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Reflexiones en torno a la propuesta de Constitución para Chile

Lo que sería usual esperar de un artículo como este es exponer los razonamientos y acabar con una conclusión aplicada al caso concreto de Chile. Pero voy a enfocarlo de un modo inusual. Empezaré por la conclusión y continuaré con la exposición de lo que debería ser una Constitución.

1. Conclusión

La propuesta que se votará el próximo 4 septiembre es una pantomima de Constitución. No cumple los criterios que deberían regir una carta magna, como no sea el de allanar el camino hacia la dictadura. Dictadura que se mantendrá, eso sí, cumpliendo regularmente el entrañable rito de introducir papeletas en una urna. Rito que de ningún modo garantiza la libertad. De hecho, los tiranos siempre han sido especialmente aficionados a los plebiscitos.

En la parte expositiva de este artículo bastará explicar cómo debería ser una Constitución para darse cuenta de que la propuesta de Constitución chilena no lo cumple. Cada exposición razonable de lo que debería ser una Constitución sensata es una acusación contra esa propuesta desatinada.

2. Parte expositiva

Dando por supuesta la inteligencia de los lectores, voy a exponer de un modo sintético, casi telegráfico, sin necesidad de probar cada afirmación con extensos argumentos. El despliegue de argumentos estaría bien en un texto divulgativo, pero entiendo que los lectores de estas líneas ya están por encima de eso. Vamos allá.

Una constitución debe ser breve, sintética y sencilla. Cuando más complicada sea una Constitución más recovecos habrá para que se produzcan las trampas, los movimientos turbios. El lenguaje sintético, escrito por los profesionales del Derecho, debe ser preciso para evitar ambigüedades. Breve, pues las reglas esenciales del juego democrático son siempre breves. Y una constitución son las reglas del juego. Constitución, ley y reglamento no son sinónimos. Trufar la Constitución con reglamentos, con detalles regulatorios, es no haber entendido el carácter superior de esa norma jurídica.

Las reglas del juego democrático, de cualquier juego democrático, se podrían sintetizar en tres o cuatro páginas. El resto son meras ramificaciones. Esas tres o cuatro páginas son el corazón de cualquier Constitución, su núcleo. En esas pocas páginas un pueblo se juega su libertad. En esas pocas páginas los padres se juegan el futuro de sus hijos y nietos. Son páginas que ponen diques a los desmanes; o, por el contrario, propician dictaduras, guerras civiles, torturas, prisiones, sobornos y pobreza. Hay constituciones que son grandes patrocinadoras de la miseria. Porque cuando creas un marco turbio para el ejercicio del poder, el poder ejecutivo se encargará de que el desarrollo económico se vea lastrado con el florecimiento de los favoritismos. Hay constituciones que son el campo ideal para el cultivo y crecimiento de los oligarcas.

La gran cuestión que se plantea en una Constitución es cómo generar el poder y cómo contenerlo. La carta magna determina cómo se constituirá el poder, pero también establece con qué cadenas se podrá contenerlo. Si el ordenamiento jurídico general de una República falla en el diseño de un mecanismo de contención del poder, entonces no logra lo fundamental. “Pero ¿dónde están los frenos?”, preguntaría un incrédulo comprador. El problema es que en este vehículo están montados diecinueve millones de ciudadanos, y no pueden bajarse.

La gran cuestión que se plantea en una Constitución es cómo generar el poder y cómo contenerlo. La carta magna determina cómo se constituirá el poder, pero también establece con qué cadenas se podrá contenerlo.

Desde la época de Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu, todos los pensadores se dieron cuenta de que el mejor modo para tener un poder fuerte y efectivo pero no tiránico es la división de poderes. La contención del poder reside en la división de poderes. No en el parlamento. Los populismos tiránicos lo primero que dominan es el parlamento. Lo repito, el control del poder nunca reside en el parlamento. Al revés, el congreso es el generador del poder.

La estricta separación de poderes es la verdadera maquinaria que funciona en el pecho de una democracia, el resto es pura poesía.

Toda carta magna debe, como primera tarea, como su más esencial labor, la de amparar, preservar, tutelar y garantizar la separación de los tres poderes. Tres poderes reales, efectivos, no meramente nominales. Basta leer una Constitución para darse cuenta si los tres poderes serán verdaderos poderes, o serán meras presencias que no podrán operar. Hay constituciones que aseguran la inefectividad.

La estricta separación de poderes es la verdadera maquinaria que funciona en el pecho de una democracia, el resto es pura poesía, pura declaración de buenas intenciones, pura exposición de hermosos pensamientos.

Una constitución es una maquinaria, no un poema. Se trata de crear las reglas del juego para todos, para siempre. Meter ideología en una Constitución sería como introducir citas de santos en la escritura de propiedad de un terreno. Especifique con claridad el perímetro de la propiedad de la tierra que posee, su extensión, sus zonas comunes de paso, sus servidumbres y no me meta sermones en una escritura de propiedad.

Dígame las reglas del juego de una sociedad y ahórreme un sermón laico. Las reglas son siempre las mismas porque si están bien construidas están pensadas para durar para siempre. Sin embargo, con el paso de los decenios, comprobamos que la ideología es más caduca de lo que creíamos. Lo que hoy parecía que era lo más moderno, provocará risas en nuestros nietos.

A cualquier legislador hay que recordarle que despliegue de un modo muy nítido cuál es la maquinaria del ejercicio del poder, y que se ahorre su sermón ideológico. Las reglas son para todos si están basadas en la razón. Por el contrario, yo, como ciudadano, tengo todo el derecho del mundo a no compartir la ideología de la mayoría. La Constitución defiende ese derecho mío, luego puedo pedir al legislador que entre las coles jurídicas no me quiera colar ninguna lechuga ideológica. La Constitución debe defender mi derecho a no compartir la ideología del resto de la población. Incluso un representante del pueblo debe tener derecho a ocupar su escaño en el Congreso sin jurar la Constitución, la que sea, cualquier Constitución. Es auténtico representante del pueblo opine lo que opine de la Constitución. Estará sometido a las leyes como cualquier otro ciudadano, pero no se le puede condenar por lo que piense. Pensar que una Constitución es nefasta no le inhabilita como representante de un grupo de ciudadanos.

Si comprendemos la lógica de esta libertad de pensamiento, sería justo lo contrario el que una asamblea constituyente quisiera imponer un pensamiento ideológico en el ordenamiento jurídico. La Constitución debe ser el garante de la libertad de pensamiento. Crear una Constitución que obligue a pensar de un modo determinado (el que sea) a sus ciudadanos es crear una Constitución que hace justo lo contrario de lo que debe hacer cualquier carta magna.

Porque, lo repito, cada derecho no objetivo tiene un reverso tenebroso. Incluso los derechos razonables pueden ser defendidos de una manera irracional que, de ese modo, se convierta en instrumento para implantar la tiranía.

Alguien me dirá que la Constitución debe exponer derechos, que sería impensable una Constitución sin derechos. El problema es cuando la implantación de opiniones se hace bajo el ropaje jurídico de derechos. Y peor todavía cuando esas listas de derechos tienen la intención de convertirlos en vehículo contra la libertad de pensamiento. Alguien dirá: ¿cómo vamos a negar el derecho a la libertad de expresión? De acuerdo, ese es un derecho objetivo, racional y evidente. Pero si la Constitución determina el derecho a que los conejos se reproduzcan en el campo y castiga al que afirme otra cosa, bajo la acusación de “odio al conejo”, entonces un derecho positivo se convierte en una imposición negativa. Ciertamente se puede fundar una tiranía a base de decretar cantidades ingentes de derechos. Porque, lo repito, cada derecho no objetivo tiene un reverso tenebroso. Incluso los derechos razonables pueden ser defendidos de una manera irracional que, de ese modo, se convierta en instrumento para implantar la tiranía. Y así un dictador puede hacer aprobar en el Congreso una ley de defensa al honor que, de hecho, acabe con la libertad de prensa. El ejemplo no es hipotético. Correa acabó con la libertad prensa en Ecuador con la excusa de defender ese derecho. Si la defensa de derechos razonables puede pavimentar el camino a la tiranía, ya no digo nada si los derechos no se basan en la razón. Desde un punto de vista teórico, bastaría un solo derecho —por ejemplo, el derecho absoluto a que los conejos se reproduzcan en el campo— para poder acabar con la libertad de prensa, acabar con la oposición en el parlamento y expulsar a los disidentes de los puestos públicos, bajo la acusación de conejofobia. Por eso, precisamente por eso, la articulación de los derechos (cuáles son, su extensión, etc.) siempre es preferible que se deje a las leyes y no incluirlos en el texto de la carta magna. De esa manera se crea un marco neutral en las páginas constitucionales. Cada derecho que se incluya en la carta magna implica una imposición a no disentir.

Alguien seguirá insistiendo en que cómo no vamos a incluir listas de derechos. ¿Pero solo los derechos personales y no los colectivos? ¿Solo los de los humanos y no los de los animales? ¿Por qué no también los derechos de la Humanidad tomada como conjunto? ¿Solo los derechos más importantes? ¿Quién decide cuáles son los importantes? La carta magna no es el lugar adecuado para establecer que la Tierra es redonda o que la Luna no está hecha de queso. Si un artículo determina la esfericidad de la Tierra, lógicamente habrá que pensar cómo se persigue jurídicamente a los que van contra la Constitución por negarse a acatar ese precepto constitucional. Todo precepto constitucional debe concretarse después en una defensa jurídica de ese mandato: eso implica persecución. Persecución lógica, por eso es un mandato legal.

Alguien afirmará que sin ideología es imposible el Derecho Constitucional, pero no es verdad. Precisamente, lo que caracteriza una Constitución que anhela ser permanente, que esté pensada para durar siglos, es que sea neutral, que sean reglas “desnudas”, de racionalidad incuestionable, que se trate de concisas normas para salvaguardar la división de poderes. Cuanta más ideología contenga una Constitución, más ridícula resultará cien años después. ¿Pero es que los padres fundadores no han visto las constituciones de los dos últimos siglos? ¿Pero es que no aprenden? De un padre constitucional se pueden pedir muchas cosas, pero la primera es que no haga el ridículo. Si usted ama mucho a los ciervos de los bosques o las margaritas de los prados, genial, pero no los meta en un texto jurídico, salvo que sea una Constitución de tipo jurídico-cómico. Ya he dicho que en tres o cuatro páginas se dirime el futuro de un país. Luego no tiene mucho sentido una Constitución-novela o una Constitución por fascículos semanales que se acabe encuadernando en siete u ocho manejables tomos.

La democracia resulta imposible sin jueces independientes. Antes o después, no habrá jueces independientes allí donde un partido puede dominar una cámara que tiene capacidad para legislar lo que quiera sobre la judicatura. Si una cámara puede hacerlo, es como decir: “Sois independientes hasta que yo diga”.

Y digo “yo” porque todo partido es dominado por un solo hombre. Y es que el poder tiende a concentrarse. Tiende a concentrarse y corromperse. Poner el futuro de una nación en manos de una cámara, de una sola cámara, que puede estar dominada por un partido resulta una locura. Y dominio significa simplemente que ha llegado al número de escaños suficientes para legislar sin trabas.

El poder absoluto del parlamento es una inmoralidad. Algo tan escandaloso que, normalmente, se suele enmascarar con verborrea legal. Hay muchos modos de encubrirlo ante la opinión pública. Se puede hacer con organismos, consejos, dictámenes obligatorios previos, cámaras asimétricas y demás decorados. Al final lo que importa es quién puede cocinar las leyes, el decorado de la cocina importa bien poco.

Resulta irónico comprobar que un estudio pormenorizado de la mayoría de las monarquías medievales europeas muestra que el ejercicio de su gobierno se veía supervisado y limitado por una serie de contrapesos reales; no de iure en muchos casos, pero sí de facto. El ejercicio del poder absoluto fue la excepción más que la regla. Por eso resulta llamativo ese afán por conceder ese poder absoluto al Congreso. Porque eso, antes o después, significa conceder ese poder absoluto a un partido. Y cuando eso sucede siempre es una persona, una sola, la que domina al partido. De manera que el poder omnímodo que algunas constituciones otorgan a los parlamentos se traduce en poder irrestricto poseído por una sola persona.

El poder absoluto del parlamento es una inmoralidad. Algo tan escandaloso que, normalmente, se suele enmascarar con verborrea legal. Hay muchos modos de encubrirlo ante la opinión pública. Se puede hacer con organismos, consejos, dictámenes obligatorios previos, cámaras asimétricas y demás decorados. Al final lo que importa es quién puede cocinar las leyes, el decorado de la cocina importa bien poco.

La independencia de los jueces es algo muy bonito que se puede repetir mil veces en una Constitución. Tal repetición no sirve para nada, me basta escuchar una sola vez cómo se constituye el Senado para saber si la judicatura será independiente o no.

En toda carta magna, debe determinarse con toda claridad, sin ninguna ambigüedad, cómo se va a concretar la necesidad de que el cuerpo legislativo sea independiente de la cámara donde están los políticos. Dónde están los políticos, pero dónde acabará reinando un solo hombre.

Idealmente, el Senado debería estar por encima de la política. Si no se consigue ese ideal (que era el de los padres fundadores de Estados Unidos), al menos hay que lograr que la distribución de escaños del Senado nunca sea una perfecta copia del Congreso. Porque la institución senatorial no puede devaluarse a convertirse en una mera formalidad en la sanción de una ley, sino que debería ser un cuerpo de ciudadanos independientes de la mayoría arrolladora que puede dominar hegemónicamente el Congreso. Hay que lograr un Senado real, no un espejismo de Senado.

En los libros de historia, el camino hacia la independencia consta de varias batallas. Esos mismos libros nos muestran cómo el camino hacia la pérdida de la libertad en las democracias sigue siempre el mismo, idéntico, camino: Congreso, Senado, judicatura.

Siempre existe el temor a que el Senado se convierta en un búnker de ideas reaccionarias, en un obstáculo paralizador del poder ejecutivo, y cosas por el estilo. Se pueden articular varios medios para que el senado vaya renovándose, pero que lo haga a un ritmo que no sea el que desea el partido hegemónico. Responder a esos miedos del inmovilismo convirtiendo a los senadores en siervos del partido es oponer un mal cierto frente a un mal probable; un mal cierto de la mayor gravedad (la tiranía) frente a un mal probable de dimensiones mucho menores (un cierto nivel de inmovilismo).

El pueblo nunca ha redactado una Constitución. Jamás lo ha hecho. En ningún lugar del mundo. De eso siempre se ha encargado un grupo de políticos. Un puñado de políticos que no han bajado del cielo, impolutos, irradiando honestidad en sus rostros; sino que han sido políticos con las mismas virtudes y defectos que el resto de su casta. Hombres menos honestos producen constituciones menos rectas.

Hay constituciones que cuentan con más trampillas disimuladas, con más pasadizos oscuros; y otras cuentan con menos. La capacidad de indulto es una de esas trampas. Si la ley no debe aplicarse en todo su rigor, que lo decida un juez, no un político.

La experiencia es que el pueblo siempre dice que sí cuando se le pregunta si aprueba una carta magna. Y si dijera que no a la primera, diría que sí a la segunda. El pueblo es así, tiene la vaga impresión de que Montesquieu es un pueblo de Bélgica. La masa popular siempre anhela a un gobernante que se saque el cinto y ponga todo en su sitio.

El pueblo nunca ha redactado una Constitución. Jamás lo ha hecho. En ningún lugar del mundo. De eso siempre se ha encargado un grupo de políticos. Un puñado de políticos que no han bajado del cielo, impolutos, irradiando honestidad en sus rostros; sino que han sido políticos con las mismas virtudes y defectos que el resto de su casta. Hombres menos honestos producen constituciones menos rectas.

El refrendo popular es una formalidad necesaria. Pero el resultado negativo de la consulta popular siempre depende más de razones aleatorias, propagandísticas y de imagen del que hace la propuesta que de una negativa fundamentada en el contenido.

Después del plebiscito se suele añadir que ¡el pueblo ha hablado!, que ¡es voluntad del pueblo!, y todo eso. Pero no hay que exagerar con eso de la voluntad popular. En las consultas que se producen en el marco de una democracia, podemos afirmar con total rotundidad que la propuesta de constitución siempre es a imagen y semejanza del Presidente que promovió el cambio constitucional. Después siempre repetirá: El pueblo ha hablado. Pero no conozco ningún Presidente de una democracia al que la asamblea constituyente le haya dado alguna sorpresa.

Las asambleas constituyentes de no pocas democracias han emanado textos en los que resulta válida la afirmación de que la Constitución del pueblo es la Constitución redactada por el Presidente. Demasiadas veces el proceso se ha comenzado no para reforzar la democracia, sino para concentrar más poder en el Presidente.

Allí donde un Congreso tenga un poder monárquico absoluto, el Tribunal Constitucional acabará siendo un órgano al servicio del poder. Una vez ganada esa batalla, acabará ganándose la siguiente batalla por conquistar el Servicio Electoral (SERVEL).

Se afirma con rotundidad que el pueblo es soberano. ¿Será necesario recordar que los soberanos medievales no eran absolutos? Un monarca absoluto siempre fue la excepción en la Europa medieval. ¿Vamos a sustituir un rey absoluto por otro soberano absoluto: el pueblo? Contener la capacidad legislativa ilimitada del pueblo es necesario para que haya libertad. Ese poder ilimitado es democrático, totalmente democrático, pero democracia no es sinónimo de libertad. El sistema democrático es un medio para obtener la libertad. Sin ninguna duda, puede haber una auténtica democracia sin libertad.

El pueblo es soberano, pero el pueblo no puede gobernar. La masa puede linchar a alguien, puede quemar un palacio presidencial, puede saquear los comercios de una ciudad, pero carece de capacidad para gobernar. Los únicos que tienen capacidad para hacerlo son sus representantes. ¿Qué sentido tiene luchar por la libertad frente a la opresión, si al final el representante popular queda investido del poder irrestricto de un rey absoluto?

Es cierto que la institución de la monarquía presidencial precisa de una determinada mayoría en la Asamblea Popular, Congreso o Parlamento. Pero una vez obtenida, si inicia un proceso de destrucción legislativa de las barreras a su poder, el resultado es la petrificación de esa mayoría en la Asamblea Popular.

La dualidad Congreso-Presidente es igual a poder. El Senado y la Judicatura deberían ser expresión de la razón. La dualidad Congreso-Presidente debe estar limitada por la dualidad Senado-Judicatura. El poder debe estar contenido por la razón. De ahí que los senadores y los jueces deben ser escogidos de entre los hombres razonables que sean buenos conocedores del derecho. Para ejercer su función de un modo basado en la razón y no en otros intereses, deben ser independientes. Varios son los medios para lograr este fin. Lo importante es lograr un grupo de hombres razonables e independientes.

Acabo este artículo diciendo que no solo no me opongo, sino que me parece adecuado que una Constitución comience con un prólogo que ponga algo de poesía al texto legal que va a seguir. Y también me parece adecuado acabar con un epílogo que concluya con otro poco de belleza literaria. Ahora bien, yo aconsejaría dejar fuera de ese prólogo y epílogo los derechos reproductivos de los conejos o asuntos tales como la esfericidad de la Tierra.

Autor: José Antonio Fortea

Doctor en Teología especializado en demonología y exorcista

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