
No elegimos sufrir, pero podemos elegir cómo y para qué sufrir.
No estamos solos. Todos sufrimos. El dolor, ya sea físico, emocional o espiritual, es un gran misterio. Tan misterioso que hasta hay algunos que han sufrido con alegría… ¡qué locura!
Esa es la locura de la cruz. En los Hechos de los Apóstoles dice: “Ellos [los apóstoles] se retiraron del sanedrín, felices de haber padecido aquellos ultrajes por el nombre de Jesús.” (Hc 5, 34-42)
Ríos de tinta han corrido para intentar explicar por qué existe siquiera la posibilidad de sufrir, de sentir dolor… quizás, la pregunta correcta es, ¿para qué sufrir? O mejor aún, ¿para quién sufrir? Las líneas que siguen, discretísimas para tamaño asunto, no buscan más que conmover corazones y despertar conciencias.
El sufrimiento es lo propio de la vida en esta tierra y, como espero que todos concluyamos al final de esta alocución, necesario para nuestra salvación. Necesario para ser santos.
Pero la salvación viene después de la muerte. No se entiende el sufrimiento (mucho menos se acepta) si no lo vivimos de cara a la mayor certeza de la vida, la muerte. Porque sabemos que vamos a morir, pero estamos aquí porque creemos que la muerte no es fin, sino comienzo. No es fin, sino comienzo.
Tan importante es nuestra salvación para Dios (eso que viene después de la muerte), tan en serio se toma el Creador del mar y de las montañas, aquello que comienza con la muerte, que envió a su único hijo al mundo que Él creó y Lo envió con una misión, sufrir por nosotros para redimir nuestros pecados y permitirnos el ingreso a la eternidad.
Ríos de tinta han corrido para intentar explicar por qué existe siquiera la posibilidad de sufrir, de sentir dolor… quizás, la pregunta correcta es, ¿para qué sufrir? O mejor aún, ¿para quién sufrir?
La eternidad: podemos siquiera pellizcar qué es eso, con un cerebro hecho de materia y un cuerpo lleno de límites de tiempo y espacio. Tómense un segundo y repitan… la eternidad. ¿Qué es mi día frente a la eternidad? ¿Qué es mi enojo frente a la eternidad? ¿Qué es mi tristeza frente a la eternidad?
Cristo eligió sufrir, pero también eligió para qué sufrir. Sufrió para nuestra eternidad.
“Creo en Dios Padre, Todopoderoso, creador del Cielo y de la Tierra. Creo en Jesucristo su único hijo… que nació de Santa María Virgen, que padeció bajo el poder de Poncio Pilatos, que murió…”. Cada domingo resumimos la vida terrenal de Jesús en Su padecer, en Su sufrimiento.
Nuestros sufrimientos son, en último término, una extensión de la pasión de Cristo. “Suplo en mi carne —dice el apóstol Pablo, indicando el valor salvífico del sufrimiento— lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia”. ¿Qué dijo San Pablo? Lo que oyes: que sufre para salvarse y para salvarnos.
Padecemos todo tipo de sufrimientos. Tantos sufrimientos como dimensiones tiene una persona: cuerpo, psique y espíritu. Y en todas las intensidades posibles.
Sufrimos a diario las consecuencias de los actos de otros y de nuestras inequidades más habituales, aquellas con las que convivimos, a las que nos habituamos y justificamos, aquellas del trabajo, las de nuestra casa, con los amigos. Sufrimos por una pelea con nuestra esposa, nos duele el descariño de un hijo o las insolencias de una hija, nos humilla la desaprobación de un padre, o nos frustra la lejanía de un amigo.
También sufrimos grandes dolores, graves, insolucionables, como aquellos que escuecen el corazón, que atrapan la garganta y que nos hunden en el miedo. Aquellos con los cuales nos damos cuenta de nuestra incapacidad frente al mundo. Aquellos que nos ponen en nuestro lugar, con los que tomamos conciencia que somos creatura.
Sufrimos con un llanto inconsolable la muerte de un hijo, sentimos en el estómago el dolor agudo de una decisión laboral que desarma el plan de vida como lo habíamos imaginado, nos vuela la cabeza la infidelidad de la esposa, o caemos de rodillas, rostro en tierra, en el momento exacto en que tomamos conciencia de una vida lejos de Jesús.
Frente al sufrimiento podemos adoptar distintas actitudes, tantas como los caminos que el hombre ha descubierto para lidiar con este misterio.
No hay vida en la tierra sin sufrimiento. Ya lo demostró Cristo en su propia carne. Pero no nos confundamos. No hay mal en el sufrir, nada de malo tiene el sufrimiento, por mucho miedo o confusión que nos genere. Que no entendamos los planes de Dios no significa que ellos no existan, o que no sean los más convenientes para cada uno de nosotros.
La maldad está en pecar, no en sufrir. Es decir, el mal ocurre cuando mal utilizamos nuestra libertad y no le damos algo debido a aquel que nos dio todo, como cuando no solo no queremos ver el plan de Dios, sino que, además, no queremos aceptarlo y renegamos de Él. En ese caso, sufrimos porque mal amamos. Por un querer egoísta que nos es arrebatado por decisión de otros o por hechos que no podemos controlar.
Déjenme contarles una historia de dos hermanos. Una historia chilena, verdadera, sin adaptaciones ni dramatizaciones. Cruda, bruta, tal como ocurrió, tal como es la vida. Dos hermanos, de edad avanzada, ambos casados, amantes de sus bellas esposas y padres de familias numerosas, ambos contaban más de 4 o 5 hijos, no estoy seguro. Cosa rara en estos días, amigos entre ellos. Compañeros de vida si se quiere. Creyentes los dos, o al menos eso pensaban.
Hace unos diez años al mayor le informaron que uno de sus hijos había muerto en un accidente de tránsito. Sin preámbulos, sin endulzantes. Ayer estaba vivo. Hoy está muerto.
Al segundo hermano, hace un año le avisaron que una de sus hijas tenía cáncer. Luego de un año de enconados tratamientos médicos, la ciencia se agotó, como él mismo me dijo. “La ciencia no tiene más soluciones para mi hija” y, hace pocos días, ella murió.
El primer hermano no entendía nada. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Hundido en el miedo, decidió que Dios no existía. Nunca encontró consuelo. El segundo me dijo: “Dios me la prestó para que un día se la devolviera. Sé que la volveré a ver”.
Ahí rendido, fracasado a los ojos del mundo, despojado de todo, solo se aferra a una cosa, a su amor por ti y por mí, por cada uno de nosotros, eso no se lo pueden quitar, no le pueden quitar su encuentro personal con nuestras almas, las que eligió salvar.
Frente al sufrimiento podemos adoptar distintas actitudes, tantas como los caminos que el hombre ha descubierto para lidiar con este misterio. Podemos creer al mundo moderno su mentira hedonista, en la que debemos abrazar todo tipo de placer, evitar todo tipo de sufrimiento y decidir que todo termina con la muerte. Podemos dejar de amar, como en el budismo, para alcanzar ese estado fantástico en que me envanezco del mundo para que nada me afecte. Podemos aceptar el sufrimiento sin darle sentido alguno, como lo hacían los estoicos de antaño, sufriendo solo por sufrir, o bien, podemos buscar (y encontrar) el sentido del sufrimiento, para lo cual, solo la Fe católica tiene una respuesta satisfactoria para el hombre, porque cree en el Dios-Hombre.
Mons. Chomalí nos dice que “ante el enigma del sufrimiento y la muerte, Jesucristo es la respuesta. Sólo Él tiene palabras de vida eterna por ser Dios y hombre. Él llena todo vacío, toda soledad. Él es el Señor. En Él estamos llamados a poner nuestra confianza. Él siempre le da sentido a nuestras vidas.”
Boris Cyrulnik, psiquiatra francés reconocido como el padre de la resiliencia, dice: “El dolor sin sentido, duele todavía más”. El dolor sin sentido es la mayor miseria. No hay mayor pobre que aquel que, cuando no tiene nada, tampoco tiene a Dios.
Es cerca de las 11 de la mañana del viernes, ya van cerca de 18 horas de escarmiento. El sol pega fuerte y hace arder las heridas en su cuerpo que yace sobre las rocas del Gólgota, mientras seca la sangre que adhiere el manto a las llagas. En el cuello, muñecas y tobillos se ven las heridas hechas por las cadenas y grilletes. Sobre su cabeza, la humillación de una corona que se le clava en las sienes. Las rodillas deshechas, ensangrentadas de tanto caer bajo el peso de la cruz. La espalda llagada, abierta en carnes vivas por los azotes —pagó con su carne los pecados de nuestra carne—, un soldado altivo, un representante del mayor éxito romano, desnuda a Jesús, a tiros remueve el manto pegado a las heridas. Es lo último que pueden quitarle… ahí rendido, fracasado a los ojos del mundo, despojado de todo, solo se aferra a una cosa, a su amor por ti y por mí, por cada uno de nosotros, eso no se lo pueden quitar, no le pueden quitar su encuentro personal con nuestras almas, las que eligió salvar. ¡Tanto sufrimiento! ¿Por qué Señor? ¿Para qué Señor? Para salvarte a ti, para salvarme a mí.
Cyrulnik insiste: “Si hacemos algo con el sufrimiento, se vuelve obra de arte” y si eso que hacemos con el sufrimiento es para gloria de Dios, el sufrimiento se vuelve camino de la santidad.
El P. Gabriel Romanelli, párroco de la iglesia bombardeada recientemente en Gaza dice “Nuestro Señor Jesucristo nos manifestó que el sufrimiento es aquello que prepara el acto supremo de entrega, la muerte. […] Por eso es que de parte nuestra cada uno en su vocación que esté dispuesto a sufrir, no solamente a morir. Morir y sufrir y todo esto amando con gran caridad, con gran sencillez, con gran alegría paradojalmente, hasta el día que el Señor nos pida lo que Él quiera”.
Lo que Dios nos pide es un abandono completo en él —Señor, te regalo toda mi esperanza, no guardo ninguna para mí—. Plegarnos a su plan divino es entender que el amor de Dios por nosotros no es “no sufrir” sino recibirnos en su Reino. Ser santos. Y encontrar consuelo en Él. No estamos solos en nuestro sufrimiento, Él nos acompaña.
Pero ¿Cómo darle sentido al sufrimiento? ¿Qué acción debo ejecutar para sufrir como católico? Lo mismo se preguntó el Padre Hurtado y nos dio una respuesta que es una pregunta ¿Qué haría Cristo en mi lugar?
Jesús ¿Qué harías tú frente a mí sufrimiento? Cristo, escúchame ¿Qué hiciste tú cuando sufriste? ¡Respóndeme, por Dios Padre! Y en un silencio atronador, leo: “Padre, perdónales, porque no saben qué hacen”.
Hacer como Jesús. Perdonar al jefe que despidió, perdonar al hijo que ofendió, perdonar al padre que humilló, perdonar al amigo que abandonó, perdonar a la esposa que traicionó, aceptar la muerte de un hijo en el plan de Dios y, más difícil aún, perdonarse uno mismo. ¿Por qué? Porque Jesús ya me perdonó.
La fuerza para esta tarea —que a ratos parece imposible— solo puede venir de Dios. Solo el amor a Dios puede ordenarnos de tal manera que lo imposible se torne posible y podamos perdonar en los términos en que Jesús lo hizo. Con la vida…
“Escucha, cristiano, el Señor nuestro Dios es un solo Dios. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas tus fuerzas”.
No “bastante”, no “mucho”, no “muchísimo”, sino con todas tus fuerzas, hasta que no te quede nada; no “tanto como a mis hijos o a mi marido”, sino con todo el corazón; no “razonablemente”, no “dentro de un orden”, no sujeto a tus criterios y razonamientos, no mientras sea políticamente correcto, no a condición de que eso no estropee tus planes, sino con toda el alma.
Las palabras que hoy te digo, quedarán en tu memoria, (y perdonando…y amando) se las repetirás a tus hijos, porque esa es la verdadera herencia que posees y que puedes dejarles, el tesoro en el cielo donde no hay gusano ni polilla que lo corroan.
Y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado. No los domingos, no cuando reces antes de acostarte, no cuando surja en la conversación una vez al año, sino en casa y fuera de ella, de día y de noche, hablando con cristianos y paganos, ayer, hoy y siempre. Entonces, y solo entonces, se empieza a entender lo que es el cielo.
Solo Dios puede ser el centro de nuestras vidas y, si no lo es, estamos descentrados, descolocados, desorientados, como ovejas sin pastor. Estamos inquietos y nerviosos con tantas cosas, mientras que solo una es necesaria. Y, cuando Dios es el centro de la vida, bendito sea el sufrimiento.” (Moreno, B.: “El escándalo de Marta y María”)
Cuando Jesús había sido despojado de todo, tenía nuestras almas, tenía su amor por nosotros y fue así que estuvo listo para ser clavado en la cruz y entrar en Su Gloria. Pero antes, perdonó una vez más: “En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Cuando tú seas despojado de todo, ten a Jesús, ten, tus amores y tu perdón, nada de eso te lo podrán arrebatar y solo así estarás listo para entrar en el Reino. Porque para entrar en el Reino, debemos sufrir ¡Y sufrir con alegría!
A Dios sea el honor, el poder y la Gloria, por los siglos de los siglos. Amén.
Last modified: septiembre 5, 2025