Oct Dosstoyebsky 1

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Dostoievski y nosotros

Con frecuencia la transgresión y la violencia han sido ejercidas por quienes se experimentan como desarraigados del mundo social y cultural que les rodea. Es común observar cómo estos buscan desarrollar su identidad por medio de un firme compromiso con ideologías utilitaristas que validan la violencia, o bien con poderes hegemónicos totalitarios. Tales compromisos conllevan algunas consecuencias destructivas. Quizás sea pertinente dialogar con la obra de Dostoievski, autor que logró expresar este drama de manera particularmente lúcida, poniendo en evidencia los devastadores resultados morales y psicológicos que soporta el ser humano cuando abandona su libertad en manos de una ideología utilitarista e individualista o del poder hegemónico totalitario. Veremos a la vez su reflexión sobre las posibles salidas desde este abismo hacia la madurez interior y la conformación de una auténtica y sana identidad personal.

Con frecuencia la transgresión y la violencia han sido ejercidas por quienes se experimentan como desarraigados del mundo social y cultural que les rodea. 

En los tiempos que vivimos se ha hecho corriente la discusión sobre el estatuto de la violencia como modo de manifestación política. Esta, dicen sus defensores, sería no sólo una salida válida, sino incluso la más lógica y natural para quienes no han visto satisfechos sus derechos y reivindicaciones, reales o imaginarias. De este modo, por medio de la perspectiva de una moral utilitarista unida a una antropología constructivista [1], pretenden moldear un sujeto ordenado hacia la satisfacción de su voluntad de poder y de validación social, así como de sus deseos psicofísicos, sobre todo los relacionados con las pulsiones más elementales del inconsciente. El resultado es que el desarrollo del sujeto individual se convierte en una especie de alumbramiento casi originario de la identidad. Tal cosa se nos presenta hoy, por ejemplo, en las demandas de algunos representantes de los denominados “pueblos originarios” en su lucha contra el “colonialismo”. Se observa en estas demandas un movimiento “constructivo” en cuanto que la lucha reivindicativa, más que una exigencia legal fundada en eventos históricos, es la rendición de la propia individualidad y libertad al poder de un Estado benefactor que deberá garantizar la realización de dicha fundación de la propia identidad, como ocurre en general con las políticas identitarias. La gran paradoja aquí estriba en que la reivindicación de la propia identidad, se vuelve banal en la medida en que pide ser establecida por un tercero, el poder abstracto del Estado, de modo impositivo y violento. 

Ahora bien, ¿es posible comprender tal fenómeno desde un lugar diferente, que se sustraiga a las miradas de la sociología, la psicología y la política, sin resultar a su vez anacrónico y carente de eco en el contexto actual? Pareciera que sí. El pensamiento de Fiodor Dostoievski constituye un contundente aporte. Su agudeza y actualidad son comparables a las de Nietzsche, y con razón se los ha llamado “hermanos enemigos” (De Lubac, H.; “El drama del humanismo ateo”; Steiner, G.; “Tolstoi o Dostoievski”): si bien no se conocieron personalmente, puede afirmarse que sus ideas “se tocan” con frecuencia, remitiéndose el uno al otro en el plano intelectual, aunque al mismo tiempo caminen por veredas opuestas en la resolución de algunos problemas fundamentales.

El crimen es hijo de la libertad, surge de la arbitrariedad disfrazada de virtud, y lleva necesariamente al castigo.

Para Dostoievski la violencia en la forma del delito, es decir, como transgresión, constituye un fenómeno que hunde sus raíces en el subsuelo, es decir, en el  fondo del psiquismo, y permea toda la vida espiritual de hombres y mujeres. En este fondo subyacen dos fuerzas irreductibles que conviven con las pulsiones subterráneas más intensas, con las que están imbricadas: la conciencia y la libertad (Pareyson, L.; “Dostoievski: filosofía, novela y experiencia religiosa”). Toda la obra dostoievskiana constituye una defensa de estas dos realidades. En Dostoievski encontramos un estudio del crimen y su naturaleza profunda, con las fuerzas centrífugas que desata, sus motivaciones más íntimas y sus consecuencias personales y colectivas. Este es elevado hasta constituirse en drama personal y cósmico, en el que resalta en primer plano el carácter dramático de la libertad como elección absoluta de una determinada dirección moral y espiritual que traspasa todos los resquicios de la existencia. El crimen es hijo de la libertad, surge de la arbitrariedad disfrazada de virtud, y lleva necesariamente al castigo. A Dostoievski le repele la teoría positivo humanista, según la cual el crimen sería fruto del ambiente social. Por eso vincula el mal con el sufrimiento íntimo (único castigo realmente vinculado al delito), y justamente por eso concibe más profundamente la naturaleza del crimen y la del hombre en cuanto tal, las que permanecen veladas a la negación “humanitaria” del mal. Ya en la crónica Recuerdos de la casa de los muertos, donde relata su experiencia en el presidio, testimonia que el delito y su castigo son interiores y metafísicos, no exteriores y sociales. El crimen tiene que ser desenmascarado como tal para consumirse. Por otro lado, es parte del camino del hombre, del camino trágico de un ser libre, una experiencia que puede también enriquecerlo y elevarlo un escalón más alto en la consolidación de su personalidad.

Como es evidente, esta concepción no puede abordarse al margen de la afirmación de la real existencia de la libertad y de una conciencia moral, las cuales ―como conceptos― se encuentran hoy desprestigiadas o devaluadas en algunos de los discursos que con más frecuencia proliferan. La conciencia suele vincularse a una moral tradicionalista de origen religioso y, como tal, obsoleta. Por su parte, la libertad, entendida como elección, es considerada un “lujo capitalista”, propio de lo que Nietzsche llamó “aristocracia del espíritu”. De su desarrollo no se podría esperar otra cosa que el capricho, el egoísmo y el ejercicio de “privilegios”, de modo que su manifestación sería vejatoria para los más vulnerables, al evidenciar la diferencia de clases y el debilitamiento de la política igualitaria imperante.

Para Dostoievski, en cambio, estas nociones son imprescindibles e indisociables de la condición humana. Todo intento por erradicarlas no podría conducir más que a la catástrofe de la vida psíquica, moral y existencial. 

Zenkovsky denomina la antropología de Dostoievski como un “naturalismo cristiano”, porque confía en la intrínseca bondad del hombre, a pesar de su deficiente habilidad para desarrollarla. Este naturalismo lo aparta de la perspectiva antropológica de Rousseau, pero no por eso se inscribe en la teoría del mal radical de Kant (Zenkovsky, V. V.; Dostoevsky’s Religious and Philosophical Views). Para él la libertad es ambivalente porque puede optar. Por lo mismo, el antropologismo positivista es también despreciado por Dostoievski (Chernichevsky, Lavrov, Kavelin y Mikhailovsky). En este punto surge una pregunta: ¿existe acaso la libertad? Hoy pareciera que su existencia ha sido una ilusión del pasado, más aún, una idea dañina que ha causado el pecado de la desigualdad, porque no puede ser otra cosa que arbitrariedad. De modo que lejos de constituir hoy un valor apetecible, parece que debería suprimirse. Dostoievski previó esa objeción, que ya existía en el socialismo de su época, y se hizo cargo de la misma por medio de una contestación contundente, mediante dos de sus grandes personajes.

En Raskolnikov se aprecia que para Dostoievski la decisión sin fundamento, es decir, conscientemente transgresora, es el establecimiento de una apologética del mal, expresada en la deformación y confusión de los conceptos binarios de bien y de mal. Esta confusión supone la negación del carácter trágico de la vida, esto es, de la seriedad ética de las propias decisiones y de sus repercusiones en la determinación de la existencia propia y ajena. Este es el principio de la muerte de la libertad por la auto cancelación del hombre amoral a través de la escisión de su personalidad. 

El primero es Rodion Romanovich Raskólnikov, protagonista de Crimen y castigo. En él observamos lo que puede llamarse decisión sin fundamento, que, como afirma Sergio Givone, representa la “variante ética” del nihilismo, que se fórmula más o menos de la siguiente manera: si no existe ningún sentido trascendente más allá de la vida misma, entonces somos nosotros los que debemos crear aquí y ahora el sentido del presente por medio de nuestra acción concreta: “la libertad y el poder, el poder sobre todo… el dominio sobre todos los seres pusilánimes… ¡Sí, dominar a todo el hormiguero!” (Dostoievski, F.; “Crimen y castigo”). Nada puede orientarnos hacia un contenido más que hacia el otro, por lo que aquello que realmente cuenta es la eficacia y energía de la resolución, la voluntad de poder que es capaz de expresar. La decisión es capaz de amarse a sí misma mientras que el contenido le es indiferente (Givone, S.;Dostoevskij e la filosofia). Así, oímos confesar a Raskolnikov, después de su violento crimen contra la vieja usurera, a quien ha asesinado a hachazos:

¡No fue para ayudar a mi madre por lo que maté! ¡Absurdo! No maté tampoco para, contando ya con medios y poder, erigirme en bienhechor de la Humanidad. ¡Absurdo! Sencillamente, maté; para mí maté, para mí solo… cuando maté, no necesitaba tanto dinero como otra cosa… yo necesitaba saber entonces, y saberlo cuanto antes, si yo era también un piojo, como todos, o un hombre. ¿Estaba facultado para transgredir la ley o no lo estaba? ¿Era osado a traspasar los límites y aprehender o no? ¿Era yo una criatura que tiembla, o tenía derecho? (Dostoievski, F.; “Crimen y castigo”).

Es cierto que Raskólnikov es un hijo de los cambios sociales descendientes del socialismo ruso decimonónico, de cuño francés, así como del utilitarismo inglés, para los que la familia y las diversas instituciones se deben a un Estado impersonal. A este Estado se lo sirve por medio del trabajo, pues la acción del hombre debe ser práctica y transformadora, siguiendo el modelo del homo oeconomicus, que da preponderancia a la producción económica, bajo una especie de ingeniería social que proyecta este estado benefactor sobre la base asumida de un materialismo progresista. De este modo, en un principio Raskólnikov cree que mata por utilitarismo. Pero en algún lugar de su conciencia comienzan a surgir evidencias de los verdaderos motivos de su acción. En su famoso sueño del viejo caballo muerto a garrotazos por su dueño, solo para demostrar que “era suyo”, Raskólnikov comprende que si mata a la usurera es sólo por despotismo e irracionalidad. Es un egoísmo irracional donde el fuerte gana despóticamente. Esto explica la confusión que se desata en el personaje: ¿Por qué matar? ¿Por dinero? ¿Necesita matar para conseguirlo? ¿O es un capricho cruel para convencerse de su poder y superioridad sobre todo el sistema moral y social? Surge la terrible pregunta: ¿No será él también un hombre débil que necesita compasión como los demás pobres? Así empieza una verdadera catástrofe espiritual y psicológica. Se siente arrastrado por una fuerza terrible, “como si un extremo de su capa se hubiese enganchado en el engranaje de una máquina y ésta lo arrastrara todo entero”. Ha desatado en sí mismo, en su conciencia, unas fuerzas contrarias que ya no sabe cómo dominar: se desdobla, en su interior suenan los abogados de su propia causa y los de la causa de la usurera, que “es un ser humano”.

En Raskolnikov se aprecia que para Dostoievski la decisión sin fundamento, es decir, conscientemente transgresora, es el establecimiento de una apologética del mal, expresada en la deformación y confusión de los conceptos binarios de bien y de mal. Esta confusión supone la negación del carácter trágico de la vida, esto es, de la seriedad ética de las propias decisiones y de sus repercusiones en la determinación de la existencia propia y ajena. Este es el principio de la muerte de la libertad por la auto cancelación del hombre amoral a través de la escisión de su personalidad. Los ojos despavoridos y salvajes de la usurera en el instante de matarla, el gesto infantil de su hermanastra, la mansa Lizaveta, tratando de protegerse con las manos del hacha homicida, persiguen a Raskólnikov en sus sueños. Pero, más allá del trauma psíquico, que podría explicar su remordimiento ardiente y persistente, ¿existe realmente un drama moral auténtico? De hecho, esta incógnita es planteada muchas veces en el texto, resonando en la mente del personaje aún después de confesar y entregarse. Remordimiento no es lo mismo que arrepentimiento. Hoy podríamos preguntarle a Dostoievski si el uso de binarismos morales como bien y mal no son otra cosa que el producto de un lenguaje “hetero-normado”. Interpretando al autor, podría responderse que de hecho existe una zona inconsciente libre de toda normatividad. En efecto, para Dostoievski existe una zona subterránea, un subsuelo en que hierve la lava de las pasiones, los deseos inconfesables, pulsiones primitivas. Pero la cristalización de este magma profundo configura una primigenia alternativa previa a todas las demás, bien o mal, como condición de posibilidad del advenimiento de la libertad. Pero en este punto podríamos preguntarnos si acaso esta libertad sea realmente tan importante y necesaria para la felicidad del ser humano, más aún, si acaso sea conveniente su emergencia y desarrollo a nivel personal y colectivo. Es interesante comprobar que esta pregunta también fue formulada por Dostoievski, sobre todo por medio de un personaje de otra obra: Iván Karamázov de Los hermanos Karamázov.

El personaje Iván es el autor de una de las piezas literarias más famosas de la literatura. Su “Poema del Gran Inquisidor”, que lee a su hermano Aliosha, constituye una cumbre del análisis de la libertad. No sólo sintetiza todo lo desarrollado hasta entonces por la filosofía occidental acerca de la misma, sino que también desarrolla una postura propia proyectado hacia el futuro con una perspicacia y profundidad solo comparable con la de Nietzsche.  Este breve escrito desvela, en conjunto con el corpus dostoievskiano maduro, no solo la fuerza del inconsciente y de las pulsiones como factores omnipresentes e insoslayables en todas las decisiones del ser humano, sino también el rol pedagógico y formativo (¿o deformativo?) de las ideologías, poseedoras a la vez de una fuerza capaz de despedazar la personalidad. El flujo heracliteano de la vida psíquica y su tremenda potencialidad movilizadora, en coexistencia con las diversas ideas e ideologías que colisionan entre sí, confluyen en la búsqueda activa de fusionarse con un principio que trascienda el movimiento volcánico del ego, en permanente formación, estabilizándolo. Tres son las necesidades que el hombre busca saciar en ese principio: usando como modelo las tres tentaciones sufridas por Cristo en el desierto, el Inquisidor declara que estas son el pan, el misterio y el milagro que provee solo la autoridad suprema. Pero, en conjunto con ello, el Inquisidor reconoce un obstáculo, la libertad, fruto de la voluntad como manifestación de la vida en su conjunto, pues une la razón y el querer. Aquella surge de una experiencia originaria del individuo, ordenada a descubrir y elegir en su propia conciencia el bien y el mal.

Ahora que Cristo ha osado regresar a la tierra no es más que una molestia y un peligro, porque ellos ya han fijado un Cristo falso, una imagen fija, elaborada definitivamente. Si El quiere venir ahora y mostrarse tal cual es, perturbará el orden, pondrá en peligro la salvación del hombre ordenada ya de una vez para siempre por la Jerarquía. Jesucristo sería así el hereje por excelencia…  

El poema de Iván se ambienta en España, en los tiempos de la Inquisición. La trama se resume como sigue: Cristo baja a la tierra por segunda vez. Todos lo reconocen y lo aman. Pero entonces aparece el Gran Inquisidor, viejo de unos noventa años, de mejillas hundidas, pero de ardiente mirada. Sus ojos brillan malignamente y toma preso a Cristo. En la noche va a verlo y le dice “¿Eres Tú? ¿Tú?” “mañana te condenaré y te haré quemar en la hoguera como al más vil de los herejes” (Dostoievski, F.; Los hermanos Karamázov). Cristo calla todo el tiempo. El Gran Inquisidor le reprocha que su doctrina es imposible de vivir excepto para unos pocos selectos, los que pronto advirtieron que era necesaria la autoridad para que adaptase la doctrina de Cristo al pueblo. Efectivamente, lo que Cristo ha traído a la Tierra se ha perdido. El pueblo se ha convertido en una masa sin salvación, incapaz de cargar con la tremenda responsabilidad que Cristo ha echado sobre sus pobres hombros: la libertad de conciencia. Pero gracias a la autoridad, que les provee de pan y seguridad a cambio de una obediencia irrestricta, el hombre medio se libera de su libertad y se siente feliz. Por lo tanto, algo tenía que estar mal hecho en la doctrina de Cristo, algo había en ella de “inhumano” que hacía imposible seguirla en un mundo donde el dolor, lejos de acabar, parecía hacerse infinito. Estos hombres selectos llegaron así a la conclusión de que era menester corregir la obra de Jesucristo. Reconocieron que los hombres reducidos a la condición de masa tenían que ser tratados de modo que pudiera dárseles, en la medida de lo posible, todas las posibilidades de felicidad a cambio de la libertad de conciencia. Estos hombres cargaron heroicamente sobre sí el crimen de haber reinterpretado y derechamente falseado el mensaje cristiano a fin de asegurar la felicidad de la mayoría, tomando en sus manos lo que consideraron como la auténtica salvación de los hombres… Ahora que Cristo ha osado regresar a la tierra no es más que una molestia y un peligro, porque ellos ya han fijado un Cristo falso, una imagen fija, elaborada definitivamente. Si El quiere venir ahora y mostrarse tal cual es, perturbará el orden, pondrá en peligro la salvación del hombre ordenada ya de una vez para siempre por la Jerarquía. Jesucristo sería así el hereje por excelencia…  Al acabar el diálogo, Cristo besa al anciano y éste, turbado, lo deja libre, pero sigue aferrado a su idea anterior.

Para Iván el  hombre común, incapaz de soportar su libertad, se ha refugiado, en efecto, en doctrinas que lo han liberado en gran medida de su responsabilidad moral. 

Esta fantasía de Iván Karamázov, ateo y opositor del cristianismo, presenta una imagen ambigua de Jesucristo: por un lado, ha potenciado y acentuado aún más la fuerza y alcances de la libertad humana, pero en la misma medida ha complicado su vida espiritual y moral. A través del Inquisidor interpela a Cristo: “En lugar de la firme y antigua ley, el hombre, de corazón libre, tenía que decidir en adelante dónde estaba el bien y dónde estaba el mal, sin tener otra cosa, para guiarse, que tu imagen ante los ojos” (Dostoievski, F.; Los hermanos Karamázov). La imagen de Cristo no constituye una evidencia intelectual que se imponga a la mente, sino una llamada dirigida a la libertad: “Quisiste que el amor del hombre fuera libre para que el hombre te siguiera por sí mismo, encantado y cautivado por ti” (Dostoievski, F.; Los hermanos Karamázov). Pero, por otra parte, al ofrecer a la libertad un criterio que no pudiese ser acogido sino a través de la libertad misma, Cristo aumentó en exceso su increíble profundidad e ilimitación y, con esto, como se ha dicho, complicó para siempre la vida humana: “en vez de bases firmes para tranquilizar, de una vez para siempre, la conciencia de los hombres, tú tomaste cuanto hay de extraordinario, misterioso e indefinido, cogiste cuanto rebasa las fuerzas de los hombres. (…) En vez de apoderarte de la libertad humana, la multiplicaste, y grabaste así, con los tormentos que provoca, el reino anímico de los hombres por los siglos de los siglos” (Dostoievski, F.; Los hermanos Karamázov). Por lo demás, continúa el Inquisidor, “El hombre es débil y vil. ¿Qué importa que ahora se alce en todas partes contra nuestro poder y se jacte de que se subleva? Ése es el orgullo del niño y del escolar (…). Pero también se acabará el alborozo de los niños, y les costará caro. Demolerán los templos e inundarán de sangre la tierra. Mas, al fin, esos estúpidos niños se darán cuenta de que, aunque rebeldes, tienen pocas fuerzas, y son incapaces de resistir su propia sublevación”, y es así como “derramando estúpidas lágrimas, comprenderán, por último, que quien los ha creado rebeldes, quiso, sin duda, burlarse de ellos. Lo dirán desesperados, y lo que habrán dicho será una blasfemia que los hará aún mas desdichados, pues la naturaleza humana no soporta blasfemia (…).. Les diremos que todo pecado puede ser redimido, si se ha permitido con nuestro consentimiento (…). Les permitiremos o les prohibiremos vivir con sus mujeres y amantes, tener o no tener hijos, según sea su obediencia, y ellos se nos someterán con satisfacción y alegría” (Dostoievski, F.; Los hermanos Karamázov).

Para Iván el  hombre común, incapaz de soportar su libertad, se ha refugiado, en efecto, en doctrinas que lo han liberado en gran medida de su responsabilidad moral. Estas doctrinas son las que  ven en el hombre a un mero “animal social”, producto de la pura genética, de su pasado, de su educación y del desarrollo natural de la historia y de la ciencia. Asimismo, niegan la realidad del mal, considerado como producto necesario de las circunstancias. Esta manera de razonar plantea el siguiente dilema: o libertad o felicidad. El Gran Inquisidor dice haberse rebelado contra Dios en nombre del hombre, del más mísero y pequeño de los hombres. Se presenta a sí mismo como un filántropo. Sin embargo, paradójicamente, no tiene una buena opinión del hombre promedio, que considera como un animal repulsivo, rebelde, contumaz y egoísta. Hasta el punto de maravillarse de que en su mente haya podido despuntar la idea de Dios y de la moral. 

El Inquisidor quiere entregar a la humanidad un hormiguero común, un Estado al que ofrendar la propia conciencia y ante el cual inclinarse, así como satisfacer la necesidad de unión universal aneja a la naturaleza del hombre, último “tormento” de la raza humana y aún más apremiante que el pan terrenal. La omnipotencia estatal, se cree, podría generar, a lo Rousseau, una comunidad armónica y cohesionada.

Pero lo más brillante del poema de Iván es que en este chocan dos principios universales, la libertad y la coacción, la fe en el sentido de la vida y el escepticismo, el amor sincero y una compasión decadente y malsana hacia la gente, Cristo y el anticristo. El punto más alto del triunfo del anticristo es convencer a la gente de que la fe en Cristo es un acto de orgullo, así como lo es la misma libertad: “les convenceremos, finalmente, de que no se enorgullezcan, pues tú los has elevado y les has enseñado a enorgullecerse” (Dostoievski, F.; Los hermanos Karamázov). Los creyentes creerían en Dios porque desprecian a la gente simple, y claro, inclinarse ante Dios no es tan ofensivo. En sentido opuesto, la incredulidad mostraría humildad y una loable simplicidad de espíritu. Y ¿no es precisamente esto lo que observamos hoy cuando se denuncia a la libertad como un lujo de élite que conduce necesariamente a la corrupción y al vicio? La sola creencia en el Dios cristiano es hoy considerada, no pocas veces, no solo como un discurso añejo y deteriorado, sino también como un insulto contra la masa, pues supondría cierta independencia en relación al relato político imperante y la influencia de una dimensión trascendente y personal irreductible al poder político, al menos en principio. Puede aducir el derecho a la libertad de conciencia, y en cuanto tal, ser inasible para la autoridad estatal. Por esto se oye decir que tanto la religión como la libertad de conciencia debiesen ser erradicadas en cuanto propiciarían la desigualdad y el despotismo. Frente a estas nociones se debería promover, en cambio, el discurso ideológico que dice garantizar una armonía sociopolítica venidera que se espera con fervorosa expectación. El Inquisidor quiere entregar a la humanidad un hormiguero común, un Estado al que ofrendar la propia conciencia y ante el cual inclinarse, así como satisfacer la necesidad de unión universal aneja a la naturaleza del hombre, último “tormento” de la raza humana y aún más apremiante que el pan terrenal. La omnipotencia estatal, se cree, podría generar, a lo Rousseau, una comunidad armónica y cohesionada.

Pero ¿está realmente justificada la doctrina del Gran Inquisidor? El deseo de cuestionar y cercenar la libertad ¿no surge acaso de una perspectiva fatalista y falsamente compasiva que no podría acabar más que en un totalitarismo?  Pese a la abundante discusión acerca de si el Inquisidor-Iván representa o no el verdadero pensamiento de Dostoievski, es un hecho constatable que, como afirma Berdiaev, el cristianismo de Dostoievski fue atormentado y amplio (Berdiaev, N.; El credo de Dostoievski). Por un lado, fue asiduo al Evangelio de San Juan, como se nos revela en el famoso capítulo “Caná de Galilea”: allí brilla el gozoso y silencioso misterio de la cohabitación de Dios con los seres humanos en medio de la agonía del moribundo Starets Zosima. Por otro lado, Dostoievski hace pasar por el crisol del sufrimiento a las almas atormentadas de sus personajes y las sumerge en un bautismo de fuego. Por esto, desde su óptica, es imposible aprobar la justificación del delito por parte de un Estado protector de quienes se consideren humillados. Ello no revitaliza el progreso social, sólo garantiza la repetición compulsiva, sin fuerza anímica ni espiritual, del trauma proveniente de la alienación de un alma temerosa y cansada, y sí, a veces sumida en el resentimiento, que reniega de la propia libertad y de sus leyes para entregarla en ofrenda a un estado paternalista y finalmente despótico. Sin embargo, para Dostoievski la conciencia y la libertad son realidades originarias e irreductibles a los movimientos subterráneos del inconsciente, aunque coexistan íntimamente con los mismos. Y, no obstante, tanto la conciencia profunda como la libertad no pueden ser debidamente desarrolladas si hombres y mujeres, en su individualidad irrepetible, no transitan por un proceso de reconocimiento y apropiación muchas veces complejo y doloroso. Esto significa que muy bien podrían quedar subdesarrolladas y no emerger con toda su fuerza. Esto alcanza niveles críticos cuando se transita hacia el “camaleonismo” del esquizofrénico exaltado por Deleuze y Guattari como símbolo del hombre nuevo, que vive en la fluidez lúdica, “legítimamente” (Deleuze y Guattari; El Anti Edipo. Capitalismo y esquizofrenia). La entrega de las propias fuerzas constructivas, de la propia libertad de conciencia, a un otro abstracto y despótico como lo es un Estado absoluto, constituye el último grado de deshumanización en manos de los nuevos inquisidores de nuestros tiempos, sofisticados carceleros expertos en psicopolítica y deseosos de poder. Dostoievski comprendió, antes que Hannah Arendt, que en estos individuos resalta el mal no solo como falta individual, sino también como síntoma de los extremos en que brillan las ideologías totalitarias de la modernidad. Dostoievski pensó también que estos extremos quizás no han alcanzado su último límite (Hernández Madrid, Miguel J.; “La banalidad del mal y el rostro contemporáneo de su ideología en una teleserie del narcotraficante Pablo Escobar en Colombia”), como dijera Baudrillard: “los nuevos paraísos artificiales que pretenden redimir el principio del mal son ahora los más perversos: los del consenso, que sí son un auténtico principio de muerte” (Baudrillard, J.; “La transparencia del mal. Ensayo sobre los fenómenos extremos”).

Autora: Constanza Giménez Salinas

Académica del Instituto de Filosofía, Universidad San Sebastián (Chile).

Notas

[1] La antropología constructivista concibe al sujeto como construcción socio-psicológica. Promueve la abolición de la ley y de los límites morales. Los principales fundamentos teóricos de este pensamiento son, por una parte, las concepciones desarrolladas por la escuela de Frankfurt, que fusionan el psicoanálisis con el neomarxismo; y, por otra parte, el psicoanálisis lingüístico lacaniano y su derivación en las teorías deconstructivistas. 

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