
La importancia política del nacimiento (y de todo lo que atenta contra él).
Hannah Arendt (1906 – 1975) nos ha recordado cuánto importa, políticamente, el hecho de nacer; de hecho, para ella la natalidad es la categoría política más importante de todas. También su amigo Hans Jonas (1903 – 1993), quien escribe un ensayo notable sobre la ética más apropiada para la civilización tecnológica, defiende esta idea y la complementa con su preocupación por el envejecimiento de las poblaciones. Si se llegara a cumplir el ideal de la supresión de la muerte, afirma Jonas en un ejercicio mental que puede verse en su obra El principio de responsabilidad, habría que suprimir también la procreación, pues esta última es la respuesta a la primera. Tendríamos un mundo de viejos, escribe, en el que no habría ya juventud, un mundo de individuos ya conocidos en el que no habría lugar para el asombro de aquellos que nunca antes fueron.
La mayor experiencia acumulada no podría reemplazar jamás el singular privilegio de contemplar el mundo por primera vez con ojos nuevos ni habría lugar para la admiración, escribe. ¿Cómo hacer lugar al asombro, que es el inicio de la Filosofía, si los que han de contemplar son siempre los mismos? Por eso, cada nuevo nacimiento es un reaseguro contra el tedio y la rutina, nos recuerda Jonas, y es también la única ocasión de que disponemos para preservar la espontaneidad de la vida y su riqueza. Cada nuevo nacimiento es también una promesa de renovación del mundo en donde nos toca vivir. Así entonces, el primer deber de una comunidad políticamente constituida es el de tutelar su origen más elemental.
Volvamos a Arendt. No es casual que ella escriba sobre la importancia política del nacimiento en el gran contexto de la preocupación que es el leitmotiv de su pensamiento: el totalitarismo. El nazismo, por ejemplo, comprendió la importancia política de la vida y de la vida por venir, pero puso en funcionamiento una de las dos maquinarias constitucionales más aberrantes y mortíferas de las que se tenga memoria para decidir quiénes debían nacer y quiénes no. La otra maquinaria es el comunismo, pero claro, los comunistas, vencedores en la Segunda Guerra, se encargaron de endosar toda la carga de la prueba sobre las espaldas de los nazis, como si a ellos no les cupiese ninguna responsabilidad en el desprecio político por las vidas inocentes. Así entonces, la supresión de una vida por venir, apoyada en argumentaciones donde lo último a considerar es, precisamente, esa vida incipiente con su promesa de renovación del mundo, sigue siendo una nota de pie de página a las posibles reconfiguraciones del totalitarismo biopolítico.
Cada nuevo nacimiento es también una promesa de renovación del mundo en donde nos toca vivir.
“El milagro que salva al mundo, escribe Arendt, al reino de los asuntos humanos de su ruina normal, ‘natural’, es en definitiva el hecho de la natalidad, en el cual se enraíza ontológicamente la capacidad de obrar. En otras palabras, se trata del nacimiento de nuevos hombres, de nuevos comienzos, se trata de la obra de la que son capaces por haber nacido […]. Esta fe y esta esperanza en el mundo encontraron tal vez su más gloriosa y sucinta expresión en las pocas palabras con las que el Evangelio anuncia la buena noticia: ‘un niño nos ha nacido’” (Arendt, H.; The Human Condition). Es verdad que estas palabras no están en el Evangelio, sino en Isaías 9, 5, pero para lo que nos interesa ahora este error no tiene importancia.
Si hablamos de la noche del nacimiento del Salvador, la más importante de todas las noches desde la creación del mundo, nos damos cuenta de que el haber nacido de noche nos está diciendo también otra cosa: por más oscuridad que haya, el Hijo del Hombre está ahí para alumbrar las tinieblas. El Hijo del Hombre nació de noche para recordarnos que la verdadera Luz es Él. Y este nacimiento también nos dice que la “mera vida”, la vida biológica, lo rodea en las figuras del pesebre. Ellas ofrecen un marco de calor y proveen el contexto para que la genuina vida, la del alma, o la del cuerpo al servicio del alma, adquiera su carácter de renovado principio, de nuevo comienzo contenido en cada nacimiento. Es esto lo que nos permite preguntarnos, como San Pablo en su Primera Epístola a los Corintios, 15, 55-56: ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?
Se trata del nacimiento de nuevos hombres, de nuevos comienzos, se trata de la obra de la que son capaces por haber nacido.
Toda amenaza contra la posibilidad de nacer atenta entonces gravemente contra la promesa de la pluralidad permanentemente renovada con cada nuevo venido al mundo. El resguardo más firme con que contamos para prevenir el afianzamiento del espíritu totalitario es permitir la llegada de nuevos miembros al mundo. Que un niño nos haya nacido es también un motivo de enorme celebración política.
Académico Universidad Gabriela Mistral
Last modified: enero 2, 2025