
Editorial
Es casi un lugar común escuchar ―más todavía en el mes de marzo― eslóganes sobre el “dolor de la maternidad no deseada”. Los feminismos pro aborto se refieren a la maternidad como una carga esclavizante, y también como “una decisión”: “la maternidad será deseada o no será”. Frente a la crisis de natalidad por la que pasa Occidente, normalmente en el debate público se proponen medidas de acompañamiento a la maternidad, incentivos para que las mujeres sean madres o para que puedan compatibilizar su eventual deseo con la posibilidad de trabajar. Pero en todo este debate hay un personaje olvidado: el padre. Pareciera que el padre es ante todo una figura ausente, pero no por irse a comprar cigarros, sino porque la sociedad misma es la que lo aísla, como si los hijos no tuvieran nada que ver con él, como si en la “decisión” de tener hijos él no tuviese nada que decir, como si la respuesta frente a la crisis de natalidad pudiera resolverse con el enfoque de un feminismo individualista.
Pareciera que el padre es ante todo una figura ausente, pero no por irse a comprar cigarros, sino porque la sociedad misma es la que lo aísla, como si los hijos no tuvieran nada que ver con él.
Hay una escena de “El Padrino II” que retrata a la perfección este ausentismo involuntario del padre. No se trata, por cierto, del caso de un padre ejemplar (todo lo contrario), y la verdad es que la situación de Kay en ese contexto es realmente difícil (y más aún, desgarradora), habida consideración de las atrocidades de la famiglia. Pero no deja de ser llamativo el modo en que se deja claro que el padre simplemente es dejado de lado como tal. El matrimonio de Kay (Diane Keaton) y Michael Corleone (Al Pacino) pasaba por un momento difícil, pero llegó a tal punto que no se recuperaría de la crisis, después de un diálogo terrible. Kay le dice a su marido que se llevará a los niños y se irá de la casa. Frente a esto, Michael le responde diciendo que al menos con los niños sí se quedará:
Kay, ¿qué quieres de mí? ¿Esperas que te deje ir? ¿Esperas que te deje quitarme a mis hijos? ¿No me conoces? ¿No sabes que eso es un imposible? ¿Que eso nunca podría pasar? ¿Que usaría todo mi poder para evitar que algo así sucediera? ¿No lo sabes? Kay, con el tiempo, te sentirás diferente. Te alegrarás de que te detuviera ahora. Yo lo sé. Sé que me culpas por perder al bebé. Sí. Sé lo que significó para ti. Te lo compensaré, Kay. Te juro que te lo compensaré. Voy a cambiar. Voy a cambiar. He aprendido que tengo la fuerza para cambiar. Entonces olvidarás esta pérdida. Y tendremos otro hijo. Y seguiremos adelante, tú y yo. Seguiremos adelante…
Michael al menos quiere quedarse con sus hijos, y la amenaza, y argumenta con palabras manipuladoras. Pero la respuesta de Kay es la que revela el grado hasta el cual llega el drama en la película:
Oh, oh, Michael; Michael, estás ciego. No fue una pérdida, ¡fue un aborto! Un aborto, Michael. ¡Igual que nuestro matrimonio es un aborto!… algo impío y malo. Yo no quería a tu hijo, Michael. No traería otro de tus hijos a este mundo. Fue un aborto, Michael. Era un hijo; un hijo, y lo hice matar ¡porque todo esto debe terminar! Ahora sé que se acabó; lo sabía entonces. Porque no habría manera, Michael, ninguna manera de que pudieras perdonarme. No con esta cosa siciliana que ha estado pasando por dos mil años.
Después de esto Michael se enfurece y la golpea. La película ilustra con mucha crudeza la desesperación de una mujer acorralada, y también la ira de un padre que perdió a su hijo, contra su voluntad, por una decisión de su madre. Obviamente, se trata de un caso en el que se debe tener en consideración la perversidad de Michael (nadie pretende justificarlo, desde luego), pero no deja de ser chocante la realidad que se revela respecto de la relación entre el padre y la madre cuando ella decide abortar: el eslogan de “la maternidad será deseada o no será” tiene como contracara el olvido del padre, su cancelación, su omisión en la ecuación… siendo que sin él la madre no podría concebir un hijo, un hijo que también es de él. La ideología del enfrentamiento entre el hombre y la mujer, la moral del deseo y la política individualista han matado al padre. Más allá del complejo caso de la película ―en el que se mezcla la violencia intrafamiliar, la maldad de la mafia, el uso de la familia como pantalla―, el problema de la natalidad no se comprende adecuadamente sin una mirada holística sobre la familia y un cambio de paradigma respecto de los hijos. Sobre lo primero, es necesario quizás recordar que lo más deseable ―y lo que debería por ende promoverse mediante políticas públicas― sería que todo hijo sea fruto de una relación de amor entre su padre y su madre, unidos de modo estable y permanente. De ahí que, en realidad, la cuestión del matrimonio sea siempre ineludible cuando se trata de estos debates: si se pasa por alto se toma una decisión en favor de políticas individualistas, en las que en el fondo el padre es pasado en silencio, omitido como un ser extraño o prescindible (o en el mejor de los casos, reducido a la condición de billetera). Y acerca de lo segundo, me parece que los cristianos tenemos el deber grave de terminar con el discurso utilitario que cosifica a los hijos: todo niño arrojado a la existencia es un don, y no un objeto de deseo o de realización personal. Y es que un hijo no deseado es tan frágil como uno que sí lo es, y merece el mismo cariño y cuidado. Los hijos no son una “decisión”, y menos una decisión de una: tal vez la palabra que deberíamos usar los cristianos es “discernimiento”, y se trata en todo caso de un discernimiento entre dos… y un discernimiento que no quita la posibilidad de que llegue un hijo inesperado, que no por eso tendrá menos derecho a nacer y a tener un padre y una madre.
Más allá del complejo caso de la película ―en el que se mezcla la violencia intrafamiliar, la maldad de la mafia, el uso de la familia como pantalla―, el problema de la natalidad no se comprende adecuadamente sin una mirada holística sobre la familia y un cambio de paradigma respecto de los hijos.
Hace 2000 años, en una aldea de Palestina, un hombre llamado José tuvo un sueño, en el que fue notificado de un hijo imprevisto para él, pero previsto desde la eternidad para cambiar para siempre el curso de la historia. Hijo que sería suyo, pues él sería quien tendría que ponerle su nombre, haciéndolo parte de su descendencia según la carne. Una paternidad que no fue planificada, pero que estuvo realmente presente: primero llevando a la familia a Belén, luego a Egipto, trabajando para sostenerla, educando al niño… Quizás esa historia podría ser una buena guía para una política social cristiana enfocada en el problema de fondo.
Editor Revista Suroeste
Last modified: marzo 26, 2025