Una reflexión de los ángeles de la guarda a partir de Pinocho y Cenicienta
Cuando Mario Vargas Llosa ganó el Premio Nobel de literatura el año 2010 realizó dos significativas afirmaciones: la literatura había permitido la formación de las conciencias y colaborado con una mejor comprensión del mundo en el que nacimos, transcurrimos y morimos (Vargas, Mario.; “Elogio de la lectura y la ficción”). La buena literatura, por tratarse de una representación imaginaria pero fidedigna de la realidad, conduce a las personas al descubrimiento de la verdad del hombre, el cosmos y las realidades trascendentes. Esto ocurre especialmente en el terreno de la fantasía, que no solo permite un elevamiento de la inteligencia, sino también del corazón, pues la lectura de la bella prosa enciende los afectos que nos conducen a ser mejores. Cuando el hombre conoce en verdad surge en él el deseo por lo realmente bueno. Además, cuando la literatura es infantil surge una perspectiva misteriosa, la del infante: lo conocido se comienza a entender con una singular simplicidad y claridad, y nunca se le deja de admirar y prestar cierta reverencia.
Por estas razones no es fútil acercarse a verdades tan nobles como la de los ángeles de la guarda mediante cuentos de niños. En ellos podremos contemplar, en cuanto representaciones imaginativas de la realidad, la verdad de estos espíritus enviados por Dios para el cuidado de los hombres. Veremos que en estas obras habrá personajes que, por realizarse en ellos la razón de custodia y por ejercerla con amor, ejemplificarán convenientemente la labor de nuestros ángeles custodios, que con fidelidad nos dirigen hacia el cielo en donde podremos gozar junto con ellos de la máxima felicidad a la que nos llama nuestro común Creador.
Lo interesante de la literatura universal es que tiene la fuerza para llegar a todos los rincones del planeta, de modo tal que las obras magnas pasan a ser conocidas por todos los hombres y mujeres: pasan a formar parte de la cultura. Pinocho es una de estas. La historia del niño de madera que desea convertirse en uno de verdad es conocida, al menos de oídas, por casi todos los niños y niñas. Dudo mucho que exista algún joven cuyos padres no lo hubieran amenazado con el crecimiento de la nariz frente a las eventuales mentiras “blancas” que hubieran podido llegar a decir. Volviendo al cuento, Pinocho no era un niño del todo bien portado; es más, en la obra lo describen como un ingrato, cuestión que nos recuerda que incluso en la tierna infancia pueden dejarse ver los efectos del pecado original. Tal era su comportamiento que recién llegado a la existencia ofendió a su padre e hizo que por accidente este terminara en la cárcel. Lamentablemente su conducta no mejoró, sino que fue empeorando en el torbellino de la desobediencia y los atractivos del mundo; no obstante, tal y como en el corazón del hombre no existe solo cizaña, Pinocho presentaba, de vez en cuando, momentos de lucidez y bondad, los que nos permiten recordar que en todo corazón, y mucho más en el del niño, siempre queda nobleza, vestigio de nuestro Creador. Aunque tal era la situación del niño de madera, muchos personajes, fundados en un amor misericordioso, decidieron ayudarlo e ir mostrándole el camino hacia el bien. Tal fue el caso del grillo parlante y el hada de cabellos azules –que nos recuerdan a nuestros ángeles de la guarda. Aquel le decía: “¡Ay de los niños que se rebelan contra su padre y abandonan caprichosamente la casa paterna! Nada bueno puede sucederles en el mundo, y pronto o tarde acabarán por arrepentirse amargamente!”. Y ella –el hada– lo salvaba continuamente de los grandes peligros a los que el desdichado niño se exponía, como los de la serpiente y el dragón, que nos recuerdan al demonio y sus secuaces. Ya cerca del final de la historia, y de manera inesperada, mostró un profundo cambio que lo llevó a realizar actos verdaderamente heroicos en favor de su padre, quien lo había amado desde el principio. Eso lo llevó a merecer el premio concedido por el hada, quien atendiendo a su hondo y constante deseo, lo convirtió en un niño de verdad, de modo semejante a como Dios resucitará al justo por haber merecido, a causa de las buenas obras realizadas en gracia, la vida eterna. Y todos conocemos el final: vivió feliz junto a su padre por siempre (cfr. Collodi, Carlo.; “Pinocho”).
No es fútil acercarse a verdades tan nobles como la de los ángeles de la guarda mediante cuentos de niños. En ellos podremos contemplar, en cuanto representaciones imaginativas de la realidad, la verdad de estos espíritus enviados por Dios para el cuidado de los hombres.
Lo interesante de la literatura escrita en los siglos pasados es su íntimo vínculo con la verdad cristiana. Por eso no es de extrañar, por ejemplo, que el consejo del grillo-parlante nos remita inmediatamente a la parábola bíblica del hijo pródigo: quien se aleja del bien suele sufrir grandes infortunios que, por disponerlo la Providencia, lo llevan a considerar la paz perdida que gozaba en la casa del padre. Este grillo y el hada fueron verdaderos custodios de Pinocho, quien hubiera terminado muerto o convertido en burro si no fuera por los constantes consejos y ayudas de estos bienhechores. A semejanza de ellos, el ángel de la guarda cuida al hombre y lo dirige hacia el bien (S. Th., I, q. 113, art. 1, co.), según afirma la escritura: “He aquí que enviaré mi ángel que vaya delante de ti y te guarde (Éxodo 23, 20). Esta amorosa labor la realizan de diversas maneras, como por ejemplo, mediante la contención de los demonios para que no hagan todo el mal que ellos quisieran, procurando que las tentaciones que proceden de ellos sean adecuadas a nuestras fuerzas y podamos vencerlas; a su vez, los ángeles pueden excitar nuestras almas con pensamientos santos y consejos saludables, con el fin de que alabemos a Dios y procedamos con rectitud en nuestra peregrinación hacia la Nueva Jerusalén; además, ofrecen a Dios nuestras oraciones e imploran el auxilio divino sobre nosotros, de manera tal que si nuestra fe y caridad no alcanzan a merecer ante Dios, podamos obtener, de todos modos, los dones divinos mediante sus amorosa intercesión; también, iluminan nuestro entendimiento proporcionándole las verdades de modo más fácil a través de la imaginación, en la que pueden actuar directamente en razón de su perfección ontológica; y, por último, nos asisten de manera particularísima en el momento de nuestra muerte, que es cuando más los necesitamos, por determinarse en ese momento nuestro destino eterno (Royo, Antonio., “Dios y su obra”).
La meditación de sus obras nos lleva a concluir forzosamente lo siguiente: los ángeles de la guarda son nuestros verdaderos amigos. Todo amigo quiere para su amigo que exista y viva, todos los bienes, hacerle el bien y deleitarse con su convivencia (S. Th., II-II, cuestión 25, artículo 7), cuestión que los ángeles hacen de la mejor manera y con la mayor caridad posible. Ellos procuran nuestra existencia y vida en el espíritu cuando nos alejan del pecado y nos persuaden de acercarnos a Dios; nos consiguen bienes del Señor mediante sus ruegos; nos hacen el bien iluminando nuestra alma para que podamos gustar desde ya la contemplación de la mismísima Verdad que conoceremos del todo en el cielo; y se deleitan en nuestra convivencia por cuanto esperan celosamente que nos salvemos para correinar con nosotros en el cielo.
El consejo del grillo-parlante nos remita inmediatamente a la parábola bíblica del hijo pródigo: quien se aleja del bien suele sufrir grandes infortunios que, por disponerlo la Providencia, lo llevan a considerar la paz perdida que gozaba en la casa del padre.
No solamente Pinocho es un buen ejemplo para acercarnos a la comprensión de los ángeles custodios como espíritus enviados en favor de los hombres, sino que también existen otras obras que nos pueden iluminar en torno a esta verdad. Tal es el caso de Cenicienta, joven justa que le tocó vivir, diría el cristiano, el encuentro con la cruz.
Ella era una joven de incomparable dulzura y bondad que vivía junto a su padre, madrastra –de altanero y soberbio carácter– y dos hermanastras que habían heredado, para desgracia de ella, los vicios de su madre. La bondad de alma de la muchacha y los grandes dones con la que fue dotada por la naturaleza, le ganaron la envidia de su madrastra y hermanastras, las cuales la hicieron pasar por muchas humillaciones. Dentro de las formas que tenían de molestarla, se encontraba el sobrenombre que le atribuyeron, Cenicienta, por estar siempre llena de cenizas a causa de las labores de limpieza que le tocaba hacer cerca de la chimenea. Resulta interesante la actitud de la noble muchacha, pues pese a las humillaciones e injusticias que sufría, todo lo padecía con paciencia y no dejaba de procurar el bien a las que le hacían el mal; siempre, por ejemplo, aconsejó bien y con sinceridad a sus hermanastras acerca de lo que ellas le preguntaban. Su figura, en este sentido, nos recuerda a san Pablo, quien exhorta al cristiano a no solo ser pacientes en la tribulación sino también a vencer el mal mediante el bien (Romano 12, 12-21); y también es fiel reflejo de las enseñanzas del Maestro, quien nos llama a hacer el bien incluso a quienes nos persiguen (Mateo 5, 43-48). Mientras esto acontecía, un día llegó la noticia a la casa de Cenicienta acerca de una fiesta que el Rey haría por su hijo, el príncipe, quien ya estaba en tiempo de casarse –esto nos puede hacer recordar a las consagradas, esposas del Hijo; esto significaría para la muchacha un cambio total en su vida. A Cenicienta, como es de esperar, no le permitieron ir al baile en medio de las típicas burlas que solían hacer hacia su persona, pero mientras ella lloraba en medio de una profunda y justificada tristeza, se le apareció su madrina –su ángel, diríamos nosotros–, quien no solo la consoló sino que le concedió su deseo de ir a la fiesta, otorgándole una bella carroza y un precioso vestido. Todos conocemos qué ocurrió después: terminó desposada con el príncipe y vivió con él feliz para siempre (Perrault, Charles.; “Cenicienta”).
Cuando se mira este cuento con ojos sobrenaturales, salta a la luz el papel que tienen los ángeles de la guarda en relación al justo que sufre. En esa línea, los teólogos enseñan que es parte de la misión divina de los ángeles custodios la de consolar a los hombres en los infortunios de la vida, sean estos físicos, como una enfermedad, o morales, como una injusticia padecida, tal y como la madrina lo hace con Cenicienta; todo esto ocurre, no obstante, a que ellos –los ángeles– saben que en estos acontecimientos se guarda perfectamente el orden de la justicia divina. Si los espíritus puros confortaron a Cristo en su agonía en Getsemaní (Lucas 22,43), parece natural que lo hagan con todos sus redimidos (cfr. Royo, Antonio.; “Dios y su obra”). Esta misión pueden realizarla de diversas maneras, pero la más común, intuyo, es la efectuada mediante la iluminación de verdades a través de la imaginación, por ser la contemplación de la verdad un significativo remedio contra la tristeza, que es mayormente eficaz mientras más amante se sea de la sabiduría (cfr. S. Th., I-II, q. 38, art. 4, co.). En la misma línea comenta san Agustín en Soliloq., citado por el Aquinate en la misma cuestión 38: “Parecíame que si aquel resplandor de la verdad se descubriese a nuestras mentes, o que yo no habría que sentir aquel dolor, o que, ciertamente, lo habría tenido por nada”. Si los ángeles son personas que ya pertenecen a la patria celestial y se encuentran contemplando en todo momento la esencia divina, esto es, la mismísima Verdad, puede afirmarse con seguridad que su consuelo mediante iluminación es una realidad muy noble y algo por lo que debemos agradecer y retribuir mediante el culto de dulía. Esto nos lo recuerda Cenicienta, quien agradeció con ímpetu las generosas dádivas de su madrina.
Mientras ella lloraba en medio de una profunda y justificada tristeza, se le apareció su madrina –su ángel, diríamos nosotros–, quien no solo la consoló sino que le concedió su deseo de ir a la fiesta, otorgándole una bella carroza y un precioso vestido.
Los ángeles de la guarda, como decíamos, están junto al hombre en todo sufrimiento, pero se encuentran mucho más cerca todavía en los de mayor magnitud, como es, por ejemplo, el causado por las purificadoras llamas del purgatorio. Allí nuestros amigos celestiales nos recuerdan, procurando así nuestro consuelo, que ya nos encontramos salvados, que se acerca nuestra eventual liberación, que Jesús y María nos aman significativamente y que poco queda para empezar a gozar de la bienaventuranza que a los justos les espera (Royo, Antonio., “Dios y su obra”).
Como no hay mejor lectura que las que surgieron de la pluma de los encendidos en caridad, es necesario, para terminar, atender a las reflexiones de San Bernardo, quien comentando el salmo 90 (“mando sus ángeles para que te guarden en todos tus caminos”) dijo lo siguiente:
“¡Cuánta reverencia deben infundirte estas palabras, cuánta devoción deben inspirarte, cuánta confianza deben darte! La reverencia, por su presencia; la devoción, por su benevolencia; la confianza, por su custodia (…) Están presentes para tu bien; no solo contigo, sino que están para tu defensa” (San Bernardo.; Obras completas).
Last modified: octubre 10, 2024