noviembre 21, 2022• PorJorge Machín Mezher y Cristóbal Aguilera Medina
Respuesta a Álvaro Ferrer
1. Introducción
La segunda editorial de la Revista Suroeste, a cargo de su editor, Álvaro Ferrer, tuvo por propósito formular una severa crítica en contra de quienes consideran que la política es «el arte de lo posible». Aunque su autor piensa que este axioma «encierra una verdad evidente», su foco está puesto en mostrar que, en ocasiones, su reivindicación ha funcionado como una excusa para adoptar posiciones «malminoristas», que no son otra cosa que un «pragmatismo pusilánime, ramplón, cortoplacista y egoísta», que se «arrodilla» ante las circunstancias y que afirma con rapidez: «eso es lo que hay y con ello hay que jugar».
Este texto, que aparece (junto con otros) poco después de la defensa pública que algunas personas hicieron de la idea de continuar con el proceso constitucional basándose en el axioma criticado (entre quienes se encuentra uno de los coautores de esta respuesta), refleja unas características que se han vuelto comunes en las discusiones que tratan sobre asuntos controvertidos. Fruto de la importancia de los temas que están en juego, el clima de la discusión ha propiciado el camino a la descalificación y la caricaturización, en lugar de a la argumentación. El problema principal de este clima es que impide captar las verdaderas razones sobre las que se fundamentan las diferencias de las partes implicadas, que no se reducen a la valentía, gallardía y generosidad de unos sobre otros, sino a un modo distinto de aproximarse al fenómeno político. El propósito de esta respuesta es, por tanto, volver la mirada sobre esas razones, que pueden llegar a resultar más o menos convincentes, pero que presentamos con ánimo de generar una discusión cordial que estimamos necesaria.
El propósito de esta respuesta es, por tanto, volver la mirada sobre esas razones, que pueden llegar a resultar más o menos convincentes, pero que presentamos con ánimo de generar una discusión cordial que estimamos necesaria.
En lo que sigue, expondremos algunas de las diferencias (unas más de fondo que otras) que nos distancian de la posición de Ferrer, y que nos inclinan a defender la idea de que la política debe ser concebida como el arte de lo posible. Lo haremos tomándonos en serio sus críticas (ello explica que a veces nos extendamos latamente en algunas cuestiones) e intentando formular los contrapuntos del modo más claro y transparente posible, a fin de hacer justicia a los argumentos de quienes no están de acuerdo con nosotros.
Antes de proceder a la exposición, sin embargo, nos gustaría resaltar que muchas de las razones de fondo que orientan nuestras posiciones son análogas a las que subyacen a las preocupaciones de Ferrer. Por este motivo, el ánimo que impregna esta respuesta es similar al de quien escribe más como un amigo que como un adversario, aun cuando ello no signifique, lógicamente, que no podamos marcar algunas diferencias allí en donde lo estimemos oportuno, incluso en asuntos de reconocida importancia. Esperamos, pues, que esta respuesta sea tomada así por nuestro interlocutor.
2. ¿Corresponde a la política un rol en la salvación de las almas?
Ferrer considera que al momento de ordenar la política e identificar su fin, se puede caer en dos tipos de errores, uno por exceso y otro por defecto. Un ejemplo de lo primero sería, a su juicio, «atribuir a la política la responsabilidad de alcanzar por sí misma el fin sobrenatural al que la persona está llamada» (el subrayado es nuestro). Sin perjuicio de lo anterior, argumenta que la política no es «por completo independiente de dicho fin». Para fundamentar esta postura acude a la siguiente frase de Tomás de Aquino: «[p]uesto que el fin de esta vida que merece aquí abajo el nombre de vida buena es la beatitud celeste, es propio de la función real procurar la vida buena de la multitud en cuanto le es necesaria para hacerle obtener la felicidad celeste; lo cual significa que el rey debe prescribir lo que conduce a ese fin y, en la medida de lo posible, prohibir lo que se opone». Al cerrar su reflexión, el autor concluye que «[e]l mundo del César no es un universo aparte y por completo independiente [del mundo divino, se entiende]».
La principal duda que nos surge a partir de la toma de posición de Ferrer sobre el fin del gobierno político es saber dónde sitúa éste el límite de las competencias que le reconoce a la autoridad estatal con respecto a la salvación de las almas de los ciudadanos. En principio, estamos de acuerdo en considerar que es un error por exceso encomendar a la política la responsabilidad de alcanzar el fin sobrenatural de la persona. Sin embargo, la expresión «por sí misma» (empleada por Ferrer) abre espacio a la incertidumbre. Por un lado, resulta claro que es imposible que la política «por sí misma» sea responsable de la salvación de las almas, pues ello es un don de Dios. Con todo, queda la duda acerca de qué porción de esa responsabilidad (lógicamente, mediata) Ferrer le atribuye a la política. Si rechaza que el fin «propio y directo» de la política es la salvación de las almas, ¿acepta, a contrario sensu, que lo es de modo impropio e indirecto? Por lo demás, la frase de Aquino parece justificar una competencia en relación con la «beatitud celeste» que, virtualmente, no tiene ninguna barrera (aunque prudencialmente podría tenerla).
En concreto, lo expuesto por Ferrer nos lleva a formular la siguiente pregunta: ¿cuándo se debe considerar que los esfuerzos de la autoridad pública, al prescribir o prohibir actos en miras a la salvación de los ciudadanos, son esfuerzos injustos, por rebasar el ámbito propio de sus competencias? Tal vez la pregunta deba formularse en otros términos, que apuntan a una cuestión anterior: ¿existe realmente un criterio para considerar que esos esfuerzos son ultra vires o, en cambio, todos los juicios que puedan hacerse al respecto son meramente prudenciales? Estas mismas dudas nos generan el hecho de que Ferrer aplique el mensaje de la cita que recoge de la constitución pastoral Gaudium et spes («a la conciencia bien formada del seglar toca lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena») a la realidad política sin mediar ningún matiz (no parece claro, sin embargo, que de la lectura de la constitución pastoral se siga la existencia de un deber del político de procurar, a través del gobierno de la sociedad, grabar la ley divina en la ciudad terrena).
Las interrogantes que hemos expuesto son genuinas. El objetivo que buscamos al formularlas abiertamente es propiciar un debate sobre el fin del poder político que consideramos sumamente necesario y oportuno, ante todo si tenemos presente la diversidad del mundo que hoy habitamos, donde no existe un consenso (consenso que quizá en algún momento existió) acerca de lo que significa la vida buena, ni menos sobre cuál es el fin y el sentido de nuestra existencia.
3. La dimensión «estrictamente inmanente» de la política
El error por defecto en el que, a juicio de Ferrer, se puede caer al reflexionar sobre el fin de la política, consiste en subordinarla «a una finalidad estrictamente inmanente». El autor piensa que en este error tropiezan precisamente los que defienden la idea de que la política es el arte de lo posible. Al respecto, y en relación con las dudas que expusimos en el apartado anterior, pensamos que puede favorecer la discusión preguntar también por el justo medio entre los dos errores que Ferrer constata. Dicho de otro modo, ¿cuál es el óptimo que tiene en mente el autor? A partir de la lectura del texto, la respuesta no parece ser fácil, pues, a nuestro juicio, Ferrer se inclina fuertemente en favor de una tesis que parece ser idéntica (o, al menos, muy similar) a la que él identifica como el «error por exceso».
A nuestro juicio, la política tiene una finalidad «estrictamente inmanente» en el sentido de que el parámetro para medir y determinar lo que es justo o injusto en términos políticos, es decir, en lo que respecta a las decisiones que adopta la autoridad estatal, no es si esas decisiones contribuyen (o no) a la salvación de las almas de los ciudadanos, sino si permiten alcanzar ciertos bienes terrenales que son necesarios para la convivencia, entre los cuales se encuentra la paz y la justicia.
Ahora bien, en lo que respecta al segundo error («por defecto»), creemos que es conveniente reparar en la crítica de Ferrer en contra del entendimiento de la política como una actividad orientada a una finalidad «estrictamente inmanente». Hay diversos modos de entender la idea de que la política está, por así decirlo, capturada por esa finalidad. Todo indica, sin embargo, que lo que busca Ferrer es contrastar su visión con la de quienes eliminan del horizonte de la acción política la verdad trascendente del ser humano. Por nuestra parte, creemos necesario destacar que, a lo menos, existe un modo adecuado de entender la idea de que la política tiene una finalidad estrictamente inmanente.
A nuestro juicio, la política tiene una finalidad «estrictamente inmanente» en el sentido de que el parámetro para medir y determinar lo que es justo o injusto en términos políticos, es decir, en lo que respecta a las decisiones que adopta la autoridad estatal, no es si esas decisiones contribuyen (o no) a la salvación de las almas de los ciudadanos, sino si permiten alcanzar ciertos bienes terrenales que son necesarios para la convivencia, entre los cuales se encuentra la paz y la justicia. Del mismo modo, creemos que no hace falta fundamentar la conveniencia de esos bienes en la verdad trascendente de la persona, pues su utilidad bien puede justificarse en consideraciones exclusivamente terrenales.
En este sentido, el criterio que, bajo nuestro entender, deben tener en cuenta los agentes políticos al momento de adoptar decisiones sobre el gobierno de la ciudad temporal no es otro que el bien del hombre terrenalmente considerado. Así, por ejemplo, no nos parece suficiente como argumento político en contra de un proyecto que legaliza el aborto, el que se afirme que éste contraría la ley divina, poniendo en riesgo la salvación eterna de la sociedad (o alguna parte de ella). No negamos, por supuesto, que existe un derecho a esbozar argumentos de esa naturaleza en el ámbito público (ni tampoco que esos argumentos puedan ser ciertos). Sin embargo, si quien esgrime este argumento tiene la intención de, por así decirlo, interpelar políticamente, debe necesariamente ofrecer razones que expliquen por qué esa contravención a la ley divina afecta de algún modo al hombre terrenal. La discusión política, en nuestra opinión, debe tener como referencia final el bien que es posible en este mundo. Esto último es lo que, a nuestro juicio, cuenta políticamente hablando, y por ello consideramos que la política tiene, al menos en este sentido, una finalidad puramente inmanente: una finalidad que se explica y justifica sin referencia al fin trascendente del ser humano. Por lo demás, consideramos que este modo de entender la finalidad de la política es lo que permite entrar en diálogo con personas que provienen de otras tradiciones o que fundamentan sus posturas en otras creencias. Y esto es, más que nunca, una necesidad en nuestras sociedades plurales actuales.
La discusión política, en nuestra opinión, debe tener como referencia final el bien que es posible en este mundo. Esto último es lo que, a nuestro juicio, cuenta políticamente hablando, y por ello consideramos que la política tiene, al menos en este sentido, una finalidad puramente inmanente: una finalidad que se explica y justifica sin referencia al fin trascendente del ser humano.
Frente a lo que recién hemos expuesto, se podría contestar señalando que las dimensiones divina y humana, al menos para el caso de los cristianos, están íntimamente implicadas, de lo que se sigue que, en rigor, la distinción que formulamos entre lo que afecta a la persona en este mundo y lo que es mandado por la ley de Dios, es una distinción ficticia. No negamos, evidentemente, tal afirmación. Con todo, pensamos que la distinción que hemos trazado sigue siendo útil por un motivo, a saber, porque subraya la importancia de que los agentes políticos (sobre todo aquellos que adhieren a alguna creencia o fe religiosa), al momento de dar razón de sus posturas políticas, tengan en cuenta, ante todo, el bien del hombre en el ámbito temporal. De este modo, si el Estado chileno, por ejemplo, obligara a todas las escuelas, públicas y privadas, a enseñar la religión católica en sus establecimientos, bajo el argumento de que esa enseñanza, de acuerdo con una correcta comprensión de la verdad trascendente de la persona, es importante para la salvación de las almas de los ciudadanos, estaría cometiendo, pensamos nosotros, una grave injusticia, al sobrepasar sus competencias en cuanto a poder temporal. Y esto es posible de sostener, aun cuando, como es nuestro caso, se crea que la religión católica es la verdadera y que su enseñanza es fundamental para la salvación de las almas.
Lo que aquí defendemos no supone pensar (al menos no necesariamente) que el fin total de la persona pueda alcanzarse de modo pleno en este mundo (por nuestra parte, consideramos que toda persona está realmente llamada a vivir en una eterna amistad con Dios). Por ello, rechazamos un inmanentismo de estas características (por ejemplo, rechazamos los intentos utópicos de traer el cielo a la tierra). Lo que proponemos es formular una distinción que permita trazar el fin del gobierno político. De este modo, nuestra aproximación al fenómeno político matiza fuertemente los intentos de atribuirle, aunque sea indirectamente, competencias al poder del César en lo que respecta a la salvación de las almas. Si se quiere, podemos admitir que un político puede, en el fondo, estar motivado por esa preocupación, pero ello no lo excusa de la responsabilidad de fundamentar sus posiciones políticas en lo que conviene a los seres humanos en este mundo. El poder temporal es precisamente temporal por este motivo. Es más, alguien podría considerar que el orden político no se justifica a sí mismo, sino que es instrumental a un bien mayor, que es la salvación de su alma. En este sentido, la paz y la justicia terrenal se consideran como condiciones necesarias, mas no suficientes, para vivir una vida de acuerdo con las exigencias de la ciudad eterna. Con todo, de ello no se sigue, a nuestro parecer, que el poder temporal deba subordinarse a esas exigencias, por el hecho de que con ellas se aspira a un bien más alto. Antes bien, pensamos que la política tiene una finalidad inmanente, mundana (que no por eso «opuesta» o «contraria» a las finalidades trascendentes, celestiales) y negar este punto puede, quizás, estar en la raíz del desprecio a la lógica de lo posible en política.
4. ¿Qué es lo realmente posible en política?
A pesar de su crítica frontal en contra de la lógica de lo posible, Ferrer considera que esa frase esconde una «verdad evidente». Esta verdad consiste, a su juicio, en el rechazo a toda empresa política que intente ir tras algún «imposible metafísico» o «de sentido común», mostrando la insensatez de procurar «deseos utópicos» o «maximalismos alejados de la realidad». Sin perjuicio de que consideramos que la lógica de lo posible no se reduce a esa verdad, conviene contrastar esta opinión suya con otra que expone más abajo sobre lo que realmente es posible en política.
En efecto, Ferrer sostiene que la política se «realiza a través de los actos libres». A partir de esa premisa, concluye que el campo de la política «es el de lo siempre posible: siempre es posible que la autoridad, así como la nación entera, cambien de opinión y decidan algo distinto a lo previamente resuelto». Ahora bien, nos parece sumamente difícil que la lógica de lo «siempre posible», que Ferrer parece proponer como alternativa a la lógica de lo posible, realmente pueda guiar la conducta de un político. De ningún modo queremos formular una crítica que pueda dar la impresión de que caemos en la falacia del espantapájaros, pero nos resulta inevitable preguntar si la insensatez de caer en la lógica de lo posible, que Ferrer denuncia con tanta fuerza, se fundamenta en el hecho de que, en política, en rigor, no hay nada imposible.
Tal vez el error consiste en intentar fundar la acción política en juicios tan absolutos. Frente a lo que sostiene Ferrer, pensamos que lo que cuenta en política (y en el obrar humano en general) son las «probabilidades». Lo que a nuestro juicio se debe considerar cuando se actúa en política, son ciertas medidas de certidumbre de que ocurrirá o no algo, que nunca son absolutas. Evidentemente, esto no quiere decir que una probabilidad desfavorable (incluso una muy desfavorable) determine, per se, la acción a seguir. Por el contrario, qué grado de certidumbre es aconsejable tomar en cuenta para decidir actuar de tal o cual manera, es un asunto prudencial, que debe valorarse en cada caso concreto. Una evaluación de lo que es o no posible no puede formularse en abstracto, sino que debe atender a las circunstancias concretas. La lógica de lo posible se mueve, en este sentido, de acuerdo con las probabilidades circunstanciales. Es aquí donde nos distanciamos de la aproximación de Ferrer, quien, al menos de acuerdo con nuestra lectura de su texto, rechaza un análisis fundamentado en las probabilidades circunstanciales, al reducir «lo imposible» a «los imposibles metafísicos» o «deseos utópicos» y al identificar «lo posible» con lo «siempre posible».
Lo que estamos intentando explicar puede quizá quedar más claro con el siguiente ejemplo. En el debate sobre el aborto en Chile, lo más probable era que la mayoría de los senadores de izquierda votaran a favor del aborto. Es verdad que ninguno de ellos estaba «determinado» a votar de esa manera, y también es verdad que, al menos virtualmente, era posible que sucediera algo que, previo a la votación, les hiciera cambiar de opinión. Pero lo más probable era que eso no ocurriera, como de hecho no ocurrió. Frente a lo anterior (y sin entrar al debate sobre lo que está moralmente permitido o justificado realizar en el contexto de la discusión y tramitación de un proyecto de ley que se considera absolutamente malo), lo que nos interesa cuestionar es el juicio según el cual, quienes obraron considerando lo posible— probable (por ejemplo, procurando disminuir los efectos dañosos de la iniciativa a través de enmiendas legislativas), cometieron, a lo menos, una insensatez.
En esta línea, Ferrer considera que quien «desecha a priori como imposible un curso de acción humano específico (…) destila no poco determinismo y aparece bastante influido por condicionamientos mundanos». Sin embargo, siguiendo con el ejemplo anterior, ¿puede considerarse razonable la actitud de quien se aferra a unas muy bajas probabilidades, bajo la lógica de lo «siempre posible», para decidir el modo en que debe actuar ante un proyecto que lo más probable es que será aprobado? ¿Cabe enjuiciar de «deterministas» y «malminoristas» a quienes pasaron por alto esas probabilidades precisamente porque eran muy bajas? Nos parece que la crítica de Ferrer al arte de lo posible encierra una paradoja: él mismo se aferra, quizás demasiado, a «lo posible», cuando en política, más que de «lo posible», sin más, se trata de lo conveniente, dentro de las posibilidades que razonablemente cabe esperar.
5. La esperanza cristiana en el orden político
Pensamos que la alusión de Ferrer a la «esperanza cristiana» se relaciona con lo recién expuesto. A su juicio, la política verdaderamente «realista», en contraste con la que cae en la lógica de lo posible, es aquella que «confía en Dios, Quien puede mover hasta los corazones más endurecidos». Esta idea, de algún modo, está presente en todo el texto de Ferrer, y es central para comprender su posición. Por lo demás, fue el tema que Ferrer trató en la primera editorial de la revista, titulada «Esperar contra toda esperanza».
Estamos en desacuerdo con el modo en que Ferrer comprende la esperanza cristiana o, al menos, con el papel que le asigna en el campo político. Nuestra principal diferencia reside en que pareciera que Ferrer considera que la esperanza cristiana consiste en una, por así decirlo, variable a considerar al momento de formular un juicio sobre lo posible en política. A nuestro juicio, este razonamiento sigue exactamente la misma lógica de lo «siempre posible».
En efecto, siempre es posible que Dios actúe en los corazones (para Dios, obviamente, no hay nada imposible). Con todo, un agente político responsable no debe considerar esa posibilidad como concluyente al momento de evaluar qué curso de acción debe seguir. El hecho de que tengamos una firme esperanza en sus promesas, no significa que deleguemos en Él la responsabilidad de la toma de decisiones que Él mismo nos ha confiado en el orden temporal. Un obrar que a ojos humanos es manifiestamente insensato e imprudente no deja de ser lo que es por el hecho de que confiemos en la posibilidad de que Dios intervenga de un modo poco esperado. Así, un médico cometería una grave negligencia si decide postergar una intervención quirúrgica basándose en la posibilidad (esperanza) de que ocurra un milagro. Y seguiría siendo negligente aún si el milagro efectivamente ocurriese.
Ahora bien, y sin ánimos de conducir el debate a una dimensión teológica, pensamos que vale la pena preguntar qué es aquello en lo que realmente se espera cuando Ferrer habla de la esperanza cristiana. La pregunta nos parece importante, precisamente para esquivar cualquier inmanentismo. A nuestro juicio, conviene evitar atribuirle la responsabilidad a Dios por lo que ocurre en el orden político en este mundo. El riesgo de esa atribución es que puede terminar por tergiversar lo que realmente significa la confianza cristiana, al esperar que ocurran cosas en este mundo que, en caso de que no sucedan, provoquen inseguridad o dudas. Esto no quiere decir que la esperanza cristiana no contemple pedir y esperar intervenciones divinas en el ámbito terrenal (esto es, precisamente, una de las dimensiones de la oración de petición), pero supone aceptar que la lógica divina puede ir en otra dirección. Sería un grave error pensar que la esperanza cristiana fue defraudada cuando se aprobó el proyecto de despenalización del aborto hace unos años en Chile y, en cambio, se fortaleció este año con la sentencia de la Corte Suprema de Estados Unidos que derogó el derecho constitucional al aborto. La esperanza cristiana, por así decirlo, tiene sus ojos puestos en una promesa que no es esencialmente para este mundo, por lo que es compatible, y se muestra inquebrantable, aun cuando en este mundo cada día sea peor que el anterior. La lógica de lo posible, en este sentido, es coherente con el carácter trascendente de la confianza cristiana, precisamente porque no espera grandes cosas (solo lo posible) en el plano temporal.
6. El propósito de la política: lo posible
En el apartado cuarto («¿Qué es lo realmente posible en política?») hemos preguntado si puede ser «razonable» aferrarse a unas muy bajas probabilidades para adoptar una decisión política. A la vez, hemos terminado señalando que, de lo que se trata la política, es de lo «conveniente», dentro de las posibilidades que razonablemente cabe esperar. Ahora bien, es importante subrayar estas palabras (razonable y conveniente), porque lo que para uno es razonable o conveniente, puede no serlo para otro. En este sentido, conviene tener en cuenta específicamente la posición y responsabilidad que tiene el agente político. Intentaremos explicar este asunto, comenzando con una distinción que nos parece crucial.
Esta distinción tiene que ver con dos tipos de discusiones diferentes, que en la reflexión política siempre están presentes, y que conviene no confundir. Por un lado, la discusión sobre lo que es posible (según las probabilidades circunstanciales); por otro, la discusión sobre lo que es mejor. La segunda discusión puede eventualmente darse en un plano meramente abstracto, en el sentido de que uno puede juzgar, al momento de adoptar un curso de acción, lo que es mejor, sin tener en cuenta de si eso es posible de ejecutar. La discusión sobre lo posible, en cambio, es necesariamente circunstancial. Ahora bien, al momento de tomar una decisión sobre, por ejemplo, cómo enfrentar la discusión y tramitación de un proyecto que legaliza el aborto, uno puede comenzar preguntándose por lo que es posible o por lo que es mejor. Si uno parte por lo que es posible, lo que hará es inclinarse por la opción que le parezca mejor, pero únicamente entre las que son viables. En cambio, si uno parte por lo que es mejor, una vez que lo ha determinado, luego tendrá que verificar si ello es realmente posible de alcanzar. Si esto último no es realmente factible, tendrá que escoger entre las opciones viables que más se acerquen a su ideal, lo que supone admitir, en el fondo, que no hay alternativa a la lógica «de lo posible».
Es verdad que enfrentarse a la imposibilidad de alcanzar «lo mejor» puede llegar a suponer un tipo de frustración en la vida del político, pues exige renunciar al intento de conseguir aquí y ahora aquello que se deseaba. Pero esto, en nuestra opinión, es fruto de una inadecuada comprensión de nuestras capacidades, que, sobreestimándose, producen una sensación de fracaso ante la realidad. En estricto sentido, uno tiene que «jugar con lo que hay», sin dejar de tener la mirada y —al menos en parte, el corazón— en el ideal. En materia moral, Juan Pablo II habló muchas veces de la «ley de la gradualidad», que exige, ante la imposibilidad de conseguir aquí y ahora «el óptimo», proceder en pasos pequeños, realizando (y no renunciando a) lo mejor posible en las circunstancias del caso. Evidentemente, habrá que esforzarse por dar cada vez más pasos en dirección al ideal (consciente de que es posible que jamás se cumpla) pero respetando siempre en ese intento la lógica de lo posible. Por lo demás, este era el consejo de Tomás Moro, que él mismo encarnó en su vida política:
Esto mismo ocurre en los asuntos del Estado y en las deliberaciones de los príncipes. Si no es posible erradicar de inmediato los principios erróneos, ni abolir las costumbres inmorales, no por ello se ha de abandonar la causa pública. Como tampoco se puede abandonar la nave en medio de la tempestad porque no se pueden dominar los vientos. No quieras imponer ideas peregrinas o desconcertantes a espíritus convencidos de ideas totalmente diferentes. No las admitirán. Te has de insinuar de forma indirecta, y te has de ingeniar por presentarlo con tal tino que, si no puedes conseguir todo el bien, resulte el menor mal posible. Para que todo saliera bien, deberían ser buenos todos, cosa que no espero ver hasta dentro de muchos años.
Teniendo en cuenta lo dicho, la distinción arriba planteada entre la discusión de lo posible y lo mejor nos permite realizar varias precisiones que matizan la visión que expone Ferrer en su texto. Quien considera lo que es posible a la hora de tomar una decisión y, por ese motivo, abandona el ideal que tiene en mente para escoger entre las opciones que son viables, en un sentido, sí adopta una política «malminorista»; ante la imposibilidad de conseguir todo el bien, procura que resulte el menor mal posible. Esa política, sin embargo, no supone (como hemos intentado explicar) ningún «determinismo». A su vez, no hay razón para pensar que quien así obra se «contenta sistemáticamente con no dar el buen combate». Puede, de hecho, que quien escoge alternativas que no responden exactamente a su ideal, lo haga de mala gana, con frustración e incluso tristeza, pero con la conciencia de que obra responsablemente, al intentar conseguir «lo mejor» dentro de las posibilidades del caso. Un político bien puede considerar, de hecho, que «dar el buen combate» justamente pasa por actuar de este modo, pues considera que el «combate político» supone escoger dentro de las opciones disponibles.
Lo anterior no implica que renuncie a sus convicciones (a lo que, en abstracto, considera que es lo mejor), pues «lo mejor» sigue siendo el criterio para adoptar sus posiciones concretas; solo que actúa de acuerdo con las probabilidades circunstanciales. Puede, de hecho, que defienda públicamente esas convicciones con fuerza; que, como dice Ferrer, dé «testimonio de la verdad»; sin embargo, al momento de decidir qué hacer en concreto (por ejemplo, si apoyar o no una iniciativa específica), con lo que no se «contenta», es con adoptar una posición que no tiene, a su juicio, ninguna consecuencia positiva respecto de lo que él considera mejor.
Lo anterior no implica que renuncie a sus convicciones (a lo que, en abstracto, considera que es lo mejor), pues «lo mejor» sigue siendo el criterio para adoptar sus posiciones concretas; solo que actúa de acuerdo con las probabilidades circunstanciales.
Ahora bien, uno de todos modos puede considerar que un político que así obra, o se equivoca u obra directamente mal. Puede considerar que se equivoca, porque su diagnóstico sobre lo posible es errado, al no tomar en cuenta otros aspectos relevantes de las circunstancias. En este caso, podemos encontrarnos ante un político negligente o torpe (que no hizo bien su tarea de diagnóstico), pero esta crítica, que, si bien puede ser importante, se enmarca en consideraciones prudenciales. Sin embargo, uno también puede considerar que un político que se deja llevar por la lógica de lo posible obra directamente mal. En este sentido, alguien puede pensar que un político jamás debe renunciar a «lo mejor», bajo la excusa de que no es posible; que la única opción admisible que tiene ante una iniciativa que considera inconveniente o derechamente mala, es oponerse y mantener, contra viento y marea, esa posición hasta el final, renunciando a hacer, incluso, lo bueno dentro de lo posible. Por lo demás, puede que esta posición está fundamentada en la lógica de lo «siempre posible», es decir, en la idea de que su posición, al final, pueda de todos modos prevalecer. No estamos totalmente seguros de que la postura que hemos descrito coincida absolutamente con la que adopta Ferrer, pero al menos consideramos que es la que se sigue de su texto.
En nuestra opinión, sin embargo, un político no debe adoptar esa postura. No nos parece razonable que lo mejor se convierta en enemigo de lo bueno. Esto no tiene que ver con una cuestión de carácter, de mayor o menor valentía, sino de la responsabilidad que supone la posición que detenta. Ante un escenario adverso, donde lo más probable es que no se pueda alcanzar «lo mejor», no solo es legítimo que un político se incline por propuestas que procuran alcanzar «lo mejor dentro de lo posible», sino que bien podría decirse que debe hacerlo. Un político que así obra, realmente no asume una posición «cooperadora material –y a veces formal– del mal social». No colabora con la consecución de un mal, sino que, por el contrario, hace o intenta hacer el bien, en la medida de sus posibilidades reales.
Estamos de acuerdo con Ferrer en la idea de que «el mal avanza siempre en la medida en que el bien retrocede». Sin embargo, al contrario de lo que él opina, nosotros consideramos que la lógica de lo posible es justamente el modo (tal vez el único) de hacer avanzar el bien.
La lógica de lo posible opta siempre por la acción; exige hacer cosas valiosas aquí y ahora, evitando quedarse en un mero «discurso de lo mejor». En cierto sentido, acepta que el verdadero «drama de la política» es reflejo de un drama más profundo: el de un mundo imperfecto, donde el bien no siempre vence y en el cual el acuerdo respecto de asuntos cruciales no abunda. Estamos de acuerdo con Ferrer en la idea de que «el mal avanza siempre en la medida en que el bien retrocede». Sin embargo, al contrario de lo que él opina, nosotros consideramos que la lógica de lo posible es justamente el modo (tal vez el único) de hacer avanzar el bien.
7. La función pacificadora y posibilitadora de la lógica de lo posible
Los ejemplos que hemos revisado en las líneas anteriores tienen que ver con un debate respecto del cual es normal que las posiciones se polaricen. Lo mismo ocurre con otras discusiones relacionadas con la vida, la familia… En esas discusiones, como hemos argumentado, nos parece que lo que debe guiar la conducta de un político es la lógica de lo posible. Con todo, las discusiones políticas no siempre versan sobre esos temas. Es más, en la mayoría de las controversias políticas se enfrentan posiciones que no son, por así decirlo, de principios, sino que se contraponen posiciones que se caracterizan por ser discutibles, al fundamentarse en juicios que toman en cuenta, ante todo, las circunstancias del caso. El debate sobre si continuar o no con la agenda constitucional es un ejemplo de este tipo de discusiones. No hay en juego un valor absoluto, sino que la posición que uno adopta al respecto es prudencial. Esto no quiere decir que no haya razones para adoptar una posición u otra, sino que esas razones dependen, a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, con la posición en contra del aborto, de las circunstancias políticas concretas (si esas circunstancias cambian, uno bien podría pasar a defender la posición contraria).
Alguien podría pensar que en los debates donde están involucrados temas de principios, la lógica de lo posible adquiere un tono de resignación. Estamos de acuerdo con esa impresión; es una resignación realista, que no olvida, según hemos planteado, el criterio de «lo mejor», pero que, frente a la imposibilidad de materializarlo totalmente, opta con responsabilidad por «lo mejor posible». Ahora bien, en las discusiones donde no están en juego estos temas, es decir, donde están en juego posiciones discutibles, la lógica de lo posible adquiere una relevancia particularmente importante. En estas discusiones, lo posible no posee un tono de resignación, sino de lo deseable. Para explicarlo de otro modo, adquiere un carácter normativo, esto es, constituye por sí mismo el criterio de lo óptimo, de lo conveniente, si se quiere, de bien común. Lo posible y lo mejor, de algún modo, se confunden.
Lo que explica lo recién dicho es que la finalidad de la política es, a nuestro juicio, garantizar (en la mayor medida de lo posible) la convivencia humana. En nuestras sociedades diversas, regidas por un sistema político democrático, el desafío de la convivencia adquiere características singulares. La lógica de lo posible, en este contexto, se identifica con la lógica del consenso; el consenso es el canal de lo posible en política, porque es el modo en que se adoptan las decisiones. Así, la lógica de lo posible asume la diversidad de miradas y posiciones, sin juzgar este hecho de modo negativo. Supone que hay «otros» con los cuales es necesario ponerse de acuerdo. No busca aplastar las demás posiciones, ni tampoco hacer prevalecer a todo evento la suya, aun cuando eso sea, en algún momento, algo fácticamente posible. En este sentido, no entiende la política como un combate desde las trincheras, como un juego de suma cero. Así, que una posición puntual sea posible, porque genera consenso, es ya un argumento de peso para inclinarse por ella. La política tiene por finalidad alcanzar precisamente esos consensos; de lo que se trata, en último término, es de cómo vivir en común en la ciudad terrenal. Todo lo anterior explica que la lógica de lo posible tenga una función pacificadora que ha sido, sin embargo, permanentemente puesta en cuestión desde distintos sectores que se inclinan por la lógica del maximalismo.
Pero, además, la lógica de lo posible, en la misma medida en que es «pacificadora», porque permite a los ciudadanos sentirse identificados con el proyecto político (y no aplastados por una mayoría que logró imponer una determinada acción), es «posibilitadora», porque constituye el punto de partida indispensable para que un auténtico diálogo político pueda ser llevado a cabo. Y es que, allí en donde la política es concebida como la imposición de una fuerza sobre otra, la posibilidad de trabajar para que los propósitos políticos que se desean se materialicen, se ve notablemente disminuida, sino derechamente anulada.
Siempre cabe la posibilidad de conseguir, mediante una vía distinta del consenso, que las aspiraciones políticas propias se impongan. Ahora bien, como ha recordado el Papa Francisco, un espíritu cristiano de la política debe entender que ésta es el «arte del encuentro»: «[e]ste arte del encuentro comienza, por tanto, con un cambio de mirada hacia el otro, con una aceptación y un respeto incondicionales hacia su persona. Si no se produce este cambio de corazón, la política corre el riesgo de convertirse en una confrontación, a menudo violenta, para hacer triunfar las propias ideas, en una búsqueda de intereses particulares más que del bien común, en contra del principio de que “la unidad prevalece sobre el conflicto”».
Lógicamente, el «arte del encuentro», que es también el «arte de lo posible», no supone una renuncia a los proyectos políticos deseados. Antes bien, constituye tan solo el inicio para poder conseguirlos sin desconocer el respeto y la dignidad que merecen aquellos que están en desacuerdo con nosotros. Este modo de proceder, en nuestra opinión, más que alejar la posibilidad de hacer presente los ideales, los acerca.
Autores:
Doctorado en Derecho, Universidad de Navarra.
Profesor de Derecho Administrativo, Universidad Finis Terrae.
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Last modified: enero 5, 2023