febrero 8, 2023• PorJosé Ignacio Aguirre
La tradición del dónde convivimos
Un edificio debería tener raíces, como un árbol;
debería ser de su lugar y también atemporal,
para que hable a todas las personas en todas las épocas.
(León Krier)
Una lluvia de memes suscitó en redes sociales el pabellón Estructura Inflable de la XXII Bienal de arquitectura y urbanismo de Chile. Se ríen de su forma y se ríen de sus autores (entre los que se encuentra, por cierto, uno de los arquitectos más prestigiosos del país). Se ríen también de los que visitan el pabellón, arquitectos y estudiantes de arquitectura, y de las discusiones que llevan a cabo en torno a la disciplina aparentemente alejadas de los problemas reales de la gente. Viejos y reconocibles lemas resuenan en el trasfondo: que “los arquitectos están desconectados de la realidad”, por el lado de los críticos, y que “la ciudadanía no entiende la arquitectura”, por el de los criticados. El mismo desencuentro entre estas dos partes sugiere que ambas posiciones estarían en lo cierto.
Nuestras ciudades, especialmente en latinoamérica, pasaron a convertirse en una colección informe de fachadas infinitas enchapadas en ladrillo, alturas vidriadas innecesariamente vertiginosas y formas extrañas, ajenas al entendimiento humano.
Es posible rastrear esta disolución al menos hasta el advenimiento de las vanguardias artísticas. Tal parece que al mismo tiempo en que la gente dejó de entender las artes plásticas, dejó de entender la arquitectura. Muchos perciben la disciplina como una secta gnóstica: solo los iniciados acceden a un conocimiento casi místico, oculto a la mayoría. Parte de este conocimiento es, a veces y para desaire del arquitecto autor, llevado a la tierra para el disfrute de la plebe, de la mano de las inmobiliarias. De esta forma, parece consecuente que los arquitectos se hayan desconectado de la realidad y que la ciudadanía haya dejado de entender la arquitectura. Dos entidades cuya relación debería ser íntima e irrevocable, se han divorciado amargamente, y así es como el arquitecto pasó de ser quien fijaba los estándares de lo que era hermoso a ser temido por clientes e ingenieros, y nuestras ciudades, especialmente en latinoamérica, pasaron a convertirse en una colección informe de fachadas infinitas enchapadas en ladrillo, alturas vidriadas innecesariamente vertiginosas y formas extrañas, ajenas al entendimiento humano.
Pero hay lugares en el mundo que desafían ambas acusaciones, o al menos muestran que no siempre fue como es ahora: obras de arquitectura tan bellas, que sirven tan bien a sus propósitos y se han mantenido tan firmes en el tiempo que dan cuenta tanto de que al menos sus arquitectos no estaban desconectados de la realidad como de que no se requiere ser un arquitecto iniciado para comprenderlas. Fácilmente, y con razón, se podría hablar de Venecia, la catedral de Chartres o el Alcázar de Segovia como tales obras, pero también hay muchos otros pueblos con obras menos conocidas que servirían de ejemplo, esparcidas por todo el mundo. Se reconocen fácilmente: al visitarlos no hay nada que explicar.
Estos lugares tienen la característica de estar insertos en una tradición constructiva. Esta, con el paso de las generaciones, ha ido puliendo, desarrollando y confiriendo una hermosura que pocos objetarían y que no necesita explicación alguna[…]. Esta tradición también le ha dado forma a estos edificios, en búsqueda de una forma ideal que todos pueden entender a pesar del paso del tiempo: una casa parece una casa, una iglesia parece una iglesia, una plaza parece una plaza.
Estos lugares tienen la característica de estar insertos en una tradición constructiva. Esta, con el paso de las generaciones, ha ido puliendo, desarrollando y confiriendo una hermosura que pocos objetarían y que no necesita explicación alguna: parecen demostrar que la belleza no es tan subjetiva como se ha dicho y, mediante sus bellos detalles y proporciones, unen a las personas en una común experiencia estética. Esta tradición también le ha dado forma a estos edificios, en búsqueda de una forma ideal que todos pueden entender a pesar del paso del tiempo: una casa parece una casa, una iglesia parece una iglesia, una plaza parece una plaza. Todo esto en el contexto de una urbanidad donde todo colabora para que pueda ser entendida también: edificios bellos pero austeros y anónimos realzan a sus vecinos más importantes, y sus fachadas no solo delimitan claramente el espacio público, sino que le dan un carácter particular en su conjunto, haciendo de las calles lugares verdaderamente habitables en lugar de reducirlas a su mera función. Esta tradición ha solucionado muchos problemas ya olvidados, que solo vuelven a aparecer cuando se intenta reinventar todo desde cero, como aún sigue pretendiendo gran parte de la arquitectura contemporánea.
La belleza de la forma ideal se ha ido confundiendo con el impacto de la forma que está de moda, y la internacionalización del aspecto de las ciudades ha ido estrangulando la identidad de sus pueblos.
Los antiguos lo sabían y lo hacían muy bien, generando edificios y ciudades de altísima calidad. Pero, en los albores del siglo XX y siguiendo fielmente hasta sus últimas consecuencias la idea del hombre nuevo liberal, el llamado Movimiento Moderno quiso dejarnos huérfanos de la tradición que informaba una manera auténtica de hacer arquitectura. Esto nos dejó sin protección ante entidades poderosas y complicadas: si todo es válido, no existe un lenguaje común y la belleza es relativa, tanto las inmobiliarias megacapitalistas como un estado totalitario de ingeniería socialista pueden hacer lo que quieran con la ciudad… y lo han hecho. Esto no quiere decir que no haya importantes y hermosas obras de arquitectura moderna y contemporánea, pero son tan escasas como los genios que se requieren para hacerlas. La ideología del Movimiento Moderno se convirtió en una barrera que ha impedido que se pueda construir con la calidad que se construía antes, y ha hecho que ya suficientes cabezas se sobrecalienten pensando en espacios y técnicas para empujar la investigación arquitectónica en direcciones superfluas (como la idea de habitar en un globo, por decir un ejemplo). La belleza de la forma ideal se ha ido confundiendo con el impacto de la forma que está de moda, y la internacionalización del aspecto de las ciudades ha ido estrangulando la identidad de sus pueblos. Con todo, las consecuencias de esto al día de hoy parecen dar razón a las acusaciones: el arquitecto se ha desconectado de la realidad y el ciudadano no entiende la arquitectura, pero mirando la globalidad de la historia, parece también que el arquitecto no entiende la arquitectura y el ciudadano se ha desconectado de la realidad.
Sin embargo, hay esperanza. Para volver a construir bien, como antes, se precisa hacerlo así: como antes. Hay notables ejemplos donde ciudadanos reclamaron lo que les correspondía en un acto de verdadera y bien entendida democracia, por no seguir contentándose con la mediocridad de la ideología del Movimiento Moderno, buscando continuar con la tradición constructiva y recuperar su identidad. En la reconstrucción del barrio Dom-Römer de Frankfurt y del Palacio de Berlín, ambos en Alemania, la ciudadanía logró incluso la demolición de edificios espantosos, antros de droga y otros vicios sociales, para reconstruir los espacios tal como eran antes de ser demolidos por la guerra o la mala política. Espacios que ahora unen a la comunidad y todos entienden, y donde sus arquitectos debieron dejar de lado la ideología para conectar con la realidad que había que transformar.
En nuestra hispanoamérica, particularmente embestida por el liberalismo tras las independencias, sin duda parte de la solución a los problemas sociales pasará por la recuperación de nuestra tradición arquitectónica, innegablemente ligada a nuestra identidad hispana, de una belleza muy propia.
La buena arquitectura dura para siempre, como demuestran todos los lugares mencionados. Esto la hace una de las inversiones más importantes a considerar como sociedad y como individuos. En nuestra hispanoamérica, particularmente embestida por el liberalismo tras las independencias, sin duda parte de la solución a los problemas sociales pasará por la recuperación de nuestra tradición arquitectónica, innegablemente ligada a nuestra identidad hispana, de una belleza muy propia. Se podía construir bien antes y se puede construir bien ahora: solo es necesario superar el dogma de que la arquitectura moderna debe verse moderna, y sumergirse auténticamente en la tradición. Para los arquitectos, no significará construir de forma que parezca antiguo, sino aprender y retomar la línea que fue interrumpida y continuarla. Para el ciudadano, significará exigir más a quienes les proveen de edificios: al arquitecto que contraten, a la inmobiliaria que les venda o al Estado que les subsidie. Siendo continuadora de la tradición, la arquitectura podría volver a ser entendida por la ciudadanía, y los arquitectos podrían volver a la realidad.
Arquitecto, Ilustrador de Suroeste y
Profesor de apreciación de la arquitectura en la Universidad de los Andes
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Last modified: septiembre 17, 2024