julio 31, 2024• PorYesurún Moreno
Chile: la hermana más esbelta de la hispanidadNací en Barcelona un 23 de mayo de 1995. Justamente veintinueve años después, viví mi cumpleaños más largo ―por el cambio horario― en el avión rumbo a Chile. Vine dos meses para investigar a Mario Góngora, autor en el que me vi reflejado en cuanto supe de su existencia. Gracias a la beca del Centro de Estudios, Formación y Análisis Social (CEU-CEFAS) he podido disfrutar de un viaje ―en sentido enfático, romántico, transformador―. Lo cierto es que he visto un humus cultural francamente estimulante en el ámbito del conservadurismo. He podido estar en contacto con autores, escritores y pensadores de primera línea, personas vinculadas a la política y a la opinión pública. Me sorprendió la cantidad de centros de estudios, la tradición de revistas de pensamiento y la vitalidad intelectual de esta nación. Pero, sobre todo, me encantó saber que la leyenda negra antiespañola no ha calado aquí con la fuerza que lo ha hecho en naciones hermanas como el Perú, México y Argentina.
Sea como fuere, hoy toca partir de vuelta hacia a España y lo hago apesadumbrado y triste, pero con la esperanza de reencontrarme con los buenos amigos que he hecho por estos lares.
Desde la belleza decadente de ciudades como Valparaíso y Santiago; pasando por las lluvias torrenciales de Talca “riñón de la chilenidad”; la frondosidad de Futrono; llegando a Valdivia y su torreón español del siglo XVII; aunque sin desmerecer el encanto popular de las Comunas de la Pintana y Renca o el maravilloso sagrario que vi en la iglesia Nuestra Señora del Lago (de un verde esmeralda más intenso que las entrañas de la selva valdiviana); uno no puede sino enamorarse de Chile, la hermana más esbelta de la Hispanidad.
Gozosamente he podido paladear la lectura de Hispanoamérica del dolor (1969), del pensador católico e hispanista chileno Jaime Eyzaguirre, un conjunto de ensayos breves que constituyen una sofisticada obra del espíritu. Las primeras páginas son sobrecogedoras por cuanto describen el idilio “entre la tierra bella y áspera y el alma de Europa que produjo el milagro”. En sus palabras:
Los viejos navegantes que hincharon las velas con el soplo de la esperanza, enfilaron las proas ansiosas de sus novios a los mares australes […] Europa, al topar con el Finis Terrae de sus cartas de marear, quedó prendida en el encanto de la naturaleza virgen y se desposó con ella apasionadamente. (Eyzaguirre, J.; Hispanoamérica del dolor)
Eyzaguirre supo ver como nadie ese amor casi poético, más propio del Cantar de los Cantares que de la cruenta historia humana. En dicho libro bíblico se habla de un amor cortés, genuino, puro en que el amado importuna en la quietud de la noche a la amada: “Yo dormía, pero mi corazón velaba. Es la voz de mi amado que llama: Ábreme, hermana mía, amiga mía, paloma mía, perfecta mía. Porque mi cabeza está cubierta de rocío, Mis cabellos de las gotas de la noche” (Cant. 5, 2). Asimismo, los españoles llegaron a las zonas más recónditas y australes del planeta con los cabellos cubiertos del salitre de los mares implorando “ábreme, hermana mía”, prendidos de su hermosura con el deseo de desposarse con ella apasionadamente.
La Monarquía Hispánica bien puede describirse como un «imperio nómada», entendido el nomadismo no como un mero trotamundismo, sino como un apego a la tierra (terrisme). Autores como Gilbert Keith Chesterton, Carl Schmitt o el vizconde de Chateaubriand han reflexionado en torno a ese anhelo telúrico propio de las naciones católicas. Chesterton, por ejemplo, explica en Herejes (1905) que el católico es el “verdadero Ulises”, puesto que “el verdadero Ulises no desea en absoluto viajar. Lo que desea es regresar a casa […] a un hombre no le hace ningún daño sentirse orgulloso de su país, y le hace un daño comparativamente muy pequeño sentirse orgulloso de sus antepasados remotos”. Por su parte, Chateaubriand —escritor no en balde católico— reparó también en ello, al sugerir, en El genio del cristianismo (1856), que el exiliado no sabe si volverá a ver su hogar puesto que “el destierro que lo ha arrojado fuera de su país parece haberlo arrojado fuera del mundo”.
¡Qué bella historia de amor la nuestra con este suelo! Con el huaso de campo y con el roto, con el mapuche y con el descendiente de las colonias alemana, italiana o inglesa.
Insisto, el nomadismo es entendido aquí como esa búsqueda deleuziana del hogar, o mejor, de crear las condiciones de posibilidad de un hogar por parte de los conquistadores que, como sugirió Hermann Keyserling llevaban caballos, vacas y semillas para arar la tierra y arraigarse en ella. Gilles Deleuze sostenía que
los nómadas permanecen literalmente inmóviles, es decir, todos los especialistas en los nómadas lo dicen […] se aferran a la tierra, se aferran a su tierra. Su tierra se convierte en un desierto, pero ellos se aferran a ella, de tal suerte que no pueden más que nomadizar en su tierra (…) son nómadas porque no quieren irse. (Deleuze, G.; Entrevista de Claire Parnet)
Tuvo esta nación la suerte o la desgracia de ser desposada por un pueblo telúrico como el español. Un pueblo que no rehuyó del mestizaje ―como sí hicieron otros imperios depredadores―. Fruto de ese mestizaje nació un “imperio excéntrico” (por decirlo en palabras de mi querido Ricardo Calleja), nació la Hispanidad, cuyos dominios de ultramar vibraban quizá con más fuerza allende los mares, aquí en el antiguo Reyno de Chile, que en la capital del imperio. Por ello los enemigos se han ensañado contra la proeza del hermanamiento. Sangre y tierra. Pueblos originarios indómitos al destino compartido (como Lautaro, el guerrero mapuche que ―según cuenta la leyenda― mató a Pedro de Valdivia, fundador de las ciudades más antiguas de Chile); masones y políticos liberales decimonónicos; intervenciones extranjeras como la inglesa y ahora la izquierda de la disolución se han unido históricamente en pecaminosa jauría contra la unión de Castilla la vieja y la Araucanía. ¿Qué diría Alonso de Ercilla, cronista, poeta e insigne hombre de letras, si viera con estupor la violencia desatada contra tan sacra unión?
¡Qué bella historia de amor la nuestra con este suelo! Con el huaso de campo y con el roto, con el mapuche y con el descendiente de las colonias alemana, italiana o inglesa. ¡Qué linaje más hondo, qué unión sempiterna!
He sentido Hispanoamérica, hasta ahora tan sólo la había pensado. Estoy como en casa.
En uno de mis encuentros, quedé con la hija de Mario Góngora en el Café Tavelli. Como es bien sabido, Góngora estuvo en España en varias ocasiones en sucesivas estancias de investigación entre Madrid y Sevilla. María Eugenia nació en Sevilla en una de aquellas, aunque con tan solo tres meses de vida tuvo que volver a Santiago. Ella me explicaba que siempre que viajaba a España notaba un “tirón de la tierra”. Estaba en casa. Por otro lado, en el Instituto ResPublica donde he pasado estos dos meses, conocí a Mariana, una mujer encantadora ―que, por cierto, mientras escribo este artículo ha tenido la amabilidad de regalarme una edición chilena de “Defensa de la Hispanidad” de Maeztu prologada por Miguel Ayuso y comentada por el padre Osvaldo Lira―. Mari me explicaba algo similar a lo que le sucede a María Eugenia: “Me pasó que estando varios meses en Francia, fui una semana a España. Sentí que volvía a casa. Fue raro, pero bonito”. Los testimonios de Maria Eugenia y Mari conectan sin saberlo con intuiciones que están en Eyzaguirre. Tal y como explica refiriéndose a Vicente Pérez Rosales, comerciante, aventurero, diplomático, escritor, pintor y poeta chileno: “No era raro pues, que Pérez Rosales, hace ya cien años exclamase que al pisar tierra española le pareció haber llegado a Chile, y agregara que sólo de España, por donde pasó fugazmente, se había ausentado con verdadero sentimiento, y no en Francia, donde vivió hasta hartarse de ideas y de modas. Porque, al fin, no es lo mismo dejar la casa de la madre que la casa de la amiga”. Yo hice el camino inverso al de Maria Eugenia, Mari y Pérez Rosales, aunque en el mismo sentido: porque el corazón alcanza a ver lo que la cabeza apenas atisba. He sentido Hispanoamérica, hasta ahora tan sólo la había pensado. Estoy como en casa. Y como reza el Salmo, “me ha tocado en suerte un lote hermoso, me encanta mi heredad” [1].
Notas
[1] Heredad. Según la RAE: “Porción de terreno cultivado perteneciente a un mismo dueño, en especial la que es legada tradicionalmente a una familia”.
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Last modified: noviembre 26, 2024