
Casualidades providenciales en la vida del Aquinate
Explica Tomás de Aquino, citando la Ética a Eudemo, que los hombres verdaderamente afortunados son aquellos que, por causa divina, se inclinan al bien. En ese pasaje, Aristóteles se refiere a la inspiración de pensamientos y voluntades, recordando quizás el dáimon de Sócrates. Pero hay otra suerte, otro género de benéficos eventos per accidens: aquellas coincidencias que, por reiteradas e insólitas, parecen indicar un designio providencial, dirigiendo a sus protagonistas hacia un feliz destino. En este año, cuando celebramos el octavo centenario del nacimiento de Tomás de Aquino, señalaré aquí algunas de estas coincidencias sorprendentes, que contribuyeron a convertirle en el Doctor Común.
Tomás nació en una familia de la pequeña nobleza militar; en una época de guerras entre el papado y el emperador Federico II; y en un lugar de frontera. Por estas circunstancias, es fácil adivinar que su padre, Landulfo de Aquino, tuvo especial interés en ganar influencia en un lugar de enorme importancia estratégica y cercano a sus feudos: la gran abadía benedictina de Montecassino. Cabe suponer que tal interés contribuyó a que ofreciera allí, como oblato, a uno de sus hijos pequeños, Tomás, de cinco años, con el fin de que se formase como monje y, con suerte, llegase a ser abad del lugar. En Montecassino, Tomás aprendió una vida de trabajo intelectual, piedad y silencio contemplativo; pero, además, tuvo acceso a una de las principales bibliotecas de su tiempo, con fuentes insólitas que, muchos años después, él sería el primero en emplear, como las actas de los concilios de Éfeso y de Calcedonia traducidas siglos antes por Rufino. Sobre todo, Tomás aprendió allí a leer y escribir, precisamente en uno de los lugares donde mejor se cultivó la prosa latina del ars dictaminis, que el jovencísimo Aquinate asimiló en plenitud. Incluso cuando, años más tarde, escribe a toda velocidad, y la mano no alcanza la velocidad de sus pensamientos, le brota espontáneamente el difícil arte del cursus latinus: así cabe apreciarlo en el autógrafo de Contra Gentiles. Si Tomás de Aquino escribe frases redondas, concisas, claras, sonoras, es por la buena fortuna de haber aprendido sus primeras letras en Montecassino, providencialmente.
Su padre, Landulfo de Aquino, tuvo especial interés en ganar influencia en un lugar de enorme importancia estratégica y cercano a sus feudos: la gran abadía benedictina de Montecassino. Cabe suponer que tal interés contribuyó a que ofreciera allí, como oblato, a uno de sus hijos pequeños, Tomás, de cinco años.
Tras pasar allí varios años, y cuando alcanza una edad entonces habitual para ingresar en la universidad, estalla una nueva guerra entre el emperador y el papa, que hace temer un próximo asalto militar a Montecassino. Tal es la circunstancia providencial por la que su familia lo saca de Montecassino y lo manda a Nápoles, para estudiar en su universidad, fundada por el emperador Federico II. Así, por otra ocasión fortuita, Tomás comienza sus estudios universitarios en la que, entonces, era la segunda ciudad más importante de Europa, y en un centro académico que el emperador había convertido en lugar privilegiado para el estudio de Aristóteles y los pensadores árabes. Esto, a su vez, permitió también que el futuro Doctor Común conociese y tratase asiduamente a los dominicos, y que por ese medio recibiese su vocación de estudio y enseñanza.
Años antes, estos mismos dominicos de Nápoles habían tenido una muy mala experiencia al recibir como novicio a un joven noble alemán, cuya familia lo arrebató del convento violentamente. Quizás por esta y otras razones, decidieron sustraer a Tomás de la influencia de su familia, y lo enviaron secretamente a París. Enterada e indignada, la madre de Tomás, que también era su señora feudal, ordenó interceptarlo y encerrarlo en un castillo de la familia. Este aislamiento, de poco menos de un año, fue aprovechado por Tomás para aprenderse de memoria la Biblia y algunas otras obras, un conocimiento clave para su futuro oficio de magister in Sacra Pagina. El grado de conocimiento bíblico alcanzado por Tomás durante esta etapa de encierro y estudio fue tal que, años después, su maestro Alberto Magno escribiría: “aquí os envío otro Tomás de Aquino, perfecto conocedor de la Escritura”. A la luz de los frutos que daría tal aprendizaje, bien puede estimarse como afortunada esta etapa de encierro, sin nada que hacer salvo meditar las Escrituras.
Liberado Tomás por su madre, los dominicos retoman su plan precedente y le envían a proseguir sus estudios en la Universidad de París, la más importante de Occidente, situada en la ciudad que, entonces, era la principal de Europa. Providencialmente, Tomás llega allí justo cuando ocupa la cátedra dominica para no franceses el principal filósofo y teólogo de su tiempo, san Alberto Magno. Esta nueva circunstancia providencial permite que el futuro Doctor Común reciba su formación en teología sistemática de quien mejor podía enseñarle el modo de sintetizar fielmente la sabiduría cristiana con los distintos saberes humanos. La formación previa recibida por Tomás, junto a su excepcional calidad intelectual y humana, permite entender muy bien su conexión con Alberto y que éste, tres años después, lo llevase con él a Colonia, para proseguir sus estudios. Allí pudo asistir a los comentarios de su maestro al corpus del pseudo-Dionisio y a la Ética a Nicómaco, obras magistrales cuya influencia en el pensamiento de santo Tomás resultó decisiva.
En los siete años transcurridos con san Alberto, Tomás de Aquino, además de teología y filosofía, aprendió también algunos otros saberes que serían importantes en su vida: así, por mencionar sólo algunos, el nuevo sistema de edición universitaria mediante el sistema de peciae y de exemplares; la investigación documental, a la búsqueda de nuevas fuentes, en archivos y bibliotecas de especial riqueza de fondos; la diplomacia y el trato con altos personajes; y el interés por las ciencias naturales. Sin esta coincidencia, providencial, de los dos hombres, Alberto y Tomás, este último nunca habría llegado a ser quien fue. Y esto, no solo por lo aprendido, sino también porque, si Tomás fue enviado después a París para ser maestro en Teología, fue solo por la insistencia incansable de Alberto, apoyado por el cardenal dominico Hugo de Saint Cher, que se encontraba allí de viaje (otra coincidencia providencial).
Providencialmente, Tomás llega allí justo cuando ocupa la cátedra dominica para no franceses el principal filósofo y teólogo de su tiempo, san Alberto Magno.
En sus ocho años en la Universidad de París, antes y después de acceder a la cátedra de maestro en Teología, Tomás demostró su genio y ganó un prestigio que nunca dejó de crecer durante su vida. En esa posición docente, que él no buscó, pudo explicar su pensamiento, no solo a los académicos más prestigiosos de su época, sino también a sus hermanos dominicos, que contribuyeron decisivamente a lo largo de los siglos a propagar su enseñanza. De hecho, cabe pensar que si Tomás no hubiese sido dominico su influencia histórica nunca hubiera llegado a ser la que fue. Pero, además, el cúmulo de circunstancias que fueron coincidiendo para que Tomás accediese a la cátedra parisina le permitieron también contar con un eficaz equipo de secretarios, acceder a fuentes de difícil acceso y, sobre todo, publicar muchas de sus obras principales a través de algunos de los talleres editoriales de mayor prestigio y difusión en su tiempo, como el del stationarius André de Sens.
Escribió Hölderlin que “donde está el peligro, allí está también la salvación”. Y así se cumplió durante esta primera docencia de Tomás en París. Durante toda su estancia allí, sufrió una durísima oposición de la mayor parte de los miembros de la universidad, que exigían de los dominicos que cumpliesen con los estatutos universitarios y renunciasen a su segunda cátedra de Teología, precisamente la ocupada por Tomás. La presión se hizo tan fuerte que, eventualmente, abandonó París y regresó a Italia, donde enseguida fue nombrado predicador general de su orden, un cargo que le permitió viajar y relacionarse con personajes que, andando el tiempo, serían cruciales para su tarea.
No mucho después, tuvo lugar la elección de un nuevo papa, Urbano IV, excelente conocedor de la situación en el Mediterráneo oriental. Pronto reunió un selecto grupo de intelectuales, incluyendo a Alberto Magno y Tomás de Aquino. A este último le encomendó diversos trabajos para lograr los esclarecimientos teológicos necesarios para lograr la unión de católicos y ortodoxos. Y así fue posible que Tomás reuniese e hiciese traducir diversos escritos patrísticos griegos que ayudaron a introducir lo mejor de la teología oriental en la teología católica. A su vez, años más tarde, algunos de los principales teólogos bizantinos traducirían al griego las principales obras del Aquinate. De este modo, Tomás resultó instrumental para esa primera reunificación de la Iglesia que se acabaría logrando en el Concilio de Florencia. Además, su investigación documental daría origen a la primera colección de manuscritos griegos de la biblioteca pontificia. Y sus contactos en la corte pontificia le permitirían traer de los feudos latinos en Oriente a traductores cualificados, como Guillermo de Moerbeke, y copias excelentes de obras clásicas griegas, como el manuscrito Vindobonensis J, la mejor de la Metafísica de Aristóteles.
Pudo explicar su pensamiento, no solo a los académicos más prestigiosos de su época, sino también a sus hermanos dominicos, que contribuyeron decisivamente a lo largo de los siglos a propagar su enseñanza. De hecho, cabe pensar que si Tomás no hubiese sido dominico su influencia histórica nunca hubiera llegado a ser la que fue.
También a título de coincidencia providencial, no quiero dejar de mencionar que Urbano IV provenía de la diócesis donde se originó la devoción y la festividad del Corpus Christi. Llegado a la cátedra papal, ordenó extender dicha fiesta a la Iglesia universal, y encargó a Tomás el oficio y la misa correspondientes. Así, por otra de estas afortunadas casualidades, compuso algunos de los himnos cumbre de la Edad Media, como el Sacris Solemniis, difundido universalmente hasta nuestros días gracias a dicha festividad litúrgica.
La temprana muerte de Urbano IV le permitió volver a la docencia, esta vez en Roma, y emprender dos de sus mayores proyectos: uno, exponer Aristóteles a los latinos, comentando sus escritos y expurgando sus errores teológicos, tal como se había propuesto la Universidad de París y procuró hacer también Alberto Magno. Y, segundo, exponer sistemáticamente su entera teología siguiendo un orden adecuado a la misma: así tuvo origen la Suma Teológica.
Tras varios años, y aún en medio de tamañas tareas, su orden le ordenó regresar a la Universidad de París, para rebatir allí a quienes la combatían y, también, a los averroístas latinos, que iban cobrando fuerza. Así lo hizo, por más que su principal tarea escrita siguió siendo la compleción de los dos proyectos antes señalados. Su docencia en París, con todo, nos ha dejado una herencia que adivino como particularmente amada por Tomás: sus comentarios a las epístolas paulinas, sus obras bíblicas preferidas. El Doctor Común fue, por antonomasia, un magister in Sacra Pagina, un expositor de la Palabra de Dios. En efecto: si, en el prólogo de la Suma Teológica, escribe que es una obra “para principiantes en el estudio de la teología”, es porque la culminación de tal saber es, a su juicio, la comprensión y exégesis solvente de los libros sagrados. Y, entre todos ellos, Tomás prefería los paulinos, pues consideraba a su autor como el magister in Sacra Pagina por antonomasia. En fin: esta segunda docencia de Tomás en París, con motivo de las polémicas antimendicantes y antiaverroístas, fue también providencial, entre otras razones, por darle ocasión a dejar prácticamente culminada su obra exegética preferida.
Dios tenía otros planes para él, y premió su inmensa obra muy pronto, abriéndole las puertas del cielo cuando aún tenía solo 49 años. Pero el modo en que sucedió también presenta misteriosas casualidades.
Tras completar la tarea que se le había requerido, Tomás vuelve a la Universidad de Nápoles. Tengo para mí que allí buscaba un ambiente más tranquilo y propicio para culminar su comentario al corpus aristotélico y, sobre todo, la Suma Teológica. Dios tenía otros planes para él, y premió su inmensa obra muy pronto, abriéndole las puertas del cielo cuando aún tenía solo 49 años. Pero el modo en que sucedió también presenta misteriosas casualidades.
El conjunto de la realidad, para Tomás, forma un ciclo completo, pues todo procede de Dios y retorna a Él. En la vida de Tomás se da algo similar: salió de la casa paterna, entró en una abadía benedictina, luego en los dominicos de Nápoles, fue encerrado después en un castillo de la familia y, finalmente, viajó a la Universidad de París. En sus últimos años, se da, casualmente, un retorno de este proceso: Tomás viaja de la Universidad de París al convento dominico y la Universidad de Nápoles; poco después, enfermo, es llevado a descansar al castillo de su hermana pequeña, Margarita, la que más le visitó y consoló durante su encierro juvenil en otro castillo de la familia. Posteriormente, Tomás emprende un viaje durante el cual escribe su última obra, dirigida al abad de Montecassino. Este viaje terminará en una abadía benedictina, Fossanova, donde muere y regresa a la casa del Padre (donde sin duda encontrará de nuevo a sus propios padres). Misteriosamente, hay un cierto paralelismo inverso entre el inicio y el fin del curso vital de Tomás: ¿casualidades?
He querido señalar aquí el cúmulo de circunstancias fortuitas que fueron dando forma a la biografía de Tomás de Aquino, por cuyos frutos bien pueden calificarse como afortunadas y, en sentido aristotélico tomista, providenciales. En aras de la brevedad, omito otras. Basten las expuestas como homenaje al gran maestro y patrono, en este octavo centenario de su nacimiento.
Profesor de Metafísica, Universidad de Navarra
Last modified: marzo 18, 2025