La Virgen María como modelo de mujer
Si me preguntan qué es para mí ser mujer, no puedo sino mirar a María. Ella es compañera, guía y modelo en el camino de descubrimiento de la feminidad. En el mundo en el que vivimos —en medio de un “mercado de antropologías”, ideologías, y “filosofías de vida”— no es nada fácil encontrar cuál es el sentido de nuestras vidas, y si el ser mujer tiene algo que decir al respecto, o en cambio, es un dato que no añade nada. Si los tiempos en los que vivimos son de grandes preguntas, ella es la gran respuesta: en ella —en su vientre— se encuentra la Verdad, se encuentra el Amor. En ella es donde podemos encontrar el significado de lo que es ser mujer.
En María están reflejadas de manera extraordinaria las cualidades que nos distinguen como mujeres, o —me atreveré a decirlo de una manera más osada, pero muy decidora— en cada una de nosotras se expresa de manera distinta y particular, a nuestro modo, alguna cualidad maravillosa de nuestra Madre: ella es modelo de mujer.
La maternidad —en sentido biológico— ocurre cuando a partir de la donación total del propio ser al varón, un nuevo semejante es llamado a la existencia.
¿Cuáles son las cualidades que podemos compartir con ella? Lo que nos es más propio, en cuanto mujeres, es el dar vida. Esta realidad está completamente inscrita tanto en nuestro cuerpo como en nuestra manera de ser. Nuestra maternidad la vivimos, o al menos la podemos vivir, en cada aspecto de nuestra vida, animando ―poniendo alma― allí donde haga falta; ya sea en nuestra familia, en la amistad, o en el trabajo. Esa es la fecundidad de la que somos capaces y a la que estamos llamadas. Es una fecundidad que se materializa en la entrega personal de cada mujer.
La maternidad —en sentido biológico— ocurre cuando a partir de la donación total del propio ser al varón, un nuevo semejante es llamado a la existencia. Esa donación recíproca es tan total, que exige un compromiso para toda la vida: el matrimonio. En nosotras, esta entrega es eminentemente receptiva (no pasiva), a diferencia del varón, cuya entrega es más bien activa. Esta es la matriz común a toda fecundidad maternal: a partir de una entrega receptiva y total, se concibe nueva vida.
Algo parecido ocurre en la maternidad en su sentido espiritual: toda acogida amorosa del otro, tiene la capacidad de dar vida, en el más amplio de los sentidos. Es por esto que la maternidad no es solo un aspecto de nuestras vidas, sino que puede impregnar de sentido todo lo que hacemos. De este modo, las mujeres que se consagran no están del todo privadas de la experiencia de ser madre: renuncian a la maternidad biológica, para vivir la maternidad de una manera misteriosa y profunda, que desborda el amor de su entrega receptiva de Cristo, a quien han escogido como esposo.
El ejercicio de la maternidad espiritual, no solo se materializa en el contexto de la vida consagrada, sino también en nuestras vivencias más cotidianas. El escuchar al otro, una sonrisa, un acto de servicio, un cuidado, un plato de comida, un abrazo; son todas ocasiones de una donación que a su vez, recibe y da vida. Es en esas pequeñas cosas en las que descubrimos que hemos nacido para ser fecundas: para que al recibir una semilla, demos fruto abundante. Y más abundante será ese fruto, en cuanto mayor sea el amor.
En este sentido, la fecundidad de María rompe todos los parámetros. Abre un universo de posibilidades al significado de ser mujer. La fecundidad de María no tiene comparación: ella es madre de todos los hombres. Su virginidad no es estéril, sino absolutamente fecunda; la receptividad de la joven de Nazaret para con Dios es total: “llena eres de gracia” (Lc. 1, 28). La suya es una virginidad que se entrega a Dios de una manera tan íntima y misteriosa que la Virgen concibió del Espíritu Santo y dio a luz al Hijo de Dios, abriéndonos a la vida de la gracia. La entrega del corazón de María fue tan fértil, que Cristo, en la hora de su muerte, le encomendó ser madre de todos los hombres ―“Mujer, ahí tienes a tu hijo”, “Ahí tienes a tu madre” (Jn 19, 26-27) ―, constituyendo una verdadera maternidad universal, tal como es universal la Iglesia que brotó del costado de Cristo unos momentos después.
El escuchar al otro, una sonrisa, un acto de servicio, un cuidado, un plato de comida, un abrazo; son todas ocasiones de una donación que a su vez, recibe y da vida.
Esta vocación universal de su maternidad hace que no solo los cristianos la tengamos como “la gran mujer”. Una muestra anecdótica de esto (anecdótica, porque a María no se le suelen hacer reconocimientos seculares) es que la revista National Geographic hace unos años la declaró como “la mujer más poderosa del mundo”: “figura materna por excelencia, sanadora misteriosa, la Virgen María inspira devoción como ninguna otra mujer en la Tierra”. Su figura maternal sobrepasa los límites de las religiones y las culturas.
Por otro lado, un hecho muy revelador de nuestra Madre, especialmente en el mundo de hoy, es su Asunción: nuestra fe nos dice que María fue asunta al Cielo en cuerpo y alma. Cristo quiso que su Madre estuviera en el Cielo sin romper esa unidad en ella. En ese sentido, María es un signo vivo y eterno del abrazo de la propia corporalidad. Cada vez es más difícil en la vida moderna el aceptar el propio cuerpo como algo que soy y no algo que tengo. Esto se manifiesta en tantos ámbitos: no solo en los más evidentes como la ideología de género, sino también en el rechazo a la maternidad con la anticoncepción, y la visión cada vez más extendida de considerar a la fertilidad casi como una enfermedad. También esto se ve en el intento de amoldarse a estándares irreales de belleza, que hacen girar la propia vida y el propio cuerpo en torno a la vanidad, y no en torno al amor sacrificado. Lo mismo sucede con los movimientos que rechazan cualquier cuidado de la belleza: se sustentan en la vanagloria y no en el amor. María nos muestra el camino: somos alma, somos cuerpo, y en la unidad de cuerpo y alma es en la que podemos amar.
María es un signo vivo y eterno del abrazo de la propia corporalidad.
Otra dimensión fundamental de la experiencia femenina es su capacidad unitiva, que se funda precisamente en la entrega-recepción fecunda de la que ya hemos hablado. En esto, María es maestra: es en ella en donde se unen el Cielo y la tierra; lo humano y lo divino; Dios y los hombres; lo sobrenatural y lo natural; la gracia y la naturaleza. Ella es el punto de unión, pues, en María sucedió algo increíble: “Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Jn. 1, 14). Dios vino al mundo por una mujer mortal, se emparentó con el género humano por ella y de ella tomó su linaje. Decía Miguel de Unamuno en su Diario Íntimo que “de mujer nació el Hombre Dios, de la calma de la humanidad, de su sencillez”.
Ella no es nada menos que hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo. Ella es la creatura que ha tenido la unión más llena de amor y la comunicación más perfecta con cada una de las tres Divinas Personas. Quien ha participado más plenamente de la vida divina es María: una mujer. He ahí que, por esta capacidad unitiva de María, los cristianos por todos los siglos hayan dicho Ad Iesum per Mariam! (a Jesús por María), ya que, estando ella tan unida a Él y tan unida a nosotros, ella como nadie nos puede unir a Dios.
Estando ella tan unida a Él y tan unida a nosotros, ella como nadie nos puede unir a Dios.
Por otro lado, otra cualidad de la Santísima Virgen que puede ser luz para nosotras es su inefable humildad. El pecado de Eva fue de soberbia, y la virtud por excelencia de María es la humildad: “he aquí la esclava del Señor” (Lc. 1, 38), “porque miró la bajeza de su esclava” (Lc 1, 48). La Santísima Trinidad ha adornado a María con una gloria especialísima: si por Eva entró el pecado al mundo, por María entró la salvación, que es Cristo (Rm. 5, 18). En estas dos mujeres ―Eva y María― se encarna la perdición de la humanidad por la soberbia y su salvación por la humildad.
La virtud de la humildad es crucial para entender a María, y, por lo tanto, para entender nuestra propia misión de vida como mujeres: es de la humildad de la Virgen de donde brota su inmenso poder. Siendo la Virgen verdaderamente la mujer más poderosa que ha existido en la Historia, ella jamás aparecerá en la “Lista Forbes de las 100 mujeres más poderosas del mundo”: ella solo fue madre, y llevó una vida silenciosa y cotidiana en Nazaret. Y es que no es en la fama, ni en el talento, el dinero o la belleza física en donde reside la potencia de María: esta se encuentra en su pequeñez y en su amor sencillo y fiel. Tanto es así, que el padre Gabriele Amorth, un reconocido exorcista, cuenta en una entrevista que Satanás le dijo a través de un poseso que teme más la invocación del nombre de María que el de Cristo. Las razones que le dio el demonio durante el exorcismo son muy interesantes y muestran de lo que es capaz la humildad de María. La primera razón, es porque ella, en Cristo, lo vence siempre. La segunda es porque el demonio se ve más humillado al ser vencido no solo por Dios (que obviamente es superior a él), sino por una simple creatura: esta humillación lo saca de quicio. Y la tercera razón es porque ella es la más pura, la más humilde, y él es el más sucio, el más soberbio.
Es de la humildad de la Virgen de donde brota su inmenso poder.
En un mundo en el que la vida silenciosa y humilde han sido desplazadas por la vida del “superhombre”, la naturaleza del poder de María es desconcertante. Es por esto que para nuestra era es tan difícil de comprender que, lo que se suele identificar como femenino ―como la maternidad, la ternura, la suavidad― lejos de ser limitante y denigrante, es signo de grandeza. Actualmente lo femenino es absolutamente incomprendido: ¿para qué ser suave si puedo ser dura? ¿para qué servir si es que puedo ser líder? Es que, en realidad, “no todo lo que brilla es oro” ―o, al revés, “no todo lo que es oro brilla” (Tolkien, J.R.R.; “El señor de los anillos”)―. No toda nobleza heroica es adornada con los elogios de la grandeza: “lo pequeño es hermoso”. La gran misoginia de nuestro tiempo es el desprecio de lo que es más propio de las mujeres, de lo que naturalmente tenemos más a flor de piel, por tomarlo por pequeño e insignificante. Estas cosas se ven más como algo que hay que superar que como un tesoro que hay que resguardar.
Y es María quien nos muestra de lo que esa humildad ―esa pequeñez, muchas veces oculta, pero no por eso menos heroica y admirable― es capaz. Esto lo ilustra muy bien San Bernardo de Claraval en uno de sus sermones, en el que retrata la expectación de toda la creación en la espera del “sí” de la Virgen en la Anunciación: “En tus manos está el precio de nuestra salvación; si consientes, de inmediato seremos liberados. […] Cree, acepta y recibe. Que la humildad se revista de valor, la timidez de confianza”.
María representa el horizonte de lo que es ser mujer, de lo que podemos ser capaces si es que abrazamos nuestra feminidad.
Y cuando la humildad se revistió de valor, brotó de la boca de nuestra Madre el fiat que trajo al Redentor al mundo. Ella creyó, aceptó y recibió: y en fecundidad perfecta dio vida a quien es la Vida. Una acción tan pequeña, que quizás por muchos podría ser tomada como irrelevante, fue la que posibilitó el evento que cambió toda la Historia: la encarnación y la redención.
Este acto nos llena de esperanza: si a través de María nos llegó la redención en Cristo, Dios quiso darle la gloria de que, también a través de ella, Cristo nos diera la victoria definitiva. En el Apocalipsis ella es la que aplasta la cabeza del dragón, el mismo que en el principio sedujo a Eva para introducir el pecado en el mundo. Ella no necesita una lanza como el arcángel Miguel: con su pie es suficiente.
Es así cómo María representa el horizonte de lo que es ser mujer, de lo que podemos ser capaces si es que abrazamos nuestra feminidad. Ella nos muestra que lo que a ojos del mundo parece débil e insignificante, si está inflamado con gran amor (la caridad), en realidad es lo más noble, heroico y fuerte. Ella es el gran modelo de mujer, ella es la estrella en el horizonte de lo femenino. Así, cuando nuestra vida nos parezca pequeña, dirigiremos la mirada hacia la estrella de María, y en ella, veremos la grandeza de nuestro privilegio de ser mujer.
¡Oh! tú, quien quiera que seas, que te sientes lejos de tierra firme, arrastrado por las olas de este mundo, en medio de las borrascas y tempestades, si no quieres zozobrar, no quites los ojos de la luz de esta Estrella. […] Si Ella te sustenta, no caerás; si Ella te protege, nada tendrás que temer; si Ella te conduce, no te cansarás; si Ella te es favorable, alcanzarás el fin (San Bernardo de Claraval).
Secretaria de Redacción de la Revista Suroeste
Investigadora de Comunidad y Justicia
Last modified: agosto 22, 2024