
mayo 25, 2023• PorBenjamín Lagos
Sufragio como deber y como imagen de la realidad popular
La reciente elección de consejeros constitucionales, más allá de sus resultados y las distintas reacciones que suscitaron, nos permite aproximarnos al concepto de Nación y a la importancia de que esta se exprese en su integridad, por encima de banderías partidistas. La altísima participación en la jornada electoral del 7 de mayo da cuenta del valor de que el pueblo actúe de consuno, como un solo hombre, en las decisiones que le atañen.
Democracia, etimológicamente, significa “gobierno del pueblo”. ¿Pero de qué “pueblo” hablaríamos, si apenas votase una parte minoritaria de él? ¿No sería más bien una especie de oligarquía en la que sólo unos pocos cambiarían el rumbo del país?
No podemos hablar de pueblo si no es la expresión concreta de una Nación toda en un momento dado de su historia; ni, a su vez, sería Nación si no contuviese en sí el acervo de nuestros antepasados, de eso que nos liga a la tierra. Como dice Chesterton, “la tradición es la democracia de los muertos” y que, por tanto, “se niega a someterse a la oligarquía pequeña y arrogante de aquellos que simplemente andan por allí caminando”. Esta última descripción calza perfectamente con aquellas élites politizadas que, presas de un entusiasmo febril y anómico, suelen concentrar el ejercicio del voto cuando es voluntario, como ocurrió en Chile por años.
La participación política no se agota en estar más o menos informado.
Durante un decenio (desde una reforma constitucional de 2012 a otra de 2023) rigió en Chile la frivolidad de considerar el voto sólo como un derecho, y no como un deber. Un diagnóstico liviano que identificaba el voto ejercido voluntariamente con un voto informado, y el feble argumento de que, si en los países “desarrollados” el voto es voluntario, aquí también debería serlo, abrieron la puerta a una desnaturalización del deber de todo ciudadano de participar en el devenir político de su patria.
El problema, sin embargo, es que la participación política no se agota en estar más o menos informado. Quiérase o no, es terreno fértil para el florecimiento de un abanico de emociones humanas. La opinión política del votante hunde sus raíces en su más tierna infancia, en la sobremesa familiar, en la historia de sus antepasados, en su propia vida cotidiana, en sus aspiraciones y sentimientos. La esperanza, la ira, la alegría o el resentimiento impelen a las personas a organizarse, militar en un partido, hacer campaña y votar. De ahí que el voto voluntario hace que pesen más los convencidos, los movilizados, los radicalizados. En cambio, en tal contexto, el elector más alejado de la política como experiencia vital muchas veces opta por abstenerse.
Chile pagó cara aquella frivolidad. En esa década anduvimos de vaivén en vaivén. Conocimos la alternancia de gobiernos de distinto signo, electos con altos porcentajes, pero sin conceptos claros, políticas de largo plazo ni el consenso nacional necesario. Llegamos al paroxismo con el rapto de locura de 2019-22, incluyendo la elección de constituyentes de 2021, que con la participación de menos de la mitad del cuerpo electoral (43%) demostró que el voto voluntario es capaz de movilizar a una suma de grupos identitarios de toda laya, pero no de ser representativo de la Nación entera.
El 7 de mayo ―y el plebiscito de septiembre de 2022― permiten volver a entender rectamente el sufragio: como un deber de bien común y no como una mera facultad que puede dejarse al veleidoso arbitrio del elector. Aquello que tenemos en común exige que la autoridad imponga deberes a todos cuantos ella sirve. Así como acontece con los tributos o la guerra, el sufragio es uno de esos deberes que, con independencia de la forma que revistan, son indiciarios de la existencia de una comunidad política. De ahí que la inexistencia del sufragio como deber es señal inequívoca de la descomposición de dicha comunidad, para reducirla a una simple suma de individuos.
El voto obligatorio devolvió a la participación en la comunidad política a más de cuatro millones de personas, antes invisibles para un sistema político que se miraba a sí mismo. Agricultores, dueñas de casa, pequeños empresarios, jubilados, estudiantes de carreras técnicas, feriantes, crianceros. Habitantes de Ercilla, de Colchane, de La Pintana. Hombres y mujeres de familia y de trabajo, alejados de partidismos y sectarismos.
También el voto obligatorio se constituye en instrumento para transparentar el grado de desafección ciudadana con las diversas siglas partidarias. Los más de dos millones de votos nulos y blancos del pasado 7 de mayo, todo un récord en nuestra historia republicana, deben motivar a la reflexión, en especial a la dirigencia política: una parte significativa del pueblo no se siente representada por ella.
Para que la tradición histórica, que es “el sufragio universal de los siglos”, siguiendo a Vázquez de Mella, sea rescatada en nuestro querido Chile, no solo en un próximo texto constitucional sino en la política en general, el voto obligatorio es requisito esencial. El sufragio no puede volver a ser coto de minorías radicalizadas. Solo en la medida que el pueblo se exprese políticamente en su integridad, allí podrá resonar el eco de nuestros antepasados que nos enlaza con nuestra historia.
Abogado y magíster en Derecho constitucional
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Last modified: junio 2, 2023