2024 06 informecass

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El problema trans más allá de los eslóganes

I. El drama de la disforia de género

La disforia de género tiene que ver con una experiencia intensa, perturbadora y angustiante, de no sentirse uno mismo o una misma en el propio cuerpo. Es una experiencia alienante, en la que la vivencia de la corporalidad ―y, por lo tanto, del tiempo, el espacio, de la intersubjetividad― está marcada por la imposibilidad de encontrarse a gusto, en casa, la confusión entre lo visto y lo vivido, la incomprensión de los demás y la dificultad en encontrar un lugar el mundo. Esto es aún más dramático cuando se presenta en adolescentes, o incluso en niños prepuberales. Los procesos normativos del desarrollo psicosexual ―progresivo cambio corporal, búsqueda de la propia identidad y autonomía, surgimiento atracción sexual, validación de los pares, etc.― son de por sí complejos y difíciles. Estos casos se vuelven una completa “navegación en la oscuridad” para muchos de estos niños y jóvenes. Convive con esto una alta comorbilidad de problemas de salud mental, especialmente depresión y ansiedad, como también una sobrerrepresentación de estos cuadros en personas con trastornos del neurodesarrollo, particularmente trastorno del espectro autista y déficit atencional con hiperactividad. No es de extrañar, entonces, que la tasa de autolesiones, ideación y conductas suicidas sea más alta que en la población típica.

Es un desajuste existencial profundo entre las determinaciones radicales biológicas, psicológicas y sociales que se vive en un sufrimiento hondo y prolongado.

Todo esto sugiere que la disforia de género no tiene nada de trivial, de capricho de los padres o de moda de redes sociales. Es un desajuste existencial profundo entre las determinaciones radicales biológicas, psicológicas y sociales que se vive en un sufrimiento hondo y prolongado. Este drama humano debería gatillar en un cristiano un sentimiento de preocupación y compasión. Más allá de las “guerras culturales”, no hay que perder de vista que hay hijos e hijas de Dios que sufren muchísimo, vidas y familias quebradas, y que la preocupación principal es cómo remediar este sufrimiento. En este sentido, se vuelve un imperativo moral el estudiar a conciencia el problema con las mejores herramientas que puede ofrecer la investigación médica.

II. La respuesta del Estado inglés y el Cass Review

¿Qué hacer ante la disforia de género en niños y adolescentes? Esta pregunta ha inquietado a pediatras, psiquiatras, endocrinólogos, psicólogos y al mundo médico en general desde hace al menos 3 décadas. Esa es la pregunta que motivó en 2020 al National Health Service de Inglaterra a comisionar un informe independiente a Hilary Cass. La Dra. Cass es una reconocida pediatra de trayectoria en el mundo de la salud pública británica, quien llegó a ser presidenta del Royal College of Paediatrics and Child Health y en 2015 fue galardonada con la Order of the British Empire, por su contribución a la salud infantil. Para sacar adelante este reporte, Cass y su equipo abordaron el problema desde múltiples frentes, partiendo desde entrevistas y focus groups con pacientes trans adultos, padres de niños con disforia de género, doctores tratantes, etc., pasando por análisis estadístico de los datos existentes en el sistema de salud británico y otras partes del mundo, hasta una serie de revisiones sistemáticas de toda la literatura existente sobre la disforia de género y su tratamiento. Las voces de las comunidades de pacientes y padres no quedaron afuera, sino que fueron sistemáticamente estudiadas a través de focus groups e investigación cualitativa original. Todo este proceso condujo a la publicación ―revisada en doble-ciego por pares científicos― de al menos 6 revisiones científicas en distintos temas.  Desde un comienzo se ve que Cass tenía un objetivo fundamentalmente científico y clínico: ¿Qué es lo que realmente sabemos de la disforia de género? ¿Cómo podemos ayudar mejor a estos niños y jóvenes? ¿Cómo debe enfrentar estas situaciones el servicio de salud pública?

El informe, sus resultados y recomendaciones ha sido ampliamente respaldado por autoridades políticas, sanitarias y académicas del Reino Unido, con independencia del color político.

En 2022 se publicó un informe provisorio con los resultados que habían ido recogiendo y no fue hasta abril de 2024 que se emitió el informe final. El informe, sus resultados y recomendaciones ha sido ampliamente respaldado por autoridades políticas, sanitarias y académicas del Reino Unido, con independencia del color político. Para varios, constituye un caso ejemplar de cómo las autoridades deben tomarse en serio la evidencia científica para informar las políticas públicas, por más complejo que resulte el tema en cuestión. Cass misma reconoce esta dificultad en las palabras iniciales del informe, pero insiste en la centralidad de los niños y adolescentes: “La polarización y la sofocación del debate no ayudan en nada a los jóvenes atrapados en medio de un turbulento discurso social y, a largo plazo, también obstaculizarán la investigación que es esencial para encontrar la mejor manera de apoyarlos para que prosperen” (The Cass Review, p.13).

III. Un estudio sólido sobre la evidencia disponible

¿Qué es lo que dice el informe? En su versión final, el informe alcanza casi 400 páginas por lo que no podemos aquí revisar punto por punto el informe completo, sino que sólo destacaremos algunos aspectos que nos parecen relevantes para situar este problema con relación a cómo el saber científico y las distintas entidades sociales buscan enfrentar un drama extendido como este. De todos modos, el reporte, su metodología, anexos y papers producto de la investigación pueden accederse públicamente.

Un primer aspecto que destaca el informe es el inusual patrón en la prevalencia de la disforia de género experimentado en las últimas décadas, como también la variación en el perfil de los pacientes que llegan a consultar. La revisión sistemática realizada por el equipo de Cass intenta armonizar las dispares cifras presentadas por los servicios de salud. Desde una tasa inferior a 1 por cada 10.000 personas en 2009 asciende a 14 por cada 10.000 en 2021, lo que es a todas luces  un crecimiento altamente inusual. Es más llamativo aún que a partir de 2015 este crecimiento se dispara desproporcionadamente en pacientes biológicamente femeninas, llegando en duplicar a los casos en pacientes biológicamente masculinos (cfr. The Cass Review, Apéndice 5, Fig. 1). Este patrón aparece replicado en otros países del norte de Europa como Noruega, Dinamarca, Holanda, o anglosajones como Canadá y Australia (cfr. The Cass Review, pp. 88-89) ¿A qué se deben estos cambios? Se podría hipotetizar que tiene relación con la mayor aceptabilidad social de la transición, pero no tenemos datos concluyentes que puedan fundamentar esa afirmación.

Desde una tasa inferior a 1 por cada 10.000 personas en 2009 asciende a 14 por cada 10.000 en 2021, lo que es a todas luces  un crecimiento altamente inusual.

Un segundo aspecto para destacar es la relación entre diagnóstico de disforia de género y persistencia. No hay claridad en la relación que tiene haber realizado un diagnóstico con la persistencia de los síntomas en la trayectoria vital, especialmente en casos de diagnósticos prepuberales. Los estudios al respecto son pocos y deficientes; uno de los mejor calificados indica que no más de un tercio de los diagnosticados permanece con el cuadro sintomático y avanza hacia una transición, parcial o total (cfr. The Cass Review, 161-162, Tabla 8). ¿Por qué algunos desisten y otros persisten? ¿Son falsos positivos los diagnosticados que luego desisten? No tenemos información para dar esas respuestas.

Una dimensión crucial en el informe Cass es el énfasis en el tratamiento psicoterapéutico y psicosocial. Si bien existen muchos casos en los que parece que hay un beneficio en la transición social o médica, no puede tomarse como la primera medida a considerar. Una aproximación enfocada en el malestar psicológico, la problemática psicosocial y las posibles comorbilidades psiquiátricas parece tener mejores expectativas que la aproximación directamente afirmativa. La revisión de la literatura confirma la baja calidad en los estudios, pero muestra que la evidencia indica que las intervenciones psicológicas o bien tienen efectos mínimos, o bien reducen los síntomas en pacientes con disforia de género, particularmente síntomas de ansiedad, depresión y riesgo suicida. Existen tratamientos psicoterapéuticos basados en evidencia, como la terapia cognitivo-conductual o conductual-dialéctica, que sistemáticamente obtienen resultados positivos (cfr. The Cass Review, pp. 153-157). A pesar de lo que digan algunos críticos, estas terapias no pueden considerarse como “terapias de conversión”, ni tampoco como “terapias afirmativas”, puesto que no tienen como objetivo terapéutico el que el paciente con disforia de género cambie o refuerce a una cierta identidad de género, sino más bien que reduzca su malestar. Esto da cuenta de lo tóxico que se ha vuelto el debate: quien duda de las terapias afirmativas, es calificado como transfóbico. En el fondo, insisten el informe y la misma Hilary Cass, lo que importa aquí es lograr que personas que están viviendo un descalabro existencial puedan vivir un poco mejor, crecer, desarrollarse e insertarse en sociedad. Pero tanto la práctica médica como las recomendaciones clínicas (guidelines) parecen apuntar en otra dirección.

IV. Verdades difíciles amparadas en evidencia

El informe indica que la mayoría de las recomendaciones clínicas suelen privilegiar tratamientos médicos por sobre psicoterapéuticos. Es decir, tras una evaluación inicial se recomienda principalmente comenzar un proceso endocrinológico, ya sea retrasando la pubertad con bloqueadores, o con terapia hormonal cruzada después de los 16 años. El retraso de la pubertad, mediante fármacos que inhiben la secreción gonadotropina que, a su vez, es la que libera hormonas sexuales (testosterona o estrógeno). El principal componente utilizado es la triptorelina, utilizado para tratar pubertad precoz, cáncer de próstata, la endometriosis, o también para la castración química de criminales sexuales ―cuyo uso como tratamiento de disforia de género no está aprobado por ninguna autoridad sanitaria―. La lógica tras el retraso de la pubertad en estos casos tendría que ver con una estrategia de “ganar tiempo” para ver si es que la disforia de género sería algo permanente como también evitar el desarrollo de caracteres sexuales secundarios, en caso de que se opte por una transición futura. Este razonamiento parece tener poco asidero en la realidad, puesto que una gran parte de quienes comienzan con el retraso puberal siguen hacia la terapia cruzada (cfr. The Cass Review, pp. 173-174). Por lo demás, no hay evidencia de que el retraso de la pubertad tenga beneficios de salud mental, sino más bien al contrario. Además, está documentado que niños que retrasan la pubertad tienen una densidad ósea más baja, y algunos estudios sugieren que existen riesgos para el desarrollo neurocognitivo. Por otra parte, la terapia hormonal cruzada consiste en la indicación de testosterona para niñas biológicas o estrógenos para niños biológicos, administrados normalmente por vía oral o intravenosa. Este tipo de tratamientos logra que efectivamente comience a producirse una transformación en términos de caracteres sexuales secundarios (masa y estructura muscular, vellosidad corporal, cambio de voz, etc.). También se observa una leve mejoría en términos de salud mental en el corto plazo al comenzarse a ver resultados.

Los estudios al respecto son pocos y deficientes; uno de los mejor calificados indica que no más de un tercio de los diagnosticados permanece con el cuadro sintomático y avanza hacia una transición, parcial o total (cfr. The Cass Review, 161-162, Tabla 8). ¿Por qué algunos desisten y otros persisten?

Ahora bien, ¿son estos tratamientos hormonales una alternativa que reduzca los síntomas propios de la disforia de género? La evidencia no sostiene esto: no existen estudios metodológicamente sólidos que puedan sustentar que, tanto el retraso puberal como la terapia hormonal, tengan resultados en la mejoría de síntomas. Las mismas sociedades endocrinológicas llevan años exigiendo mayores niveles de evidencia. Incluso, los datos indican que, para este tipo de pacientes, los niveles de riesgo suicida son equivalentes al de aquellos con disforia de género que no han recurrido a la terapia hormonal. Parte de esto puede estar relacionado con las expectativas creadas por distintas narrativas promovidas a través de los medios o redes sociales, que conducen a una profunda decepción al ver que los cambios corporales no se traducen en un mayor bienestar. A estos riesgos psicológicos, cabe agregar los potenciales efectos secundarios y de largo plazo que se ha observado en la administración de hormonas en la población general, práctica que se viene realizando desde mediados del siglo pasado. ¿Qué sabemos de los efectos de largo plazo de la introducción de hormonas cruzadas en la niñez o adolescencia? Dado que recién hace un poco más de una década comenzaron los primeros tratamientos hormonales en niños, no tenemos suficiente información para decir nada al respecto.

Antes del trabajo de la comisión liderada por Cass, bloqueadores puberales y hormonas sexuales podían ser recetados y administrados por cualquier médico de atención primaria (General Practitioner), y no solo por especialistas. No obstante, tras la liberación del informe provisorio de 2022, comenzó un intenso debate sobre si esto era realmente adecuado. Actualmente, la indicación de estos fármacos está sumamente restringida. El informe recomienda disminuir la administración de este tipo de medicamentos, al menos hasta que exista algún grado de evidencia sólida sobre sus efectos terapéuticos, la seguridad de su uso y las formas de minimizar efectos secundarios.

V. ¿Hay evidencia de los beneficios de la “transición social”?

Un último punto que comentar sobre el informe Cass dice relación con la transición social. Si bien la terapia hormonal o las cirugías de reasignación de género pueden calificarse como transición médica, por transición social se entiende el asumir explícita y públicamente una nueva identidad de género. Esta va típicamente asociada a la adopción de una imagen corporal, vestimenta, hábitos y conductas estereotípicamente vinculadas al género que se adquiere, como también de las expectativas sociales asociadas.

Al igual que con prácticamente todos los demás aspectos de la disforia de género, no tenemos evidencia sólida sobre la transición social como un beneficio psicológico. No está claro de qué manera una transición social prepuberal puede impactar el desarrollo psicosexual y social de un niño o niña, ni tampoco está bien estudiado de qué manera la relación con los padres, familiares y pares antes y después de una transición tenga un impacto positivo o negativo en la salud mental.  Ahora bien, la transición social temprana ha sido asociada a una mayor persistencia de la disforia de género. Sin embargo, no está claro cuál es la relación causal: ¿son los niños más afectados los que transicionan socialmente y por eso persisten? ¿O es la transición la causa de que persistan y no puedan o quieran volver atrás?

Al igual que con prácticamente todos los demás aspectos de la disforia de género, no tenemos evidencia sólida sobre la transición social como un beneficio psicológico.

Ninguna de estas preguntas tiene respuestas claras. Un aspecto clínico que destaca el informe es la asimetría que se verifica en los procesos de transición, detransición y retransición. Las mismas comunidades médicas muchas veces ven en los pacientes que buscan detransicionar una suerte de traidores que actúan en contra del resto de la comunidad trans. El informe Cass insiste en el aspecto humano: alguien que quiere revertir, en la medida de los posibles, los efectos de una transición médica y/o social, debe recibir todo el apoyo necesario, con ayuda de la evidencia disponible.

VI. Más que conclusiones: interrogantes y problemas

En síntesis, el informe Cass nos deja con un signo de interrogación gigante: sabemos muy poco de la disforia de género, hemos tenido muchas dificultades para entender cómo lidiar con ella, y ciertamente no tenemos certeza de qué tratamientos médicos tienen resultados positivos. Todo esto se ve más complejizado aún por las neblinas ideológicas que han moralizado el debate científico. Por de pronto, es bastante claro que hay una carencia de estudios realizados de forma rigurosa que puedan presentar evidencia sólida respecto de prácticamente cualquier aspecto relacionado con el tratamiento clínico de pacientes con disforia de género. El manejo de datos por parte de los servicios públicos de salud también deja bastante que desear. El equipo del informe Cass se encontró con una serie de puertas cerradas a la hora de solicitar datos longitudinales a los servicios de salud británicos. Tenemos algo más claridad sobre qué tipo de cosas son riesgosas o definitivamente perjudiciales. El gran problema de este informe es que viene a apuntar exactamente en la dirección contraria a lo que la comunidad médica había venido diciendo desde hace décadas. Al igual que en muchos otros temas, las sociedades científicas y organizaciones internacionales proponen orientaciones o recomendaciones clínicas (guidelines) para que los especialistas tengan en consideración para su quehacer práctico. Son los expertos hablando, los que conocen el tema y reflejan el consenso de la especialidad. En la gran mayoría de los casos, este tipo de recomendaciones son fruto de años de experiencia clínica y trabajo de campo, confirmado por la investigación y la evidencia disponible. Cuando estamos lidiando con fenómenos novedosos y no contamos con evidencia, sin embargo, debemos confiar en el criterio de los expertos, que son quienes, conociendo los contornos del problema, pueden aproximarse de mejor manera en el asunto. Algo así sucedió con el COVID-19: aunque no teníamos toda la información a mano, las políticas públicas sanitarias se guiaron por recomendaciones por parte de infectólogos y epidemiólogos, cuya experiencia es relevante. En este caso, no obstante, la experiencia clínica de los médicos es sumamente heterogénea; y por lo demás, no está exenta de intereses cruzados entre lo institucional y lo ideológico.

El informe Cass nos deja con un signo de interrogación gigante: sabemos muy poco de la disforia de género.

Una primera serie de recomendaciones para el tratamiento de la disforia de género fue emitida en 2001 por la World Professional Association for Transgender Health y en 2009 también emitió al suya la Endocrine Society. A medida que la preocupación por la disforia de género comenzó a expandirse, distintas asociaciones regionales y nacionales generaron sus propias listas de recomendaciones. Hasta el informe Cass, existían 23 documentos con recomendaciones y orientaciones clínicas para tratar la disforia de género. El problema principal es que la gran mayoría de estos documentos no presentan evidencia en relación a la efectividad y seguridad de los tratamientos propuestos, sino que citan otras recomendaciones, convirtiéndose en una telaraña circular de propuestas compartidas por los especialistas, pero sin sustento científico. Así, por ejemplo, la asociación Endocrinológica de Holanda remite al informe de la Endocrine Society, quienes a su remiten al de la asociación mundial, y así sucesivamente. ¿La evidencia empírica? Parece que no es necesario incluirla en los casos en que el saber ya está “validado” por el consenso científico. El informe Cass, y en particular la revisión sistemática de las 23 recomendaciones, viene a desmontar un sistema epistémicamente autogenerado, que sólo utiliza el prestigio de las sociedades científicas para dar por cierto una serie de aproximaciones terapéuticas que se ha probado que no sólo no son efectivas para aliviar los síntomas, sino que ni siquiera son seguras.

¿Lograríamos siquiera imaginar algo así en medicina gastrointestinal, neurocirugía u oncología? Todo esto, en palabras de Hilary Cass, tiene las características de un gran experimento social. Ninguna asociación podría salirse con la suya de dar recomendaciones basados única y exclusivamente en la opinión y experiencia de los expertos. Pues los expertos, sin perjuicio de la formación científica que poseen, son también seres humanos movidos por valores y principios. Y aquí nos encontramos, al parecer, con un problema de principios: para los defensores de las terapias afirmativas, esto es un asunto de derechos humanos y de reconocer la primacía de la identidad percibida por el paciente. Cualquier cosa que no sea afirmación de la identidad sentida, es transfobia. Tales principios, inevitablemente, trasuntan hacia la investigación. Si bien la actividad científica tiene una serie de contrapesos para evitar que los sesgos individuales o colectivos penetren en sus análisis, tales contrapesos no son infalibles. Desde la psicología social se ha estudiado sistemáticamente cómo los sesgos propios pueden atentar contra el progreso científico, privilegiando algunas preguntas de investigación sobre otras, ciertas aproximaciones sobre otras, en incluso analizando los resultados de una perspectiva por sobre otra. Nadie aquí habla de mala fe o de manipulación de datos, sino sencillamente la inclinación humana por encontrar la verdad… que mejor se acomoda a lo que ya poseo. Así, como lo plantearon Thomas Kuhn e Imre Lakatos, y lo ha mostrado la sociología contemporánea de la ciencia, los científicos no son seres de luz que operan única y exclusivamente por los resultados empíricos. Cada proceso empírico requiere muchísimas decisiones que no pueden todas justificarse en la misma actividad científica. Es en esa rendija en donde los valores comienzan a darle forma a la investigación, tanto en la generación de datos, su análisis, y difusión en revistas o, por qué no, recomendaciones profesionales. En este respecto, sociedades científicas como la Endocrine Society han tomado una posición abiertamente a favor de las terapias afirmativas, especialmente terapias hormonales, lo que los vuelve un actor relevante en las disputas políticas en torno a estos temas.

VII. Un desafío cultural y social

¿Por qué, entonces, un conjunto no despreciable de médicos, especializados en disforia de género, han apoyado sistemáticamente medidas sin pruebas de valor terapéutico y muchas dudas sobre su seguridad? La respuesta fácil a esta pregunta es decir algo así como “es el negocio de las farmacéuticas”, o bien “porque están sobreideologizados” o alguna variante. Y si bien, puede que sean descripciones adecuadas, me parece fundamental hacer una reflexión un poco más profunda.

Matices más o matices menos, descripciones de lo que hoy llamaríamos disforia de género se han visto desde hace siglos en distintos tipos de culturas. En contraste, el fenómeno de transexualidad como una variante posible de la identidad humana tiene ribetes propios. Entre muchos niveles, habría que destacar al menos dos perspectivas que nos ayudan a comprender por qué médicos buenos y serios, juramentados de Hipócrates y su “no causarás daño”, ven con cierta naturalidad el proveer este tipo de aproximaciones clínicas.

¿La evidencia empírica? Parece que no es necesario incluirla en los casos que el saber ya está “validado” por el consenso científico. El informe Cass, y en particular la revisión sistemática de las 23 recomendaciones, viene a desmontar un sistema epistémicamente autogenerado, que sólo utiliza el prestigio de las sociedades científicas para dar por cierto una serie de aproximaciones terapéuticas que se ha probado que no sólo no son efectivas para aliviar los síntomas, sino que ni siquiera son seguras.

I. Un elemento que debe ser tenido en consideración para la comprensión de este fenómeno es la exaltación excesiva de la libertad individual. Se ha escrito hasta el cansancio sobre la ética de la autonomía, de la autoafirmación y la autenticidad. En nuestro sentido común compartido, lo bueno y deseable sería aquello que se percibe como genuinamente propio, proveniente de nuestra propia “naturaleza” y no impuesto desde afuera. “Haz cualquier cosa, en la medida que sea lo que realmente te dicta tu corazón”. Es decir, la intimidad de la propia vivencia sería la raíz y fuente de la bondad, y, por ende, el punto de fuga respecto del cual se han de organizar los juicios morales, las decisiones y recomendaciones. Bajo este prisma, el conflicto existencial de tener una vivencia de género distinta a la corporal tiene solo una solución posible: seguir la experiencia subjetiva, puesto que sólo en conformidad a ella el paciente podría realizarse o ser feliz, o sencillamente, dejar de sufrir. Así, se puede entender que los endocrinólogos, psiquiatras, pediatras y especialistas en disforia de género que hasta ahora han preferido pasar por alto la falta de evidencia y apoyar transiciones sociales y médicas, con la esperanza de que alinear la realidad física a la vivencia subjetiva sea la solución definitiva para estos pacientes. En último término, hay quienes han pretendido que esta identidad sea consagrada como un derecho fundamental, y por ende, algo inalienable e inviolable. Ante los derechos de otros sólo nos queda respetarlos y honrarlos, y si está en nuestro poder, contribuir a su realización. Así, la terapia afirmativa se volvería no sólo algo deseable, sino el principal imperativo moral de un médico en esta convicción.

II. También se ha escrito mucho ―aunque quizás un poco menos― sobre la transformación de las nociones de sexualidad en la sociedad actual. En una visión posmoderna, marcada por la fragmentación a nivel epistemológico y ontológico, también la corporalidad y su dimensión psíquica tienden a entenderse como planos distintos. La fragmentación funcional de la sexualidad, que desintegra el continuo entre realidades como el amor, la genitalidad, la fecundidad y la familia, va de la mano con una fragmentación estructural entre lo que soy corporalmente, lo que siento que soy, y lo que me atrae. Para un joven Freud era fascinante ver pacientes histéricas en las que la mente ―el inconsciente― podía hacer travesuras con el cuerpo, a través de síntomas como parálisis inexplicables o palabras impronunciables. Para cualquiera que sostenga una visión hilemórfica radical, por el contrario, tales fenómenos hacen bastante sentido y no es necesario ponerse a crear un nuevo sistema metapsicológico para comprenderlos. Sea como fuere, en el sentido común contemporáneo la relación entre la experiencia subjetiva y la corporalidad vivida es, a lo menos, tensa.

A esto se añade una nueva capa de complejidad a través de la influencia social informativa y normativa de las redes sociales, nos encontramos con mayores niveles de fragmentación, discursos paralelos, contradictorios, e imposibles de integrar en una misma vida. Ante un cuerpo que emite señales que el niño, la niña o el adolescente no reconoce como propias, la confusión existencial busca respuestas, que, en último término, siempre abordarán fragmentariamente su complejidad.

La fragmentación funcional de la sexualidad, que desintegra el continuo entre realidades como el amor, la genitalidad, la fecundidad y la familia, va de la mano con una fragmentación estructural entre lo que soy corporalmente, lo que siento que soy, y lo que me atrae.

En este sustrato cultural es que la disforia de género aparece ya no como un problema con el que se debe lidiar, sino más bien como la expresión de una realidad nueva. Bajo esas premisas, no podemos cuestionar la experiencia subjetiva: debería afirmarse, pues sería un derecho humano. ¿Quiénes somos nosotros para decirle a un niño de 10 años que debe ser niña porque su cuerpo así lo dice? ¿Tendremos que esperar a que le crezca el busto y menstrúe, para que pueda tomar una decisión madura? ¿No será mejor que bloqueemos su desarrollo puberal y le ofrezcamos testosterona más adelante? No son pocos los que entienden el trabajo psicológico y médico como una misión de validar y afirmar la experiencia subjetiva, explorando sus tensiones internas y respetando el deseo de paciente. La compasión ante el sufrimiento ha llevado a muchos a poner primero ´las acciones que cambiarían el origen del sufrimiento ―incongruencia de género― que aferrarse al “no causarás daño”, o como podría leerse en este caso, “no prescribiré tratamientos cuya eficacia ni seguridad estén probada por la mejor evidencia disponible”. El terapeuta afirmativo se mueve por una convicción de que está haciendo lo que más ayudará al joven al frente suyo… pero las convicciones deben enfrentarse al escrutinio racional.

VIII. Un llamado a la cordura

El informe Cass marca un hito sobre el cual estaremos hablando por varios años, no sólo en las ciencias de la salud mental, sino también a nivel cultural. Ciertamente, es una herramienta que también está siendo criticada por la manera en la que se reunió la evidencia y muchas de las interpretaciones que de ahí se siguen. La discusión no queda cerrada con esto. Ahora bien, como no suele pasar con otras prácticas clínicas, las aproximaciones trans-afirmativas, incluyendo la transición médica, se han estado aplicando con mucha mayor velocidad de lo que ha aprendido la ciencia. Todo esto tiene las características de un gran experimento, donde se tiene una esperanza ―centrada más en la ideología que en la realidad― de que la transformación corporal permitirá recuperar la paz y armonía que estos pacientes anhelan. Nada de lo que sabemos científicamente en este respecto apunta, empero, en esa dirección. Parece que la empatía y compasión ante situaciones existenciales tan complejas como la disforia de género ha primado por sobre la prudencia y la cautela propia de los progresos en las ciencias médicas. Ojalá que el aporte de Cass y su equipo sea una primera campanada de alerta llamando a la cordura.

Autor: Cristian Rodríguez

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