febrero 14, 2024• PorMatías Gaete
Una reflexión de san Valentín
Cuando se trata de las fuentes del conocimiento humano debemos afirmar que no existe una más sublime que la fe. Nadie podría negar que la razón natural le ha permitido al hombre degustar de nobles verdades, pero esta virtud teologal permite una profundidad y deleite en la aprehensión del mundo del todo incomparable. Introducirse al saber de una cuestión mediante la fe es dejarse iluminar por la mismísima Luz, permitirse sorprender por Aquel que hace nuevas todas las cosas (Apoc. 21, 5). Por esta razón es conveniente que en un día como este, en que se celebra el martirio de san Valentín (patrono de los enamorados), recordemos a la luz del misterio divino las bellezas del amor esponsal, que ha sido dignificado a niveles impensables por Cristo. Cuando elevó el matrimonio a la dignidad de sacramento, hizo que signifique su amorosa unión con la Iglesia, su dulce Esposa, a quien siempre llama con cantos de júbilo: “¡Levántate, ven, amada mía, hermosa mía, vente! […] Muéstrame tu cara, hazme escuchar tu voz; porque tu voz es dulce, y tu cara muy bella” (Cant. 2, 13-15).
Dentro de los misterios divinos revelados, serán dos los que, erigiéndose como luceros, nos encaminarán a descubrir toda la profundidad del amor humano: el misterio de la Santísima Trinidad y el de la unión de Cristo con su Iglesia.
En cuanto al primero, cuando Dios nos abrió, mediante la revelación, la posibilidad de acercarnos al conocimiento de la verdad Trinitaria, la comprensión sobre Él, nosotros mismos y el mundo dieron un giro radical. Saber que la Divinidad es comunión amorosa y fecunda de Personas nos permitió una comprensión más profunda sobre la vocación oblativa de la persona humana: de lo que ahora se trata es imitar a Dios en su mismísima vida íntima. Por su parte, el segundo misterio viene a indicar la intensidad con la que dicho llamado divino debe vivirse entre los esposos.
Dentro de los misterios divinos revelados, serán dos los que, erigiéndose como luceros, nos encaminarán a descubrir toda la profundidad del amor humano: el misterio de la Santísima Trinidad y el de la unión de Cristo con su Iglesia.
Un primer acercamiento a esta cuestión nos la otorga la relación eterna entre el Padre y el Hijo. Los teólogos suelen explicar el misterio del engendramiento eterno de la siguiente manera: estaba el Padre, principio sin principio, quien al contemplarse a sí mismo enunció en un Verbo la totalidad de la verdad de su ser; esta Palabra, en la que el Padre expresaba el esplendor de su esencia, es tan perfecta que dio origen a una nueva Persona, su Hijo (cfr. Royo Marín, A.; “El gran desconocido: el Espíritu Santo y sus dones”). No existe mente humana que pueda dimensionar el infinito amor que desde la eternidad el Padre tiene por su Hijo, el Amado, en quien Él se complace y que “vino” a la existencia desde de su “costilla divina”. Signos de ese amor son la donación total que el Padre hizo de su propio ser al Hijo —es propio del amante donarse totalmente al amado— y el que lo pensase desde siempre —el amante real no deja de pensar en la persona amada— (Royo Marín, A.; “Espiritualidad para seglares”). Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero; tal vez fue esta armonía —que nosotros rezamos en el Credo— la escuchada por el Hijo cuando su Abba lo miraba con ese cálido amor paterno desde siempre, prefigurando así el canto que Adán le entonaría a su Eva: “Esta sí que es huesos de mis huesos y carne de mi carne” (Gen. 2,23); palabras que nos recuerdan que la semejanza es causa de amor.
Cuando se lee en el Génesis el relato de la creación del primer hombre y la primera mujer, saltan a nuestros ojos las bellas semejanzas con la Beatísima Trinidad. La mujer fue creada a partir de la costilla del hombre, recordándonos al Hijo que procede del Padre, a los que en todo caso les corresponde “igual Gloria y coeterna majestad” (Símbolo Atanasiano). Juan Pablo II destaca el hecho de que la Escritura, en lo relativo a la procedencia de la mujer de la costilla de Adán, estaría significando una cierta homogeneidad. Y por eso santo Tomás dice que ninguno es superior al otro, pues no procede la mujer de lo superior del varón para someterlo, ni de lo inferior para ser despreciada por él, sino del centro (S. Th., I, q. 92, art. 3, c.), de lo que está más cerca de su corazón (cfr. Juan Pablo II; “Catequesis sobre Teología del cuerpo”, 23 de mayo de 1984). Así, Adán al ver por primera vez a Eva, no pudo contener su amor por ella: la ayuda adecuada que tanto esperaba.
Cuando se lee en el Génesis el relato de la creación del primer hombre y la primera mujer, saltan a nuestros ojos las bellas semejanzas con la Beatísima Trinidad.
La mujer como “ayuda adecuada” se condice con el significado esponsalicio de los cuerpos, llamados a la unidad. A semejanza del Padre y el Hijo que son Uno, también lo son Adán y Eva, porque cada cual, en cuanto esposos, son una “mutua extensión de su ser” (Hervada, J.; ¿Qué es el matrimonio?”). Si nos es difícil dimensionar el infinito amor que el Padre tiene por su Hijo, también se nos presenta como arduo el imaginar lo que tuvo que haber sucedido en el alma de ese primer hombre al ver a la primera mujer; es un tesoro al que solo podemos acceder tímidamente mediante las delicadas llaves de la literatura. En tal sentido, René de Chateaubriand nos relata en su libro “El Genio del Cristianismo” cómo tuvo que haber sido ese primer encuentro:
Y entregándose —Eva— con miradas de amor a un tierno abandono —al igual que el Hijo cuando le encomienda su espíritu al Padre—, inclinose sobre Adán y le abrazó con dulce indecisión […]. Adán, vencido por su hermosura y sus dóciles gracias, sonrió con un amor sublime: tal es la sonrisa que el cielo deja caer en la primavera sobre las nubes, para infundirles la vida cuando encierran fecundas las semillas de las flores. Adán imprime luego un beso purísimo —el Espíritu Santo es un Beso eterno— en los labios fecundos de la madre de los humanos (Chateaubriand, R.; “El Genio del Cristianismo”).
Todo esposo debe imitar al Padre en el trato con su esposa; se debe entregar totalmente a ella y nunca dejar de pensarla. Es deber del esposo procurar la felicidad y salvación, como instrumento libre, de esa preciosa hija de Dios que se le ha concedido tener como compañera de vida. Si el Padre tiene al Hijo como su predilecto, así el esposo debe tener a su esposa, porque así lo dice la escritura: “Como azucena entre espinas así es mi amada entre las muchachas” (Cant. 2, 1); “Aunque sean sesenta las reinas, ochenta las concubinas, y un sinnúmero las doncellas, ella sola es mi paloma, mi preciosa” (Cant. 6, 8-9). Por su parte, la mujer debe ser muy consciente de la gran responsabilidad que conlleva el haber recibido a un hijo de Dios como compañero de vida, pues en ella confía el marido su corazón (Prov. 31, 11), sobre el cual ella tiene una gran influencia. ¡Noble labor tiene la mujer! Ella cuida con ternura femenina el corazón de un hombre que tiene el precio de la sangre de Cristo.
No podemos dejar de mencionar el lugar del Espíritu Santo en esta relación amorosa. Como es sabido, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad procede del Padre y el Hijo; es su Amor subsistente que les abraza y consuma en la unidad (Royo Marín, A.; “Dios y su Obra”). En la relación esponsal, esta divina Persona se ve reflejada, en un primer lugar, en ese “nosotros” que surge de la relación entre los amantes, y, en segundo lugar —y de manera más perfecta— en sus hijos, corona de amor de los esposos, que constituyen realmente una tercera persona distinta a la de ellos.
Pero no sólo dentro del misterio de la intimidad de Dios se nos muestra el misterio del amor humano, sino también en las huellas del misterio de la unión de Cristo con su Iglesia.
La verdadera esperanza de los esposos es poder llegar al Reino juntos.
Gran parte de la doctrina elaborada sobre este punto encuentra su fundamento bíblico en la Carta de san Pablo a los Efesios, específicamente en la siguiente expresión: “Gran misterio es este, pero yo lo digo en relación a Cristo con su Iglesia” (Ef. 5, 32). ¿Qué nos quiere decir con esto el Apóstol de los gentiles? Que el amor esponsal, pero más específicamente el matrimonio como sacramento, significa el vínculo indisoluble de amor que Cristo quiso constituir con su Iglesia. El meditar sobre el inacabable amor que Jesús tiene por su Cuerpo Místico nos permite entender el profundo y hermoso camino de santificación que implica la vida matrimonial, esa vida que consiste en amar para siempre a quien se eligió entre muchos o muchas. Se dice en teología que la santidad consiste en la plena configuración con Cristo, lo cual significa que, en lo relativo al amor esponsal, los amantes deben imitar el intensísimo amor que nuestro Señor tuvo por su Nuevo Pueblo, sin importar las traiciones u ofensas, pues el amor todo lo soporta(cfr. I Cor. 13, 7).¿Quieren los esposos imitar a Cristo en su amor por la Iglesia? Entréguense de manera recíproca y total, dense como mutuo alimento a semejanza del Cristo eucarístico, sean una carne (Gen. 2, 24) para imitar la unión que existe entre Jesús y los hombres que forman su Cuerpo Místico —“mi amado es para mí y yo para él” (Cant. 2, 16)— , unión que también se ve reflejada en el misterio de la encarnación, en donde la naturaleza humana y divina se abrazan en un único subsistente. Que la vida esponsal sea una de perfeccionamiento, en donde el corazón del hombre y la mujer vayan adquiriendo, con esfuerzo y paciencia, las cualidades del Sagrado Corazón, que tanto amó a los hombres (Jn. 3, 16), que se entregó por ellos en la Cruz (Flp. 2, 8).
Pero no sólo dentro del misterio de la intimidad de Dios se nos muestra el misterio del amor humano, sino también en las huellas del misterio de la unión de Cristo con su Iglesia.
Quisiera terminar dejando un hermoso párrafo de René de Chateaubriand, que retrata con preciosa pluma la dimensión unitiva del amor esponsal, que acompañará al hombre y a la mujer durante todas las etapas de la vida conyugal:
El hombre, al unirse a ella, vuelve a tomar parte de su substancia, pues así su alma y su cuerpo están “incompletos” sin la mujer […]. El esposo cristiano y su esposa viven, renacen y mueren a la par; crían a la par los frutos queridos de su unión; a la par se reducen al primitivo polvo, y vuelven a hallarse a la par más allá de los límites del sepulcro. (Chateaubriand, R.; “El Genio del Cristianismo”).
Será allí, cuando los esposos se vuelvan a encontrar en el Cielo, ya no como marido y mujer sino semejantes a los ángeles, donde podrán amarse de una manera sublime, pues tal será la perfección que la visión beatífica producirá en su ser, que de su corazón emanará una bondad y amor cuasi divino. La verdadera esperanza de los esposos es poder llegar al Reino juntos, pues allí será imposible la ofensa o la traición de su amor. Allí se encontrarán con el Amado, que siempre fue más amigo del marido que la mujer, y más esposo de ella que el hombre. ¡Oh, reino de amor, que esperas a los esposos que con su ejemplo supieron darte gloria!
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Last modified: junio 26, 2024