Nov Lascano 1

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Participación política en la edad postcristiana

Los últimos resultados eleccionarios en Hispanoamérica pueden parecer desalentadores ―Gabriel Boric, Pedro Castillo, Gustavo Petro, Alberto Fernández…―, pero no sorprendentes. El discurso público actual parece contar con solo dos opciones. Sobre la izquierda, un alegato por la concentración de poder político en el Estado combinado con una idealización de la pobreza, que esconde la ambición brutal de una minoría por controlar la vida de los demás. Potenciado mediante un sentimentalismo netamente palabresco, este paradigma está hoy llevando las de ganar en nuestro continente.

Un intento de respuesta proviene no sabemos si desde una derecha, pero sí desde un liberalismo (la llamada “nueva derecha”). El mérito no puede negársele al tratarse del único intento. El resultado político muestra, sin embargo, que ha sido insuficiente bajo cualquiera de sus variantes. Incluso la chilena, seguida por muchos desde todos los países de habla hispana, por ser la que mayor integración había alcanzado con la vida partidaria y electoral. Incluso carece de respuesta para algunas interrogantes aquella variante del liberalismo superadora del economicismo, como la de Cayetana Álvarez de Toledo, probablemente la mejor estructurada conceptualmente.

De esta forma, cualquier intento por explicar mejor las posibilidades de participación en los asuntos públicos en nuestra región debe, sin embargo, calibrar mejor la particularidad del momento histórico e impulsar una mejor valorización de la participación social, que quite el monopolio del altruismo a quienes solo lo contradicen cuando administran el Estado.

La pérdida de prestigio y potencia cultural de la Iglesia ha alcanzado niveles preocupantes. Resulta desconcertante vista a la luz de la historia. Quizás permiten encuadrar esta consigna las palabras de Romano Amerio, respecto a que no sería tampoco deseable “el repliegue del devenir humano sobre sí mismo” (…). Con esa genial fórmula la evocación del pasado toma adecuada dimensión: recordar y aprender sin dejarse llevar por una nostalgia inmanentista.

La novedad de nuestra época es la fragmentación. Así y todo, los hispanoamericanos heredamos hábitos intelectuales fuertemente marcados por la omnipresencia de un actor centralizante. Aun cuando no buscaran controlarlo todo, el Estado o la Iglesia han ido centralizando los espacios y las instituciones. Más allá de preguntarse si constituye un problema el predominio de un factor social en la cultura, hoy en día estos dos actores han perdido fuerza o, al menos, su capacidad para enmarcar y potenciar los procesos de la cultura.  Incluso han perdido su atractivo: ya no son vistos como filtros, mediadores o referentes de los actores y discursos que sustancian la cultura.

Iniciada hace ya décadas, la pérdida de prestigio y potencia cultural de la Iglesia ha alcanzado niveles preocupantes. Resulta desconcertante vista a la luz de la historia. Quizás permiten encuadrar esta consigna las palabras de Romano Amerio, respecto a que no sería tampoco deseable “el repliegue del devenir humano sobre sí mismo” (Amerio, R.; Iota unum). Con esa genial fórmula la evocación del pasado toma adecuada dimensión: recordar y aprender sin dejarse llevar por una nostalgia inmanentista. Hoy nos toca la realidad que nos toca. En este plano de la incidencia de la religión sobre la cultura, lo de Amerio podría reforzarse: las glorias de los siglos de humanismo no surgieron de la burda imitación de una época anterior. La Europa desbordantemente prolífica ejerció espontáneamente la vida social, material, cultural y religiosa. La eclosión derivada del descubrimiento de nuestra América no hubiera sido posible en un escenario con una mirada vuelta hacia atrás, más pendiente de conservar los ladrillos heredados que de construir con ellos un mejor porvenir.

La gravitación cultural de la Iglesia, pasada ya, parece haber dejado un vacío. Se advierte en la mayor o menor fragmentación e indefinición de consignas, más allá de la sociabilidad de los grupos de laicos que expresan ese profundo humanismo. Pareciera que estuvieran aguardando una señal, como si aún estuviera dispuesta su jerarquía a ejercer un rol orientador, o al menos, de respaldo. Este es un problema propio de los laicos interesados en la cultura.

No por ser formulada desde la ciencia social, per se inmanente, deja de ser cierta la definición de la Iglesia como un actor político

En el plano de la trascendencia, nos identificamos como parte de esa Iglesia definida en el plano inmaterial, universalista. Decía Chesterton que el antiguo hipócrita “era un hombre cuyos objetivos eran realmente mundanos y prácticos, pero fingía que eran religiosos”, mientras que “el nuevo hipócrita es aquel cuyos objetivos son realmente religiosos, pero finge que son mundanos y prácticos” (Chesterton, G.K.; What’s Wrong with the World)… Ahora pareciera que el hipócrita religioso es el que tiene objetivos religiosos sin poner ningún medio práctico orientado a ellos. ¿No estaremos confundiendo la definición de la Iglesia que conocemos por la fe con la pertenencia institucional, tangible, a un ente que actúa en el plano temporal como un actor de gran visibilidad y presencia material? No por ser formulada desde la ciencia social, per se inmanente, deja de ser cierta la definición de la Iglesia como un actor político. Lo que es constituído, galvanizado por la fe, puede llegar a tener implicancias fuera de ese plano, el trascendente. Y no por la suma de conductas individuales, sino por la orientación que los dirigentes de la Iglesia pueden generar por fuera de su fin específico, el religioso. La Iglesia puede ejercer entonces un rol político, más precisamente, pseudo partidario. Y esto constituye un problema sustancial para los hispanoamericanos, cuando tomamos distancia de ese accionar político. Nuestra identidad entra en crisis.

Podemos ahora pasar a la segunda parte del problema: la deslegitimación del Estado, del siempre fuerte Estado hispanoamericano. También aquí el plano identitario empieza a renguear. Al ser países jóvenes, la historia propia es predominantemente la del Estado. La de los hechos que dieron lugar al gobierno propio. Se trata de un rasgo lógico, ya que a diferencia de los países con idioma propio y orígenes profundísimos en el tiempo, nosotros experimentamos un hecho puntual de “desconexión” de otro régimen estatal. La identidad nacional tiene entonces uno de sus principales pilares en la conformación de la estatalidad específica. En este punto, viene a la mente el problema de la historiografía más materialista, que enfatiza el desarrollo del Estado hasta tornarlo el elemento excluyente de la historia de cada país. Aún para quienes consideramos que los países conformaron su identidad también sobre otros elementos, el peso de la conformación del Estado propio en la historia puede ser hoy un problema conceptual.

Más allá de esta materialización en exceso de la historia, en definitiva puede decirse que la identidad política nacional entra hoy en crisis por la deslegitimación del Estado. Vemos no solo la pérdida del sentido de servicio de la política y, por tanto, del Estado, sino también el deterioro cultural asociado, tanto en las formas como en el lenguaje. Ese Estado que en su forma naciente nos identifica, hoy parece haber perdido lo que tuvo de noble en su origen. Enfatizamos, parece haber perdido.

Hay, en cambio, en la esfera civil posibilidades de hacer el bien, promover lo bello y de enseñar lo verdadero. Lo cual no es decir nada novedoso.

La problemática de la crisis o, incluso, el desistimiento de la Iglesia ha tendido a explicarse más desde su origen, reconstruyendo el itinerario de los errores, omisiones y personajes gravitantes. Revertir esta situación casi escapa las mejores intenciones de la voluntad. Sus mecanismos de funcionamiento impiden plantear estrategias, planes para “revitalizarla”. Más aún considerado el problema desde la fe. Poco hay para los laicos para actuar en este tema. Aquí, más que en ningún otro aspecto, la Iglesia no es una ONG.

Sí hay, en cambio, en la esfera civil posibilidades de hacer el bien, promover lo bello y de enseñar lo verdadero. Lo cual no es decir nada novedoso. La nota distintiva es que para muchos, en estas circunstancias, deberá ser prescindiendo de la Iglesia como referente, como respaldo aunque sea tan solo tácito, como motor, o como aglutinante. Por cierto, esto no implica desconocer que sin la Iglesia no es posible alcanzar la máxima realización espiritual. Más bien, conlleva asumir la responsabilidad de dar la batalla sin esperar que sea la jerarquía la que determine los cursos de acción en la esfera social y política.

El segundo factor a tener en cuenta es la vigencia de los Estados como ámbito de acción. Estados nacionales en el sentido de países, primero, y también en el significado del término como el conjunto de instituciones de carácter oficial que administran los temas en común de la comunidad, del país.

Este tema asume varias facetas. En esta oportunidad hacemos énfasis en la identitaria, señalando que los países, como unidades de soberanía absoluta, son el producto de la existencia de una comunidad constituída por los individuos que comparten un pasado no por la casualidad, o por la voluntad de sus próceres, sino porque éstos advirtieron la existencia de aspiraciones, problemas y modalidades culturales comunes. Es decir, la suma de individuos que se identifican en estos aspectos, tanto en el pasado, como en el presente, es la que originó la delimitación de un Estado en un territorio determinado y la que le da entidad hoy. No hay identificación política como producto de una delimitación territorial sino territorios soberanos porque en aquella extensión existen individuos con móviles comunes.

Sin duda, la estructuración política del mundo bajo la categoría de Estados soberanos es un hecho contemporáneo. Es un producto de las modalidades de la historia en estos últimos siglos. Basta observar lo intrincado de la cartografía en atlas históricos para comprobar cómo en otras épocas no solo había una diferencia en el alcance geográfico, sino en las categorías políticas que vinculaban imperios, reinos, condados y comarcas de todo tipo. Teniendo en claro esto, es más fácil dar la dimensión adecuada al patriotismo sin tampoco caer en un escepticismo indiferente.

Insertos en el siglo que nos toca vivir, nuestros países son ámbitos de acción en lo temporal, en lo material, que no deben desdeñarse por no asumir todos los aspectos de lo humano. Ni tampoco por la pérdida del respeto que el Estado inspiraba como sustanciación del principio de autoridad. Más bien incluso, como lo defienden no pocas corrientes doctrinarias, es deseable un Estado de menor alcance, incluso carente de la posibilidad de condicionar la esfera de las creencias y la cultura, y lo mismo respecto de la intimidad del hogar: “se puede decir que esta institución del hogar es la única institución anarquista” ―decía Chesterton―, pues “en la mayoría de los casos normales el Estado no tiene modo de entrar en las alegrías y penas familiares” (Chesterton, G.K.; What’s Wrong with the World). Quizás este poderoso defecto que tuvo el Estado liberal del siglo XIX también motive recelos y dudas respecto a la actividad pública en la esfera civil.

Insertos en el siglo que nos toca vivir, nuestros países son ámbitos de acción en lo temporal, en lo material, que no deben desdeñarse por no asumir todos los aspectos de lo humano.

Las aspiraciones por un humanismo completo, integral, deben repartir adecuadamente su actividad en los distintos canales sociales, institucionales o vinculares. Y la participación en la escena pública, que tan clara tienen los estadounidenses con su Public square, debe atenderse con diligencia, sin pretender que ella sustituya lo que los demás espacios comunitarios deberían satisfacer, y que sabemos que no satisfacen. Este, sobre todo, es el pecado de la moral materialista de nuestro tiempo, aunque se empecine en afirmar que prescinde de moral. Al verlo todo  a través del control del Estado, pretende corregir los males del hombre desde la burocracia centralista e incluso el autoritarismo.

Ahora bien, corremos el riesgo de caer en el mismo espejismo a la inversa: retirarnos de la esfera comunitaria porque esta no es lo suficientemente adecuada a nuestros fundamentos morales. Quienes concebimos la existencia en forma orgánica, en relación con los demás, como parte de nuestra comunidad, de nuestro país, también expresamos nuestra vocación de servicio participando de los asuntos públicos de todos los órdenes, también los relativos a los temas “de tejas abajo”, allí en la vida intelectual o político-partidaria, donde los marcos de referencia que nos daban la Iglesia o el Estado se hallan debilitados. Precisamente esa falta de una configuración previsible vuelve más meritorio el involucramiento en la vida pública, allí donde puede participarse sin contar ni con interlocutores que compartan toda nuestra filosofía ni con los resortes institucionales del pasado.

Nuestras comunidades nacionales, esto es, nuestros países, siguen siendo no solo el ámbito propio de actuación pública de los laicos, sino que sigue ofreciendo espacios para la resolución de los problemas comunes.

Marcelo Lascano Kežić

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