
Sabiduría y silencio
Es conocida la anécdota de que los compañeros de estudio de santo Tomás de Aquino, cuando todos aprendían del maestro Alberto, comenzaron a llamarlo Buey Mudo. Como era muy grande, pesado, de tez oscura y muy silencioso les vino a la mente con naturalidad ese apodo. Santo Tomás se dedicaba a escuchar a Alberto. Como nunca decía nada, sus compañeros pensaron que no era muy inteligente. De hecho, para ayudarlo, varios, con muy buenas intenciones, le explicaban lo que había dicho el maestro. Y Tomás los escuchaba atentamente. Pero Alberto sí se daba cuenta del estudiante que atendía a sus lecciones. Y un día les dijo a los compañeros de Tomás: “Ustedes lo llaman «el buey mudo», pero un día el bramido de su enseñanza resonará en todo el mundo”.
No deja de tener algo de paradoja que Alberto pensara que la voz de Tomás se escucharía en todo el mundo y, según la intención de las palabras del maestro de Colonia, en todos los tiempos. En efecto, si hay algo que caracterizó la vida de santo Tomás fue el silencio, como bien se dieron cuenta sus compañeros de clase. Era definitivamente un hombre de pocas palabras, al menos si consideramos las orales. Santo Tomás dedicó su vida a leer y escribir. Pero tras esas actividades hubo siempre más tiempo para la oración silenciosa, para la meditación. Él, como su santísima Madre, la Santísima Virgen, meditaba todas las cosas en su corazón. Y en ese mismo corazón, con su oración, iba cultivando y acrecentando su amistad con Dios. La sabiduría divina, vislumbrada por Tomás en la oración, desciende, como los ríos que corren desde los montes y riegan los valles, desde las alturas de la mente de Dios hasta su inteligencia y de allí se ramifica en múltiples arroyos que, a través de su docencia y predicación, van llevándola la mente de los hombres.
Alberto sí se daba cuenta del estudiante que atendía a sus lecciones. Y un día les dijo a los compañeros de Tomás: “Ustedes lo llaman «el buey mudo», pero un día el bramido de su enseñanza resonará en todo el mundo”.
Santo Tomás, siempre rezó cada vez que tuvo que hablar o escribir. Y cuando le tocó defender cosas importantes, como la presencia de las nuevas órdenes mendicantes en la Universidad de París, primero rezó largamente, y tanto, que era capaz de pasar quince o veinte horas en oración, para luego, en una o dos horas armar su argumentación. Hoy, no sería raro que lo consideráramos un imprudente “por no aprovechar bien el tiempo”. Pero Tomás sabía que era el tiempo mejor aprovechado. Él sabía que todo discurso, toda afirmación, si contenía algo de sabiduría, venía de Dios. Y por eso la intimidad con Dios en la oración valía infinitamente más que muchas horas de estudio, si estas no eran una continuación de la misma oración.
Santo Tomás, al final de su vida, no solo continuó con su vida de pocas palabras, sino que incluso hizo callar su pluma. Es que todo lo que había escrito, según dijo a su hermano en religión Reginaldo luego de haber tenido un éxtasis místico, no era más que pasto seco. Es cierto que el mismo Cristo había dicho a santo Tomás que había hablado bien de Él, pero luego de ese éxtasis, el monje dominico sabía más que nunca que aunque lo que dijera fuera bueno, no pasaba de pergeñar humanamente verdades divinas que en sí mismas no podían ser recogidas en palabras de los hombres. Y santo Tomás calló.
Y callando, bramó. Y su bramido se escucha hasta el día de hoy. En los tiempos que corren, en los que el silencio ya no ocupa un lugar importante en la vida de los hombres ―sea porque no se sabe callar sea porque el ruido informático invade cada momento del día―, santo Tomás, con su propio silencio, nos recuerda su valor. Es como si nos repitiera una y otra vez esos consejos que dio a su hermano en religión, Juan, cuando éste le preguntó cómo estudiar: “sed lentos para poneros a hablar; […] nunca dejéis la oración; amad los lugares retirados […]; no os entrometáis por ningún motivo en las palabras y acciones de la gente mundana; huid de los discursos y conversaciones que hablan de todo y de todos”.
Es cierto, esta carta, según los expertos, no parece ser auténticamente de santo Tomás. Pero su espíritu sí lo es. La sabiduría crece en el silencio y la oración. Como santo Tomás cultivó ambos profusamente, progresó en sabiduría y como caudaloso río que baja desde las alturas divinas la transmitió a los hombres. Hasta el día de hoy.
En los tiempos que corren, en los que el silencio ya no ocupa un lugar importante en la vida de los hombres ―sea porque no se sabe callar sea porque el ruido informático invade cada momento del día―, santo Tomás, con su propio silencio, nos recuerda su valor.
Aunque fue un hombre de muy pocas palabras orales en su vida, su obra escrita es gigantesca. Vivió 49 años. Si se divide el número de páginas publicadas, considerando una página normal de libro de hoy, por los días contados desde que comienza a escribir hasta su muerte, resulta que escribió aproximadamente 12 páginas diarias. Como se sabe, muchas veces no es él quien realiza la actividad material de escribir, pues tuvo a su disposición una serie de secretarios a quienes les dictaba. No fue raro que dictara más de una obra al mismo tiempo. Mientras uno de los secretarios escribía, se paraba delante de otro y le dictaba otra obra. Hay testimonio de que alguna vez llegó a estar dictando cinco obras al mismo tiempo, con cinco secretarios en la misma sala.
Lo más increíble de todo es que en ninguna de sus obras sobra nada. Sus explicaciones son siempre precisas y concisas. Van directamente a lo central, aunque al mismo tiempo intentando no dejar cabos sueltos. Le interesaba que resplandeciera la verdad, sin adornos ni maquillajes.
Su obra es de tal magnitud, no solo físicamente, sino también en profundidad y penetración de los problemas filosóficos y teológicos que, puede decirse, sin temor a exagerar, que la teología católica, hoy, es simplemente inimaginable sin el aporte de Tomás. La Trinidad, Cristo y el misterio de la encarnación, la Gracia y los sacramentos, la santísima Virgen, son algunos de los temas en los que el mugido de santo Tomás se escucha hasta hoy. Su presencia no solo en los tratados de teología, sino también en los documentos oficiales de la Iglesia, como el Catecismo, es contundente.
La integración dentro de la cultura cristiana de los autores paganos, principalmente ―pero de ninguna manera únicamente― de Aristóteles, es por sí sola una contribución inapreciable a la cultura general del occidente cristiano y en particular a su filosofía.
Santo Tomás fue principalmente un teólogo, pero se puede distinguir en él con mucha claridad el argumento de naturaleza filosófica. En este ámbito su obra también es monumental. La integración dentro de la cultura cristiana de los autores paganos, principalmente ―pero de ninguna manera únicamente― de Aristóteles, es por sí sola una contribución inapreciable a la cultura general del occidente cristiano y en particular a su filosofía. No hay que olvidar que dentro de la Cristiandad y desde antes de santo Tomás había muchos autores, algunos muy renombrados, que abogaban por limitar el estudio a los autores cristianos. El principio era que la sabiduría cristiana bastaba. La respuesta de santo Tomás fue que toda verdad era cristiana. En el mundo musulmán, de un modo aproximadamente paralelo, se dio la misma discusión. Es claro que en este caso triunfó la posición que dejó fuera a los pensadores “infieles”. El contraste entre estos dos mundos basta para apreciar lo que se le debe a santo Tomás. Pero su obra filosófica va mucho más allá de eso. La metafísica, la antropología, la filosofía de la naturaleza y, por supuesto, la filosofía práctica son ámbitos en los que si se quiere penetrar la realidad no puede dejarse de lado el diálogo con santo Tomás. Si los modernos lo desconocieron ―no todos― fue más bien por prejuicios que no dejaron de empobrecer la filosofía. Más allá de los temas generales, pueden identificarse innumerables otros en los que el aporte de santo Tomás ha sido crucial. Solo algunos ejemplos: en metafísica, la explicación del ser como última perfección del ente cambió la perspectiva más bien esencialista que se desprendía de la filosofía aristotélica, permitiendo entender mucho mejor, entre tantas otras cosas, la noción de persona. Si quienes hoy intentan fundar la dignidad de la persona humana en asuntos que finalmente no pasan de ser adjetivos leyeran algo relativo al carácter personal de la existencia en la obra de santo Tomás, se darían cuenta de que ese fundamento transita por vías infinitamente más elevadas que las que siquiera imaginan. En el terreno de la filosofía práctica, su teoría de la ley es referencia obligada para cualquiera que quiera estudiar seriamente el tema. Lo fue aún para Kelsen durante la discusión del siglo XX entre iusnaturalistas y iuspositivistas. La teoría de la acción de doble efecto está presente hoy casi universalmente en cualquier teoría moral y está incorporada en muchísimos ordenes jurídicos alrededor del mundo. Por cierto, santo Tomás solo esbozó esta teoría, que posteriormente se desarrolló mucho. Pero eso no quita en nada el mérito de haber sido quien primero la enuncia.
Podría seguirse la enumeración de temas particulares en los que santo Tomás ha sido crucial, pero no es del caso detenerse en ellos. Su principal enseñanza, especialmente válida en los tiempos que corren, es que no hay sabiduría de ningún tipo sin silencio y oración.
Santo Tomás, ¡ruega por nosotros!
Last modified: marzo 26, 2025