino, es el comienzo de la respuesta a la pregunta que nos estábamos haciendo: una respuesta que ha marcado la historia de las mujeres en esta Tierra.
Para buscar tus grandes modelos no volverás tus ojos hacia las mujeres locas del siglo, que danzan y se agitan en plazas y salones, y apenas conocen al hijo que llevaron clavado en sus entrañas, las mezquinas mujeres que traicionan la vida al esquivar el deber, sin haber esquivado el goce. Tú volverás los ojos hacia los modelos antiguos y eternos: a las madres hebreas y a las madres romanas. (Mistral, G.; “A la mujer mexicana”)
Siguiendo el consejo de Gabriela Mistral, volveremos nuestros ojos a la mujer hebrea que es el modelo de excelencia de mujer, que no es otra cosa que la excelencia en el amor que sabe acoger con ternura y apertura, y entregarse por completo. La Virgen María, Madre del Señor, Theotokos, supo esto tan bien que dio vida a quien es la Vida (cfr. Juan 14, 6). Dios no ha encontrado en una criatura un amor más grande que el de ella. El Ángel llama a María “llena de gracia”, lo que no significa otra cosa que estar llena de Dios: María recibía con mucho cuidado en sí misma todo lo que el Señor le donaba, guardando “todas estas cosas en su corazón” (Lucas 2,9). Y es que esta capacidad de acoger y entregarse de María se ve en su fiat, en su “hágase en mí según tu palabra” que permitió que el Verbo de Dios se hiciera hombre (Juan 1,14), pero también en el Gólgota, cuando “stabat Mater”: la Madre estaba sin titubear, en la hora de la tribulación y de las tinieblas, al pie de la Cruz, mientras una espada traspasaba su alma (cfr. Lucas 2, 35). Pero el amor femenino de María no se agotó ahí: sigue entregándonos a nosotros, sus hijos, a su Hijo, Cristo, tal y como lo hizo hace 2.000 años en la encarnación. Y al mismo tiempo, nosotros seguimos pidiendo que nos acoja y nos reciba en su manto cuando le rezamos “bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios”.
Es así como, a la luz de Nuestra Madre, Éowyn y tantas otras grandes mujeres, este 8 de marzo puede constituir en una ocasión de comenzar a preguntarnos qué es lo que significa ser mujer, y cómo se traduce esa respuesta en nuestra vida. En ese camino experimentamos el gozo que implica el saber acoger con apertura, ternura suavidad y aceptación a los otros; a incorporar, custodiar y nutrir lo que nos fue dado; y finalmente entregarnos a nosotras mismas inflamadas en un amor sublime. Esa experiencia del amor femenino sólo puede ser superada cuando descubramos el Amor más grande que podemos recibir, vivir y regalar: el amor que Cristo tiene por nosotras desde toda la eternidad. Es esa apertura al Amor Eterno, la que nos hará cantar las maravillas de ser mujer, con todo su significado vivido en plenitud. En ese momento cobrará completo sentido lo que dice la filósofa Alice von Hildebrand al afirmar que “la única forma de conquistar el feminismo es reconquistar el sentido de lo sobrenatural, que hace de ser mujer un privilegio y un signo de grandeza” (entrevista para el National Catholic Register).
Egresada de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
Ayudante de Derecho Canónico.
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Last modified: julio 5, 2024