octubre 17, 2023• PorLuis Robert Valdés
Raíz y principio de la desesperanza
En nuestro tiempo, la esperanza se ha convertido en una virtud secundaria, una hermana gris de la fe y la caridad. Sin embargo, considerada como una virtud teologal, ocupa un lugar muy relevante en la vida cristiana, con enormes repercusiones en la realidad práctica. Benedicto XVI decía en su encíclica Spe Salvi que “toda actuación seria y recta del hombre es esperanza en acto” (Benedicto XVI; Spe Salvi). De este modo, la esperanza está lejos de ser una virtud accesoria, puesto que se va probando en nuestros actos cotidianos, por muy menores que estos sean; y es absolutamente necesaria para adquirir las demás virtudes teologales.
Es posible que parte de su olvido se explique porque no sabemos distinguir los vicios o pecados que se le oponen, lo que determina la posibilidad de adquirirla. En este plano, existen dos pecados que nos interesa examinar: la soberbia y la codicia (o avaricia). Conocer cómo actúan y se articulan entre sí en el itinerario de la vida espiritual, es esencial para cultivar la esperanza en nuestro tiempo. Si bien cotidianamente los usamos como sinónimos, poseen, en realidad, significados diferentes. Santo Tomás de Aquino enseña que la soberbia, que consiste en el apetito o deseo desordenado de sobresalir, actúa como “principio del mal”, porque rechaza someterse a los preceptos de Dios (Tomás de Aquino; Summa Theologiae). Por otra parte, la codicia consiste en el apetito desordenado por las riquezas, siendo no el principio sino la “raíz del mal”, porque con ella se tiene la oportunidad ―en tanto medio muy eficaz― de realizar todos los demás deseos pecaminosos (Tomás de Aquino; Summa Theologiae).
Benedicto XVI decía en su encíclica Spe Salvi que “toda actuación seria y recta del hombre es esperanza en acto” (Benedicto XVI; Spe Salvi). De este modo, la esperanza está lejos de ser una virtud accesoria.
El afán por sobresalir y el deseo de obtener riquezas son tendencias que están presentes en todos los tiempos, pero hoy, quizá más que nunca, están dadas casi todas las condiciones para que florezcan. Con todo, lo interesante en la enseñanza del Aquinate es que ambos pecados, que son los más importantes de los siete llamados capitales, se retroalimentan entre sí: la soberbia, implica dar la espalda a la vida del Espíritu, en tanto se traduce en el rechazo o aversión a Dios; y la codicia, al empeñarse por las riquezas, envuelve una conversión total hacia los bienes transitorios. En este contexto, la confusión conceptual no es arbitraria, puesto que revela su estrecha conexión. Por eso, no es casual que San Agustín haya definido el pecado utilizando ambos conceptos: aversio a Deo et conversio ad creaturas.
En consecuencia, la soberbia y la codicia, cuando van unidas, son las mayores destructoras de la esperanza cristiana, haciendo imposible la práctica de la fe y la caridad. El objetivo de este artículo es reflexionar en términos muy generales sobre la articulación entre la codicia y la soberbia en relación al cultivo de la esperanza.
Con todo, nuestro propósito no es caer en la casuística. Sería una tarea “codiciosa”, voluntarista, toda vez que es un asunto que cada persona debe evaluar personalmente en conciencia, realizando un discernimiento prudente sobre sus actos, apoyado en la oración, los sacramentos y en el consejo. Sin embargo, siempre es valioso, sobre todo en las complejidades de la vida laical actual, en la que se anda casi siempre “sin camino” (Iraburu, J.M.; “Caminos laicales de perfección”), plantear, desde la propia experiencia, algunas direcciones por las que, a nuestro juicio, se producen esos “desvíos” en la ruta hacia la esperanza cristiana.
Tres desvíos en la ruta hacia la esperanza: querer, poseer y dominar
En la vida de un laico que intenta vivir su fe con fidelidad, no siempre lo más difícil es rechazar las actitudes ostensiblemente malas, sino las que se encuentran en un terreno gris, veladamente ocultas, incluso bajo la apariencia de cosas buenas. De ahí la importancia del discernimiento y el examen personal. En este contexto, casi al final de su vida, San Alberto Hurtado decía a este respecto que:
“(…) cuando una sociedad se paganiza profundamente, como está sucediendo con la nuestra, el cristianismo debe no sólo evitar el mal en abstracto, sino reconocerlo en casos concretos, lo que es mucho más difícil. El ambiente contemporáneo constituye, para el cristianismo, una permanente tentación de deserción en su estructura espiritual y de adhesión a la mentalidad pagana del ambiente. Es permanente el peligro de solidarizar más íntimamente con las costumbres de la sociedad donde vivimos temporalmente, que con aquella a la cual somos llamados para la eternidad” (San Alberto Hurtado; “La misión social del universitario”).
Como señala el padre Hurtado, esa permanente tentación por adherir a la “mentalidad pagana del ambiente” es intensamente poderosa en nuestra sociedad. Las estructuras de pecado siempre son muy fuertes, pero a fin de cuentas es el corazón humano el que las acepta. Y, en este contexto, casi siempre dicha mentalidad entra secretamente por la codicia; de ahí que esta sea la “raíz” de todos los pecados, porque nos nutre de fuerza para “ir” en búsqueda de las creaturas, valiéndose de la tendencia que tenemos hacia las cosas buenas ―pero que no necesariamente nos convienen― y así desviarnos del camino. Queremos algo bueno, que otros han conseguido (¿por qué yo no? Nos preguntamos… Una casa, un auto, una profesión, un grado académico, una posición social distinta, etc), pero que, desde el punto de vista de la salvación de nuestra alma, no es lo que “en concreto” nos corresponde en el aquí y ahora. De esta forma, si el proyecto personal se funda en la codicia, se inicia un camino que se desvía de la esperanza, de esa realidad a la que estamos llamados pero que desconocemos, que es la vida eterna (Benedicto XVI; Spe Salvi). Es el momento en que se comienzan a alimentar con ese “sí” muchos otros malos deseos, que nos la van quitando lentamente. La vida parece continuar con sus múltiples afanes, familia, hijos, trabajo, amistades, pero, muy en el fondo, existe una espina punzante que comienza a ahogar la buena semilla.
En la vida de un laico que intenta vivir su fe con fidelidad, no siempre lo más difícil es rechazar las actitudes ostensiblemente malas, sino las que se encuentran en un terreno gris, veladamente ocultas, incluso bajo la apariencia de cosas buenas.
En este plano, quizá lo más peligroso son las “ambiciones humanas” que casi siempre son el telón de fondo de esas cosas buenas a las que nos vemos impulsados. A primera vista, pareciera extraño carecer de ambiciones, sobre todo en la vida de un laico que está en el mundo, que vive en una familia, o que está inmerso en el trabajo donde es necesario “hacerse un nombre” para consolidar el prestigio humano. “Hay que ser alguien en la vida”, nos dicen nuestros padres. O, ya de adultos, en algunos ambientes es frecuente escuchar, “esta persona carece de ambiciones”. Sin embargo, si bien ambas frases tienen algo de verdad, el ser “alguien” en la vida no es solamente el resultado del puro esfuerzo humano. En el fondo, solo se es alguien en la medida que se sigue un llamado, una vocación concreta que cada uno debe discernir, y se responde a su vez ese llamamiento con decisión, tanto desde el punto de vista de los fines como de los medios. Por ello, privada de esta mirada sobrenatural —con esperanza, si se quiere—, esforzarse obsesivamente por ser “alguien”, sin ese norte trazado por la “primacía de la gracia”, encierra una trampa peligrosa, porque implica mirar hacia un mundo imaginario que es, a fin de cuentas, fruto de la codicia, y que muchas veces tiende a camuflarse con el modo cristiano de vivir.
¿Por qué yo no? Nos preguntamos… Una casa, un auto, una profesión, un grado académico, una posición social distinta, etc.
El pecado, en este sentido, entra por el deseo y se transforma en “posesión” de esas ambiciones y fantasías cuando consentimos formalmente en ellas. Ya no solo queremos “ser alguien”, sino que “poseemos” (o creemos poseer, en ocasiones) esa ambición que deseábamos; es una etapa en que ya hemos logrado conquistar esa posición o cosa que queremos para ser felices; hemos encontrado, además, maneras para justificar el desvío (incluso con buenas razones y aun con motivos teológicos…): nos hemos instalado ya en un camino que no es el nuestro, y estamos dispuestos a asumir las consecuencias de avanzar por esa vía, a pesar de que implique, en no pocos casos, derechamente pecar y ofender a Dios y al prójimo: el deseo desordenado de sobresalir en este mundo ha reemplazado a la búsqueda de la santidad cristiana aun cuando esta última se revista de formas religiosas. Es un momento en que la esperanza se debilita intensamente y ambos, “codicia y soberbia”, raíz y principio, comienzan a hacerse una sola cosa.
Al final de este camino en que parece haber triunfado el espíritu del mundo, surge un momento de relativa paz —como la que le sobreviene a los moribundos—, que es el resultado del triunfo de estas pasiones en el alma. En muchas personas ese estado se puede prolongar por años, incluso décadas. Es un momento crítico en que, en apariencia, hemos conquistado lo que creemos que es bueno para nosotros mismos ―o creíamos que lo era― y nuestra vida gira en torno a ese proyecto. Sin embargo, nuestro interior está atormentado por las raíces de la maldad y lo que nos queda de conciencia, nos va mostrando la fealdad de ese camino, abiertamente contrario a la realidad.
¿Qué hacer? Queremos volver, pero nos engañamos pensando en las consecuencias de nuestro pecado. Son tantas las ataduras que han dejado la codicia y la soberbia que el entendimiento y la voluntad se ven severamente debilitados. Seguramente estos fueron los pensamientos del hijo pródigo mientras alimentaba cerdos durante su exilio: ¿para qué volver a la casa de mi Padre si lo he derrochado todo? Es el encierro absoluto en el propio pecado que lleva al aparente abandono de Dios.
La memoria es particularmente importante en estos momentos de exilio, porque el “recuerdo” nos puede alimentar en un sentido o en otro. Cuando la memoria es mala, terminamos resignados al momento presente, a “vivir del día”, sin esperanza, y, en casos extremos, a escondernos en nuestro propio pecado por considerarlo imperdonable. El gran místico San Juan de la Cruz, en la Subida al Monte Carmelo, señala que el demonio:
“(…) tiene gran mano en el alma por este medio” (…)“puede añadir formas, noticias y discursos, y por medio de ellos afectar el alma con soberbia, avaricia, ira, envidia, etc., y poner odio injusto, amor vano, y engañar de muchas maneras. Y allende de esto, suele él dejar las cosas y asentarlas en la fantasía de manera que las que son falsas, parezcan verdaderas, y las verdaderas falsas” (San Juan de la Cruz; “Subida al Monte Carmelo”).
Seguramente estos fueron los pensamientos del hijo pródigo mientras alimentaba cerdos durante su exilio: ¿para qué volver a la casa de mi Padre si lo he derrochado todo? Es el encierro absoluto en el propio pecado que lleva al aparente abandono de Dios.
Purificación de la memoria: El encuentro de Jesús con Santa Fotina
Pero la memoria todavía puede ser purificada por la esperanza, aun en aquellos momentos en que el pecado parece habernos quitado todas nuestras fuerzas. La “memoria” en la tradición escolástica se ha identificado como uno de los sentidos internos, junto al sentido común, la imaginación y la estimativa-cogitativa. Sin embargo, en la tradición de la teología mística y espiritual, la memoria es entendida en un sentido amplio, como una de las “potencias del espíritu”, junto al entendimiento y la voluntad, cuya función propia es “recordar” [1]. El padre Reginald Garrigou-Lagrange O.P precisa:
“Ahora bien, ¿por qué nuestra memoria tiene necesidad de ser purificada? Porque desde el pecado original y como consecuencia de nuestros múltiples pecados personales, está colmada de recuerdos inútiles y muchas veces peligrosos.
(…) Mas el principal defecto de nuestra memoria es lo que la Sagrada Escritura llama el olvido de Dios. Esa facultad que se nos dio para recordar aquello que nos importa más que ninguna otra cosa, olvida con frecuencia lo único necesario, que está sobre todo tiempo y no pasa jamás”.
El “olvido de Dios”, el defecto principal de nuestra memoria, de lo único necesario, es la mayor herida que nos deja la memoria carnal. Es una memoria esclerótica, a la que el demonio le ha hecho creer que, porque se han perdido las añadiduras de este mundo producto del pecado personal, ya no somos dignos de lo “único necesario”. El diálogo entre Jesús y la samaritana (Jn. 4, 1-45), que el Evangelio de San Juan relata con extraordinario detalle, nos puede ayudar a graficar este punto. Cierta tradición de la Iglesia ortodoxa ha llamado a esta mujer de Samaría Santa Fotina (que significa “luminosa”). El encuentro se produce en Sicar, en el pozo de Jacob, que en el Antiguo Testamento es símbolo nupcial, de unión entre el amado y la amada. El relato de Juan, al igual que todos los encuentros de Jesús con los pecadores, nos muestra con claridad el itinerario de la conversión y la “purificación de la memoria” que el pecador necesita para recuperar la esperanza y volver al camino hacia la vida eterna. Es la imagen de lo que el Papa Francisco ha denominado el “hospital de campaña”, “tanta gente herida que nos pide cercanía, que nos pide a nosotros lo que pedían a Jesús: cercanía, proximidad” (Papa Francisco; “Discurso a los participantes en un encuentro organizado por el Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización”, 19 de septiembre de 2014).
Ante todo, es Jesús quien toma la iniciativa de nuestra conversión y sale al encuentro de esta mujer (que según san Agustín representa a la Iglesia). Jesús, fatigado del camino, “se había sentado en el pozo” (Jn. 4, 6). San Juan Crisóstomo comenta que el cansancio del Señor no es casual: revela el rechazo a una vida cómoda y tranquila, tomando un camino a pie, sin servirse de ningún animal de transporte (San Juan Crisóstomo; In Ioannem hom., 30). Es la prueba también de que la evangelización no necesita de medios materiales extraordinarios para tener éxito, como a veces podríamos erróneamente creer.
Había aceptado su situación como algo inevitable, como tantas veces creemos que ocurre con nuestra vida personal. Pero Jesús desarma su lógica humana y sale inesperadamente a su encuentro.
El evangelista añade que era más o menos la “hora sexta”, es decir, alrededor de las doce del día, momento que es, siguiendo igualmente a San Agustín, signo de la ancianidad del mundo, de “la vejez del hombre antiguo, del que se nos manda desnudarnos para vestirnos de nuevo” (San Agustín, Lib 83 quaest. qu. 65). La mujer acude sola a buscar agua, a pesar de que la costumbre mandaba que siempre se fuera en grupo, probablemente porque tenía vergüenza de su pecado: había tenido cinco maridos y convivía con otro. Su memoria, sin esperanza, llena de posesiones de este mundo y de recuerdos que le aplastaban, se había “olvidado de Dios” y de su poder para convertir y purificar su corazón. La mujer busca agua para saciar sus necesidades más elementales, y, en ese contexto, quiere pasar desapercibida, no desea ser vista por nadie, en una hora en que la probabilidad de que alguien la viera era prácticamente nula. Para asegurarse, acude al pozo a una hora en que el sol está en la parte más alta del cielo: Nadie iría a buscar agua en un lugar desértico —pensaba ella—, en que el calor del mediodía puede ser insoportable.
Tenía, en el fondo, un plan: aparentemente su vida seguía, y se había resignado a su destino. Había aceptado su situación como algo inevitable, como tantas veces creemos que ocurre con nuestra vida personal. Pero Jesús desarma su lógica humana y sale inesperadamente a su encuentro. En un primer momento rechaza al Señor, y le recuerda que los judíos “no se tratan con los samaritanos” (Jn. 4,9). Jesús, a pesar de ese prejuicio, ese “muro cultural” que ella quiso levantar, no la refuta y continúa el diálogo y le dice: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice «dame de beber», tú le habrías pedido a él y él te habría dado agua viva” (Jn. 4,10).
Pero la historia no termina acá. La mujer no guarda para sí misma esta esperanza, esta consolación que ha encontrado en el Señor. No optó por la “opción benedictina”, diríamos hoy, refugiándose en algún monte o lugar escondido para vivir a solas con su esperanza.
A la mujer le cuesta reconocer que el Agua que le ofrece el Señor no es el agua que ella busca en el pozo, un agua material que solo apaga su sed personal, a la que se había resignado en su desesperanza cotidiana. Continuando con el comentario de San Agustín, este señala que el pozo representa “las pasiones del mundo, que están en una profundidad oscura, de donde las sacan los hombres con la vasija de sus pasiones”. Claramente la memoria de esta mujer está debilitada por esas pasiones, no entiende qué está sucediendo y cree en todo momento que el Agua que le ofrece ese forastero es agua del pozo de sus pasiones, el agua de la codicia y la soberbia humana que escurre de su vida. Por eso le replica diciéndole que le de esa agua “para que no tenga sed ni tenga que venir hasta aquí a sacarla” (Jn. 4, 15). Sin embargo, muy en el fondo, a pesar de sus oscuridades, ella espera al Mesías: existe una nostalgia de la verdadera Agua en su corazón y continúa el diálogo con el Señor. Aquí ocurre la revelación inesperada: el Señor toca su corazón, y va al fondo de su conciencia, develando el misterio de su Agua viva:
“—Señor, dame de esa agua, para que no tenga sed ni tenga que venir hasta aquí a sacarla —le dijo la mujer.
Él le contestó:
—Anda, llama a tu marido y vuelve aquí.
—No tengo marido —le respondió la mujer.
Jesús le contestó:
—Bien has dicho: «No tengo marido», porque has tenido cinco y el que tienes ahora no es tu marido; en esto has dicho la verdad.
—Señor, veo que tú eres un profeta —le dijo la mujer—. Nuestros padres adoraron a Dios en este monte, y ustedes dicen que el lugar donde se debe adorar está en Jerusalén. Le respondió Jesús:
—Créeme, mujer, llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adorarán al Padre. Ustedes adoran lo que no conocen, nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación procede de los judíos. Pero llega la hora, y es ésta, en la que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Porque así son los adoradores que el Padre busca. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben adorarlo en espíritu y en verdad” (Jn. 4, 15-24).
Sea o no verídica la tradición que llama a esta mujer con el nombre de Santa Fotina, su nombre es revelador de lo que aconteció en ese momento con su vida: Jesús es el Sol que nace de lo Alto e ilumina todas nuestras sombras y oscuridades, a pesar de que aparentemente huyamos de esa luz y nos refugiemos en falsas esperanzas.
“A lo largo de su existencia, el hombre tiene muchas esperanzas, más grandes o más pequeñas, diferentes según los períodos de su vida. A veces puede parecer que una de estas esperanzas lo llena totalmente y que no necesita de ninguna otra. En la juventud puede ser la esperanza del amor grande y satisfactorio; la esperanza de cierta posición en la profesión, de uno u otro éxito determinante para el resto de su vida. Sin embargo, cuando estas esperanzas se cumplen, se ve claramente que esto, en realidad, no lo era todo (…) Más aún: nosotros necesitamos tener esperanzas –más grandes o más pequeñas–, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar” (Benedicto XVI; Spe Salvi).
Pero la historia no termina acá. La mujer no guarda para sí misma esta esperanza, esta consolación que ha encontrado en el Señor. No optó por la “opción benedictina”, diríamos hoy, refugiándose en algún monte o lugar escondido para vivir a solas con su esperanza. El relato finaliza comentando que “dejó su cántaro” y fue a la ciudad a anunciar lo que había ocurrido. El detalle es conmovedor, porque resalta el carácter político, si se quiere, del cristianismo: la mujer concurre con alegría a ese mismo lugar que escapaba por vergüenza, a la ciudad, “y muchos creyeron en Él por la palabra de la mujer que atestiguaba” (Jn. 4, 39); lo que prefigura los frutos venideros de la Iglesia: una religión abierta al mundo, fundada por el mismo Cristo, pero sobre la miseria de personas comunes y corrientes. Y, al mismo tiempo, abierta a todos los hombres y que convierte los corazones sea cual sea el “historial”, con la sola condición que aceptemos nuestra verdad, tal como Santa Fotina lo hizo consigo misma.
Abogado
Notas
[1] Garrigou-Lagrange O.P precisa que San Juan de la Cruz se refiere en este punto a la memoria sensitiva y a la memoria intelectual, añadiendo sobre esta última que “La memoria intelectiva no es facultad realmente distinta de la inteligencia, es la misma inteligencia en cuanto que conserva las ideas”. Recordando la doctrina de Santo Tomás de Aquino (S. Th. I, q.79, a. 7) que no hay diferencia sustancial entre la inteligencia y la memoria intelectiva (vid. Garrigou-Lagrange, R; “Las tres edades de la vida interior”).
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Last modified: noviembre 23, 2023