
Ordo amoris: comentarios a Zegers, Médaille, Cifuentes, Tagle y Díaz
Agradezco enormemente los comentarios y respuestas de Juan Enrique Zegers, John C. Médaille, Alejandro Cifuentes, Jaime Tagle y Felipe Díaz a mi columna “Ordo amoris: J.D. Vance y la inmigración”. Unos pocos días después de haberla escrito, y un día antes de que saliera publicada aquí en Suroeste, el Papa Francisco ―por quien rezamos para su pronta recuperación― envió a los obispos de Estados Unidos una carta en la que abordaba el asunto del orden de los amores y su relación con el fenómeno migratorio, lo que sin duda contribuyó a que el debate adquiriera un segundo aire. Médaille, a raíz de esta carta, ha sido respetuosamente crítico de mi postura, ante lo cual no puedo ver sino una oportunidad para profundizar y depurar, con cierta terquedad, los argumentos ya planteados en la columna original.
Me parece que la aparente contradicción entre la posición de Vance y la de sus críticos ha quedado bien planteada en la columna de Alejandro Cifuentes: tenemos “por un lado, la postura «agustino-tomista» y por otro la «del buen samaritano»”. Digo aparente, pues, entendiendo que siempre hay espacio para diferencias interpretativas, existe una verdad sobre el asunto; nada más está pendiente hallarla.
El Aquinate indica justamente que “el afecto de la caridad, que es inclinación de la gracia”, posee un orden al igual que las inclinaciones propias de la naturaleza humana, inteligibles racionalmente “porque una y otra proceden de la sabiduría divina”, del Dios que también es logos (cfr. S. Th., II-II, q. 26, a. 6).
Ya alguna vez Benedicto XVI había hecho notar la importancia de esta dicotomía entre el “intelectualismo agustiniano y tomista”, que representa la “síntesis entre espíritu griego y espíritu cristiano”, y otras corrientes más escépticas respecto de las posibilidades de la razón, y por tanto más abiertas ―al menos en apariencia― al misterio de la fe y el amor. La idea de un orden de los amores, del que se deriva una jerarquía de los deberes y obligaciones, efectivamente podría sonar a ese tipo de “sistematización de la teología totalmente dominada por la filosofía” de la que tanto rehuyeron los críticos del pensamiento escolástico. Esta incompatibilidad entre fe y razón, sin embargo, no podría ser tal, pues
el Dios verdaderamente divino es el Dios que se ha manifestado como logos y ha actuado y actúa como logos lleno de amor por nosotros. Ciertamente el amor, como dice san Pablo, “rebasa” el conocimiento y por eso es capaz de percibir más que el simple pensamiento (cfr. Ef. 3, 19); sin embargo, sigue siendo el amor del Dios-Logos, por lo cual el culto cristiano, como dice también san Pablo, es λογικη λατρεία, un culto que concuerda con el Verbo eterno y con nuestra razón (cfr. Rm. 12, 1). (Ratzinger, J.; “Fe, razón y universidad”).
Con lo anterior pretendo defender la postura ―también sostenida en la primera columna― de que tanto una meditación serena de la parábola del buen samaritano, como a la que nos exhorta el Papa Francisco, y una cuidada lectura de los textos de San Agustín y, particularmente en esta columna, de Santo Tomás de Aquino, debiesen llevarnos a un mismo resultado, aunque por diferentes vías. Al decir de Jaime Eyzaguirre, “si la mística había alcanzado a la divinidad en un vuelo maravilloso de amor, la escolástica debía conducir al mismo punto a través del razonamiento” (Eyzaguirre, J.; “Signo e imagen del medioevo”).
Tal compatibilidad implica asumir que, en medio del enorme misterio que rodea a la condición humana, existe un orden discernible por la razón. El Aquinate indica justamente que “el afecto de la caridad, que es inclinación de la gracia”, posee un orden al igual que las inclinaciones propias de la naturaleza humana, inteligibles racionalmente “porque una y otra proceden de la sabiduría divina”, del Dios que también es logos (cfr. S. Th., II-II, q. 26, a. 6). Por lo mismo, para el Doctor Angélico no es una casualidad que el texto bíblico mandate a “honrar de manera especial a los padres” (Éxodo 20-12) o que advierta que “si alguno no mira por los suyos, sobre todo por los de su casa, ha renegado de la fe y es peor que un infiel” (Timoteo 5-8) (cfr. S. Th., II-II, q. 26, a. 7-8). El orden de la naturaleza debe corresponderse con la verdad revelada.
El evangelio nos recuerda que la decisión de migrar está muchas veces motivada por el deseo de proteger a los propios allegados de los males causados por gobernantes inescrupulosos y derechamente inmorales, como ocurre en el caso de millones de venezolanos que escapan de la dictadura de Nicolás Maduro.
Siguiendo a San Agustín, el nacido en Roccasecca afirma que es cierto que todos los hombres deben ser amados por igual, pues en cuanto a hijos de Dios, a “todos deseamos el mismo bien en general, a saber, la bienaventuranza eterna”. En otro sentido, sin embargo, “se puede hablar de un amor mayor por razón de la intensidad mayor del acto de amor. Bajo este aspecto, no es menester amar por igual a todos los hombres” (cfr. S. Th., II-II, q. 26, a. 6). Médaille ya ha detallado en su columna la jerarquía de la caridad descrita por Santo Tomás en razón de la “intensidad” del acto de amor, pero me permito hacer doble click en algunas líneas, dada su atingencia para el asunto en cuestión:
Hay incluso otro modo de amar por caridad más a nuestros allegados, y consiste en amarles de más formas. Con quienes no lo son no tenemos más amistad que la de la caridad. Con nuestros allegados, en cambio, tenemos otras amistades, en función de la distinta unión que tengan con nosotros. Dado, pues, que el bien sobre el que se funda cualquier amistad honesta está ordenado, como a su fin, al bien sobre que se funda la caridad, síguese de ello que la caridad impera el acto de cualquier otra amistad, como el arte, cuyo objeto es el fin, impera los actos de lo que conduce a él. En consecuencia, amar a uno porque es consanguíneo o allegado, conciudadano, o por cualquier otro motivo lícito ordenable al fin de la caridad, puede ser imperado por esta virtud. De esta suerte, por la caridad, tanto por la actividad propia como por los actos que impera, amamos de muchas maneras a los más allegados a nosotros (cfr. S. Th., II-II, q. 26, a. 7).
Amar apropiadamente a nuestros familiares, conciudadanos y allegados en general adquiere una connotación particular en virtud del vínculo específico que tenemos con ellos. Así, amar al propio hijo ―como lo sabe cualquier persona que ha tenido la dicha de ser padre― no implica solamente desear su bienaventuranza eterna, la cual debemos desear para el hijo de toda persona en cualquier parte del mundo. No; la inclinación a amar a los hijos es claramente más intensa desde el punto de vista del conjunto de deberes y responsabilidades prácticas que demanda la naturaleza o actividad propia de la institución familiar. Lo mismo ocurre con mi vecino y conciudadano: en razón del fin que nos vincula, el bien común o el bien de la polis, estamos ordenados a expresar nuestro amor en el cumplimiento de una serie de obligaciones concretas.
Ya hemos insistido lo suficiente en la columna anterior en la importancia de no convertir estas jerarquías en principios absolutos. El mismo Aquinate se encarga de recordar constantemente la importancia del juicio prudencial, ese mismo que el samaritano, impulsado por la gracia divina, utiliza para acudir al más necesitado en la situación concreta. Como bien ha dicho Médaille, “los necesitados que encontramos en el camino tienen prioridad sobre nuestra propia comodidad y fortuna”, o incluso sobre la de nuestros familiares y conciudadanos, si es que así lo ordenan la caridad y la prudencia. Sin embargo, dicho análisis tampoco nos puede llevar al extremo opuesto de obviar los principios generales. No pensaríamos bien de la persona que acude a la ayuda del migrante necesitado o que dona dinero para ayudar a los pobres de un continente lejano, si al mismo tiempo abandona a sus hijos o incumple las leyes justas de su ciudad. De hecho, veneramos a San José justamente por su compromiso irrestricto con sus más allegados, Jesús y María, pues es reflejo de un amor ordenado tanto por la gracia como por la comprensión racional de la naturaleza de la relación familiar, y en consecuencia de las responsabilidades que le caben como esposo y padre adoptivo que es.
Es relevante que quienes se integran al país lo hagan no solo por la vía de la legalidad (el cumplimiento de la ley es un primer paso para la sustentabilidad de un país), sino que también con la disposición de respetar y adoptar los hábitos que definen a una cultura nacional.
Ahora bien, no podemos olvidar que la Sagrada Familia también fue migrante. Un ángel apareció en los sueños de José y le dijo “Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto. Quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo” (Mateo 2:13-15). El evangelio nos recuerda que la decisión de migrar está muchas veces motivada por el deseo de proteger a los propios allegados de los males causados por gobernantes inescrupulosos y derechamente inmorales, como ocurre en el caso de millones de venezolanos que escapan de la dictadura de Nicolás Maduro. Por lo mismo, es clave entender que la pregunta que estamos llamados a responder no es si acaso recibir o no inmigrantes en el propio país (esa sería la lógica de los absolutos que ya hemos descartado), sino cómo recibirlos, bajo qué reglas y en qué proporciones. Para ello, me limito a señalar dos cuestiones fundamentales.
La primera es que hay que cuidarse de no confundir una recta caridad cristiana con eso que Pierre Manent denomina “religión de la humanidad”, que en nombre de la ilusión de ver un mundo sin fronteras, olvida que el territorio, la cultura y el régimen político de un país son una condición previa del bienestar tanto de sus propios ciudadanos como de los migrantes que llegan a él en busca de mejores oportunidades:
No hay contradicción entre el mandato de prestar ayuda y la existencia de fronteras. Las fronteras son la condición de existencia de una asociación política capaz de prestar ayuda. ¿Qué ser humano, aunque sea medianamente consciente, puede soñar con un mundo sin fronteras? Antes he hablado de nuestra educación común o nacional. No hay educación superior donde los hombres no puedan enorgullecerse de lo que realizan con su acción común. Sin embargo, no hay acción común ni educación común sin separación, y ¿qué separación más humana y civilizada que la de una frontera bien trazada? (Manent, P.; The religion of humanity: The illusion of our times).
Algunos podrían pensar que el Papa Francisco contradice a Manent en su carta a los obispos estadounidenses, cuando afirma que preocuparse por la identidad comunitaria o nacional, al margen de la virtud de la caridad, “fácilmente introduce un criterio ideológico que distorsiona la vida social e impone la voluntad del más fuerte como criterio de verdad”. No obstante, quien haya seguido el argumento hasta este punto (¡gracias al lector por la paciencia!) se dará cuenta de que no existe contradicción alguna. Compete a una ponderación prudencial inspirada en el amor el resolver cómo integrar dentro de nuestro proyecto país, entendido como una comunidad con su propio horizonte de sentido, a aquellos que desesperadamente están a la búsqueda de uno, a la vez que somos capaces de proveer de las condiciones mínimas para prolongar esa comunidad en el tiempo. Por eso es relevante que quienes se integran al país lo hagan no solo por la vía de la legalidad (el cumplimiento de la ley es un primer paso para la sustentabilidad de un país), sino que también con la disposición de respetar y adoptar los hábitos que definen a una cultura nacional, siempre conservando espacios para desplegar los propios.
La experiencia reciente demuestra que cuando se impone una mentalidad exclusivamente elitista y cosmopolita, olvidando que cada país es una unidad política concreta, los sectores más desvalidos desplazan sus preferencias electorales hacia grupos considerados “nacionalistas” o “anti-globalistas”.
Esa ponderación prudencial a la que hemos hecho mención corresponde en mayor medida al gobernante, lo que nos lleva a nuestro segundo punto. Ya hemos establecido, de la mano de Santo Tomás de Aquino, que el amor admite graduaciones de intensidad en consideración de las comunidades naturales de las que formamos parte, así como de los roles específicos que cumple cada quien dentro de ellas. De esta forma en su rol de líder de una unidad política el gobernante tendrá, por regla general y no absoluta, a los ciudadanos de la polis (o el Estado-nación en el caso moderno) como principales allegados, especialmente a los más pobres. El Papa ha recordado en su carta la importancia de “la maduración de una política que regule la migración ordenada y legal”, sin que ello llegue a “construirse a través del privilegio de unos y el sacrificio de otros”. Nuevamente, aquí no hay una contradicción: el gobernante, en virtud del amor más intenso que le es debido a las personas pobres que tiene a su cuidado, debe procurar por una migración ordenada en donde estos no sean los principales “sacrificados”. De hecho, la experiencia reciente demuestra que cuando se impone una mentalidad exclusivamente elitista y cosmopolita, olvidando que cada país es una unidad política concreta, los sectores más desvalidos desplazan sus preferencias electorales hacia grupos considerados “nacionalistas” o “anti-globalistas”.
Me parece que Jaime Tagle hace un buen trabajo en su carta al Editor, al recordar los distintos factores por los cuales las élites de Chile ―pero sospecho que también en otras latitudes― suelen ser más condescendientes con los flujos masivos de inmigración ilegal. En la práctica, no son ellas quienes experimentan el choque cultural ni disputan espacios o cupos en escuelas y hospitales. Tagle ha sido aún más duro, al constatar que “existen ricos epulones” no solo entre las élites económicas, sino que también “entre los migrantes que se enriquecen en un nuevo país en la sombra de la ilegalidad”. ¡Y es que estamos frente a un debate que no destaca por su simplicidad!
Frente a todas estas aristas, la idea del ordo amoris constituye un principio orientador, no una solución. Estos escritos son un esfuerzo por ofrecer un conjunto ―no taxativo, por supuesto― de bienes humanos relevantes a tener en consideración al momento de aplicar reglas generales al caso concreto, insistiendo ―a riesgo de parecer disco rayado― en la importancia de la prudencia y el amor. De allí podrá derivarse una amplia gama de acciones, algunas más flexibles, otras más severas, dependiendo de las circunstancias.
Director de Revista Vértice
Last modified: marzo 18, 2025