
diciembre 28, 2022• PorJosé Chávez -Fernández Postigo
El breve retrato de una permanente inestabilidad política
Hay quien se sorprende de que un país como Perú —donde 6 diferentes presidentes de la República han ocupado legalmente el cargo en apenas 5 años— tenga unos indicadores macroeconómicos bastante estables para la región, comparativamente hablando. Pero para mí lo más sorprendente son otras cosas. Primero, que el tejido social que une al país no se haya roto del todo tras estos durísimos años de polarización ideológica, donde se ha usado y abusado de las instituciones jurídicas para llevar la crispación social al extremo. Segundo, que esas mismas maltrechas instituciones hayan resistido nada menos que a un intento de golpe de Estado. Me detendré muy brevemente en los últimos episodios de este calvario.
El 7 de diciembre de 2022, mientras el Congreso trataba de conseguir —al parecer, sin éxito— los votos necesarios para vacar al presidente Castillo por graves acusaciones de corrupción mediante el ambiguo artículo 113.2 de la Constitución Política del Perú (CPP), el entonces mandatario decide dirigirse al pueblo peruano en señal de televisión abierta por medio de la lectura de un documento que sostenía temblorosamente. En dicho texto, cuya autoría material todavía se desconoce, Castillo ordenaba la disolución del Congreso de la República, el inicio de su gobierno de “emergencia excepcional”, la convocatoria a una asamblea constituyente y la reforma unilateral de los poderes del Estado, incluyendo al Tribunal Constitucional. Desde luego, no tenía facultades constitucionales para hacer nada de ello, y eso no lo discute nadie que conozca el Derecho peruano.
Si alguien tan incapacitado para gobernar en todo sentido duró tanto en el poder, solo se explica por el rechazo a los Fujimori, y porque un amplio sector de la izquierda lo sostuvo con sus votos en el Congreso, incluso cuando ya había evidencia suficiente para sospechar de gravísimos actos de corrupción.
El de Pedro Castillo fue un golpe de Estado en toda regla, como el que en 1992 perpetró el hoy convicto expresidente Alberto Fujimori, solo que, a diferencia de aquel, este se hizo desde la izquierda política más radical y resultó siendo un golpe fallido, tanto como casi todo lo que intentó su triste gobierno durante el año y medio que logró durar. Hay que recordar que Castillo había llegado al poder en segunda vuelta y por poco más de 40,000 votos, con el apoyo electoral casi unánime de las izquierdas y también con el de algunos moderados que lo prefirieron como mal menor frente a un posible gobierno de la hija del dictador Fujimori, representante de una derecha autoritaria, popular y populista. Si alguien tan incapacitado para gobernar en todo sentido duró tanto en el poder, solo se explica por el rechazo a los Fujimori, y porque un amplio sector de la izquierda lo sostuvo con sus votos en el Congreso, incluso cuando ya había evidencia suficiente para sospechar de gravísimos actos de corrupción que —según las investigaciones fiscales— lo involucran como cabecilla de una organización criminal que funcionaba desde Palacio de gobierno, conformada por algunos de sus más cercanos ministros, asesores y familiares.
Con el viento de la realidad en contra, Castillo intentó fugar a la embajada de México, pero el impenetrable tráfico de Lima impidió que llegara a su destino antes de que el Congreso —ahora sí con los votos suficientes, pero no con todos los de la izquierda— lograra finalmente vacarlo constitucionalmente, aunque esta vez por quebrantar en flagrancia el orden constitucional.
Aquella tarde del golpe de Estado —según testimonios que todavía son objeto de investigación— Castillo habría dado la indicación a las fuerzas del orden de cerrar el Congreso y de intervenir a la Fiscal de la nación, pero fue desobedecido. Incluso los ministros que lo habían defendido férreamente hasta el día anterior decidieron renunciar. “Nadie debe obediencia a un gobierno usurpador” (Art. 46 CPP), se invocaba una y otra vez en la prensa y en las redes sociales. Con el viento de la realidad en contra, Castillo intentó fugar a la embajada de México, pero el impenetrable tráfico de Lima impidió que llegara a su destino antes de que el Congreso —ahora sí con los votos suficientes, pero no con todos los de la izquierda— lograra finalmente vacarlo constitucionalmente, aunque esta vez por quebrantar en flagrancia el orden constitucional. La policía que salió de Palacio de gobierno bajo sus órdenes para asilarlo en México fue la misma que luego, una vez vacado, recibiría las órdenes de detenerlo. Hoy Pedro Castillo se encuentra con 18 meses de prisión preventiva dictada por el Poder Judicial, acusado de delitos vinculados a su golpe de Estado, y se espera que próximamente pueda ser procesado formalmente por varios otros delitos de corrupción. La vicepresidenta Dina Boluarte —quien hasta hace muy poco compartía la ideología política de Castillo y durante mucho tiempo formó parte de su gobierno—juró constitucionalmente la Presidencia del Perú apenas horas después de haberse votado la vacancia del breve aprendiz de dictador. Hoy algunos gobiernos de la región identificados con la izquierda pretenden, delirantemente, desconocer estos hechos y no reconocer a Boluarte como presidenta. Estos países hermanos han tensado las relaciones diplomáticas con Perú hasta lo intolerable.
Poco después empezó en el país lo que puede llamarse “dinámicas de protesta”, las que tras su radicalización y juntamente con la acción reactiva de la Policía nacional primero y —desde que se decretó legalmente el Estado de emergencia (art. 137 CPP)— de las Fuerzas armadas después, han causado hasta la fecha cerca de 30 fallecidos y varios cientos de heridos, hechos que todo el país lamenta y que las autoridades se han comprometido a esclarecer para sancionar a los responsables. En todo caso, algunas de estas dinámicas de protesta han sido legítimas y pacíficas, donde se ha expresado, básicamente, el rechazo al Congreso —de triste memoria para la mayoría de los peruanos— y se ha exigido las reformas necesarias para que “se vayan todos” cuanto antes. Otras, han tenido más bien carácter vandálico: destruyendo violentamente propiedad pública y privada, y en donde se ha dado rienda suelta al secuestro, al latrocinio y al pillaje. Finalmente, otras vienen siendo organizadas y financiadas para cometer actos de violencia contra objetivos políticamente estratégicos, acciones que algunos no dudan en calificar como “actos terroristas”.
Si bien el tejido social no se ha roto completamente, hay que reconocer que está seriamente dañado, y no solo desde el último lustro. Por un lado, sufre a un sector de la derecha que no se compromete con las reformas necesarias para que los peruanos más olvidados puedan contar realmente con los derechos sociales más básicos, y otro que es capaz de argumentar sin pruebas suficientes algo tan grave como un fraude electoral.
Si algo queda claro es que fue un desacierto de la presidenta Boluarte y del Congreso pretender continuar legalmente en sus cargos hasta 2026, una vez caído el régimen de Castillo. Recientemente la presidenta ha remodelado su gabinete de ministros con la intención no solo de apaciguar el país, sino también con la de sacarlo del estancamiento en que vive al menos los últimos 5 años. Con la ayuda de la presión social y mediática, Boluarte ha logrado que el Congreso ceda y se comprometa formalmente a culminar las reformas constitucionales necesarias que permitan convocar a elecciones generales adelantadas en abril de 2024. Pero no solo eso, sino también a emprender algunas otras reformas que propicien que, por un lado, los próximos ejecutivo y legislativo puedan ser elegidos de entre candidatos más idóneos y con mayor representatividad social, y que, por otro lado, se cuente con mecanismos constitucionales que logren un más sólido equilibrio de poderes. Tanto la vacancia presidencial por incapacidad moral permanente (133.2 CPP) como la disolución del Congreso por dos crisis totales del gabinete ministerial (134 CPP) no solo son dos institutos constitucionales deficientemente diseñados, sino que se han convertido en instrumentos de una guerra inacabable de exterminio político entre ejecutivo y legislativo que ha hecho que el Perú se vuelva ingobernable. Solo el tiempo dirá si las medidas dadas por Boluarte y por el Congreso son suficientes para caminar en paz hasta 2024. Por lo pronto, las dinámicas de protesta en el país parecen ir menguando, pero el descontento está lejos de irse.
Si bien el tejido social no se ha roto completamente, hay que reconocer que está seriamente dañado, y no solo desde el último lustro. Por un lado, sufre a un sector de la derecha que no se compromete con las reformas necesarias para que los peruanos más olvidados puedan contar realmente con los derechos sociales más básicos, y otro que es capaz de argumentar sin pruebas suficientes algo tan grave como un fraude electoral. Por otro lado, padece a una izquierda que se radicaliza sin ruborizarse y que parece querer agudizar las contradicciones sociales con el propósito de hacerse del poder por la fuerza si fuese necesario. Sin embargo, somos definitivamente muchos más los peruanos que queremos justicia, pero que no estamos dispuestos a sacrificar ni la paz ni la libertad. Dios permita que el país encuentre los mejores caminos para alcanzarla. No será fácil.
Profesor de Filosofía del Derecho y Argumentación Jurídica, Universidad Católica San Pablo, Arequipa (Perú)
bien Bien común Boluarte Congreso derecho constitucional derechos sociales Fujimori Golpe de Estado inestabilidad latinoamérica nueva izquierda Pedro Castillo Perú política realismo mágico usurpador
Last modified: junio 22, 2023