2023 04 Semana Santa 1

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La sobria “ebriedad” de los oficios de Semana Santa

La liturgia de Roma tiene la paradojal característica ―quizá la que más fuertemente influyó en su adaptabilidad a los diversos tiempos y culturas― de tener sobriedad (que no es lo mismo que minimalismo), pero al mismo tiempo estar llena de una tocante intensidad… intensidad como la de una borrachera, de alegría desbordante y de una fuerza digna del Señor de los Ejércitos. Como dice el poeta chileno José Miguel Ibáñez Langlois, en su poema Mosto (que presenta con la cita de Hechos de los Apóstoles 2,13: “porque están llenos de mosto”):

Me embriago con tu sangre en las mañanas
y en las tardes me vuelve la cordura.
Dame de ese vinillo del espíritu
que me tenga borracho hasta la tumba.

Todas estas características han sido condensadas en el uso del término sobria ebrietas para referirse a lo que es típico del Rito Romano, y muy especialmente durante la Semana Santa.

Nuestra cultura, formada de la síntesis barroca, recibió como anillo al dedo la sobria borrachera de la liturgia romana, perfectamente complementada con la intensidad gráfica del espíritu hispánico. Y así, nuestros pueblos celebran y viven la Semana Mayor de una manera particular y propia, que nos hace revivir los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús, como una verdadera puesta en marcha colectiva de un proceso mediante el cual lo que parecía muerto renace a una vida totalmente nueva, y la Gracia canta su victoria después de que las Tinieblas parecían haber apagado la Luz.

Ya desde el comienzo de la Semana Santa, con el Domingo de Ramos, la liturgia nos remece con una vibración que nos habla de una Iglesia viva, despierta, relatando los acontecimientos previos a la Pasión de Cristo. Jesús es recibido triunfante en Jerusalén, por aquellas multitudes que estaban impresionadas por la resurrección de su amigo Lázaro, las mismas que tristemente pedirán su muerte solo unos pocos días después. La significativa ceremonia de los Ramos benditos y la Procesión con ellos invita a reproducir esa misma entrada de Jesús en Jerusalén, en medio de aclamaciones, y a hacerlo entrar también en nuestra propia vida.

Nuestra cultura, formada de la síntesis barroca, recibió como anillo al dedo la sobria borrachera de la liturgia romana, perfectamente complementada con la intensidad gráfica del espíritu hispánico.

El siguiente día significativo es el Jueves Santo, que es el de la Última Cena, en la cual Cristo otorga a sus Apóstoles el mandato y el poder de reproducir la acción por la que consagra el pan y el vino (sí, ¡vino!, ¡quiso quedarse en una bebida que representa la alegría entre hermanos!), como una manera de perpetuar el don de sí mismo y su presencia entre nosotros. Todo ello, junto con el rito que reproduce el lavado de pies de Jesús a sus Apóstoles, nos hace revivir paso a paso, todo el cursus heroico y salvífico de Cristo, que se somete a la muerte para poder resucitar, pero que mucho antes de eso, comienza a darnos enseñanzas prácticas y ejemplos para que sigamos los pasos del Señor.

La noche que va hacia el Domingo: constituye en el Año Litúrgico “la Noche” por excelencia, en la cual constatamos el paso de las Tinieblas a la Luz y de lo Escondido a lo Manifiesto, y el desenmascaramiento de la siempre ficticia y transitoria victoria del Mal.

El seguir sus pasos, implica acompañarlo en su dolor, que es parte del misterio del hombre en la historia, como dice León Bloy: “El hombre tiene lugares en su corazón que todavía no existen, y para que puedan existir entra en ellos el dolor”. El dolor se manifiesta con toda su crudeza en Viernes Santo, en el cual el Vía Crucis y la Acción Litúrgica toman un lugar principal, puesto que en este día, desde los primeros siglos de la Iglesia, la práctica, que hasta hoy se mantiene, es la de no celebrar la Misa, en señal de duelo por la Muerte del Señor.

Incluso el silencio del Sábado Santo en esta semana nos dice algo. Está marcado por el reposo frente a todas las emociones del día anterior, y la meditación de todo lo vivido, en compañía de la Virgen, traspasada en su alma por el dolor y, a la vez, en esperanzada oración. Pero también, y en especial, la noche que va hacia el Domingo: constituye en el Año Litúrgico “la Noche” por excelencia, en la cual constatamos el paso de las Tinieblas a la Luz y de lo Escondido a lo Manifiesto, y el desenmascaramiento de la siempre ficticia y transitoria victoria del Mal, frente a la luz de Jesucristo Resucitado que se nos manifiesta en el Domingo de Pascua. Solemnidad, alegría y belleza es lo que podemos ver en el rito de la luz. Se trata del momento en el cual, en medio de la noche, “la Noche”, encendemos las luces del templo en medio del aparato festivo propio de la Resurrección, solemnidad principal y razón de ser de la celebración de cada Domingo. Y el sacerdote canta el Pregón: Exultet!. ¡Cristo ha resucitado!: objeto del anuncio de los Apóstoles, y realidad de la cual se concluye que estamos, todos los que fuimos configurados con Cristo, llamados a vivir una vida de Resucitados.

Todo esto, en medio de la gestualidad litúrgica, no nos propone una mera conmemoración, sino el volver a vivir cada una de esas realidades, ser realmente seguidores de Jesús, discípulos que procuran hacer vida cada una de las acciones de Cristo.

Autor: Adolfo Andrés Hormazábal, I.B.P.

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