![Dolor, esperanza, belleza 1 2024 09 04Fdez 1](https://revistasuroeste.cl/wp-content/uploads/2024/09/2024-09-04Fdez-1-1024x683.jpg)
septiembre 24, 2024• PorSantiago Fernández
La cura frente al nihilismo de nuestra época
Cuando la vida nos golpea como nunca, cuando nos trata como a los sacos de arena que Myke Tyson tiene en el salón o como a los muertos de una playa dominada por el joven Aquiles, simplemente no podemos evitar sentir desesperación: el error y la derrota nos sumen en una cínica búsqueda del por qué, y en su respuesta muchas veces no encontramos más que odio e ira, y, en lugar de verdaderamente respondernos, no buscamos más que ahogarnos en nuestra decepción. Pones canciones tristes para sentirte mejor, ya nos había adelantado Cerati, y aquel intento lo hemos repetido a través de los tiempos: lo vemos en Job, lo vemos en Cortázar.
Cuando la vida nos golpea como nunca, la desesperanza es un sentimiento común: acompaña nuestras noches atorada en nuestras sábanas, tiñe nuestras mañanas escondida en el café. Y lo más terrible es que, ante la tragedia, el mundo sigue girando: los calendarios siguen surcando sus fechas, los otoños atraviesan los campos, las hojas cubren por completo los parques de Santiago. Y el mundo, que parece haberse detenido desde el momento en que nos llegó el primer uppercut, retoma su ritmo mientras la estupefacta ansia de no hacer nada domina nuestros instintos y nuestras cábalas. Es la náusea, es la impotencia. Es la vida.
Qué cansador es repetirle al concreto de nuestras metrópolis que no sólo de pan vive el hombre, qué cansadora es la ansia del laico perdido entre las jaurías que por las mañanas cruzan Apoquindo.
En su historia moderna, Occidente ha intentado levantar muchas banderas ante el acertijo del dolor, ante el oráculo de la concupiscencia. Hoy, en nuestra fantasía posmoderna donde supuestamente nada tiene un significado unívoco si bien sólo puede haber un significado oficial, aquella fantasía que, al decir de Alejandro Vigo, “a la vez que sanciona como indeseable e incluso como impracticable toda forma de unanimidad y consenso” se tiene a sí misma como la única opción posible, la vida, entregada a la desidia del naufragio espiritual, no tiene más sentido que la mera producción material, y lo que la justifica son los escasos momentos de placer que se tallan en nuestras junglas de cemento como oasis entre la esquizofrenia de los lémures bailarines, momentos que se elevan como pináculos de la gloria entre la decadencia apocalíptica. Frente al dolor, el placer. Frente al vacío, el consumo. Pero ya sabemos que nada que produzca la materia podrá alimentar nuestra alma ni llegar a saciar nuestra sed de Él: qué cansador es repetirle al concreto de nuestras metrópolis que no sólo de pan vive el hombre, qué cansadora es la ansia del laico perdido entre las jaurías que por las mañanas cruzan Apoquindo [1].
¿Qué hacer, entonces? ¿Cuál es la esperanza de un mundo que, al decir de Agustín, dio la espalda a Dios para buscarse a sí mismo y, al encontrarse vacío, se volcó sobre las cosas? ¿Acaso no hemos durante suficiente tiempo puesto nuestra esperanza en la materia? ¿No ha sido ese, quizás, el problema desde un principio, creer que la salvación de este mundo está en la expansión de un Imperio, de una ideología, de una economía?
Cuando la verdad y la bondad han sido atacadas por todos los frentes, desde el cientificismo positivista hasta las últimas filosofías de moda, nuestra última esperanza es la belleza.
¿Qué hacer cuando hemos abandonado a Cristo para defender la tríada de una libertad, igualdad y fraternidad que terminamos desechando como justificación burguesa para reemplazarla por la ética de la praxis revolucionaria y, viendo nuestros más profundos deseos de un paraíso inmanente fracasar de manera mitológica, no hemos hecho más que abandonarnos a un mal querido fin de la historia? ¿Es esto todo lo que tenemos? Pero nosotros también podríamos preguntarnos: ¿Es esto todo lo que tienes, Myke? ¿No era que la vida también podía golpear más fuerte? Algo que jamás olvidará nuestra raza es que, incluso en los estadios más tétricos del ring, sigue existiendo la palabra esperanza.
Esperanza. Cuando la verdad y la bondad han sido atacadas por todos los frentes, desde el cientificismo positivista hasta las últimas filosofías de moda, nuestra última esperanza es la belleza. La razón es muy simple: no podemos negar su efecto en nuestra alma, y la certeza de la propia experiencia es inmune a cualquier tratado y a cualquier método, por más que los racionalistas pretendan lo contrario. Kieslowski, saliendo de una reunión a las afueras de París cuando acababa de terminar de grabar Le double vie de Véronique, dijo que “Una chica de quince años se me acercó y dijo que había ido a ver mi película. Había ido una, dos, tres veces y sólo quería decirme una cosa… que se había dado cuenta de que existe el alma. Antes no lo sabía, pero ahora sabía que el alma existe” [2].
La esperanza, la profundísima esperanza que se aloja en la belleza de la nostalgia y en el arraigado amor de quienes rodean el púlpito de la vida es la única antorcha que a la secularizada alma occidental, que al flagelado espíritu adolorido de Hispanoamérica, le queda por levantar frente al dolor y las miserias propias de la vida. Frente al dolor, música. Frente al vacío, la Palabra. Cuánta razón tenía Dostoyevski cuando dijo que la belleza salvaría al mundo: a la parisina, la belleza le recordó la inmortalidad del alma.
Notas
[1] Avenida de Santiago de Chile, conocida especialmente por cruzar el centro financiero de la ciudad.
[2] “A fifteen-year-old girl came up to me and said she had been to see my movie. She’d gone once, twice, three times and only wanted to say one thing really… that she realized there is such a thing as a soul. She hadn’t known before, but now she knew that the soul does exist”.
alegría angustia Arte belleza cultura dolor Dostoievski esperanza hedonismo Kieslowski materialismo monotonía Myke Tyson nihilismo nostalgia postmodernidad sequedad tristeza vacío
Last modified: diciembre 4, 2024