2024 03 gonzaloletelier

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Tomás de Aquino: un santo de carne y hueso

¿Qué nos dice el buey mudo en sus escritos?

El papa Pío XI supo describir a santo Tomás de Aquino como “el más sabio de los santos y el más santo de los sabios”. Su sabiduría salta a la vista a quienquiera que se aproxime a su obra de buena fe (y con algunas herramientas mínimas para comprenderlo). Su santidad, en cambio, se refiere inmediatamente a su vida, respecto a la cual solemos conocer mucho menos, incluso en aquellos casos poco frecuentes en que se tiene acceso a las fuentes sobre su vida. Un santo es un modelo de vida, alguien que vivió la virtud de modo heroico y cuya vida vale la pena imitar. La moral cristiana, de hecho, consiste mucho más en seguir y asemejarse a una persona, el mismo Jesucristo, que en cumplir una serie de normas de conducta generales. Imitamos a los santos porque son maestros en la imitación de Cristo, pero parece difícil imitar a fray Tomás, al menos por dos razones fundamentales: primero, porque el rasgo más evidente de su personalidad —aquel que lo ha hecho universalmente admirable y admirado— es una portentosa genialidad intelectual que resulta simplemente inimitable para una persona normal. Si no parece fácil identificar siquiera tres o cuatro intelectos comparables en la historia de la humanidad, la tarea del devoto que lo elige como modelo de vida parece quedar truncada antes de comenzarla siquiera. En segundo lugar, conocemos muy poco sobre su vida y su personalidad. La mayor parte de lo que se ha escrito, se refiere (con toda razón) a su obra intelectual, y no a su santidad personal. Las fuentes relativas a su vida, escasas, escritas en latín, casi nunca traducidas y casi todas redactadas con ocasión de su proceso —muy rápido para esa época— de canonización, tienen un carácter eminentemente hagiográfico, por lo que muchas veces se les ha objetado que abundan en anécdotas estereotipadas (como que no mamaba en viernes, igual que Santa Catalina y tantos otros…), no siempre verosímiles y que reflejan un concepto de santidad propio del siglo XIII, que dice poco al cristiano de nuestro tiempo.

Las fuentes relativas a su vida, escasas, escritas en latín, casi nunca traducidas y casi todas redactadas con ocasión de su proceso —muy rápido para esa época— de canonización, tienen un carácter eminentemente hagiográfico, por lo que muchas veces se les ha objetado que abundan en anécdotas estereotipadas (como que no mamaba en viernes, igual que Santa Catalina y tantos otros…), no siempre verosímiles y que reflejan un concepto de santidad propio del siglo XIII, que dice poco al cristiano de nuestro tiempo.

Autores como Torrell o Garrigou-Lagrange son bastante menos escépticos respecto de la validez de estas fuentes, pero aun así, parece ser más útil e interesante detenerse en algunos detalles que ellos mismos han logrado identificar en la obra del dominico fray Tomás y que, aunque suelen pasar desapercibidos, reflejan con mucha claridad y de modo incontrovertible su temperamento y el modo peculiar de la heroicidad de sus virtudes.

Todos los testimonios concuerdan en que fuit magne stature et pinguis et calvus supra frontem. Es decir, un fraile enorme, gordo y pelado. Taciturno y extremadamente discreto y humilde, como lo manifiesta el sobrenombre de “buey mudo” que le pusieron sus compañeros de curso (como los de uno mismo: siempre crueles, pero siempre acertados…), tenía una capacidad de trabajo absolutamente delirante. Se dice que llegó a dictar simultáneamente hasta cuatro obras (nada fáciles de seguir para el lector) a los lentos escribas de su tiempo; pero incluso si esto no fuera dudoso, no lo es el hecho de que escribió más de 8 millones de palabras en poco más de 20 años. Torrell calcula la productividad de su segundo periodo en París en alrededor de 12,5 páginas diarias. ¡Y qué páginas! Una de las experiencias más frustrantes para el veinteañero estudiante de filosofía al que le toca aproximarse al De ente et essentia de santo Tomás es cuando se entera de que lo escribió con 26 o 27 años de edad. Nada de esto parece especialmente imitable…

El tono de estas obras, como consta a quien se haya aproximado a cualquiera de ellas, parece siempre extremadamente sobrio, preciso y escueto. No pocas veces en la historia se lo ha denostado como un pensador frío, casi geométrico e insensible y carente de toda originalidad. Esta imagen, sin embargo, es simplemente falsa. El humildísimo fray Tomás nunca habla de sí mismo; siempre habla sencillamente de lo que habla y busca decirlo con verdad. Por eso, manifestando un exquisito respeto por sus fuentes, sus escritos son de una síntesis aplastante. En ellos reluce simplemente lo dicho, y nunca quien lo dice. Y, sin embargo, era él quien lo decía. Él no habla de sí mismo, pero sus escritos hablan de él. Y lo que se cuela entre sus líneas es la imagen de un hombre profundamente apasionado, sensible e inflamado de amor a Dios. En razón del tiempo y la paciencia del lector y del espacio razonable de una columna, intentaré limitarme a dos rasgos característicos de su temperamento que, cada cierto tiempo, irrumpen tempestuosos en sus circunspectos escritos: una profunda y delicada sensibilidad en el amor a Jesucristo, todo Dios y todo hombre, y la santa ira suscitada por cierto tipo de injusticias.

Lo que se cuela entre sus líneas es la imagen de un hombre profundamente apasionado, sensible e inflamado de amor a Dios.

Una caridad sensible

Fray Tomás considera que el acto propio y la culminación de la vida intelectual es la contemplación. Pero esa contemplación no consiste en una fría consideración intelectual de las causas, sino en una comunicación amorosa con un Dios personal. La caridad que causa esa contemplación es descrita según el modelo de la amistad aristotélica, pero su comentario a los libros VIII y IX de la Ética Nicomaquea, así como sus lugares paralelos en el Comentario a las Sentencias y en la Suma de Teología solo pueden haber sido escritos por alguien que experimentó en carne propia la belleza de compartir la vida con un amigo (y con el Amigo), como lo manifiesta la austera belleza del texto de la Suma de Teología en que describe la mutua inhesión como efecto del amor (I-II, q.28, a.2):

Respecto de la potencia aprehensiva, el amado se dice estar en el amante en cuanto el amado habita en la aprehensión del amante, según aquello de Flp 1,7: “Porque os tengo en el corazón”. Y se dice que el amante está en el amado según la aprehensión en cuanto que el amante no se contenta con una aprehensión superficial del amado, sino que se esfuerza en escudriñar interiormente cada cosa que pertenece al amado, y así penetra en su intimidad. Como se dice del Espíritu Santo, que es el amor de Dios, en 1 Cor 2,10, que “escudriña las profundidades de Dios”.

Respecto de la potencia apetitiva se dice que el amado está en el amante en cuanto está en su afecto mediante cierta complacencia, de manera que o bien se deleite en él o en sus bienes, estando en su presencia; o bien, en su ausencia, tiende hacia el mismo amado por el deseo con amor de concupiscencia, o hacia los bienes que quiere para el amado, con amor de amistad; no por una causa extrínseca, como cuando alguno desea una cosa a causa de otra, o como cuando alguno quiere un bien para otro en razón de otra cosa, sino por la complacencia en el amado enraizada en el interior. Por eso se dice del amor que es íntimo y se habla de entrañas de caridad. Y, a la inversa, el amante está en el amado de un modo por amor de concupiscencia y de otro por amor de amistad. Porque el amor de concupiscencia no descansa con cualquier extrínseca o superficial posesión o fruición del amado, sino que busca poseerlo perfectamente, penetrando, por así decirlo, hasta su interior. Y según el amor de amistad, el amante está en el amado en cuanto considera los bienes o males del amigo como suyos, y la voluntad del amigo como suya, de modo que parece como si él mismo padeciese los bienes y los males y fuese afectado en el amigo. Y por eso, es propio de los amigos querer las mismas cosas y en lo mismo entristecerse y alegrarse, según dice el Filósofo en el libro IX de la Ética y en el II de la Retórica. Y así, en cuanto considera suyo lo que es del amigo, el amante parece estar en el amado como hecho lo mismo con él. Y, al contrario, en cuanto quiere y actúa por el amigo como por sí mismo, considerando al amigo como una misma cosa consigo, así el amado está en el amante.

Su oración y la devoción solían dirigirse al crucifijo, pues, según explica en su preciso lenguaje, “aun cuando la devoción consiste principalmente en aquello que es propio de la divinidad, lo que se refiere a la humanidad de Cristo es, al modo de quien es conducido de la mano, aquello que en mayor medida excita en nosotros la devoción” (II-II, q.82, a.3 ad 2).

Un segundo texto (entre muchos otros) permite quizás constatar que esa aparente frialdad del análisis racional brota de un alma inflamada de amor. En Suma de Teología III, q.79, a.1, Tomás objeta la posibilidad de que la Eucaristía confiera la gracia con el refinado tecnicismo según el cual el alimentarse espiritualmente corresponde más al uso de la gracia que a su obtención. Su respuesta consiste en una elegante selección de textos de otros autores; textos, sin embargo, que describen los efectos de la Eucaristía en términos de fuego, apremio, dulzura y embriaguez:

Este sacramento confiere espiritualmente la gracia junto con la virtud de la caridad; por eso el Damasceno compara este sacramento con el carbón encendido que Isaías vio en Is 6,6: “como el carbón no es simplemente madera, sino madera unida con fuego, así el pan de la comunión no es simplemente pan, sino pan unido a la divinidad”. Y como dice San Gregorio en una Homilía de Pentecostés, “el amor de Dios no permanece ocioso, sino que, cuando está, obra grandes cosas”. Y así, este sacramento, en la medida de su eficacia, no solamente confiere el hábito de la gracia y de las virtudes, sino también mueve al acto, según las palabras de 2 Cor 5,14: El amor de Cristo nos apremia”. En consecuencia, con la fuerza de este sacramento se sustenta espiritualmente al alma, al tiempo que se deleita y en cierto se embriaga con la dulzura de la bondad divina, según aquellas palabras del Cant 5,1: “Comed, amigos, y bebed, embriagaos, carísimos”.

Su oración y la devoción solían dirigirse al crucifijo, pues, según explica en su preciso lenguaje, “aun cuando la devoción consiste principalmente en aquello que es propio de la divinidad, lo que se refiere a la humanidad de Cristo es, al modo de quien es conducido de la mano, aquello que en mayor medida excita en nosotros la devoción” (II-II, q.82, a.3 ad 2). Prueba de esto son las cuestiones relativas a la Pasión de Cristo en la misma Suma de Teología, que bien podrían formar parte de un devocionario de Semana Santa.

Una ira arrolladora

Fray Tomás participó activamente en los debates de su tiempo, tanto en los estrictamente especulativos y teológicos, como en los más prácticos y políticos relativos a las recientes órdenes mendicantes, siendo él mismo miembro de una de ellas.

Como se suele señalar, la amplitud de las fuentes de las que nutre su pensamiento es tan asombrosa como la ecuanimidad y respeto con que las utiliza. Paganos, musulmanes, padres de la Iglesia o autores más o menos heterodoxos, siempre el criterio es la verdad, quienquiera que la haya dicho. Es frecuente que atribuya esa verdad que quiere expresar directamente a la fuente a partir de la cual lo expresa, pese a que, muchas veces, resulta bastante evidente que no era ese el pensamiento del autor.

Como se suele señalar, la amplitud de las fuentes de las que nutre su pensamiento es tan asombrosa como la ecuanimidad y respeto con que las utiliza. Paganos, musulmanes, padres de la Iglesia o autores más o menos heterodoxos, siempre el criterio es la verdad, quienquiera que la haya dicho.

Celoso de la verdad, comprende fácilmente que alguien pueda errar, pero simplemente no tolera que se quiera engañar, torcer la verdad conocida o inducir a los más débiles al error. Pocos pasajes hay en su obra más fuertes y enfáticos que aquellos en los que se enfrenta a quienes buscan impedir que los jóvenes de buena voluntad abracen la vida mendicante. Contra ellos amenaza diciéndoles:

Si alguien quiere contradecir esta obra, que no vaya a parlotear ante los niños, sino que escriba un libro y lo publique para que personas competentes puedan juzgar lo que es verdadero y refutar lo que es falso por la autoridad de la verdad (Contra retrahentes).

El tema de estas (escasas pero muy enérgicas) invectivas no se limita solamente a la defensa de una cierta vida como camino de santidad; también se refiere a la simple verdad. Así, por ejemplo, mientras Aristóteles es simplemente “el filósofo”, Averroes es “el comentador”, pero eso no le impide calificarlo como depravator o perversor del autor griego, y aquellos que lo siguen en su tesis sobre la unidad del intelecto “deben confesar que no entienden nada” y que no son dignos de discutir con aquellos a los que atacan.

La claridad sintética de sus escritos, al mismo tiempo precisos pero repetitivos, simultáneamente ordenados en una arquitectura admirable y recursivos hasta obstaculizar la lectura, no es más que la forma literaria de esta vehemencia, la expresión escrita de esa caridad de Cristo que, como a san Pablo, lo urge también (o sobre todo) cuando enseña y escribe.

Sigue siendo, sin embargo, la eventual corrupción de la juventud aquello que más irrita a su temperamento. El caballeresco desafío que lanza en el De unitate intellectus merece ser citado en extenso, pues no tiene desperdicio:

Si alguien, vanagloriándose de una falsa ciencia, pretende argumentar contra lo que acabo de escribir, que no vaya parloteando por las esquinas o ante jóvenes incapaces de juzgar en una materia tan difícil, sino que escriba contra este libro si se atreve. Tendrá que vérselas entonces no solo conmigo, que soy el más pequeño, sino con otros muchos amantes de la verdad, que sabrán resistir a su error y venir en socorro de su ignorancia.

La vehemencia de fray Tomás brota de la caridad. La claridad sintética de sus escritos, al mismo tiempo precisos pero repetitivos, simultáneamente ordenados en una arquitectura admirable y recursivos hasta obstaculizar la lectura, no es más que la forma literaria de esta vehemencia, la expresión escrita de esa caridad de Cristo que, como a san Pablo, lo urge también (o sobre todo) cuando enseña y escribe.

 A modo de conclusión

A primera vista, aquel santo llamado Tomás de Aquino es un genio inalcanzable. En una segunda lectura general de su obra, más serena y detenida, también lo es. Y sin embargo, de modo subterráneo aparece un hombre de carne y hueso movido por un amor ardiente a aquel (el único) que puede decir de sí mismo que es la Verdad. Como él mismo explicara, esa Verdad no requiere ser perfectamente conocida para ser perfectamente amada; basta con que se la conozca del modo más perfecto (y nada menos, pues sería falta de amor) que sea posible a cada uno.

A primera vista, aquel santo llamado Tomás de Aquino es un genio inalcanzable. En una segunda lectura general de su obra, más serena y detenida, también lo es. Y sin embargo, de modo subterráneo aparece un hombre de carne y hueso movido por un amor ardiente a aquel (el único) que puede decir de sí mismo que es la Verdad.

Quizás por eso su sabiduría es tan universal. Pocos son los que pueden leer su obra y entenderla adecuadamente; pero cualquiera puede acceder a una comprensión cotidiana y habitual de los principios con los que siempre razona, pues están tomados de la más elemental experiencia común. Tomás no habla a los sabios y especialistas; habla sencillamente a la inteligencia.

Quizás por esto mismo, la mejor semblanza de su persona y su obra que se haya escrito hasta ahora (Gilson y Maritain dixerunt) tiene por autor a un hombre que apenas lo leyó, pero que lo comprendió profundamente, porque él mismo no fue más que un genio del sentido común. Esa obra es el Santo Tomás de Aquino de Chesterton.

Autor: Gonzalo Letelier Widow

Académico Universidad Finis Terrae (Chile)

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