2024 04 stork

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¿Cómo se ve Latinoamérica desde el norte?

Hace unos años formé parte de una pequeña tertulia, en la que nos reunimos para comentar obras filosóficas y literarias. Nos turnábamos para proponer libros, y cuando me tocó a mí sugerí la obra “Ariel”, de José Enrique Rodó. Cuando empezamos a discutirlo, en la siguiente sesión, uno de los participantes, profesor de filosofía, observó con sorpresa que el libro le había parecido muy “europeo”. Había agradecido la oportunidad de leer algo de “filosofía latinoamericana”, porque era un campo en auge y conocerlo podría ser útil para conseguir un nuevo trabajo en algún momento. Pero Ariel ―bueno, ¡era tan europeo! No era lo que él esperaba.

Aquí tenemos un buen ejemplo de la ignorancia que la mayoría de los norteamericanos tienen de aquellas partes del Nuevo Mundo cuyas raíces culturales se encuentran históricamente en la Península Ibérica. Pero, en realidad, esto es más que ignorancia, ya que se deriva lógicamente de una visión del mundo arraigada en la comprensión cuantitativa de la realidad. Porque América Latina es diferente de Estados Unidos, debe ser exótica, seguramente poseyendo poco o nada de nuestra cultura intelectual occidental común. De ahí la expectativa de que una obra filosófica de América Latina sea algo desconocido, no realmente occidental. Porque cuando se repara siquiera en el sur de América, es a través de una lente erigida por un tipo particular de filosofía, una cosmovisión arraigada, en última instancia, en una forma empírica y cuantitativa de entender la realidad que, a su vez, desprecia todo lo que no pueda entenderse mediante los procesos de medir, pesar y contar.

Debido a este giro empírico de su pensamiento, el análisis norteamericano del mundo se centra excesiva o incluso exclusivamente en la economía y la tecnología. Cuando miran hacia el Sur, los norteamericanos verán a América Latina como parte de un mundo diferente, en gran medida incomprensible culturalmente, pero en términos de factores cuantitativos que lo hacen totalmente comprensible como parte del llamado Tercer Mundo, un concepto basado enteramente en lo material y que ignora cualquier otra realidad. Algo parecido ocurre con la identificación de la “civilización occidental” con Europa ―quizá sólo con Europa occidental― y Norteamérica. Es un hecho conocido que Samuel Huntington en su obra The Clash of Civilizations ubica a América Latina fuera de Occidente.

Cuando se repara siquiera en el sur de América, es a través de una lente erigida por un tipo particular de filosofía, una cosmovisión arraigada, en última instancia, en una forma empírica y cuantitativa de entender la realidad que, a su vez, desprecia todo lo que no pueda entenderse mediante los procesos de medir, pesar y contar.

En ese libro, aunque consideraba que la civilización latinoamericana era muy afín a lo que él llamaba “Occidente”, sin embargo pensaba que era mejor situarla en una categoría diferente.

Aunque vástaga de la civilización europea, América Latina ha evolucionado por caminos muy diferentes a los de Europa y Norteamérica. Ha tenido una cultura corporativista y autoritaria, que Europa tuvo en mucho menor grado y Norteamérica no la tuvo en absoluto. Tanto Europa como Norteamérica sintieron los efectos de la Reforma y han combinado las culturas católica y protestante. Históricamente […] América Latina ha sido sólo católica […]. La evolución política y el desarrollo económico de América Latina han diferido marcadamente de los patrones predominantes en los países del Atlántico Norte (Huntington, S.; The Clash of Civilizations and the Remaking of World Order).

Se pueden destacar varios puntos relevantes de este pasaje. Uno es que Huntington considera que carecen de importancia ciertos aspectos de la vida social e intelectual de la Europa católica ―una “cultura corporativista y autoritaria”― que durante siglos tuvieron implicaciones políticas y económicas muy significativas. En efecto, identifica Europa con “los patrones que prevalecen en los países del Atlántico Norte”, sin duda porque son esos países los que en la actualidad y durante algún tiempo han ejercido una influencia económica determinante en el mundo y, en consecuencia, una influencia política y cultural similar. Pero suprimir partes importantes de la historia cultural y política europea con el supuesto argumento de que ya no son relevantes es malinterpretar la formación histórica de Europa y, por ende, de todo el mundo occidental. Es asumir que la trayectoria central de la historia del mundo es simplemente un desarrollo a partir de la reforma protestante, y en última instancia, es reducir incluso eso a un nivel meramente político y económico.

La mente anglosajona parece tener una tendencia hacia el nominalismo, una propensión nativa a preocuparse por las cosas individuales, cosas susceptibles de ser entendidas cuantitativamente.

La preocupación por las cuestiones económicas y políticas, temas que en gran parte pueden tratarse según los métodos cuantitativos de las ciencias sociales modernas, tiene, sin embargo, raíces más profundas que una simple serie de accidentes históricos derivados de las revoluciones religiosas del siglo XVI. La mente anglosajona parece tener una tendencia hacia el nominalismo, una propensión nativa a preocuparse por las cosas individuales, cosas susceptibles de ser entendidas cuantitativamente. Tal vez se pueda ver esto incluso en la Edad Media en teólogos como Juan Duns Scoto o Guillermo de Ockham. Pero en su reflexión filosófica posterior, más obviamente desde John Locke, esta tendencia es aún más clara. Por supuesto, esta forma de aproximarse a la realidad concuerda bien con la empresa científica moderna, hasta el punto de que en el mundo anglosajón el término ciencia se utiliza exclusivamente para el estudio de la naturaleza basado en una reduccionista metodología matemática.

Y, por supuesto, esta proclividad se ha constatado a menudo.

Hace varios años, el historiador mexicano Leopoldo Zea publicó un libro titulado Auge y decadencia del positivismo en México; posteriormente, ha desarrollado el mismo tema en un libro sobre la América española en general; y se han escrito libros similares sobre el positivismo en Brasil. Estos libros tratan del positivismo principalmente en el sentido comteano… [y] pueden resumirse en la afirmación de Zea de que: “Después de la escolástica, ninguna otra corriente filosófica ha alcanzado en Hispanoamérica una importancia igual a la del positivismo”.

No podría hacerse una afirmación semejante sobre los Estados Unidos, y no se ha escrito un libro semejante sobre la historia del positivismo comteano en los Estados Unidos. De hecho, su historia aquí parece haber sido apenas digna de ser contada […].

[Sin embargo] hemos estado hablando de positivismo en el sentido comteano más preciso; pero es muy distinto si usamos el término en el sentido más amplio de “una creencia que rechaza lo sobrenatural y se apoya en el firme terreno ‘positivo’ de la ciencia”. En este sentido más amplio, el positivismo en Estados Unidos no sólo tiene una historia; casi podría decirse que es la historia de Estados Unidos […]. Surgió en la Inglaterra del siglo XVII y cruzó el Atlántico como parte de la herencia colonial; y lejos de decaer, sigue siendo hasta hoy una creencia casi universalmente aceptada ―o al menos una premisa inarticulada― en Estados Unidos (Whitaker, A.P.; The Americas in the Atlantic Triangle).

A principios del siglo pasado, el profesor Herbert Bolton, de la Universidad de California, propuso la tesis de una historia común de las Américas, un intento bienintencionado pero torpe de entender la historia del hemisferio occidental únicamente en términos de factores económicos y políticos [1] . Varios años después, el historiador mexicano Edmundo O’Gorman escribió sobre la acumulación por parte de Bolton de los hechos cuantificables que la mente anglosajona comprende tan bien y su descuido de los factores culturales que tienden a desconcertarla:

¿Cuáles son los que ha destacado de la gran masa informe de los hechos americanos? Primero y en forma preeminente habla de “la lucha por el Continente”, luego de “la unificación nacional” y del “desarrollo económico”. Traza caminos comunes, salta fronteras políticas, unifica, aplana; pero cabe preguntar: ¿qué ha hecho con los hombres, con esa materia humana hacedora de historia? ¿En qué lugar trata el problema de los “Destinos”, que es el que encierra el dramatismo esencial de lo histórico?… ¿Qué no significa nada el irreductible contraste de un pasado protestante y de otro católico? En fin, se ha dejado en olvido ese conjunto espiritual que es lo que da cuerpo a una individualidad histórica. Claro está que los ferrocarriles son los mismos, que casi todas las entidades políticas afectan la forma de República y que en todas las latitudes han fructificado en forma alarmante los bancos y los campos de deporte; pero aún dentro de eso que se llama “el desarrollo económico”, si se ahonda un poco, se vería que el gran industrialismo, con su morbosa inclinación al monopolio (desarrollo material del individualismo protestante), es planta que sólo a medias se aclimató en algunos países hispanoamericanos. Las fórmulas de eficiencia económica elaboradas en los Estados Unidos del Norte se estrellan en otras partes del Continente, aunque con injustificado orgullo y miopía se quiere ver en ello una actitud atrasada (O’Gorman, E.; Hegel y el moderno panamericanismo).

Si la realidad, y en concreto la realidad y la forma de la vida humana en este mundo, se ve a través de una lente en la que la cantidad es el factor más importante, o incluso el único, entonces, tanto si se mira a América Latina bajo una luz favorable como desfavorable, se ve lo que importa a la visión norteamericana del mundo, aquellas cosas que pueden entenderse en términos de una comprensión matemática de la realidad.

El enfoque exclusivo en factores cuantificables es un buen ejemplo de lo que San Juan Pablo II llamó el error del “economicismo”, y que definió en su encíclica Laborem Exercens.

Por desafortunada que haya sido esta tendencia de los norteamericanos a mirar a América Latina en términos de su visión distorsionada, estas cuestiones van más allá. Tocan tanto al pensamiento sociopolítico como incluso a la concepción filosófica de base de la modernidad.

Respecto de la economía, el enfoque exclusivo en factores cuantificables es un buen ejemplo de lo que San Juan Pablo II llamó el error del “economicismo”, y que definió en su encíclica Laborem Exercens, de 1981:

En tal planteamiento del problema había un error fundamental, que se puede llamar el error del economismo, si se considera el trabajo humano exclusivamente según su finalidad económica. Se puede también y se debe llamar este error fundamental del pensamiento un error del materialismo, en cuanto que el economismo incluye, directa o indirectamente, la convicción de la primacía y de la superioridad de lo que es material, mientras por otra parte el economismo sitúa lo que es espiritual y personal (la acción del hombre, los valores morales y similares) directa o indirectamente, en una posición subordinada a la realidad material. Esto no es todavía el materialismo teórico en el pleno sentido de la palabra; pero es ya ciertamente materialismo práctico, el cual, no tanto por las premisas derivadas de la teoría materialista, cuanto por un determinado modo de valorar, es decir, de una cierta jerarquía de los bienes, basada sobre la inmediata y mayor atracción de lo que es material, es considerado capaz de apagar las necesidades del hombre (San Juan Pablo II; Laborem Exercens, n°13).

Más tarde, en su encíclica Centesimus Annus, de 1991, Juan Pablo II hizo lo que sin duda era una alusión a Estados Unidos al describir una de las respuestas al comunismo tras la Segunda Guerra Mundial, una respuesta basada igualmente en “la convicción de la primacía y de la superioridad de lo que es material”.

Otra forma de respuesta práctica, finalmente, está representada por la sociedad del bienestar o sociedad de consumo. Ésta tiende a derrotar al marxismo en el terreno del puro materialismo, mostrando cómo una sociedad de libre mercado es capaz de satisfacer las necesidades materiales humanas más plenamente de lo que aseguraba el comunismo y excluyendo también los valores espirituales. En realidad, si bien por un lado es cierto que este modelo social muestra el fracaso del marxismo para construir una sociedad nueva y mejor, por otro, al negar su existencia autónoma y su valor a la moral y al derecho, así como a la cultura y a la religión, coincide con el marxismo en reducir totalmente al hombre a la esfera de lo económico y a la satisfacción de las necesidades materiales (San Juan Pablo II; Centesimus Annus, n°19).

Pero esta cuestión es aún más profunda que la simple aproximación economicista a la vida económica o social. Las siete artes liberales consistían en dos grupos, el trivium y el quadrivium. Ambos grupos eran formas de entender el mundo, el primero pretendía hacerlo mediante artes cuya forma de indagación depende del lenguaje, mientras que el segundo lo hacía mediante artes que implican un acercamiento cuantitativo al mundo. Ambas son necesarias si esperamos tener un conocimiento adecuado de la realidad, pero ambas no son iguales. Pues los usos de la cantidad son estrictamente limitados. La cantidad no puede dar cuenta de sí misma, es decir, no tiene conocimiento de la finalidad, del porqué de nada, sólo de las cuestiones que tienen que ver con lo que se puede medir, pesar y contar. Todo lo demás lo ignora. De ahí el enfoque en las cosas materiales y en la riqueza. Las artes de la cantidad pueden decirnos cómo construir un puente, pero no si es o no deseable construirlo en primer lugar.

La cantidad no puede dar cuenta de sí misma, es decir, no tiene conocimiento de la finalidad, del porqué de nada, sólo de las cuestiones que tienen que ver con lo que se puede medir, pesar y contar. Todo lo demás lo ignora.

Pero lamentablemente esta actitud ha triunfado en el mundo moderno. No sólo la cultura anglosajona ha asumido una posición económica y política dominante en el mundo, sino que sus supuestos y métodos culturales se aceptan la mayoría de las veces sin ninguna objeción ni vacilación. “[Las matemáticas] impregnan nuestro mundo moderno, tal vez incluso lo definen” (St. John’s College, Annapolis, Maryland; Catalog, 1988-1989, p. 13). El método moderno de las ciencias empíricas se basa en una comprensión matemática del mundo que tiende a ignorar todo lo que no pueda tratarse según su propia técnica. Esto no sólo ha alimentado el movimiento de las ciencias modernas: ha teñido nuestra comprensión de la realidad en su conjunto. El literato inglés C. S. Lewis escribió en la perspicaz introducción a su obra de 1954, English Literature in the Sixteenth Century, sobre las causas del éxito de la nueva ciencia que había “entregado la Naturaleza en nuestras manos”, lo siguiente:

Lo que resultó fructífero en el pensamiento de los nuevos científicos fue el uso audaz de las matemáticas en la construcción de hipótesis, puestas a prueba no mediante la simple observación, sino mediante la observación controlada de fenómenos que podían medirse con precisión. En el aspecto práctico, fue esto lo que puso la Naturaleza en nuestras manos. Y sobre nuestros pensamientos y emociones […] estaba destinado a tener profundos efectos. Al reducir la Naturaleza a sus elementos matemáticos, sustituyó una concepción genial o animista del universo por una concepción mecánica. El mundo fue vaciado, primero de sus espíritus moradores, luego de sus simpatías y antipatías ocultas, finalmente de sus colores, olores y sabores […]. El resultado fue más el dualismo que el materialismo. La mente, de cuyas construcciones ideales dependía todo el método, se enfrentaba a su objeto en una disimilitud cada vez más aguda. El hombre, con sus nuevos poderes, se enriqueció como Midas, pero todo lo que tocaba se había vuelto muerto y frío. Este proceso, en lento funcionamiento, aseguró durante el siglo siguiente la pérdida de la antigua imaginación mítica: el engreimiento, y más tarde la abstracción personificada, ocupan su lugar. Más tarde aún, como un intento desesperado de cruzar un abismo que empieza a resultar intolerable, tenemos la poesía de la Naturaleza de los románticos (Lewis, C.S.; English Literature in the Sixteenth Century).

Así, para la física moderna, el mundo real de los “colores, olores y sabores” no existe en la naturaleza, en las cosas mismas, porque tales cualidades no pueden ser tratadas matemáticamente, es decir, según las artes del quadrivium. De hecho, esas artes ya casi ni siquiera se entienden como partes de un todo mayor, pues se han desvinculado de su lugar propio como subordinadas al trivium, del que deberían buscar dirección y según el cual deben ser interpretadas y entendidas.

La trayectoria de la tecnología es susceptible de ser manipulada por los ricos o en aras de objetivos políticos, que al final suelen ser militares.

Desgraciadamente, en lugar de volver a una comprensión de nuestro esfuerzo intelectual común como algo que implica necesariamente tanto el trivium como el quadrivium, y de ver este último como necesariamente ―y de hecho obviamente― subordinado al primero, la discusión de esta cuestión ha tomado un giro diferente. De hecho, ha reconocido la brecha, quizás de forma más famosa, al menos en el mundo anglosajón, en las conferencias de C. P. Snow de 1959, The Two Cultures. Snow escribió:

Creo que la vida intelectual de toda la sociedad occidental se está dividiendo cada vez más en dos grupos polares […]. En un polo, los intelectuales literarios; en el otro, los científicos y, como grupo más representativo, los físicos. Entre ambos existe un abismo de incomprensión mutua, a veces (sobre todo entre los jóvenes) de hostilidad y antipatía, pero sobre todo de incomprensión (Snow, C.P.; The Two Cultures and the Scientific Revolution) [2].

Sin embargo, cuando pensamos en las artes del quadrivium y sus usos en el mundo moderno, debemos distinguir entre dos cosas diferentes: lo que generalmente se denomina conocimiento científico puro y la aplicación de éste en la tecnología. Con respecto a lo segundo, es obvio, creo, que tiene una necesidad inherente de dirección, dirección más allá de la comprensión meramente cuantitativa de las cosas. Tanto la moral como la prudencia política son necesarias para una aplicación de la tecnología que respete la naturaleza humana y no perjudique a la sociedad ni al medio ambiente. Porque la tendencia inherente al desarrollo tecnológico es hacer las cosas más rápidas, más baratas y más potentes, pero sin preguntarse por qué, o si, en algún caso concreto, esta innovación tecnológica propuesta beneficiará realmente a la humanidad o no. Es evidente que muchos de nuestros inventos de los últimos tres siglos han sido perjudiciales, tanto desde el punto de vista medioambiental como social. Esto no quiere decir que el desarrollo tecnológico deba detenerse, sino más bien señalar que no hay un camino determinado por el que deba ir la tecnología. Por poner sólo un ejemplo, la invención de grandes y costosos equipos agrícolas ha fomentado la consolidación de las explotaciones y el declive de las más pequeñas debido al gasto que supone la compra y el mantenimiento de estos aparatos. Pero esto no ha sido automático, ya que la investigación en tecnología agrícola podría haberse dirigido a ayudar a los agricultores más pequeños y a desarrollar lo que se ha dado en llamar “tecnología apropiada”. Más aún, la trayectoria de la tecnología es susceptible de ser manipulada por los ricos o en aras de objetivos políticos, que al final suelen ser militares.

Con respecto a lo que se considera “ciencia pura”, aquí pensadores como C. P. Snow cometen el error de considerar el consenso actual de los científicos como un conocimiento cierto y exacto, verificado experimentalmente e irreprochable, e ignoran la importante crítica filosófica del estatus epistemológico de dicho conocimiento científico. Dado que la ciencia y la tecnología que ha creado y apoyado obviamente “funcionan”, es decir, producen resultados en términos de invenciones, se suele prestar poca atención al estatus y la base del conocimiento que la ciencia afirma haber encontrado, ni a los numerosos y normalmente ocultos supuestos filosóficos sobre los que descansa. El filósofo de la ciencia estadounidense Thomas Kuhn es probablemente el pensador más conocido que se ha asociado a una crítica de las ciencias empíricas. Kuhn sostiene que la mayor parte del trabajo de los científicos es lo que él denomina “ciencia normal”, la resolución de enigmas dentro de un paradigma o modelo imperante de la naturaleza. Tales investigaciones

constituyen lo que aquí llamo ciencia normal. Examinada de cerca, ya sea históricamente o en el laboratorio contemporáneo, esa empresa parece un intento de forzar a la naturaleza a entrar en la caja preformada y relativamente inflexible que proporciona el paradigma. El objetivo de la ciencia normal no es, en absoluto, invocar nuevos tipos de fenómenos; de hecho, los que no encajan en la caja a menudo ni siquiera se observan. Los científicos tampoco pretenden inventar nuevas teorías, y a menudo son intolerantes con las inventadas por otros. Por el contrario, la investigación científica normal se dirige a la articulación de los fenómenos y teorías que el paradigma ya proporciona (Kuhn, T.; The Structure of Scientific Revolutions).

Sin una crítica minuciosa como la que sólo pueden aportar los filósofos y los historiadores de la ciencia, los científicos naturales y, de hecho, la mayoría de la gente, son propensos a ignorar los muchos y a veces cambiantes supuestos en los que se basa cualquier consenso científico, y las corrientes culturales y filosóficas generales que tan a menudo influyen en las conclusiones de la ciencia empírica. Y es que la ciencia empírica no es, ni mucho menos, la investigación totalmente imparcial y objetiva del mundo natural que se suele considerar. Curiosamente, C. S. Lewis, el erudito literario que he citado antes, propuso una teoría similar más o menos en la misma época en que apareció la primera edición de The Structure of Scientific Revolutions (1962). Como lo resume Lewis:

Ya no podemos descartar el cambio de Modelos como un simple progreso del error a la verdad. Ningún modelo es un catálogo de realidades últimas, y ninguno es una mera fantasía […]. Cada uno refleja la psicología predominante de una época casi tanto como el estado de los conocimientos de esa época. Difícilmente una batería de hechos nuevos podría haber persuadido a un griego de que el universo tenía un atributo tan repugnante para él como el infinito; difícilmente una batería semejante podría persuadir a un moderno de que es jerárquico (Lewis, C.S.; The Discarded Image).

De hecho, “la naturaleza da la mayor parte de sus pruebas en respuesta a las preguntas que le hacemos” (Lewis, C.S.; The Discarded Image), y no sólo difícilmente podemos hacer todas las preguntas, sino que las preguntas que hacemos están determinadas en gran medida por el modelo o paradigma científico reinante de la época.

La ciencia empírica no es, ni mucho menos, la investigación totalmente imparcial y objetiva del mundo natural que se suele considerar.

Comencé este artículo señalando la ignorancia generalizada de los norteamericanos respecto a la cultura de América Latina. A continuación, mostré la prevalencia de una forma de ver la realidad endémica de Norteamérica, que se basa, en última instancia, en la supremacía de las artes del quadrivium, desvinculadas, además, del lugar que les corresponde entre las siete artes liberales. Hemos visto cómo esto ha dado lugar a un enfoque de la economía que “niega una existencia y un valor autónomos a la moral, el derecho, la cultura y la religión [y] reduce al hombre a la esfera de la economía y a la satisfacción de las necesidades materiales”. A continuación se examinó la relación de esta perspectiva con la cuestión más amplia del estatuto de las ciencias empíricas y de la tecnología que han hecho posible. Desgraciadamente, hay pocos indicios de que se reconozca este problema y mucho menos de que se hagan esfuerzos para abordarlo [3]. Pero hasta que no se entienda y se aborde esta cuestión, todos los esfuerzos por reformar de verdad nuestra bifurcada y cada vez más inútil vida intelectual tendrán poco efecto, y seguiremos malinterpretando no sólo a grandes partes del mundo, sino también a nosotros mismos y, de hecho, a toda la realidad.

Autor: Thomas Storck

Notas

[1]  Presentado originalmente en un discurso pronunciado en la reunión anual de la American Historical Association en diciembre de 1932. Para un análisis posterior de la tesis del profesor Bolton, véase, entre otros: 1) Hanke, L. (ed.); Do the Americas Have a Common History? A Critique of the Bolton Theory; 2) Magnaghi, R.M.; Herbert E. Bolton and the Historiography of the Americas; y 3) Crespo, H., Kozel, A. y Betancourt, A. (coord.); “¿Tienen las Américas una Historia Común? Herbert E. Bolton, las fronteras y la «Gran América»”.

[2] Snow efectivamente reconoce que probablemente esta diferencia cultural sea más fuerte en Inglaterra.

[3] En Estados Unidos hay dos Colleges (i.e., instituciones de nivel universitario), que han integrado un estudio considerable de matemáticas y ciencias dentro de un curriculum más amplio de artes liberales, enmarcado en la filosofía. Estos son el St. John’s College de Maryland y Nuevo Mexico, y el Thomas Aquinas College en California y Massachusetts. El último es una institución católica.

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