2024 06 SagradoCorazon

Por

Actualidad psicológica del culto al Sagrado Corazón de Jesús

“Santa Margarita María de Alacoque nos
revela de parte de Dios, como un profeta para
nuestro tiempo de apostasía, que el Verbo
encarnado no sólo tiene amor divino y humano
hacia nosotros sino también, como
reiteradamente señala Pío XII en la encíclica
Haurietis Aquas, amor de afecto, amor
sensible, amor de compasión, esto es, el más
inmediato y sensible de los amores humanos.

(Petit Sullá, J.; Las apariciones a Santa Margarita María y el magisterio de la Iglesia)

I. Los afectos y emociones de Cristo

En la encíclica Haurietis Aquas [1] el Papa Pío XII habla de los movimientos del afecto humano que fueron propios del Corazón de Jesús durante su vida en la Tierra y también de los afectos que, después de su Muerte y Resurección, continúan habitando en su Sacratísimo Corazón:

Por más que los evangelistas y los demás escritores eclesiásticos no nos describan directamente los varios efectos que en el ritmo pulsante del Corazón de nuestro Redentor, no menos vivo y sensible que el nuestro, se debieron indudablemente a las diversas conmociones y afectos de su alma y a la ardentísima caridad de su doble voluntad —divina y humana—, sin embargo, frecuentemente ponen de relieve su divino amor y todos los demás afectos con él relacionados: el deseo, la alegría, la tristeza, el temor y la ira, según se manifiestan en las expresiones de su mirada, palabras y actos. Y principalmente el rostro adorable de nuestro Salvador, sin duda, debió aparecer como signo y casi como espejo fidelísimo de los afectos, que, conmoviendo en varios modos su ánimo, a semejanza de olas que se entrechocan, llegaban a su Corazón santísimo y determinaban sus latidos. [A la verdad, vale también a propósito de Jesucristo, cuanto el Doctor Angélico, amaestrado por la experiencia, observa en materia de psicología humana y de los fenómenos de ella derivados: «La turbación de la ira repercute en los miembros externos y principalmente en aquellos en que se refleja más la influencia del corazón, como son los ojos, el semblante, la lengua»].

[…] Después que su Cuerpo, revestido del estado de la gloria sempiterna, se unió nuevamente al alma del Divino Redentor, victorioso ya de la muerte, su Corazón sacratísimo no ha dejado nunca ni dejará de palpitar con imperturbable y plácido latido, ni cesará tampoco de demostrar el triple amor con que el Hijo de Dios se une a su Padre eterno y a la humanidad entera, de la que con pleno derecho es Cabeza Mística (Pío XII, Haurietis Aquas).

En una breve pero intensa contemplación y meditación de “la íntima participación que el Corazón de nuestro Salvador Jesucristo tuvo en su vida afectiva divina y humana, durante el curso de su vida mortal” (Idem), toda la Haurietis Aquas está cuajada de expresiones y descripciones referidas a los movimientos “pasionales” del Corazón de Cristo, a sus afectos y emociones.

II. El corazón

Ya desde la Antigüedad se atribuye una estrecha relación entre las pasiones y emociones humanas y el corazón (en su sentido físico: el órgano). De una manera u otra, y porque comúnmente se sienten en el pecho, la experiencia humana relaciona las pasiones con el corazón. En la actualidad son numerosísimos los estudios tanto en el campo de la medicina, como en el de la psicología aplicada, que demuestran una relación íntima y especial entre los afectos humanos y la salud del corazón [2].  La sabiduría popular ha sostenido siempre que por las penas o las alegrías extremas se puede llegar a “partir el corazón” [3]; así se decía en muchas canciones antiguas bonitas: “se me parte el corazón”. En todo caso, hoy en día es no sólo aceptada, sino también confirmada, la existencia de la alteración, de una conmoción cardíaca en casi todas las emociones, lo que es más que suficiente para considerar el corazón como el símbolo que sintetiza la vida afectiva “encarnada” propia del ser humano (cfr. Cfr. Echavarría, M.; “Las pasiones del corazón. El Sagrado Corazón, modelo y remedio de la vida emocional humana”). Puede afirmarse entonces que “los latidos del corazón reflejan los estados emocionales humanos, sus alegrías y sus sufrimientos” (idem).

Toda la Haurietis Aquas está cuajada de expresiones y descripciones referidas a los movimientos “pasionales” del Corazón de Cristo, a sus afectos y emociones.

Es el corazón el que queda afectado, el que queda herido, o el que se ve aliviado; es el corazón el que se alegra o el que se abate. En una palabra, el corazón es  el “lugar” del ser humano en el que se manifiestan las pasiones y las emociones humanas. Todas las pasiones y emociones “pasan” de alguna manera por el corazón (Manzanedo, M.; “Las pasiones según Santo Tomás”; y Santo Tomás de Aquino; S. Th.; I-II, q. 24, a. 2, ad. 2) [4].

Particularmente desde un punto de vista más psicológico parece pues que es en el corazón el lugar donde, de algún modo, “residen” las emociones, las pasiones y los afectos del ser humano, especialmente todos aquellos que más le mueven, más le afectan y, de alguna manera, más le conforman.

Resulta muy difícil definir conceptualmente qué es el corazón en un sentido estrictamente psicológico; para ello hemos de contentarnos con aludir a determinadas experiencias. Así, por ejemplo, cuando estamos pendientes o expectantes de algo, siempre que atendemos intensamente a algún hecho o siempre que llevamos algo profundamente guardado en el alma, estamos tratando de vivencias del corazón que, de este modo, podría definirse como aquel fondo del alma en el que las vivencias y las personas según su obrar adquieren un valor y un significado concreto y especial. Ello explicaría, en parte, el que con frecuencia se utilice la palabra “corazón” no sólo para designar el corazón de carne, el órgano, sino también para designar el centro espiritual de una persona [5]. El corazón no es pues tan sólo un órgano vital, el “corazón es [también] la mens, por la cual el hombre es espiritual e imagen de Dios. Del corazón, entendido en este sentido, brota el mal y el bien de los hombres. Es en el corazón que recibimos la Gracia de Dios” (Echavarría, M.; “Las pasiones del corazón. El Sagrado Corazón, modelo y remedio de la vida emocional humana”).

Podría definirse como aquel fondo del alma en el que las vivencias y las personas según su obrar adquieren un valor y un significado concreto y especial.

En el corazón entendido espiritualmente también hay afectos, afectos espirituales, que son actos de la voluntad [6] y que, por una analogía metafórica, se designan casi siempre con el mismo nombre que las pasiones sensibles. Estos afectos espirituales, sin embargo, no comportan necesariamente perturbación anímica o transmutación corporal. [7]

En el ser humano, el corazón carnal es distinto del corazón espiritual y las inclinaciones de ambos se pueden oponer. Nuestro corazón, nuestra afectividad, tiende a diversas cosas según las potencias afectivas, según los diversos objetos apetecibles, según nuestros hábitos, según nuestras circunstancias. Y por eso, en un mismo individuo luchan a veces algunas apetencias contrarias: la concupiscencia carnal y el deseo voluntario de evitar el pecado; el deseo de los bienes materiales y el de los espirituales [8]:

Esta ley de la carne es la ley del corazón caído, del corazón dañado, apasionado en el sentido negativo, es decir, apartado de su inclinación natural, y […] que se traduce en la triple concupiscencia (de la carne, de los ojos y de la soberbia de la vida), que es el principio dinámico de todos los problemas de nuestra vida, de nuestras frustraciones, fracasos, pecados, e incluso de muchos de nuestros desequilibrios psíquicos (Echavarría, M.; “Las pasiones del corazón. El Sagrado Corazón, modelo y remedio de la vida emocional humana”).

Pero aunque en el corazón del hombre, por el pecado original, se dé esa oposición entre el corazón de carne y el espiritual, en principio, la diferencia entre entre ambos corazones no implica necesariamente su oposición. En un principio Dios hizo las cosas de modo distinto. Las pasiones sensibles están hechas, de alguna manera, para seguir y, si cabe, corroborar, las del espíritu. Este principio en la psicología contemporánea está muy olvidado: todo en el hombre está hecho al servicio de lo que es más alto.

Las pasiones sensibles están hechas, de alguna manera, para seguir y, si cabe, corroborar, las del espíritu.

La vida del corazón “no es la vida de un espíritu encerrado en una bestia” que estaría en lucha constante por liberarse de ella. La vida del corazón es la vida del ser humano, de una unidad hilemórfica, que es también, desde el punto de vista operativo, una unidad jerárquica y ordenada. Y si bien es cierto que la vida sensitiva tiene cierta autonomía, ésta no es absoluta, pues la vida sensitiva, la vida de las emociones, ha sido hecha para ser guiada por la razón y la voluntad, que son lo más humano en nosotros. Por eso la vida psíquica humana, que incluye y depende de la vida sensitiva, imaginativa y afectiva (como también, cómo no, de la vegetativa), sin embargo se hace desde arriba, desde la inteligencia y la voluntad, que son las que marcan la finalidad y que por lo tanto deben dirigir la organización dinámica de la personalidad (Cfr. Echavarría, M.; “Corrientes de Psicología contemporánea”). Esta base antropológica es crucial para comprender el lugar de la devoción al Sagrado Corazón:

La realización de la armonía entre la parte sensitiva y la parte espiritual que Dios pensó para el hombre se da eminentemente en Cristo, y se sintetiza en la imagen de su Sagrado Corazón. Como el corazón es el órgano que simboliza la vida emocional sensitiva; y como esta vida emocional está en perfecta armonía con su caridad que deriva de su ciencia creada (experimental, infusa, beatífica) y de su amor que se identifica con la esencia divina; por este motivo, el corazón humano de Jesús, con sus emociones sensitivas, es expresión perfecta del amor misericordioso de Dios (Echavarría, M.; Corrientes de Psicología contemporánea).

En efecto, tal y como enseña el Concilio Vaticano II, “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (Gaudium et Spes, 22). O, como señala Martín Echavarría,

el conocimiento pleno de cómo es un hombre en el que esta armonía del corazón se da completamente y sin defecto, al punto que los latidos de su corazón de carne son casi uno con su caridad, que es la principal de las virtudes y que reside en la voluntad, lo encontramos contemplando a Cristo (Echavarría, M.; “Las pasiones del corazón. El Sagrado Corazón, modelo y remedio de la vida emocional humana”).

Y esta contemplación ha centrarse especialmente en su Corazón. Cristo nos revela el amor del Padre amando con corazón de hombre.

Cristo nos amó con su alma y con su cuerpo. Nos amó y vivió las pasiones propias de los hombres, para mostrarnos cómo se es hombre también a ese nivel y para curar el desorden de nuestras propias pasiones. […] Manifestó sus afectos no sólo con acciones, sino también con pasiones corporales tan hondas al punto de sudar sangre. […] Las pasiones de Cristo, como las del primer hombre (figura del que había de venir), eran (y son) especiales, propassiones, es decir, que sus movimientos no se adelantaban al juicio de la razón ni lo alteraban, sino que se adecuaban perfecta y armónicamente a su voluntad. De este modo, aun más que en nosotros, las pasiones de Cristo eran manifestación cristalina (aunque de otro orden) del amor de su voluntad. Sus mismos ritmos corporales eran manifestación de su caridad, igual que los latidos salvíficos de su Corazón. […] Pero los latidos de su Corazón no manifestaban sólo el amor de caridad que derivaba de su conocimiento humano experimental, sino también de su ciencia infusa, por la que es Cabeza de los ángeles, y del conocimiento inmediato y sin velos (visio beatífica) que como hombre tenía de Dios; e incluso del amor increado que se identifica con la esencia de Dios y que le pertenece en cuanto que Él es Dios (Echavarría, M.; “Las pasiones del corazón. El Sagrado Corazón, modelo y remedio de la vida emocional humana”).

Se puede afirmar, pues, que Dios, y muy especialmente a través de su Pasión y Cruz, ha manifestado su amor “apasionado” por los hombres, y por un designio misterioso que jamás ningún hombre acabará de comprender, lo ha puesto de manifiesto a través de su Sagrado Corazón.

III. Aprender a mirar al otro 

Es muy especialmente en las Revelaciones del Sagrado Corazón de Jesús a Santa Margarita María de Alacoque (y también al Beato Padre Bernardo de Hoyos) que, de una forma también especialmente clara y renovada, queda de manifiesto ese amor apasionado de Dios por el hombre. Mostrándole su Corazón dice Jesús a Santa Margarita María: “Mira este Corazón que tanto ha amado a los hombres. Quiero que esta imagen sea expuesta a sus miradas para ablandar sus corazones”. Nuestro Señor pide que le miremos y lo pide porque quiere “ablandar” nuestros corazones.

Se puede afirmar, pues, que Dios, y muy especialmente a través de su Pasión y Cruz, ha manifestado su amor “apasionado” por los hombres, y por un designio misterioso que jamás ningún hombre acabará de comprender, lo ha puesto de manifiesto a través de su Sagrado Corazón.

Séame permitido intentar una explicación de carácter meramente psicológico sobre el dinamismo en el que consistiría este proceso de “mirar a un corazón y quedar por él ablandado”.

Hay que entender en primer lugar lo que puede significar “mirar”.

Desde una perspectiva del culto y de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús este “mirar” no puede más que entenderse como contemplar y meditar. Es importante insistir en ello, porque en la actualidad se ha perdido la virtud de mirar al otro. Vivimos en unos tiempos en los que el ser humano ya no es mirado. Dice al respecto Francisco Canals:

Atendamos con sinceridad a la situación del hombre contemporáneo en una sociedad regida por una voluntad planificadora al servicio de sí misma y sin fines «especulativos». Lejos de ser aplastado por la mirada del prójimo, hallaremos tal vez en su trágica soledad, perdido en lo público y sumergido en la socialización impersonal de pretendidas «relaciones humanas» a un hombre que podría ser caracterizado con el título de «El hombre a quien nunca nadie miró» (Canals, F.; “Teoría y praxis en la perspectiva de la dignidad personal”).

Tal y como explica Canals en otro texto, este “hombre a quien nunca nadie miró”,

vendría a ser tipo ejemplar de los hombres de nuestro tiempo en muchos momentos y situaciones de la vida. Porque el mismo progreso técnico, higiénico, o el aumento de medios e instrumentos al servicio de una planificación educativa, puede conducir y de hecho conduce a una desproporción trágica entre la abundancia de datos registrados en el plano médico, pedagógico, de aptitudes y factores de inteligencia por medio de pruebas psicotécnicas, etc., y las posibilidades reales de atención y diálogo personal. Por extraño que pueda parecer, hay que afirmar que a lo largo de toda una vida puede un hombre de hoy hallarse muy raramente con alguna persona que lo mire a la cara. […] Bajo pretexto de objetividad y de racionalización, el hombre individual y personal se queda solo. Esta soledad del hombre, perdido en lo público, reducido a un elemento de consideración tecnológica, puede servir de punto de partida para una reflexión que muestre la actualidad psicológica del mensaje del Corazón de Jesús (Canals, F.; “Aspectos pedagógicos de una renovada devoción al Corazón de Cristo”).

¿Qué le ocurre a un hombre a quien nadie hubiera nunca mirado? ¿Podríamos imaginar el tipo de “problema psicológico” que se daría en un hombre que ya desde su infancia hubiera sido reiteradamente fotografiado, radiografiado, sometido a análisis clínicos y test psicológicos, y cuyos datos podrían estar archivados en abundantes ficheros y memorias electrónicas, pero continuara siendo un hombre a quien nadie miró? ¿De qué sufriría ese ser humano así “observado” desde su infancia y en su adolescencia al acercarse a la juventud y a la madurez?

En la actualidad se ha perdido la virtud de mirar al otro. Vivimos en unos tiempos en los que el ser humano ya no es mirado.

De entrada, lo que ocurriría a ese hombre es lo que con tanta frecuencia le ocurre al hombre de hoy. Que, en principio, teme la mirada del otro. Se siente molesto ante la mirada ajena, porque ya desde niño ha aprendido a ser mirado bajo una mirada técnica que más que mirarle, le evalúa; ha aprendido que cuando es mirado, es ante todo analizado, clasificado, medido y hasta seccionado; ya desde la más tierna infancia comparativamente juzgado por su rendimiento, por su aspecto, por su poder adquisitivo, por su utilidad social y profesional, por su adecuación a determinadas expectativas sociales, culturales, económicas y políticas. Bajo un pretendido pretexto del fomento y promoción de su individualidad, que contradictoriamente le mantiene en un ámbito de falsa diversidad homogeneizante, el niño y el joven de hoy temen la mirada de los demás, especialmente la de sus padres y maestros. Y la temen, en definitiva, porque en nuestra sociedad y cultura, tan altamente neuróticas y neurotizantes, están aprendiendo a entenderse a sí mismos como “no siendo suficientes”, como siendo de entrada y originalmente incapaces de satisfacer expectativas y aspiraciones de talante muy relativo. El hombre de hoy, desde su más tierna infancia, no es mirado, sino que es medido y relativizado. Parece que de esa mirada técnica no escapa nadie, tan poco escapa a esa mirada técnica el niño de hoy, como tampoco escapó aquel niño que hace pocas décadas fueron sus padres. Y es por esta razón que muchos padres, e incluso padres buenos que quieren obrar el bien para sus hijos, han aprendido a mirar a sus hijos sólo bajo el prisma de un relativismo, más o menos imperante, o por lo menos bajo el prisma de lo que yo me atrevo a calificar como el prisma del “déficit” [9]. De esta manera el hombre, el niño, el adolescente, el joven y el adulto quedan solos y despersonalizados.

Bajo un pretendido pretexto del fomento y promoción de su individualidad, que contradictoriamente le mantiene en un ámbito de falsa diversidad homogeneizante, el niño y el joven de hoy temen la mirada de los demás, especialmente la de sus padres y maestros.

De la mirada del hombre de hoy ha desaparecido la contemplación deaquello que se mira y el amor poraquello que se mira. El hombre de nuestros días carece de la experiencia vivificante de ser contemplado y amado. La gente de mi generación y también de la inmediatamente anterior, no se siente ya amparada en su vida por la mirada paterna de un Dios personal, y las generaciones que me siguen adolecen además de la amorosa pero vigilante “represión educativa” del atento mirar de unos padres unidos por el matrimonio [10].

El hombre de hoy vive en una situación absolutamente contradictoria. Por una parte ha aprendido a temer la mirada del otro. Y por otra parte, sobre todo las generaciones más jóvenes, no dudan en hacer exposición virtual y mediática de su hacer y vivir, convirtiéndose en objeto de miradas tan solas y desconcertadas como ellos mismos. Y por eso el hombre de hoy ha aprendido no solo a temer la mirada del otro sino también a rebelarse contra ella. El hombre contemporáneo desconocedor de la mirada vivificante del amor, rehúsa la mirada, porque la vive ante todo como evaluación (crítica) de la propia vida, incluso amenazante de la propia existencia. Por esta imperante observación mecanizada y relativizante del hombre, por esta constante exposición virtual y mediática de su hacer y vivir, y porque aspira a un sentido que no sabe nombrar y del que sólo experimenta su ausencia, se lleva al hombre si no a la soberbia por lo menos a una actitud vanidosa y altanera de quien no quiere estar “por debajo de nadie” y a rebelarse contra quien le dice cómo es y qué ha de hacer. Y en caso de carecer de aquella confianza que en psicología es llamada “confianza básica”, y también en caso de carecer de los recursos psíquicos y de personalidad suficientes ―lo cual es cada vez más frecuente en nuestros días― cae entonces el hombre en aquel abatimiento del alma y del afecto tan intenso y que se instala de tal manera en su interior que le hace creer que nunca podrá aspirar a ningún bien ni a ser feliz de una forma plena y en correspondencia con el propio ser (cfr. S. Th.; II-II, q. 20, a. 4, c.).

Por esta constante exposición virtual y mediática de su hacer y vivir, y porque aspira a un sentido que no sabe nombrar y del que sólo experimenta su ausencia, se lleva al hombre si no a la soberbia por lo menos a una actitud vanidosa y altanera de quien no quiere estar “por debajo de nadie” y a rebelarse contra quien le dice cómo es y qué ha de hacer.

Y, sin embargo, “el «ser mirado», con mirada desinteresada, con mirada contemplativa y amorosa, lejos de ser destructor y anonadante, es una exigencia radical de la existencia y de la vida humana personal” (Canals, F.; “Teoría y praxis en la perspectiva de la dignidad personal”). Si somos sinceros y humildes, reconoceremos que no es aplastante para el hombre, sino consolador y “fundante”, en el sentido de que nos conforma interiormente, sentirse ante la mirada del amor, ante la mirada de quien nos ama, y muy especialmente ante la mirada de Dios:

Al hombre de hoy, en tantos casos, solo, aplastado por la política, por la lucha ideológica, por las crecientes necesidades y apremios impuestos por el imperativo del desarrollo económico, [por el miedo y la angustia ante un provenir oscuro] y al que cada vez es más difícil el gusto de la vida cotidiana y familiar; a este hombre, se le puede –se le debe– proponer el mensaje de Dios viviente y personal; de Dios viviente y personal que se ha hecho hombre por amor al hombre. 

[…] La situación del hombre de hoy está mostrando, no sólo la necesidad y la urgencia, sino también la congruencia profunda para las necesidades de la humanidad contemporánea del mensaje del amor de Dios sensibilizado humana y corporalmente en el Corazón de Cristo”.

[…] Ningún hombre es plena y seriamente humano si no es hombre de corazón, y sin el amor todo lo humano es vacío, es inconsistente. Al revelarnos Cristo su corazón de hombre, de hombre de carne y hueso, al llamarnos a contemplar esa profundidad de su amor, nos manifiesta también la voluntad de restaurar y reasumir todas las cosas en el amor de Cristo (Canals, F.; “Aspectos pedagógicos de una renovada devoción al Corazón de Cristo”).

Jesús pide con insistencia que dirijamos nuestra mirada hacia su Corazón, que le miremos; y la Iglesia insiste en que grabemos en nuestro corazón para que nunca sean olvidadas aquellas palabras de Cristo quien poniendo de manifiesto su infinita caridad, se lamentó justamente a Santa Margarita diciéndole a la manera del que está triste:

He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres y que les ha llenado de toda suerte de beneficios y que no sólo no ha encontrado agradecimiento a su infinito amor; antes bien, olvido, desprecio, contumelias y, por cierto, inferidas a veces aún por los que estaban obligados a un peculiar amor.

Desde un punto de vista meramente psicológico, que, de alguna manera queda también comprendido y asumido desde una compresión de la vida espiritual, aquello en lo que insiste Jesús al mendigar nuestra mirada es precisamente aquello que al hombre de hoy se le hace tan difícil: mirar al otro, darse cuenta de su existencia, penetrar en su vida, asentir y afirmar la bondad de su existencia.

IV. La devoción al Sagrado Corazón

Lo que Jesús mendiga y suplica en ese esfuerzo tremendamente misterioso de mostrar su sacratísimo Corazón al hombre, y más que nunca al hombre de hoy tan vapuleado y desconcertado,  no es únicamente un acto de respeto por su amor y por la excelsísima excelencia de todos los títulos y poderes que le son propios por ser quien es ―el Hijo de Dios, el Verbo Encarnado, el Dueño y Señor de la Historia y el Rey del Universo, ante cuyo Nombre toda rodilla se dobla en los cielos, en la tierra y en los abismos (cfr. Fil. 2, 10)― un acto de respeto exigido por la justicia (en la forma precisa de la virtud de la religión). Lo que Jesús pide y suplica es algo que va más allá de lo que es primeramente de justicia, completándola. Lo que Él pide es precisamente la plenitud de la justicia: el amor [12]. Es precisamente en estos nuestros tiempos en los que se ha enfriado el amor en el mundo, que profundizando en la conciencia de la Iglesia en algo que está en el mismo Evangelio y en toda la historia de la Salvación, pero que Él ha querido que se sintiese cada vez más a través de los carismas y la entrega de santos y santas ―como santa Margarita María, san Claudio de la Colombiere, del Beato Bernardo de Hoyos, de Santa Teresita del Niño Jesus― que Dios ha querido proponérsenos como Amor. De tal manera que toda nuestra relación con Él queda centrada, simplificada y movida sobre todo por el hecho de que Dios es “sumamente respetable, amable y digno de servicio porque nos ha amado” (Canals Vidal, F.; Conferencia inédita, enero 1973). Por tanto, en cuanto culto y en cuanto entrega ―pues devoción quiere decir, literalmente, entrega― la devoción y el culto al Sagrado Corazón es sobre todo y antes que nada la correspondencia al Amor de Dios.

Lo que Jesús pide y suplica es algo que va más allá de lo que es primeramente de justicia, completándola. Lo que Él pide es precisamente la plenitud de la justicia: el amor.

El amor es aquel movimiento de la voluntad que se orienta a la convivencia con el otro, a la unión y a la intimidad con el amado. Enseña Santo Tomás de Aquino que para su unión con Dios “el alma necesita ser llevada como de la mano por las cosas sensibles” y que por eso es necesario que en el culto divino “nos sirvamos de elementos corporales para que, a manera de signos, exciten la mente humana a la práctica de los actos espirituales con los que ella se une a Dios” (S. Th.; II-II, q. 81, a. 7, c.). Según advierte el mismo Santo, los actos interiores de culto “pertenecen al corazón” (S. Th.; II-II, q. 81, a. 7, sc.). Pero para poner en obra todo aquello que exige el culto divino es necesario que la voluntad esté pronta, que esté dispuesta para hacer con prontitud lo que el culto a Dios de suyo exige (cfr. S. Th.; II-II, q. 82, a. 2, c.) y es precisamente en ello en lo que consiste la devoción, en una voluntad propia de entregarse a todo lo que pertenece al servicio de Dios (cfr. S. Th.; II-II, q. 82, a. 1, c.).

Enseña Santo Tomás de Aquino que para su unión con Dios “el alma necesita ser llevada como de la mano por las cosas sensibles”. 

Pero a la devoción, como acto de la voluntad que es, debe preceder alguna deliberación, alguna consideración. Y es así que son precisamente la contemplación y la meditación lo que Santo Tomás de Aquino llama “causa de la devoción”, porque por la contemplación y la meditación concibe el hombre el propósito de entregarse al servicio divino (cfr. S. Th.; II-II, q. 82, a. 3, c.). Es por esta razón que en “El tesoro escondido”(libro dirigido por el Beato Bernardo de Hoyos y firmado por Juan de Loyola.) se explica que el culto interior al Sagrado Corazón de Jesús ―y esta explicación es sumamente psicológica, a pesar de que desde tantos ámbitos de la psicología se haya perdido de vista que las facultades racionales son objeto especialísimo y principalísimo de la consideración psicológica― “consiste en el ejercicio de la memoria, entendimiento y voluntad acerca del deífico Corazón”:

“La memoria debe acordarse familiar, frecuente y amorosamente de este divinísimo Corazón y de sus admirables perfecciones. El entendimiento debe ejercitarse en el conocimiento de sus soberanas excelencias, pensando y penetrando bién cuánta sea su dignidad, su santidad y perfección, cuántos tesoros de gracias celestiales están depositados en este sacrosanto Corazón; cuánto padeció por la gloria de Dios y salvación de los hombres; cuán amado es de toda la Santísima Trinidad y, en fin, cuán amado sea de nuestra veneración y amor.

Este conocimiento de la amabilidad del Sagrado Corazón de Jesús […] se imprimirá en el alma con la meditación de sus infinitas excelencias. […] La voluntad seguirá al conocimiento con los afectos que corresponden a la excelencia de este Sagrado Corazón, a su dignidad suprema, a todas sus perfecciones, con una gran admiración, glorificación y alabanza al infinito amor para con los hombres, con amor ardiente y agradecido; y así otros inumerables afectos que el amantísismo Jesús se dignará infundir en nuestras almas.

Y estando ciertos que no hay cosa más amada del Eterno Padre entre las criaturas que el Corazón sacrosanto de su Divino Hijo, nos valdremos del mismo Sagrado Corazón para hacer nuestras acciones más aceptas y agradables a la Divina Majestad, uniendo cuanto hiciéremos o padeciéremos con lo que hizo y padeció el Divino Corazón de Jesús.

Finalmente, cotejando el infinito amor con que se abrasaba el Corazón de Jesús para con los hombres, con la ingrata correspondencia de éstos, y, considerando que nosotros somos del número de estos ingratos, nos ejercitaremos en actos de confusión, dolor y arrepentimiento; y ofreceremos cuanto nos sea posible la enmienda, prometiendo reparar de nuestra parte las ofensas que ha recibido de nuestra ingratitud y la de los demás hombres, particularmente en el Santísimo Sacramento. Este es el obsequio que el amorosísimo Jesús desea principalmente para su amante Corazón (Loyola, J. y Hoyos, B.; “Tesoro escondido”).

El culto al Sagrado Corazón de Jesús dinamiza toda la vida personal y espiritual del hombre, incluída la vida psíquica, poniéndola al servicio y alabanza de Dios, uniéndose a Él por la correspondencia y por la reparación en el Amor.

Contemplando el Corazón de Jesús, el alma del hombre, el corazón del hombre no sólo mira, sino que ante todo es “mirado. Es mirado por Jesús, que le ama infinitamente, de un modo indecible, con una mirada que, de alguna manera, le está ya diciendo quién es él. Desde un punto de vista psicológico de la formación de la conciencia personal, la contemplación del Corazón de Jesús nos descubre de una manera misteriosísima el secreto de quién somos, nuestro propio secreto: “Yo, indigno pecador, soy el objeto del Amor de Dios”. La consideración de esta realidad, que no por ser espiritual deja de ser psicológica, entraña dimensiones profundísimas en la consideración de la propia conciencia de sí mismo. Lo que yo soy ante Dios, lo que yo valgo ante Dios, a lo que yo estoy llamado por Dios y todavía mucho más. Todo esto lo descubro en la contemplación y meditación de la divina excelencia del Amor del Sagrado Corazón de Jesús.

Los bienes que se siguen de la devoción y el culto al Corazón de Jesús son de todo orden. Decía Francisco Canals que tendríamos que esforzarnos constante y conscientemente en convencernos de que si somos fieles al propósito de ser fieles a la devoción y culto del Corazón de Cristo, de querer ser apóstoles del Corazón de Jesús, se darán en nosotros las bendiciones y gracias que el Sagrado Corazón de Jesús prometió a Santa Margarita. Si nos entregamos al Corazón de Cristo, Cristo cuidará de nuestras cosas y velará por nuestros intereses (es una cuestión de la generosidad de Cristo, que no se deja “ganar” en generosidad). Pero estos intereses no deben ser únicamente entendidos como bienes externos. Son ante todo bienes de orden espiritual, pero también bienes de orden psicológico. Sin duda pertenece también a nuestro interés y se corresponde con el fin propio de nuestra naturaleza el saber quién somos, la memoria sobre nosotros mismos, y el saber para qué vivimos. La respuesta a esas cuestiones tan tremendamente existenciales y concretamente personales se encuentra definitivamente en la contemplación y la entrega al Corazón de Jesús.

Junto al Corazón de Cristo, el corazón del hombre aprende a conocer el sentido verdadero y único de su vida y de su destino, a comprender el valor de una vida auténticamente cristiana, a evitar ciertas perversiones del corazón humano, a unir el amor filial hacia Dios con el amor al prójimo. Así -y ésta es la verdadera reparación pedida por el Corazón del Salvador- sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia, se podrá construir la tan deseada civilización del amor, el reino del Corazón de Cristo (San Juan Pablo II; “Carta sobre el culto al Corazón de Jesús al Prepósito General de la Compañía de Jesús”, 5-X-1986.).

Es desde la mirada del Corazón de Cristo que el corazón del hombre se ablandará. No es tan solo que sea tal la contemplación de la infinita bondad y amor de nuestro Señor que nuestro corazón se elevará, sino que, antes que nada, es la mirada amorosa del Corazón de Cristo la que nos desvela, a cada uno, el misterio y la profundidad de nuestra vida personal, ablandando nuestros corazones.

El corazón de piedra del hombre moderno necesita ser “ablandado” por la mirada amorosa del Corazón de Dios. Lo que sea el verdadero amor humano, cuáles son sus causas y sus efectos son cuestiones que la psicología, bajo ningún concepto, puede desatender. Del amor sabemos que lo que le es más propio, que a lo que con más fuerza tiende es a la unión del amado con el amante. El amor es como “vida que enlaza o desea enlazar otras dos vidas, al amante y al amado” (S. Th.; I-II, q. 28, a. 1, in c.). El Amante, Jesús mismo, busca y persigue la unión con lo amado, con nuestras almas. A este Amor vehemente de Jesús se le pueden atribuir, ya inmediatamente en el orden psicológico, una serie de efectos próximos, uno de ellos es lo que Santo Tomás de Aquino llama la licuefacción o deterrimiento (cfr. S. Th.; I-II, q. 28, a. 1, in c., citando a San Agustín; De Trinitate VIII, C. 10 ML 42,960). Es decir, un ablandarse del corazón del amado. En efecto, se trata de “un reblandecimiento del corazón, que le hace hábil para que en él penetre el bien amado” (S. Th.; I-II, q. 28, a. 6, ad). Mirando y contemplando el Corazón de Jesús, abierto y palpitando por mi amor, el mismo amor vehemente de Cristo ablanda nuestro corazón y lo prepara amorosamente para que en él penetre el mismo Amor de Dios.

El culto al Sagrado Corazón de Jesús dinamiza toda la vida personal y espiritual del hombre, incluída la vida psíquica, poniéndola al servicio y alabanza de Dios, uniéndose a Él por la correspondencia y por la reparación en el Amor. 

Desde una consideración psicológica, esta mirada del Amor de Cristo supone para el hombre, antes que nada, la confirmación en su mismo ser. ¿Qué misterio insondable significará que el Sagrado Corazón de Jesús nos mire y nos diga, a la vez que lo “siente” y lo “vive”: “¡He aquí mi Corazón que tanto te ha amado y que tanto necesita de tu amor!”?  Es exactamente la confirmación en el ser. Es exactamente la confirmación del saberse querido, “aprobado» y confirmado de una forma única y absoluta, como es la que proviene de Dios.

Claro que para poder percibir esa mirada del Corazón de Jesús, el hombre tiene que contemplarlo, pero contemplarlo desde su ser criatura; desde la pequeñez y la indigencia de quien todo lo necesita y espera de Quien le ama. Francisco Canals insistía constantemente en que hemos de pedir continuamente que Dios nos haga “sentir” la devoción a su Sagrado Corazón. Y en este “sentir” lo que primeramente se incluye es “el ser pequeño”. Sentir y conocer la propia pequeñez y la propia limitación es una de las condiciones previas para “sentir” y vivir la devoción al Sagrado Corazón.

Es muy misterioso considerar que todo el secreto de la devoción al Sagrado Corazón reside en la pequeñez, en la infancia espiritual. Como decía Canals, ¿cómo se entiende si no que toda la perfección de la obediencia a Dios, de la aceptación de su Amor misericordioso, del dejarnos querer por Él y del corresponderle de la forma con la que Él desea ser correspondido, consisten en algo que es expresamente preceptivo tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento y que es el “hacerse como niños” (cfr. Mt. 18, 3) y el “dejarse llevar a las faldas del Padre”? La perfección del Amor de correspondencia al Sagrado Corazón consiste en aquello que Santa Teserita con tanta sencillez explica: “en dejarse llevar, en sentarse en el regazo del Padre y dejarse acariciar por Él”. Consiste en algo que gusta a los niños y que, sin embargo, al hombre moderno, herido y fragmentado y desorientado pero lleno de autosuficiencia, de falsa autoestima y de vanidad no puede acabar de aceptar: ser deudor de nadie, ser queridos “gratis”. El pecado original, la soberbia de la vida y el espíritu mundano deforman incluso la misma inclinación de la sindéresis natural, por la que el hombre lo que quiere y ansía es amar y ser amado.

¿Por qué será que al hombre actual le cuesta tanto entender que todo se unifica poniéndonos como niños en las manos de Dios? ¿Por qué le cuesta tanto al hombre moderno aceptar que el remedio a su fragmentación personal, social y espiritual es la confianza en el Corazón de Jesús?

Sólo en la Vida Eterna seremos perfectos, como nuestro Padre celestial quiere que seamos perfectos. En la vida presente hemos de esforzarnos, con la Gracia de Dios, en la perfección. Pero la perfección no consiste en la imitación de Dios en su Omnipotencia, o en su Omnisciencia. ¿Cómo podría entonces el hombre llegar a ser semejante a Dios? La cuestión debe ser planteada de otra manera: ¿cómo puede el hombre dejarse llevar por Dios para que Dios le haga semejante a Él?

Para poder percibir esa mirada del Corazón de Jesús, el hombre tiene que contemplarlo, pero contemplarlo desde su ser criatura; desde la pequeñez y la indigencia de quien todo lo necesita y espera de Quien le ama.

Francisco Canals decía que hay dos caminos que llevan a la perfección querida por Dios, pero que por su sencillez y simplicidad son rechazados y despreciados por ese hombre de nuestros días tan herido, pero tan envanecido. Son dos caminos que en cuanto son aceptados y amados por el hombre le llevan a la perfección del Padre Eterno que Jesús quiere para nosotros. Encontramos estos dos caminos delicada y magníficamente expuestos en la obra de la Santa Doctora de nuestros tiempos: Santa Teresita del Niño Jesús. Estos dos caminos son la simplicidad y el amor.

La plenitud de la ley es el Amor, dice San Pablo; servir a Dios por puro Amor. Y si amamos a Dios, también le querremos obedecer. Pero, ¿cómo llegaremos al Amor?, ¿cómo llegaremos a la sencillez? ¡Es tan difícil llegar a ser sencillos, pequeños y simples!

Lo único conducente al Amor es la entrega, sencilla e infantil. Santa Teresita del Niño Jesús dice algo que puede parecer sorprendente ―o incluso pietista, y no lo es―: “Sólo la confianza y nada más que la confianza nos ha de llevar al Amor”. Pero para simplificarse, para ser sencillo, decía Canals, lo más importante no es hacer el propósito de hacerse sencillo, sino hacerse el propósito de aceptar el infinito Amor de Dios en su Sagrado Corazón. Y eso es lo verdaderamente difícil, porque esta aceptación supone la inmolación de sí mismo. Porque no hay amor sin dolor, no hay amor sin entrega. El amor verdadero dispone a la entrega y al sacrificio por los hermanos, de lo contrario no es amor. ¿Y quién puede llegar a alcanzar ese amor por sí mismo?: ¡nadie! No está en las fuerzas humanas. No consiste el Amor en que nosotros nos propongamos y nos empeñemos en ello. Porque el amor, la caridad, no consiste en que nosotros amemos a Dios, sino en que Dios nos ha amado primero. No se trata de que nosotros alcancemos la caridad, sino que la caridad nos alcance a nosotros. El hombre no podría jamás llegar a amar a Dios, si Dios no le amara primero. Nosotros podemos amar a Dios, si nos dejamos primero amar por Él, si aceptamos el don de su Amor, y si tenemos puestas todas nuestras esperanzas en Él y si tenemos en Él confianza «vivida».

“Sé a quien me he confiado ―dice el Apóstol― y estoy cierto de que es poderoso para guardar mi depósito” (2 Tim, 1, 12). La confianza es la esperanza robustecida, fortalecida, por una opinión firme basada en las palabras y las obras de quien nos promete ayuda (cfr. S. Th.;  II-II, q. 129, a. 6, ad.3).

¿Cómo podría entonces el hombre llegar a ser semejante a Dios? La cuestión debe ser planteada de otra manera: ¿cómo puede el hombre dejarse llevar por Dios para que Dios le haga semejante a Él?

En la devoción y culto al Corazón de Jesús no puede, pues, olvidarse este elemento fundamental de confianza que abarca todos los niveles y aspectos de la vida concreta personal. Atendiendo a las promesas del Sagrado Corazón a Santa Margarita María parece incluso que Cristo da a entender a Santa Margarita que bastaría con que las almas se enfervorizasen con el culto y la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, para que Éste las colmara con toda clase de bendiciones y gracias para su vida personal, familiar, profesional, social y espiritual.

En un mundo en el que la pequeñez es inaceptada, pequeñez entendida como falta de un éxito debido; en un mundo en el que la falta de reconocimiento social, el fracaso profesional o matrimonial o en el que tan solo el no ser un «tipo genial» es causa de tanta “baja estima”, de tantos cuadros aparentemente depresivos y de tanto malestar psicológico, de tanto miedo y desorientación, se hace urgentísimo comprender que nuestra gloria y nuestro consuelo es precisamente eso, el ser pequeños y limitados.

Nuestro Señor se complace en los pequeños, en los fracasados, en los humillados y en los tullidos psíquica y espiritualmente. La devoción al Corazón de Jesús entendida como lo hacía el P. Ramón Orlandis es justamente la que nos puede ayudar a comprenderlo ¡Cuán verdad es que solo ella, la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, puede curar de sus “enfermedades” al hombre de hoy!

En un mundo en el que la pequeñez es inaceptada, pequeñez entendida como falta de un éxito debido […] se hace urgentísimo comprender que nuestra gloria y nuestro consuelo es precisamente eso, el ser pequeños y limitados.

Ya en 1930 veía el Padre Orlandis una legión de almas pequeñas, instrumentos y víctimas del Amor Misericordioso que tendrían una comprensión íntima de la devoción genuina al Corazón de Jesús y de los designios que ha tenido Jesús al pedirla. A estas almas, pequeñas, pobres, débiles y humilladas, miopes y enfermizas, quiere que llegue también su llamamiento misericordioso el bondadoso Corazón de Jesús que invita a su banquete a los enfermos, a los cojos, a los tullidos, a los despreciados. Por la comprensión “sentida” ―que es siempre un regalo gratuito de la Gracia libérrima de Dios― de la Devoción y por el Culto al Sagrado Corazón de Jesús estas almas arderán en celo de la gloria de Dios y de la salvación de las almas. Y, conocedoras de la realidad, profundamente desengañadas de sus propias fuerzas y de su propio valer, y desengañadas también de la eficacia de los medios semihumanos y ordinarios que nuestra pobre razón puede excogitar para hacer frente a las circunstancias y dificultades extraordinarias de nuestros tiempos, pondrán para su apostolado toda la confianza en el medio que el mismo Divino Redentor nos ha dado para vencerlas: la práctica y la difusión de una sincera devoción al Sagrado Corazón de Jesús, según las normas y caminos que Jesús se ha dignado señalarnos (Cfr. Ramon Orlandis Despuig, S.J.; “Pensamientos y ocurrencias”).

¡Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío!

Autora: Mercedes Palet

Notas

[1] Pío XII en la encíclica Haurietis Aquas enseña que el Corazón de Jesús es “símbolo del triple amor de Cristo”, y hace especial referencia al amor sensible de Cristo.

[2] Por ejemplo, estudios del Instituto Hearth-Math han demostrado que las emociones, especialmente las emociones más fuertes, se reflejan claramente “latido por latido” en el ritmo cardíaco.

[3] En la actualidad esta experiencia humana queda confirmada por el descubrimiento en el campo de la medicina de lo que se denomina el “síndrome del corazón roto” o del “corazón partido”, también conocida como miocardiopatía de Takotsubo, o miocardiopatía inducida por estrés. Se trata de un tipo de miocardiopatía no isquémica en la que hay un repentino debilitamiento temporal del miocardio, en ocasiones desencadenado por estrés emocional, como en el caso de la muerte de un ser querido. Durante el curso de la evaluación del paciente, se observa con frecuencia un abultamiento de la punta del ventrículo izquierdo con una hipercontractilidad de la base del ventrículo izquierdo. Es esta característica la que le dio al síndrome el nombre de «tako tsubo», o trampa de pulpos en Japón, donde fue descrita por primera vez. Ver, por ejemplo, Laínez, B. et al; “Miocardiopatía de tako-tsubo iatrogénica secundaria a catecolaminas”. 

[4] “La contracción incluye ser movido por otro a replegarse interiormente. En toda pasión se da alguna modificación (por adicción o disminución) en el movimiento del corazón: éste se mueve más o menos intensamente según la sístole (contracción) o la diástole (dilatación). Todo lo cual es natural en las pasiones, y no implica que éstas nos aparten del recto orden de la razón”, Santo Tomás de Aquino; S. Th.; I-II, q. 24, a. 2, ad. 2.

[5] Santo Tomás de Aquino menciona en este sentido el corazón: S. Th.; I-II, q. 24, a. 3, co: “[…] según aquello que dice en el Salmo 83: Mi corazón y mi alma se alegran en el Dios vivo, de tal modo que entendamos por corazón el apetito intelectivo y por carne el apetito sensitivo.” Super Ioannis, c. 1, I. 13 “aunque el intelecto no tenga órgano corporal, como el corazón es el órgano principal, se acostumbra a tomarlo por el intelecto”.

[6] “La voluntad es el apetito que corresponde al conocimiento racional e intelectual. Sólo por el intelecto, iluminado por la fe, conocemos cuál es nuestro fin último sobrenatural, así como los misterios centrales de la Revelación. También la razón, iluminada por la luz natural del intelecto y por la luz de la fe, puede discernir el bien y el mal. De tal manera que la voluntad es el apetito que coloca al hombre en la senda del amor de Dios o del mundo”, Echavarría, M.; “Las pasiones del corazón. El Sagrado Corazón, modelo y remedio de la vida emocional humana”.

[7] Th.; I, q. 82, a. 5, ad. 1: “El amor, la concupiscencia y similares, tienen una doble acepción. Unas veces son pasiones que provienen de una determinada perturbación anímica. Generalmente son entendidas así, y por eso se encuentran solamente en el apetito sensitivo. Otras veces significan un simple afecto, sin pasión ni perturbación anímica. Así son los actos de la voluntad. En este sentido son atribuidos a los ángeles y a Dios. Pero, bajo esta acepción, no pertenecen a diversas potencias, sino a una sola, llamada voluntad”.

[8] Th.; II-II, q. 29, a. 1, c.: “Pero ocurre igualmente que el corazón de la misma persona tiende a cosas diferentes de dos modos. Primero: según las potencias apetitivas; y así, el apetito sensitivo las más de las veces tiende a lo contrario del apetito racional, según se expresa el Apóstol en Gál 5,17: «La carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu»”.

[9] En la práctica cotidiana de la psicología infantil y juvenil es muy frecuente encontrarse con situaciones muy semejantes a las que a continuación describo. Cuando las madres, por iniciativa propia o por sugerencia de los maestros, acuden a la consulta del psicólogo acostumbran a describir detalladamente los defectos y deficiencias de sus hijos (hoy en día tendríamos casi que decir, de “su hijo”) así como también el malestar que ello les produce (en la mayoría de las ocasiones a causa de la “queja” de los maestros, pero también a causa de la complejidad que ha adquirido la vida familiar actual, complejidad que ante todo y en primer lugar sufre la mujer de nuestros días) y la preocupación que todo ello les conlleva en tanto que madres preocupadas por el bienestar y promoción de sus hijos. La prudencia de la práctica psicológica exige prestar oído atento y comprensivo a esa queja materna. Lo que a mi juicio, sin embargo, es más difícil de comprender es la respuesta y reacción de muchas madres cuando son preguntadas por aquellas cualidades y características esenciales de personalidad que ellas aman y admiran en sus hijos. O cuando son preguntadas por aquello que hace de su hijo eso tan especial que merece ser amado con incondicionado amor de entrega. Se trata de una reacción y de una respuesta que manifiesta un desconocimiento profundo del hijo, porque, en el fondo, no ha sido mirado.

[10] Canals advertía que nos encontramos ante la primera promoción de hombres “que no se siente ya amparada en su vida por la mirada paterna de un Dios personal; y a la que ha faltado, más que a ninguna de las anteriores, y especialmente en los más altos sectores sociales de nuestro mundo industrializado y urbano, la vigilante «represión» del amoroso mirar de sus padres” (Canals, F.; “El Culto al Corazón de Cristo ante la problemática humana de hoy”).

[11] En el fondo de esta actual rebelión contra la mirada del otro se encuentran los argumentos del ateísmo y del antiteísmo contemporáneos “que presentan como absurda la idea de Dios, y no sólo por cuanto niega que tenga sentido la afirmación de algo entitativo y sustantivo que sea a la vez sujeto para sí, sino porque además adopta una actitud en que se postula precisamente que Dios debe ser negado. No se trata tan sólo de remover la afirmación del ser infinitamente perfecto, omnipotente y omnisciente, se trata de proclamar que Dios no es porque es algo que no debe ser, que sería malo para el hombre que fuese. Quien nos mira, nos convierte en objeto y nos cosifica, para la mirada del projimo carecemos de libertad. Si nos creemos ante la mirada eterna de Dios, cree Sartre que somos por ella aplastados. Y a partir de allí se llega a la blasfemia y rebeldía de considerar a Dios providente como un «un inspector supremo», el que vigila en universo y que el hombre ha de sentir como un intolerable monstruo que no debe existir” (Canals, F.; “El Culto al Corazón de Cristo ante la problemática humana de hoy”).

[12] Cfr. Carta a los Romanos 13,10: “Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor. Pues el que ama al prójimo ha cumplido la ley[…]. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud”.

 

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