
febrero 25, 2025• byJohn C. Médaille
J.D. Vance y la inmigración: una respuesta a J.I. Palma
Pidamos a la Santísima Virgen María de Guadalupe que proteja a las personas y a las familias que viven con temor o con dolor la migración y/o la deportación. Que la “Virgen morena”, que supo reconciliar a los pueblos cuando estaban enemistados, nos conceda a todos reencontrarnos como hermanos, al interior de su abrazo, y dar así un paso adelante en la construcción de una sociedad más fraterna, incluyente y respetuosa de la dignidad de todos.
(Papa Francisco; Carta a los Obispos de EE.UU.)
El Vicepresidente de los Estados Unidos ha causado un gran revuelo con una entrevista en Fox News en la que defendía las políticas de Trump de America First (“Estados Unidos primero”) y acusaba a cualquiera que se opusiera a ellas de “odiar” a Estados Unidos. La entrevista habría sido otro ejemplo insignificante de rencor partidista y de exageración si no hubiera invocado a San Agustín como apoyo, citando el ordo amoris como soporte del nacionalismo radical y confrontacional propio del discurso de America first. Esto suscitó grandes comentarios de todo el espectro político, e incluso una reprimenda papal.
Mientras que el amor debe ser universal, las acciones sólo pueden ser locales. Somos seres en el tiempo y el espacio, que son accidentes de la existencia física.
Pero Vance tuvo ciertamente sus defensores, especialmente en la derecha nacionalista. Robert Reno, editor de la prestigiosa revista First Things, respaldando el nacionalismo de Vance, dice que “Ellos [los liberales, supongo] temen el «nativismo» o a alguna otra manifestación de amar primero a nuestra familia, luego a nuestros vecinos, luego amar a nuestra comunidad, luego a nuestro país, y sólo entonces considerar los intereses del resto del mundo” (Reno, R.R.; J.D. Vance is Right About the Ordo Amoris). En las páginas del sitio web Word on Fire del obispo Barron, Richard Clements afirmaba que “El ordo amoris puede conceptualizarse como una serie de círculos concéntricos que irradian hacia fuera de nosotros mismos, empezando por amar a Dios […]” (Clements, R.; First, Love Locally: J.D. Vance and ‘Ordo Amoris’). Y en las páginas de la Revista Suroeste, José Ignacio Palma afirmó que
La idea abstracta de un amor por la humanidad, que en la práctica no se expresa hacia ninguna persona concreta, suele ser invocada por grupos privilegiados y cosmopolitas para quienes recibir flujos migratorios masivos no significa ninguna afectación grave en su estilo de vida ni en el de sus seres queridos, y que difícilmente realizarán esfuerzos de acogida en sus propios barrios y comunas (Palma, J.I.; “Ordo amoris: J.D. Vance y la inmigración”).
Las acusaciones del Sr. Palma podrían estar justificadas, aunque yo, como alguien que vive en uno de los lugares más diversos de Estados Unidos, no estoy convencido de que sean ciertas. Y no estoy muy seguro de cómo se puede ser a la vez “cosmopolita” sin una migración “masiva”. Los “impactos graves” parecen faltar en mi ciudad, una ciudad en la que, en mis paseos diarios, me encuentro con personas del sur de Asia, de Hispanoamérica, del Oriente Medio, de África y del Extremo Oriente. De hecho, hay allí una de las mezquitas más grandes de Estados Unidos, justo enfrente de la iglesia católica; sorprendentemente, ha habido pocas peleas callejeras.
Nuestras acciones son locales, se ocupan de los problemas que realmente encontramos en nuestras familias y nuestros vecinos. Pero es un gran error convertir esas limitaciones naturales en un principio universal.
Sin embargo, la explicación del Sr. Palma (y de Agustín) nos salva de un “humanismo” o universalismo abstracto e inútil que es imposible de practicar; es un “universalismo” que reivindica un amor que no nos exige nada en la práctica. G. K. Chesterton captó exactamente el problema cuando escribió
The villas and the chapels
Where I learned with little labor,
The way to love my fellow-man,
And hate my next-door neighbor. [1]
Sin embargo, es difícil ver en qué parte de las obras de Agustín encuentran este principio que buscan. De hecho, Agustín comienza su discusión en De Doctrina Christiana con la afirmación de que “todos los hombres deben ser amados por igual”. Y continúa,
Pero como no puedes hacer el bien a todos, debes prestar especial atención a aquellos que, por accidentes de tiempo, lugar o circunstancia, están más cerca de ti. Por ejemplo, supongamos que tienes una gran cantidad de algún bien, y te sientes obligado a dárselo a alguien que no lo tiene, y no se lo puedes dar a más de una persona; si se presentan dos personas, ninguna de las cuales tiene, ni por necesidad ni por relación, más derecho que la otra sobre ti, no podrías hacer nada más justo que elegir por sorteo a cuál le darías lo que no se les puede dar a ambos. Lo mismo sucede entre los hombres: como no puedes consultar por el bien de todos ellos, debes tomar el asunto como decidido por ti por una especie de sorteo, según cada hombre esté por el momento más estrechamente relacionado contigo (San Agustín; De Doctrina Christiana, 28,29).
En otras palabras, mientras que el amor debe ser universal, las acciones sólo pueden ser locales. Somos seres en el tiempo y el espacio, que son accidentes de la existencia física. O dicho de otro modo, el amor es esencialmente universal, y sólo accidentalmente local. Nuestro amor se extiende hasta el más pequeño de nuestros hermanos en el rincón más remoto del mundo; nuestras acciones son locales, se ocupan de los problemas que realmente encontramos en nuestras familias y nuestros vecinos. Pero es un gran error convertir esas limitaciones naturales en un principio universal.
Hay un ordo amoris ―un orden del amor― en Agustín, pero es bastante diferente del que se encuentra en los dichos de Vance, Reno, Clements, Palma, et al. En este ordo, primero amamos a Dios sobre todas las cosas, incluso a la familia; después a nosotros mismos, pero en cuanto a nuestra santidad (sin caer en el egoísmo); después a nuestro prójimo, empezando por los más cercanos; y finalmente los bienes materiales, pero como medios y no como fines en sí mismos. Poner estas cosas en su debido orden es esencial para la práctica de las virtudes, y desordenarlas (especialmente la última) es la esencia del vicio.
Tomás dirá que podemos ayudar a un prójimo necesitado incluso con preferencia a nuestro propio padre. La jerarquía no es exclusiva, sino prudencial; no relativiza la preocupación por nuestros vecinos lejanos.
Y Tomás de Aquino, para los que disfrutan con los esquemas detallados, nos ofrece un detallado orden de la caridad en la Suma Teológica (II-II, 26), en la que amplía, nada menos que en 12 artículos, un orden preciso, a saber, debemos amar a Dios más que al prójimo (art. 2); a Dios más que a nosotros mismos (art. 3); a nosotros mismos más que a nuestro prójimo (art. 4); a nuestro prójimo más que a nuestro cuerpo (art. 5); a los que están más relacionados con nosotros más que a los que están menos relacionados (art. 6); a los que están más cerca de nosotros más que a los que son mejores personas (art. 7); a los que están relacionados por la sangre más que a los que no lo están (art. 8); a nuestros padres más que a nuestros hijos (art. 9); a nuestro padre más que a nuestra madre (art. 10); a nuestros padres más que a nuestras esposas (art. 11); y a nuestro benefactor más que a nuestros beneficiarios (art. 12). Pero Tomás dirá que podemos ayudar a un prójimo necesitado incluso con preferencia a nuestro propio padre. La jerarquía no es exclusiva, sino prudencial; no relativiza la preocupación por nuestros vecinos lejanos.
Por útil que pueda ser ese esquema, y aunque algunas partes pueden incluso utilizarse fuera de contexto para apoyar la agenda de America First, el propio Jesús nos da una jerarquía mucho más corta, a saber, “ama a Dios, ama a tu prójimo, ámate a ti mismo”. Y en respuesta a la pregunta “¿quién es mi prójimo?”, nos da la parábola del Buen Samaritano, una respuesta que acaba con todos los nacionalismos; el sacerdote y el levita eran de la escuela de pensamiento “Judá primero”, y no querían volverse ritualmente impuros ensuciándose las manos por el contacto con un moribundo. Sólo el extranjero, y un extranjero despreciado, comprendió la verdadera jerarquía: las necesidades de los necesitados que encontramos en el camino tienen prioridad sobre nuestra propia comodidad y fortuna. Y respecto a la jerarquía, eso es todo lo que sabemos, y todo lo que necesitamos saber.
Pero hay un problema aún mayor con la descripción de Vance del ordo amoris: hace una defensa perfecta del rico epulón (Dives). Después de todo, el pobre Lázaro no estaba emparentado (podemos suponer) con el rico epulón por sangre; no se los describe como parientes. Y siendo un vagabundo (se podría argumentar) ni siquiera era un vecino. Entonces, ¿no está justificado que el rico epulón prefiera a sus amigos y familiares antes que al mendigo? ¿Acaso no podría Vance actuar como abogado del rico ante el Justo Juez y conseguir que lo liberen? Incluso los perros tendrían una relación más estrecha con el rico epulón, y por eso serían los primeros ―y los últimos― en recoger las sobras que caen de la mesa.
Vemos mucha retórica sobre desfinanciar USAID (por ejemplo) porque “tenemos que ocuparnos primero de nuestra propia gente”. Y si eso estuviera ocurriendo, sería defendible. Pero no es así. Mientras los alimentos destinados a los pobres en países extranjeros se pudren en los puertos, la administración de Trump está trabajando para desfinanciar los programas que ayudan a nuestros propios pobres, al tiempo que promete bajar los impuestos a los ricos y a las corporaciones ricas.
El problema es aún más profundo. America First es la ideología del nacionalismo confrontacional, y esa rivalidad es la base de todas las guerras. Así que no es de extrañar que la administración Trump empiece con amenazas contra Panamá, Groenlandia y Canadá. Y para quienes piensen que una guerra contra Panamá no sería gran cosa, solo puedo responder que soy veterano de una guerra en la que una nación grande fue derrotada por una diminuta. Y no se le puede poner coto a estas guerras; una vez que concedes el principio, los efectos escapan a tu control, y dos (o tres, o diez) pueden jugar al mismo juego. Y lo harán.
Pero hay algo mucho peor que todo esto. Vemos mucha retórica sobre desfinanciar USAID (por ejemplo) porque “tenemos que ocuparnos primero de nuestra propia gente”. Y si eso estuviera ocurriendo, sería defendible. Pero no es así. Mientras los alimentos destinados a los pobres en países extranjeros se pudren en los puertos, la administración de Trump está trabajando para desfinanciar los programas que ayudan a nuestros propios pobres, al tiempo que promete bajar los impuestos a los ricos y a las corporaciones ricas. En efecto, estamos desfinanciando al pobre Lázaro para defender al rico epulón.
Y debemos decir unas palabras sobre la amonestación del Papa. No entraré en puntos específicos del documento mismo, aunque sería pertinente. Más bien, deseo abordar el problema de las relaciones Iglesia-Estado, un debate habitualmente dominado por el mantra de la “separación Iglesia-Estado”. Algunos han objetado que la carta del Papa viola este principio. Yo sostengo, en cambio, que no es una violación de este principio, que apoyo firmemente, sino su afirmación.
Y eso es lo que ha hecho el Papa. No pide “fronteras abiertas” (open borders); pide respeto por la dignidad humana.
Hay que recordar que el principio fue invocado por primera vez por la Iglesia frente a los príncipes, que reclamaban el derecho a nombrar al clero y a los obispos en su tierra, a interferir en los concilios, a gravar a la Iglesia con impuestos, a controlar la publicación de las bulas papales, etc. Y protege a la Iglesia de otra manera: la Iglesia no debe buscar el poder secular, ya que el poder corrompe a papas y obispos tanto como a príncipes y presidentes. El modelo adecuado se remonta al siglo V, cuando el Papa San Gelasio declaró: “Son dos […] por los que principalmente se rige este mundo: la autoridad sagrada del pontífice y la potestad real” [2]. El rey sostiene la espada del poder y el Obispo de Roma el bastón de la verdad, y nunca deben estar en la misma mano. Thomas Hobbes, en “El Leviatán”, pone ambos poderes en manos del rey, y el Papa Bonifacio VIII tendría ambos poderes en manos del pontificado. Así, a lo largo de los siglos, unos y otros han violado esta separación, y siempre con resultados desastrosos. Aun así, es deber de la Iglesia hablar con la autoridad de la verdad y corregir a los poderes fácticos. Por decirlo en jerga moderna, la Iglesia debe decir la verdad al poder.
Y eso es lo que ha hecho el Papa. No pide “fronteras abiertas” (open borders); pide respeto por la dignidad humana. Sí nos recuerda que “lo que se construye sobre la base de la fuerza, y no sobre la verdad de la igual dignidad de todo ser humano, empieza mal y acabará mal”. Y es difícil rebatir la conclusión de que “preocuparse por la identidad personal, comunitaria o nacional, al margen de estas consideraciones, fácilmente introduce un criterio ideológico que distorsiona la vida social e impone la voluntad del más fuerte como criterio de verdad”. Eso parece ser exactamente lo que estamos presenciando. Sólo que ahora se trata de un programa político deliberado, y de uno que no debería ser apoyado por ningún católico, aunque resulte que el Vicepresidente lo sea. Sólo me queda esperar que los obispos estadounidenses cumplan con su papel de decir la verdad al poder, y difundan el mensaje del Obispo de Roma en sus diócesis.
Richard Clements, en su pleno apoyo a los comentarios de Vance, dice: “El ordo amoris puede conceptualizarse como una serie de círculos concéntricos que irradian hacia fuera de nosotros mismos, empezando por amar a Dios, que está, como dijo Agustín, «más cerca de nosotros que nosotros mismos» […]” (Clements, R.; First, Love Locally: J.D. Vance and ‘Ordo Amoris’). El Papa Francisco explícitamente niega esto:
El amor cristiano no es una expansión concéntrica de intereses que poco a poco se amplían a otras personas y grupos. Dicho de otro modo: ¡La persona humana no es un mero individuo, relativamente expansivo, con algunos sentimientos filantrópicos! La persona humana es un sujeto con dignidad que, a través de la relación constitutiva con todos, en especial con los más pobres, puede gradualmente madurar en su identidad y vocación. El verdadero ordo amoris que es preciso promover, es el que descubrimos meditando constantemente en la parábola del “buen samaritano” (cfr. Lc. 10,25-37), es decir, meditando en el amor que construye una fraternidad abierta a todos, sin excepción. (Papa Francisco; Carta a los Obispos de EE.UU.)
Ahora te propongo una sencilla prueba para ver cuál de estas perspectivas es la correcta. Cuando te vistas por la mañana, examina primero las etiquetas de tu ropa. Sospecho que verá lugares como Honduras, Bangladesh, Vietnam, Pakistán, o México. Y lo que debes saber es que se trata de personas, en su mayoría mujeres, que trabajan por salarios de subsistencia. Su pobreza contribuye a nuestra riqueza. “Lázaro” no es alguna persona en algún remoto “círculo concéntrico”; él (o ella) está justo al lado de nuestra piel. Y es difícil acercarse más. Puede que para nosotros no tengan nombres, pero los nombres de sus países forman parte de nuestras vidas y están en nuestras espaldas; literalmente cubren nuestra desnudez. Y a medida que avanza el día, haz lo mismo con todos los productos que utilizas. Es ahí donde encontrarás a Lázaro a tu puerta.
Así que no importa lo “remotos” que puedan parecer, o a qué “círculo concéntrico” lejano queramos confinarlos, somos parte integrante del problema, y debemos asumir la responsabilidad de nuestras propias acciones, y de las acciones de nuestra propia nación.
No podemos escapar de las consecuencias de nuestras propias acciones. Las políticas de Estados Unidos han contribuido materialmente a la pobreza material de los países hispanoamericanos, entre otros lugares. No es la menor de ellas nuestro insaciable apetito por las drogas, drogas que hemos criminalizado. Tampoco podemos huir de la opresión deliberada contra personas por parte de entidades como la United Fruit Company (“Chiquita banana”, para los de cierta edad) o los estragos medioambientales que se dejan sentir primero en el hemisferio sur, o las desastrosas consecuencias del NAFTA para los agricultores mexicanos, que no pueden competir con el maíz estadounidense altamente subvencionado. Así que no importa lo “remotos” que puedan parecer, o a qué “círculo concéntrico” lejano queramos confinarlos, somos parte integrante del problema, y debemos asumir la responsabilidad de nuestras propias acciones, y de las acciones de nuestra propia nación.
Por supuesto, tengamos una política fronteriza racional. Pero nunca convirtamos en chivos expiatorios a los más pobres y a los más indefensos. Nunca ignoremos a los “Lázaros” que están a nuestras puertas o, de hecho, en nuestras espaldas.
Notas
[1] “Las villas y las capillas / donde aprendí con poco esfuerzo, / el camino para amar a mis semejantes, / y a odiar a mi vecino”.
[2] Hemos traducido la frase siguiendo el texto original de san Gelasio: Duo, quippe sunt, imperator Auguste, quibus principaliter mundus hic regitur: auctoritas sacra pontificum, et regalis potestas. (N. del T.)
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Last modified: abril 29, 2025