mayo 15, 2024• PorÁlvaro Pezoa
La encíclica Caritas in veritate: justicia social y caridad
Introducción
La enseñanza central del Papa Benedicto XVI en materia de doctrina social quedó plasmada en su carta encíclica Caritas in veritate, firmada en el día de San Pedro y San Pablo de 2009. Por tal razón, en estas páginas nos atendremos a seguir sintéticamente sus huellas.
En la introducción al documento, el Pontífice deja de manifiesto que “la caridad es la vía maestra de la doctrina social de la Iglesia (en adelante DSI)” [1]. Todas las responsabilidades y compromisos trazados por esta doctrina provienen de la caridad que, según la enseñanza de Jesús, es la síntesis de toda la Ley [2]. Ella da verdadera sustancia a la relación Personal con Dios y con el prójimo; no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas. Para la Iglesia, aleccionada por el Evangelio, la caridad es todo porque, como enseña San Juan [3] y, como Benedicto XVI recordó en su primera Carta encíclica ‘Dios es caridad’ (Deus caritas est): todo proviene de la caridad de Dios, todo adquiere forma por ella, y a ella tiende todo.
Sólo en la verdad resplandece la caridad y puede ser vivida auténticamente. La verdad es luz que da sentido y valor a la caridad. Esta luz es simultáneamente la de la razón y la de la fe, que perciben su significado de entrega, acogida y comunión [4]. Un cristianismo de caridad sin verdad se puede confundir fácilmente con una reserva de buenos sentimientos, provechosos para la convivencia social, pero marginales [5]. La caridad es amor recibido y ofrecido. Es ‘gracia’ (cháris) [6]. Es amor que desde el Hijo desciende sobre nosotros. La DSI responde a esta dinámica de caridad recibida y ofrecida. Es ‘caritas in veritate in rei sociali’, anuncio de la verdad del amor de Cristo en la sociedad. La caridad en la verdad es el principio sobre el que gira la DSI, un principio que adquiere forma operativa en criterios orientadores de la acción moral. El Pontífice destaca dos de ellos, la justicia y el bien común, requeridos de manera especial por el compromiso para el desarrollo en una sociedad en vías de globalización. Ante todo, la justicia. La caridad va más allá de la justicia, porque amar es dar. Ofrece de lo ‘mío’ al otro; pero nunca carece de la justicia, la cual lleva a dar a otro lo que es ‘suyo’, lo que le corresponde en virtud de su ser y de su obrar. No puedo dar al otro de lo mío sin haberle dado en primer lugar lo que en justicia le corresponde [7]. No basta decir que la justicia no es extraña a la caridad, que no es una vía alternativa o paralela a la caridad: la justicia es ‘inseparable de la caridad’, intrínseca a ella. La justicia es la primera vía de la caridad o, como dijo Pablo VI, su ‘medida mínima’, parte integrante de ese ‘amor con obras’ según la verdad [8], al que nos exhorta el apóstol Juan. Pero, la caridad supera la justicia y la completa siguiendo la lógica de la entrega y el perdón. La ‘ciudad del hombre’ no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión [9].
No basta decir que la justicia no es extraña a la caridad, que no es una vía alternativa o paralela a la caridad: la justicia es ‘inseparable de la caridad’, intrínseca a ella.
Hay que tener también en gran consideración el bien común. Amar a alguien es querer su bien y trabajar eficazmente por él. Junto al bien individual, hay un bien relacionado con el vivir social de las personas: el bien común. Desear el bien común y esforzarse por él es exigencia de justicia y caridad. No se trata de un bien que se busca por sí mismo, sino para las personas que forman parte de la comunidad social, y que sólo en ella pueden conseguir su bien realmente y de modo más eficaz [10].
Al publicar en 1967 la Encíclica Populorum progressio (en adelante PP), Pablo VI iluminó el gran tema del desarrollo de los pueblos con el esplendor de la verdad y la luz suave de la caridad de Cristo. Afirmó que el anuncio de Cristo es el primer y principal factor de desarrollo [11]. Benedicto XVI retomó esas enseñanzas sobre el desarrollo humano integral -de todo el hombre y de todos los hombres- más de cuarenta años después, contando en el intermedio con el valioso aporte efectuado por san Juan Pablo II a través de la Encíclica Sollicitudo rei socialis, con ánimo de conmemorar los 20 años de la PP. Solo con la caridad, iluminada por la luz de la razón y la fe, es posible conseguir objetivos de desarrollo con un carácter más humano y humanizador. El compartir los bienes y recursos, de lo que proviene el auténtico desarrollo, no se asegura sólo con el progreso técnico y con meras relaciones de conveniencia, sino con la fuerza del amor que vence al mal con el bien y abre la conciencia del ser humano a relaciones recíprocas de libertad y responsabilidad [12].
Mensaje de la Populorum Progressio
La PP, punto de referencia esencial para el Papa alemán [13], se asienta en dos grandes verdades. La primera es que toda la Iglesia, en todo su ser y obrar, tiende a promover el desarrollo integral del hombre. La segunda [14] es que el auténtico desarrollo del hombre concierne de manera unitaria a la totalidad de la persona en todas sus dimensiones. Sin la perspectiva de una vida eterna, el progreso humano en este mundo se queda sin aliento. Encerrado dentro de la historia, queda expuesto al riesgo de reducirse sólo al incremento del tener. Las instituciones por sí solas no bastan, porque el desarrollo humano integral es ante todo vocación y, por tanto, comporta que se asuman libre y solidariamente responsabilidades por parte de todos. Este desarrollo exige, además, una visión trascendente de la persona que necesita a Dios: sin Él, o se niega el desarrollo o se le deja únicamente en manos del hombre, que cede a la presunción de la auto-salvación y termina por promover un desarrollo deshumanizado [15].
La razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad. Ésta nace de una vocación trascendente de Dios Padre, el primero que nos ha amado, y que nos ha enseñado mediante el Hijo lo que es la caridad fraterna (CV 19).
Pablo VI entendió claramente que la cuestión social se había hecho mundial y captó la relación recíproca entre el impulso hacia la unificación de la humanidad y el ideal cristiano de una única familia de los pueblos, solidaria en la común hermandad [16]. El Papa italiano percibía netamente la importancia de las estructuras económicas, la técnica y las instituciones, pero se daba cuenta con igual claridad de que la naturaleza de éstas era ser instrumentos de la libertad humana. Sólo si es libre, el desarrollo puede ser integralmente humano; sólo en un régimen de libertad responsable puede crecer de manera adecuada [17]. Además, el desarrollo humano integral como vocación exige también que se respete la verdad [18] y comporta que su centro sea la caridad. La sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no necesariamente más hermanos. La razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad. Ésta nace de una vocación trascendente de Dios Padre, el primero que nos ha amado, y que nos ha enseñado mediante el Hijo lo que es la caridad fraterna (CV 19). Es la caridad de Cristo la que nos impulsa: ‘caritas Christi urget nos’ [19].
El desarrollo humano en nuestro tiempo
Estas perspectivas abiertas por la PP siguen siendo fundamentales para dar vida y orientación al compromiso por el desarrollo de los pueblos. Después de tantos años corridos desde la PP, señala Benedicto XVI en CV, al ver con preocupación el desarrollo y la perspectiva de las crisis que se suceden en estos tiempos, nos preguntamos hasta qué punto se han cumplido las expectativas de Pablo VI siguiendo el modelo de desarrollo que se ha adoptado en las últimas décadas. Reconocemos que estaba fundada la preocupación de la Iglesia por la capacidad del hombre meramente tecnológico para fijar objetivos realistas y poder gestionar constante y adecuadamente los instrumentos disponibles. La ganancia es útil si, como medio, se orienta a un fin que le dé un sentido, tanto en el modo de adquirirla como de utilizarla. El objetivo exclusivo del beneficio, cuando es obtenido mal y sin el bien común como fin último, corre el riesgo de destruir la riqueza y crear pobreza. El desarrollo económico que Pablo VI deseaba era el que produjera un crecimiento real, extensible a todos y concretamente sostenible. Sin embargo, se ha de reconocer que el desarrollo económico mismo ha estado aquejado por desviaciones y problemas dramáticos, que la crisis actual (hace referencia a 2008) ha puesto todavía más de manifiesto [20]. Las fuerzas técnicas que se mueven, las interrelaciones planetarias, los efectos perniciosos sobre la economía real de una actividad financiera mal utilizada y en buena parte especulativa, los imponentes flujos migratorios, frecuentemente provocados y después no gestionados adecuadamente, o la explotación sin reglas de los recursos de la tierra, nos induce hoy a reflexionar sobre las medidas necesarias para solucionar problemas que no sólo son nuevos respecto a los afrontados por el Papa Pablo VI, sino también, y sobre todo, que tienen un efecto decisivo para el bien presente y futuro de la humanidad. Los aspectos de la crisis y sus soluciones, así como la posibilidad de un futuro nuevo desarrollo, están cada vez más interrelacionados, se aplican recíprocamente, requieren nuevos esfuerzos de comprensión unitaria y una nueva síntesis humanista. La crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo [21].
El desarrollo debería liberarse de las ideologías, que con frecuencia simplifican de manera artificiosa la realidad, y a examinar con objetividad la dimensión humana de la realidad. Como ya señalara Juan Pablo II, la línea de demarcación entre países ricos y pobres ahora no es tan neta como en tiempos de la PP. La riqueza mundial crece en términos absolutos, pero aumentan también las desigualdades. En las zonas más pobres, algunos grupos gozan de un tipo de superdesarrollo derrochador y consumista, que contrasta de modo inaceptable con situaciones persistentes de miseria deshumanizadora y nuevas pobrezas. Se sigue produciendo ‘el escándalo de las disparidades hirientes’ [22]. Benedicto XVI quiso recordar que el principal capital que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre, la persona en su integridad.: ‘pues el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social [23]. En este sentido, la movilidad laboral, asociada a la desregulación generalizada, ha sido un fenómeno importante, no exento de aspectos positivos porque estimula la producción de nueva riqueza y el intercambio entre culturas diferentes. Sin embargo, cuando la incertidumbre sobre las condiciones de trabajo a causa de la movilidad y la desregulación se hace endémica, surgen formas de inestabilidad psicológica, de dificultad para crear caminos propios coherentes de vida, incluido el del matrimonio. Como consecuencia, se producen situaciones de deterioro humano y desperdicio social.
El desarrollo debería liberarse de las ideologías, que con frecuencia simplifican de manera artificiosa la realidad, y a examinar con objetividad la dimensión humana de la realidad.
La progresiva mercantilización de los intercambios culturales aumenta hoy un doble riesgo. Se nota, en primer lugar, un eclecticismo cultural asumido con frecuencia de manera acrítica: se piensa en las culturas como superpuestas unas a otras, sustancialmente equivalentes e intercambiables. Eso induce a caer en un relativismo que en nada ayuda al verdadero diálogo intercultural; en el plano social, el relativismo cultural provoca que los grupos culturales estén juntos o convivan, pero separados, sin diálogo auténtico y, por lo tanto, sin verdadera integración. Existe, en segundo lugar, el peligro opuesto de rebajar la cultura y homologar los comportamientos y estilos de vida. De este modo, se pierde el sentido profundo de la cultura de las diferentes naciones, de las tradiciones de los diversos pueblos, en cuyo marco la persona se enfrenta a las cuestiones fundamentales de la existencia [24].
Uno de los aspectos más destacados del desarrollo actual es la importancia del tema del respeto a la vida. Es un aspecto que últimamente está asumiendo cada vez mayor relieve, obligándonos a ampliar el concepto de pobreza y de subdesarrollo a los problemas vinculados con la acogida de la vida, sobre todo donde ésta se ve impedida de diversas formas. Concretamente, en varias partes del mundo persisten prácticas de control demográfico por parte de los gobiernos, que con frecuencia difunden la contracepción y llegan incluso a imponer también el aborto. Por su parte, en los países económicamente más desarrollados, las legislaciones contrarias a la vida están muy extendidas y han condicionado ya las costumbres y la praxis, contribuyendo a difundir una mentalidad antinatalista, que muchas veces se trata de transmitir también a otros estados como si fuera un progreso cultural. Preocupan también las legislaciones que aceptan la eutanasia. La apertura a la vida está en el centro del verdadero desarrollo. Cuando una sociedad se encamina hacia la negación y la supresión de la vida, acaba por no encontrar la motivación y la energía necesarias para esforzarse en el servicio del verdadero bien del hombre [25].
Hay otro aspecto de la vida actual, muy estrechamente unido con el desarrollo: la negación del derecho a la libertad religiosa. Además del fanatismo religioso que impide el ejercicio del derecho a la libertad de religión en algunos ambientes, también la promoción programada de la indiferencia religiosa o del ateísmo práctico por parte de muchos países contrasta con las necesidades de desarrollo de los pueblos, sustrayéndoles bienes espirituales y humanos. Dios es el garante del verdadero desarrollo del hombre en cuanto, habiéndolo creado a su imagen, funda también su dignidad trascendente y alimenta su anhelo constitutivo de ‘ser más’. Éste es el daño que el ‘superdesarrollo’ produce al desarrollo auténtico, cuando va acompañado por el ‘subdesarrollo moral’ [26]. En esta línea, la valoración moral y la investigación científica deben crecer juntas, y la caridad ha de animarlas en un conjunto interdisciplinar armónico, hecho de unidad y distinción. La DSI, que tiene ‘una importante dimensión interdisciplinar’, puede desempeñar en esta perspectiva una función de eficacia extraordinaria. Permite a la fe, a la teología, a la metafísica y a las ciencias encontrar su lugar dentro de una colaboración al servicio del hombre. La DSI ejerce especialmente en esto su dimensión sapiencial [27].
Fraternidad, Desarrollo Económico y Sociedad Civil
La caridad en la verdad pone al hombre ante la sorprendente experiencia del don. La gratuidad está en su vida de muchas maneras, aunque frecuentemente pasa desapercibida debido a una visión de la existencia que antepone a todo la productividad y la utilidad. Más todavía, a veces, el hombre moderno tiene la errónea convicción de ser el único autor de sí mismo, de su vida y de la sociedad. Creerse autosuficiente y capaz de eliminar por sí mismo el mal de la historia ha inducido al hombre a confundir la felicidad y la salvación con formas inmanentes de bienestar material y de actuación social. Además, la exigencia de la economía de ser autónoma, de no estar sujeta a ‘injerencias’ de carácter moral, ha llevado al hombre a abusar de los instrumentos económicos incluso de manera destructiva. Al afrontar esta cuestión decisiva, se ha de precisar, por un lado, que la lógica del don no excluye la justicia ni se yuxtapone a ella como un añadido externo en un segundo momento y, por otro, que el desarrollo económico, social y político necesita, si quiere ser auténticamente humano, dar espacio al principio de gratuidad como expresión de fraternidad [28].
Si hay confianza recíproca y generalizada, el mercado es la institución económica que permite el encuentro entre las personas, como agentes económicos que utilizan el contrato como norma de sus relaciones y que intercambian bienes y servicios de consumo para satisfacer sus necesidades y deseos. El mercado está sometido a principios de la llamada justicia conmutativa, que regula precisamente la relación entre dar y recibir entre iguales. Pero la DSI no ha dejado nunca de subrayar la importancia de la justicia distributiva y de la justicia social para la economía de mercado, no sólo porque está dentro de un contexto social y político más amplio, sino también por la trama de relaciones en que se desenvuelve. En efecto, si el mercado se rige únicamente por el principio de equivalencia del valor de los bienes que se intercambian, no llega a producir la cohesión social que necesita para su buen funcionamiento. Sin formas internas de solidaridad y de confianza recíproca, el mercado no puede cumplir plenamente su propia función económica. Al mercado le interesa promover la emancipación, pero no puede lograrlo por sí mismo, porque no puede producir lo que está fuera de su alcance. Ha de sacar fuerzas morales de otras instancias que sean capaces de generarlas [29]. La actividad económica no puede resolver todos los problemas sociales ampliando sin más la lógica mercantil. Debe estar ordenada a la consecución del bien común que es responsabilidad sobre todo de la comunidad política. La DSI sostiene que se pueden vivir relaciones auténticamente humanas, de amistad y de sociabilidad, de solidaridad y de reciprocidad, también dentro de la actividad económica y no solamente fuera o “después” de ella. El sector económico no es ni éticamente neutro ni inhumano o antisocial por naturaleza. Es una actividad del hombre y, precisamente porque es humana, debe ser articulada e institucionalizada éticamente. El gran desafío que tenemos, planteado por las dificultades del desarrollo de la globalización y las crisis económico-financieras, es mostrar, tanto en el orden de las ideas como de los comportamientos, que no sólo no se pueden olvidar o debilitar principios tradicionales de la ética social, como la transparencia, la honestidad y la responsabilidad, sino que en las relaciones mercantiles el principio de gratuidad y la lógica del don, como expresiones de fraternidad, pueden y deben tener espacio en la actividad económica ordinaria. Es una exigencia de la caridad y de la verdad al mismo tiempo [30]. La vida económica tiene necesidad del contrato para regular las relaciones de intercambio entre valores equivalentes. Pero necesita igualmente leyes justas y formas de redistribución guiadas por la política, además de obras caracterizadas por el espíritu del don. En fin, toda decisión económica tiene consecuencias de carácter moral [31].
Más todavía, la victoria sobre el subdesarrollo requiere superar las relaciones de ‘dar para tener’ (lógica de la compraventa) y ‘dar por deber’ (lógica que el Estado impone por ley). Sobre todo, se precisa de la apertura progresiva en el contexto mundial a formas de actividad económica caracterizada por ciertos márgenes de gratuidad y comunión. El binomio exclusivo mercado-Estado corroe la sociabilidad, mientras que las formas de economía solidaria, que encuentran su mejor terreno en la sociedad civil aunque no se reducen a ella, crean sociabilidad. El mercado de la gratuidad no existe y las actitudes gratuitas no se pueden prescribir por ley. Sin embargo, tanto el mercado como la política tienen necesidad de personas abiertas al don recíproco [32]. Sin desmedro de lo señalado, es importante proceder respetando el principio de subsidiariedad, que deja a salvo el principio de la centralidad de la persona humana, que es quien debe asumir en primer lugar el deber del desarrollo; los hombres deben ser protagonistas de su realización, ‘constructores de su propio desarrollo’ [33].
Las actuales dinámicas económicas internacionales, caracterizadas por graves distorsiones y disfunciones, requiere también cambios profundos en el modo de entender la empresa. Uno de los mayores riesgos es sin duda que la empresa responda casi exclusivamente a las expectativas de los inversores en detrimento de su dimensión social. El mercado internacional de los capitales, en efecto, ofrece hoy una gran libertad de acción. Sin embargo, también es verdad que se está extendiendo la conciencia de la necesidad de una ‘responsabilidad social’ más amplia de la empresa. Se va difundiendo cada vez más la convicción según la cual la gestión de la empresa no puede tener en cuenta únicamente el interés de sus propietarios, sino también de todos los otros sujetos que contribuyen a la vida de la empresa: trabajadores, clientes, proveedores, la comunidad de referencia [34]. Juan Pablo II advertía que invertir tiene siempre significado moral [35]. Responder a las exigencias morales más profundas de la persona tiene importantes efectos beneficiosos para los negocios en el plano económico. En efecto, la economía tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento; pero no de una ética cualquiera, sino de una ética amiga de la persona [36].
Desarrollo de los pueblos, derechos y deberes, ambiente
‘La solidaridad universal, que es un hecho y un beneficio para todos, es también un deber’. En la actualidad, muchos pretenden pensar que no deben nada a nadie, si no es a sí mismos. Piensan que sólo son titulares de derechos y con frecuencia les cuesta madurar en su responsabilidad respecto al desarrollo integral propio y ajeno. Por ello, es importante urgir una nueva reflexión sobre los deberes que los derechos presuponen, y sin los cuales éstos se convierten en algo arbitrario. Los derechos individuales, desvinculados de un conjunto de deberes que les dé un sentido profundo, se desquician y dan lugar a una espiral de exigencias prácticamente ilimitada y carente de criterios. La exacerbación de los derechos conduce al olvido de los deberes. Los deberes delimitan los derechos porque remiten a un marco antropológico y ético en cuya verdad se insertan también los derechos y así dejan de ser arbitrarios. Por este motivo, los deberes refuerzan los derechos y reclaman que se los defienda y promueva como un compromiso al servicio del bien. Compartir los deberes recíprocos moviliza mucho más que la mera reivindicación de derechos [37].
Los derechos individuales, desvinculados de un conjunto de deberes que les dé un sentido profundo, se desquician y dan lugar a una espiral de exigencias prácticamente ilimitada y carente de criterios.
La concepción de los derechos y de los deberes respecto al desarrollo, debe tener también en cuenta los problemas relacionados con el crecimiento demográfico. Es un aspecto muy importante del verdadero desarrollo, porque afecta los valores irrenunciables de la vida y la familia. No es correcto considerar el aumento de población como la primera causa del subdesarrollo, incluso desde el punto de vista económico. La apertura moralmente responsable a la vida es una riqueza social y económica. La disminución de los nacimientos, a veces por debajo del llamado ‘índice de reemplazo generacional’, pone en crisis incluso a los sistemas de asistencia social. Además, las familias pequeñas, o muy pequeña a veces, corren el riesgo de empobrecer las relaciones sociales y de no asegurar formas eficaces de solidaridad. Son situaciones que presentan síntomas de escasa confianza en el futuro y de fatiga moral. Por eso, se convierte en una necesidad social. E incluso económica, seguir proponiendo a las nuevas generaciones la hermosura de la familia y del matrimonio, su sintonía con las exigencias más profundas del corazón y de la dignidad de la persona. En esta perspectiva, los estados están llamados a establecer políticas que promuevan la centralidad y la integridad de la familia, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, célula primordial y vital de la sociedad [38].
El tema del desarrollo está también muy unido hoy a los deberes que nacen de la relación del hombre con el ambiente natural. Éste es un don de Dios para todos, y su uso representa para nosotros una responsabilidad para con los pobres, las generaciones futuras y toda la humanidad. En la naturaleza se reconoce el maravilloso resultado de la intervención creadora de Dios, que el hombre puede utilizar responsablemente para satisfacer sus legítimas necesidades -materiales e inmateriales- respetando el equilibrio inherente a la creación misma. Si se desvanece esta visión, se acaba por considerar la naturaleza como tabú intocable o, al contrario, por abusar de ella. Ambas posturas no son conformes con la visión cristiana de la naturaleza. Juntamente, se ha de subrayar que es contrario al verdadero desarrollo considerar la naturaleza como más importante que persona humana misma. Por otra parte, también es necesario refutar la posición contraria, que mira a su completa tecnificación, porque el ambiente natural no es sólo materia disponible a nuestro gusto, sino obra admirable del Creador y que lleva en sí una ‘gramática’ que indica finalidad y criterios para un uso inteligente, no instrumental ni arbitrario [39].
El modo en que el hombre trata el ambiente influye en la manera en que se trata a sí mismo, y viceversa. Esto exige que la sociedad actual revise seriamente su estilo de vida que, en muchas partes del mundo, tiende al hedonismo y al consumismo, despreocupándose de los daños que de ello se derivan. Cualquier menoscabo de la solidaridad y del civismo produce daños ambientales, así como la degradación ambiental, a su vez, provoca insatisfacción en las relaciones sociales. Para salvaguardar la naturaleza no basta intervenir con incentivos o desincentivos económicos, y ni siquiera basta con una instrucción adecuada. El problema decisivo es la capacidad moral global de la sociedad. Si no se respeta el derecho a la vida y a la muerte natural, si se hace artificial la concepción, la gestación y el nacimiento del hombre, si se sacrifican embriones humanos a la investigación, la conciencia común acaba perdiendo el concepto de ecología humana y con ello de la ecología ambiental. Es una contradicción pedir a las nuevas generaciones el respeto al ambiente natural, cuando la educación y las leyes no las ayudan a respetarse a sí mismas. Es una grave antinomia de la mentalidad y de la praxis actual, que envilece a la persona, trastorna el ambiente y daña a la sociedad [40].
La colaboración de la Familia Humana
Una de las pobrezas más hondas que el hombre puede experimentar es la soledad. El hombre está alienado cuando vive solo o se aleja de la realidad, cuando renuncia a pensar y creer en un Fundamento. Toda la humanidad está alienada cuando se entrega a proyectos exclusivamente humanos, a ideologías y utopías falsas. El hombre se valoriza no aislándose sino poniéndose en relación con los otros y con Dios. Por lo tanto, la importancia de esas relaciones es fundamental. El desarrollo de los pueblos depende sobre todo de que los hombres se reconozcan como parte de una sola familia. Coincide con la inclusión relacional de todas las personas y de todos los pueblos en la única comunidad de la familia humana, que se construye en la solidaridad sobre la base de los valores fundamentales de la justicia y la paz [41]. La revelación cristiana sobre la unidad del género humano presupone una interpretación metafísica del humanum, en la que la relacionalidad es elemento esencial.
La religión cristiana y las otras religiones pueden contribuir al desarrollo solamente si Dios tiene un lugar en la esfera pública, con específica referencia a la dimensión cultural, social, económica y, en particular, política. La DSI ha nacido para reivindicar esa ‘carta de ciudadanía’ de la religión cristiana. La negación del derecho a profesar públicamente la propia religión y a trabajar para que las verdades de la fe inspiren también la vida pública, tiene consecuencias negativas sobre el verdadero desarrollo. La exclusión de la religión del ámbito público, así como, el fundamentalismo religioso por otro lado, impiden el encuentro entre las personas y su colaboración para el progreso de la humanidad. En el laicismo y en el fundamentalismo se pierde la posibilidad de un diálogo fecundo y de una provechosa colaboración entre la razón y la fe religiosa. La razón necesita siempre ser purificada por la fe, y esto vale también para la razón política, que no debe creerse omnipotente. A su vez, la religión tiene siempre necesidad de ser purificada por la razón para mostrar su auténtico rostro humano [42]. En esta línea argumental, por ejemplo, el principio de subsidiariedad debe mantenerse íntimamente unido al principio de solidaridad y viceversa, porque así como la subsidiariedad sin la solidaridad desemboca en particularismo social, también es cierto que la solidaridad sin la subsidiaridad acabaría en el aislamiento que humilla al necesitado [43].
Otro aspecto digno de atención es el fenómeno de las migraciones. Impresiona por sus grandes dimensiones, por los problemas sociales, económicos, políticos, culturales y religiosos que suscita, y por los dramáticos desafíos que plantea a las comunidades nacionales y a la comunidad internacional. Podemos decir que estamos ante un fenómeno social que marca época, que requiere una fuerte y clarividente política de cooperación internacional para afrontarlo [44]. La desocupación, la pobreza y la dignidad del trabajo resaltan, también al considerar los problemas del desarrollo. Siguiendo a su predecesor Juan Pablo II, Benedicto XVI pone especial énfasis en la relevancia del ‘trabajo decente’. La palabra ‘decencia’ aplicada al trabajo significa un trabajo que, en cualquier sociedad, sea expresión de la dignidad esencial de todo hombre o mujer: un trabajo libremente elegido, que asocie efectivamente a los trabajadores, hombres y mujeres, al desarrollo de su comunidad; un trabajo que, de este modo, haga que los trabajadores sean respetados, evitando toda discriminación; un trabajo que permita satisfacer las necesidades de las familias y escolarizar a los hijos sin que se vean obligados a trabajar; un trabajo que consienta a los trabajadores organizarse libremente y hacer oír su voz; un trabajo que asegure una condición digna a los trabajadores que llegan a la jubilación [45].
El desarrollo de los pueblos y la técnica
La persona humana tiende por naturaleza a su propio desarrollo. Pero éste no está garantizado por una serie de mecanismos naturales, sino que cada uno de nosotros es consciente de su capacidad de decidir libre y responsablemente. Tampoco se trata de un desarrollo a merced de nuestro capricho, ya que todos sabemos que somos un don y no el resultado de la autogeneración. Nuestra libertad está originalmente caracterizada por nuestro ser, con sus propias limitaciones. No sólo las demás personas se nos presentan como no disponibles, sino también nosotros para nosotros mismos. El desarrollo de la persona se degrada cuando ésta pretende ser la única creadora de sí misma. De modo análogo, también el desarrollo de los pueblos se degrada cuando la humanidad piensa que puede recrearse utilizando los ‘prodigios’ de la tecnología. Ante esta pretensión prometeica, hemos de fortalecer el aprecio por una libertad no arbitraria, sino verdaderamente humanizada por el reconocimiento del bien que la precede. Para alcanzar este objetivo, es necesario que el hombre entre en sí mismo para descubrir las normas fundamentales de la ley moral que Dios ha inscrito en su corazón [46].
El tema del desarrollo de los pueblos está estrechamente unido al progreso tecnológico y a sus aplicaciones deslumbrantes en campo biológico. La técnica es el aspecto objetivo del actuar humano, cuyo origen y razón de ser está en el elemento subjetivo: el hombre que trabaja. Por eso, la técnica nunca es sólo técnica. Manifiesta quién es el hombre y cuáles son sus aspiraciones de desarrollo, expresa la tensión del ánimo humano hacia la superación gradual de ciertos condicionamientos materiales. La técnica, por lo tanto, se inserta en el mandato de cultivar y custodiar la tierra [47], que Dios ha confiado al hombre, y se orienta a reforzar esa alianza entre ser humano y medio ambiente que debe reflejar el amor creador de Dios [48].
El desarrollo tecnológico puede alentar la idea de la autosuficiencia de la técnica, cuando el hombre se pregunta sólo por el cómo, en vez de considerar los porqués que lo impulsan a actuar. Por eso, la técnica tiene un rostro ambiguo. Nacida de la creatividad humana, como instrumento de la libertad de la persona, puede entenderse como elemento de una libertad absoluta, que desea prescindir de los límites inherentes a las cosas. El proceso de globalización podría sustituir las ideologías por la técnica, transformándose ella misma en un poder ideológico, que expondría a la humanidad al riesgo de encontrarse encerrada dentro de un a priori del cual no podría salir para encontrar el ser y la verdad. Esta visión refuerza mucho hoy la mentalidad tecnicista, que hace coincidir la verdad con lo factible. Pero cuando el único criterio de verdad es la eficiencia y la utilidad, se niega automáticamente el desarrollo. En efecto, el verdadero desarrollo no consiste principalmente en hacer. La clave del desarrollo está en una inteligencia capaz de entender la técnica y captar el significado plenamente humano del quehacer del hombre, según el horizonte de sentido de la persona considerada en la globalidad de su ser. La técnica atrae fuertemente al hombre, porque lo rescata de las limitaciones físicas y le amplía el horizonte. Pero la libertad humana es ella misma sólo cuando responde a esta atracción de la técnica con decisiones que son fruto de la responsabilidad moral. De ahí la necesidad apremiante de una formación para un uso ético y responsable de la técnica. Cuando predomina la absolutización de la técnica se produce una confusión entre los fines y los medios.
La clave del desarrollo está en una inteligencia capaz de entender la técnica y captar el significado plenamente humano del quehacer del hombre, según el horizonte de sentido de la persona considerada en la globalidad de su ser.
En la actualidad, la bioética es un campo prioritario y crucial en la lucha cultural entre el absolutismo de la técnica y la responsabilidad moral, y en el que está en juego la posibilidad de un desarrollo humano e integral. Este es un ámbito muy delicado y decisivo, donde se plantea con toda su fuerza dramática la cuestión fundamental: si el hombre es un producto de sí mismo o si depende de Dios, de si la razón está abierta a la trascendencia o se encuentra cerrada en la inmanencia. La racionalidad del quehacer técnico centrada sólo en sí misma se revela como irracional, porque comporta un rechazo firme del sentido y del valor. Atraída por el puro quehacer técnico, la razón sin la fe se ve avocada a perderse en la ilusión de su propia omnipotencia. La fe sin la razón corre el riesgo de alejarse de la vida concreta de las personas [49].
Pablo VI había percibido y señalado ya el alcance mundial de la cuestión social. Siguiendo esta línea, hoy es preciso afirmar que la cuestión social se ha convertido radicalmente en cuestión antropológica, en el sentido de que implica no sólo el modo mismo de concebir, sino también de manipular la vida, cada día más expuesta por la biotecnología a la intervención del hombre. La fecundación in vitro, la investigación con embriones, la posibilidad de la clonación y de la hibridación humana nacen y se promueven en la cultura actual del desencanto total, que cree haber desvelado cualquier misterio, puesto que ha llegado ya a la raíz de la vida. Es aquí donde el absolutismo de la técnica encuentra su máxima expresión. Detrás de estos escenarios (incluidos el aborto y la eugenesia) hay planteamientos culturales (la ‘cultura de la muerte’) que niegan la dignidad humana. A su vez, estas prácticas fomentan una concepción materialista y mecanicista de la vida humana. Dios revela el hombre al hombre: la razón y la fe colaboran a la hora de mostrarle el bien, con tal que lo quiera ver; la ley natural, en que brilla la Razón creadora, indica la grandeza del hombre, pero también su miseria, cuando desconoce el reclamo de la verdad moral. No hay desarrollo pleno ni un bien común universal sin el bien espiritual y moral de las personas, consideradas en su totalidad de alma y cuerpo [50].
Conclusión
Sin Dios el hombre no sabe dónde ir ni tampoco logra entender quién es. Pablo VI nos ha recordado en la PP que el hombre no es capaz de gobernar por sí mismo su propio progreso, porque él solo no puede fundar un verdadero humanismo. Sólo si pensamos que se nos ha llamado individualmente y como comunidad a formar parte de la familia de Dios como hijos suyos, seremos capaces de forjar un pensamiento nuevo y sacar nuevas energías al servicio de un humanismo íntegro y verdadero. Por tanto, la fuerza más poderosa al servicio del desarrollo es un humanismo cristiano, que vivifique la caridad y que se deje guiar por la verdad, acogiendo una y otra como un don permanente de Dios. El humanismo que excluye a Dios es un humanismo inhumano. El desarrollo conlleva atención a la vida espiritual, tener en cuenta seriamente la experiencia de fe en Dios, de fraternidad espiritual en Cristo, de confianza en la Providencia y en la Misericordia divina, de amor y perdón, de renuncia a uno mismo, de acogida del prójimo, de justicia y de paz. Todo esto es indispensable para transformar los ‘corazones de piedra’ en ‘corazones de carne’ (Ez 36,26), y hacer así la vida terrena más ‘divina’ y por tanto más digna del hombre. Ante los grandes problemas del desarrollo de los pueblos, que nos impulsan casi al desasosiego y al abatimiento, viene en nuestro auxilio la palabra de Jesucristo, que nos hace saber: ‘Sin mí no podéis hacer nada’ (Jn 15,5). Y nos anima: ‘Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final del mundo’ (Mt 28,20). El amor de Dios nos invita a salir de lo que es limitado y no definitivo, nos da valor para trabajar y seguir en busca del bien de todos, aun cuando no se realice inmediatamente, aun cuando lo que consigamos nosotros, las autoridades políticas y los agentes económicos, sea siempre menos de lo que anhelamos. Dios nos da la fuerza para luchar y sufrir por amor al bien común, porque Él es nuestro todo, nuestra esperanza más grande (CV 78-79).
Notas
[1] Caritas in veritate, 2.
[2] Cf. Mt 22, 36-40
[3] Cf. 1 Jn 4, 8.16
[4] Caritas in veritate, 3.
[5] Caritas in veritate, 4.
[6] Caritas in veritate, 5.
[7] Caritas in veritate, 6.
[8] 1 Jn 3,18.
[9] Caritas in veritate, 6.
[10] Caritas in veritate, 7.
[11] Caritas in veritate, 7.
[12] Caritas in veritate, 9.
[13] En el texto de Caritas in veritate, Benedicto XVI hace referencia a los números de los diversos epígrafes de la Carta encíclica Populorum Progressio, de Pablo VI, a que está aludiendo. En este trabajo se ha optado por no transcribirlos, para no atiborrar de notas y, de tal modo, confundir al lector.
[14] Caritas in veritate, 10.
[15] Caritas in veritate, 11.
[16] Caritas in veritate, 13.
[17] Caritas in veritate, 17.
[18] Caritas in veritate, 18.
[19] 2 Cor 5, 14.
[20] Caritas in veritate, 20.
[21] Caritas in veritate, 21.
[22] Caritas in veritate, 22.
[23] Caritas in veritate, 25.
[24] Caritas in veritate, 26.
[25] Caritas in veritate, 28.
[26] Caritas in veritate, 29.
[27] Caritas in veritate, 31.
[28] Caritas in veritate, 34.
[29] Caritas in veritate, 35.
[30] Caritas in veritate, 36.
[31] Caritas in veritate, 37.
[32] Caritas in veritate, 39.
[33] Caritas in veritate, 47.
[34] Caritas in veritate, 40.
[35] Caritas in veritate, 40.
[36] Caritas in veritate, 45.
[37] Caritas in veritate, 43.
[38] Caritas in veritate, 44.
[39] Caritas in veritate, 48.
[40] Caritas in veritate, 51.
[41] Caritas in veritate, 53-54.
[42] Caritas in veritate, 57-58.
[43] Caritas in veritate, 58.
[44] Caritas in veritate, 62.
[45] Caritas in veritate, 63.
[46] Caritas in veritate, 68.
[47] Cf. Gn 2,15
[48] Caritas in veritate, 69.
[49] Caritas in veritate, 70-74
[50] Caritas in veritate, 75-77.
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Last modified: mayo 23, 2024