2025 02 10cifuentes vance 1

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Inmigración: comentarios sobre la columna de J.I. Palma

Con ocasión de las nuevas políticas migratorias de Estados Unidos, se ha dado en esas tierras un intenso debate acerca del ordo amoris. Es decir, acerca de si se debe amar ―y, por tanto, buscar el bien― de todos por igual, o si se debe amar ―y buscar el bien― de todos según una jerarquía, esto es, priorizando a unos por sobre otros.

1. Dos posturas

Al respecto, José Ignacio Palma publicó una columna hace unos días siguiendo la posición de J. D. Vance, el vicepresidente de Estados Unidos [1]. En dicha columna, al alero de San Agustín y  Santo Tomás, Palma señala que es profundamente cristiana la doctrina según la cual, amando a todos, se debe amar más a unos que a otros. Es bueno y es justo amar con mayor intensidad a los más cercanos y con menor intensidad a los más lejanos. En palabras de Vance, se debe amar primero “a tu familia, luego a tu vecino, luego a tu comunidad, luego a tus conciudadanos y a tu propio país y, luego de eso, puedes priorizar al resto del mundo”. Cristo mismo ―me permito añadir― lo hizo con sus apóstoles. Juan, el más cercano de todos, era por eso mismo “el amado de Jesús” (Jn. 13, 23).

Así las cosas, y volviendo al contexto del debate estadounidense, frente al problema de la inmigración sería, no solo de “sentido común”, sino que también de justicia priorizar a los conciudadanos por sobre los extranjeros cuando la limitación de los recursos impide favorecerlos a todos. Esto, dicho sea, sin olvidar que estos principios deben aplicarse prudencialmente, admitiendo así “excepciones”. Palma mismo lo señala: “por dar un ejemplo, el Aquinate indica que en el caso de aparecerse un extraño en una situación de necesidad extrema, «se debe atender al extraño antes incluso que al padre» que no sufre la misma urgencia” (Palma, J.I.; “Ordo amoris: J.D. Vance y la inmigración”).

Esta postura ―que llamaremos “agustino-tomista”― recibió, sin embargo, abundantes críticas por parte de muchos dentro de la Iglesia norteamericana. Los argumentos en contra fueron varios, pero casi todos coincidieron en la misma idea: el modelo del amor cristiano no es otro que el que predicó Cristo con la parábola del buen samaritano. Es decir, amar y cuidar con suma diligencia, no solo a los cercanos, sino que a todos ―recordemos que por aquel entonces judíos y samaritanos no se trataban mutuamente (cfr. Jn. 4, 9)―. Cierto es que la postura agustino-tomista no es contraria al actuar del buen samaritano, como bien lo señalaba Palma. Sin embargo, lo que para la primera postura es una “excepción” ―un caso extremo, si somos más precisos―, para la segunda es la norma de todo acto de amor. A esta última postura la llamaremos “del buen samaritano”.

Sería, no solo de “sentido común”, sino que también de justicia priorizar a los conciudadanos por sobre los extranjeros cuando la limitación de los recursos impide favorecerlos a todos.

De este modo, el debate por el ordo amoris se configuró en torno a estos dos polos: por un lado, la postura “agustino-tomista” y por otro la “del buen samaritano”.

2. La respuesta del Papa

Armado el debate, el pronunciamiento de la Santa Sede no se demoró en llegar. El Papa Francisco se refirió al asunto en una carta a los obispos estadounidenses con las siguientes palabras:

Los cristianos sabemos muy bien que, sólo afirmando la dignidad infinita de todos, nuestra propia identidad como personas y como comunidades alcanza su madurez. El amor cristiano no es una expansión concéntrica de intereses que poco a poco se amplían a otras personas y grupos. Dicho de otro modo: ¡La persona humana no es un mero individuo, relativamente expansivo, con algunos sentimientos filantrópicos! La persona humana es un sujeto con dignidad que, a través de la relación constitutiva con todos, en especial con los más pobres, puede gradualmente madurar en su identidad y vocación. El verdadero ordo amoris que es preciso promover, es el que descubrimos meditando constantemente en la parábola del “buen samaritano” (cfr. Lc. 10, 25-37), es decir, meditando en el amor que construye una fraternidad abierta a todos, sin excepción (Papa Francisco; “Carta a los obispos de los Estados Unidos de América”).

La posición del Papa es bastante clara. La parábola del buen samaritano es, en efecto, modelo del amor cristiano. Recordemos que esa fue la respuesta de Jesús al ser consultado por el prójimo que debemos amar (cfr. Lc. 10, 29).

Ahora bien, ¿cómo se conjuga esta respuesta con las enseñanzas de san Agustín y de santo Tomás? ¿Acaso no conocían ambos santos la parábola del buen samaritano? ¿Acaso no conoce el Papa las doctrinas del Hiponate y del Aquinate? ¿O será que no se trata de posturas antagónicas? Para poder responder, será necesario precisar algunas cosas relativas al ordo amoris.

3. Algunas consideraciones en torno al ordo amoris

Volvamos brevemente a la noción de ordo amoris, acuñada por san Agustín y enriquecida por santo Tomás. Tanto el uno como el otro tienen un tratamiento diverso de la cuestión, sin embargo, ambos coinciden en un punto especialmente relevante: para ambos el ordo amoris está enmarcado dentro del ordo caritatis, es decir, dentro del orden de la caridad.

Este detalle, que podría pasar desapercibido con facilidad, resulta, sin embargo, de radical importancia. En efecto, que el orden del amor se enmarque dentro del orden de la caridad, virtud por la cual amamos a Dios por Él mismo, supone que un amor bien ordenado ―esto es, virtuoso― busca para el amado los bienes espirituales y divinos antes que los materiales y humanos. Y si busca estos últimos, lo hace tan sólo en razón de los primeros. En este sentido, apelar al ordo amoris para favorecer a los cercanos en la repartición de bienes materiales sin atender a los espirituales no sería más que un sofisma; una perversa aplicación de un principio truncado. Sería, en definitiva, un amor que ha renunciado a los mejores bienes para el amado en pos de los menores; sería un mal amor. Y respecto de la postura “del buen samaritano” la cuestión tampoco es distinta.

 El ordo amoris está enmarcado dentro del ordo caritatis, es decir, dentro del orden de la caridad.

Una correcta comprensión, tanto del ordo amoris como del modelo del buen samaritano, exige, de suyo, la referencia a Dios. Y en esta referencia, dicho sea, se soluciona el aparente conflicto entre la postura “agustino-tomista” y la “del buen samaritano”. Supuesto que el amor se dirige a bienes espirituales, que no se agotan en su uso ni en su posesión, pueden desearse con mayor intensidad para quienes nos son más cercanos sin que eso signifique privar a los más lejanos. Entendido esto, se nos hará manifiesto que no hay contradicción alguna en que sea “menester amar más a un prójimo que a otro” (S.Th. II-II, q. 26, a.6) y que el amor deba construir “una fraternidad abierta a todos, sin excepción” (Papa Francisco; Carta a los obispos de los Estados Unidos de América). Nadie negará que es realmente posible desear la salvación de todos los hombres a la vez que se desea con más intensidad la salvación de un hermano o de un padre. Del mismo modo, nadie debiese negar que hacer lo uno no perjudica lo otro.

Apelar al ordo amoris para favorecer a los cercanos en la repartición de bienes materiales sin atender a los espirituales no sería más que un sofisma; una perversa aplicación de un principio truncado.

Si acaso nos parece que para buscar el bien de nuestros cercanos debemos excluir a los lejanos, eso parece ser signo de que estamos entendiendo el problema desde una óptica errada, atendiendo a aquellos bienes que se agotan en su uso y posesión; atendiendo a los bienes materiales. Pero ¿qué hay que hacer? ¿debemos ignorar los bienes materiales como si no existieran? Por supuesto que no. Tan solo debemos atender al lugar que ocupan dentro del ordo amoris. Si comprendemos que los bienes materiales están ordenados a los espirituales, no nos será difícil saber qué hacer con ellos en cada caso particular: ora buscarlos, ora dejarlos. Lo importante, como señala Juan Enrique Zegers en una carta relativa a la cuestión, es que “en cuanto cristianos no debemos permitir que el amor por nosotros mismos, nuestras familias, comunidad y país oscurezca nuestra responsabilidad de atender a los más necesitados, en los márgenes de nuestro mundo” (Zegers, J.E.; “Vance y la inmigración”).

4. El problema de la inmigración

No ignoro que llegados a este punto más de algún lector quizás se encuentre desconcertado: ¿en qué se relaciona todo esto con el problema de la inmigración? La respuesta es bastante sencilla: la relación entre lo expuesto y las nuevas políticas migratorias de Estados Unidos está en que estas, si son movidas por principios cristianos, deben ser guiadas por la caridad, aquella virtud “por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios” (CCE, 1822). Así, pues, cada decisión que se tome en materia de inmigración ―y en cualquier otra materia―, si nace de principios cristianos debe tener por objetivo acercar a los hombres a Dios. Así como también debe proceder con el mismo cariño y amor que Dios tiene hacia cada uno de los hombres. Y es que amar al prójimo con amor de caridad no es otra cosa que tomar parte del amor que le tiene Dios a nuestro prójimo. Amar al otro junto con Dios.

Amar al prójimo con amor de caridad no es otra cosa que tomar parte del amor que le tiene Dios a nuestro prójimo.

Ciertamente es una directriz un poco amplia. Sin embargo, no toca aquí discutir cómo llevarla a la práctica. Quizás resulte en lo mismo que se está haciendo hoy, quizás no. Le toca al hombre prudente juzgarlo. Lo que importa recalcar, sin embargo, es que nunca se insistirá demasiado en que cada decisión que se tome debe fundarse en el amor de caridad. De lo contrario, como ya lo hemos señalado, apelar al ordo amoris, en cuanto principio cristiano, no será sino un sofisma, más elegante que los que acostumbramos en la política de hoy, pero un sofisma al fin y al cabo.

Autor: Alejandro Cifuentes

Investigador Tanto Monta

Notas

[1] Ha de decirse que esta columna en nada contradice lo dicho por la columna de José Ignacio Palma, tan solo busca complementarlo.

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